28 agosto 2013

Nos mudamos

Llevábamos ya algún tiempo anunciando que Estado Crítico iba a cambiar de 'look' así que... 

¡Bienvenidos todos a la nueva sede de EC!


El próximo 2 de septiembre comenzaremos a operar desde la nueva dirección por lo que esta plataforma de Blogger quedará, a partir de entonces, sin actividad. Y como no queremos que nadie se pierda por el camino, os recomendamos que aprovechéis estos días para actualizar vuestros enlaces.

Este cambio se nos hacía ya necesario a todos. Nuevo rostro, nuevos colores, sí. Pero que nadie se asuste, porque el espíritu crítico seguirá intacto. 

Esperamos, de corazón, que os guste nuestra nueva casa. Estáis, por supuesto, invitados a corretear por los pasillos...

01 agosto 2013

Agosto de lifting

Como cada agosto, Estado Crítico echa el cierre. Pero este año pretendemos regresar a la crítica activa renovados en cuerpo y alma. Así que durante este período de asueto someteremos al blog a una serie de operaciones de lifting para que a la vuelta de las vacaciones no nos reconozca ni la madre que nos parió. 

Apuntad en vuestras agendas: volvemos el próximo 2 de septiembre. Pasen unas felices vacaciones. Nos leemos prontito, pero ya con otra cara... 

31 julio 2013

Juguetes rotos


Daniela Astor y la caja negra

Marta Sanz

Anagrama, 2013. Colección "Narrativas Hispánicas"

ISBN: 978-84-339-9762-3

267 páginas

16,90 €




Fran G. Matute

Cuando fallece una diva no resulta difícil encontrar en los titulares de prensa la expresión “juguete roto”. La primera vez que la leí me causó profunda impresión porque me pareció enormemente elocuente. Cómo nos remite a algo bonito que ha nacido para ser usado, manoseado, golpeado y que, ya sea por desdén o por el mero paso del tiempo, termina perdiendo toda su entidad cuando se rompe, cuando deja de servir a su propósito que no es otro que el de divertir y entretener, el de dar placer, en definitiva. Cuando estas características las aplicamos a una persona la imagen se vuelve ciertamente incómoda. Y es esa incomodidad, soterrada, la que recorre las páginas de Daniela Astor y la caja negra, la última y potentísima novela de Marta Sanz.

Son los años del destape, del landismo y del daba-daba-da. Cuando una España bisoña confundió la democracia con el despiporre y la libertad con el horterismo, convirtiendo así el proceso de la Inmaculada Transición (Rafael Reig ‘dixit’) en uno de los mayores esperpentos ‘kitsch’ que ha dado la Historia reciente. Primero el pezón, luego la teta en su plenitud, para luego dar paso a la pelambrera y al mejillón. Y el homínido, con cara de tonto, embobado ante la visión de lo anterior. Se va así abriendo el diafragma de la cultura para introducir en su producción elementos de consumo adaptados a los supuestos vientos de cambio. Así se plantea, desde las altas esferas, que la modernización alcance a una caterva de catetos que fantasean, valga la redundancia, con el “fantaterror”: con vampiras lésbicas y sangre de mermelada desparramada sobre sus cuerpos de ninfas maniatadas. Son los años de esplendor de Nadiuska y Susana Estrada, pero también de Gracita Morales y Florinda Chico. Del cine de León Klimovsky, pero también del de Mariano Ozores

La pasión por el consumo de semejante producción “cultural” invita, intrínsecamente, a que la mujer se libere. Pero, ojo, que no estamos hablando de liberación sexual sino de liberación frente al sexo opuesto, esto es, de emancipación. A la mujer se le indica el camino para que domine al macho cabrío. Y surgen así las musas del destape. Las primeras que se atreven a romper los moldes de la censura. Las más descaradas. Serán hembras por las que los hombres suspirarán. Soñarán con ellas. Humedecerán las viejas alcobas de los españolitos, esas que todavía están coronadas por crucifijos de madera. Darán color al blanco y negro, en esa nueva etapa en la que España necesita acostarse con una buena erección para poder producir al día siguiente. Estas musas heredarán la Tierra. Y por eso Catalina, a sus doce añitos, quiere ser una de ellas. Catalina quiere crecer para dejar de ser Cati y así poder convertirse en su ‘alter ego’ imaginario, Daniela Astor, una diosa del papel cuché, por la que los medios beben los vientos... Mira aquí, Daniela. Estás magnífica. Qué ojazos. Pon esos morritos que tanto nos excitan. Esos tacones, cómo realzan tu figura, tus interminables piernas. Tienes a los hombres rotos, Daniela. Nada te puede detener… Y en esta encantadora ensoñación vive la niñita Catalina cuando la cruda realidad (y hasta aquí podemos leer) irrumpe en el escenario de la vida para hacer tambalear los cimientos de su existencia. 

Pronto comenzará a sospechar Catalina que las instrucciones que les han dado a las niñas de su generación son confusas. Que la adultez no es el nicho de libertad que se promete. Que Catalina probablemente no quiera terminar siendo la diva con la que sueña, más que nada porque detrás de ese halo de permisividad que percibe lo que hay es, realmente, puro libertinaje. Catalina se percatará de que a la mujer se la está cosificando para disfrute del hombre que es quien se está realmente liberando, ahora sí, sexualmente. Será entonces cuando Catalina se enfrente a otro tipo de libertad, relacionada también con la desnudez pero no del cuerpo, sino del alma. Y es que de lo que trata Daniela Astor y la caja negra es de Libertades, así con mayúsculas. De nuevo el recato nos llama la atención para no desvelar excesivos datos de la trama, pero baste decir que un país que pretende modernizarse mostrando senos al descubierto y que luego se dedica a criminalizar los derechos inherentes a las mujeres deja mucho que desear. Y Marta Sanz plantea esta cuestión de la forma más contundente posible, apelando a una historia sentida e íntima que está contada con tanta rabia y pasión que mucho nos tememos que presenta más de un paralelismo con la vida real de la escritora. 

No hace falta exhibir partes desnudas del cuerpo porque aquí se está hablando de otra forma de desnudez”, escribe Marta Sanz. Se enfrenta así la propia autora, a la hora de plantear su novela, al mismo dilema que la protagonista, percibiéndose constantemente en sus palabras ese valiente esfuerzo por mostrarse "desnuda" ante el lector, elevando el texto a cotas de una sensibilidad y brillantez inusuales. En cualquier caso, Daniela Astor... no es una novela de la que sea fácil hablar en público si no se tiene enfrente a un interlocutor que conozca ya las claves de la misma, de ahí que me limite a ofrecer una somera reflexión temática y, sobre todo, estética acerca del impacto que me ha supuesto leer esta obra. Porque, básicamente, cómo me ha encandilado la voz que Marta Sanz ha construido para su Catalina/Daniela. Qué precisa y poética. Qué inocente e inteligente. Qué mirada más limpia. Pero también, qué dolorosa. Vuelve a la mente esa sensación de obsolescencia programada que implica ser una suerte de “juguete roto”. Es esa lucha interna por cumplir o no con las obligaciones del ser social, esa autoconsciencia de la imposición de unos estándares estéticos contra los que pelea la protagonista. Una batalla que, tristemente, sólo puede ganarse desde la Literatura. De nuevo, así, con mayúsculas. Y Marta Sanz la gana desde el primer párrafo de su Daniela Astor y la caja negra que es uno de los pocos textos verdaderamente imprescindibles que he leído en lo que va de año.

30 julio 2013

Retrato de familia

La liebre con ojos de ámbar. Una herencia oculta

Edmund de Waal

Acantilado, 2012

ISBN: 978-84-15277-71-2

366 páginas

26 €

Traducción de Marcelo Cohen


Rafael Suárez Plácido

En muy poco tiempo este es el segundo libro que me interesa mucho y que ha sido traducido por Marcelo Cohen. Es llamativo porque apenas conozco nada del autor argentino. Los dos libros, el anterior fue Ciudad abierta, de Teju Cole, han sido editados por Acantilado. Quizás haya que buscar ahí la razón de esta coincidencia. El anterior era una novela que a veces se podía entender como un ensayo sobre el cosmopolitismo o la interculturalidad; en este se nos cuenta un caso práctico del asentamiento de una familia de banqueros judíos, procedente de Odessa, en la Europa más elitista de finales del siglo XIX y principios del XX: se trata de una historia contada como si fuera una novela.

Todo comienza en los pasados noventa, cuando el joven Edmund de Waal recibe una beca del gobierno japonés para perfeccionar sus estudios, es artesano, en Tokio. Cualquier historia que comience en Tokio me interesa. Entonces empecé a leer con avidez. Allí conoce a su tío Ignace que le enseña la joya de su colección de arte: la colección familiar de doscientos sesenta y cuatro 'netsukes', que han ido heredando en la familia desde hace más de un siglo, y que posteriormente, cuando fallezca el tío Ignace, heredará el propio Edmund, dueño actual de la colección. ¿Qué es un 'netsuke'? Son esculturas pequeñas, del tamaño algo mayor que un botón occidental, realizadas en alguna madera noble o en marfil, con las que los japoneses se cerraban el obi o algunas bolsas que usaban a modo de carteras. Algunos 'netsukes' pueden ser valiosísimos. Desde luego estos de la colección De Waal lo son. Hay maestros escultores de 'netsukes'. Se usaron a partir del siglo XVII en Japón, y se pusieron de moda en Europa en el siglo XIX, cuando Japón se abrió al resto del mundo y los salones más refinados de París y Viena se llenaron de "japonerías".

Pero, claro, la familia de Edmund de Waal no era una familia normal. Se trata, ni más ni menos que de los Ephrussi, los fundadores y dueños de la banca Ephrussi, una de las tres o cuarto entidades financieras más importantes en la segunda mitad del siglo XIX y, hasta la llegada de Hitler al poder, durante la primera mitad del siglo XX. Sólo así se concibe que Charles Ephrussi reuniera esta fantástica colección de más de doscientas figuritas de diferentes maderas, patrimonio cultural de un país que se distingue, precisamente, porque sabe valorar sus tradiciones. Este Charles Ephrussi fue amigo y mecenas de algunos de los artistas más celebrados del París de su tiempo. En su colección personal tuvo cuadros de Renoir, a quien sin embargo disgustaban los judíos, de Monet, de Degas, de Moreau, de Watteau. Aparece, como un personaje habitual, en los libros de Proust —camuflado en los salones de Odette— o en los diarios de Edmond Goncourt; fue amigo de poetas.  En fin, todo un personaje en el París de su tiempo. De Waal se preocupa por mostrar que su importancia no era sólo por su capacidad económica. De hecho, el propio autor traza cuatro historias en este libro: una historia de la familia, en la que se interesa por casi todos los personajes, sus motivaciones y sus intereses; una historia del arte europeo, que está vinculada a la de la propia familia, que no sólo son lectores ávidos y coleccionistas, sino incluso escritores y participan de forma activa en la elaboración de catálogos y publicaciones; una historia, sin más, de Europa: París, Viena, intervalos en Odessa, Inglaterra, las dos guerras mundiales con el intervalo del periodo de entreguerras y, finalmente, la devastación que supuso el auge del nazismo. La cuarta historia que encontramos en este libro es la de esa colección de 'netsukes'. La liebre con ojos de ámbar del título se refiera a uno de ellos.

¿Es una novela? No, pero podría leerse como si lo fuera. Lo que ocurre es que todo lo que cuenta Edmund de Waal ha ocurrido, para bien o para mal. Es la constatación de que lo que está más alto puede caer, en cualquier momento, y de que de la nada se puede construir todo un imperio que controle la economía de países y, casi del mundo. Los personajes, prácticamente todos, son tratados con el cariño que muestra quien desciende de ellos. No sólo los familiares sino, muy especialmente, los criados y todo el personal de servicio. Edmund de Waal ha rastreado en la literatura y prensa de la época los rastros que podían llevarle a entender no sólo aspectos relevantes de la economía y política del momento, que le interesaban obviamente. Pero lo más interesante es el acercarse con los ojos bien abiertos y el cerebro bien amueblado a los autores que tuvieron alguna relación con su familia. Además de los ya citados, habría que mencionar a Musil y a Rilke. El principal orgullo que exhibe De Waal no es el poder que llegaron a alcanzar sus ancestros, sino el buen gusto a la hora de valorar todo la belleza del mundo. Yo antes ni sabía qué eran los 'netsukes'. Había leído la palabra en algunos libros de autores japoneses, pero no tenía idea de la trascendencia que podían tener esos objetos. Ahora veo 'netsukes' por todas partes. Igual que antes no sabía que existiera Edmund de Waal y ahora estoy pendiente de cualquier referencia nueva que aparezca sobre él. 

29 julio 2013

Otra estrella de Irlanda

Poesía completa

Thomas MacGreevy

Bartleby Editores, 2013

ISBN: 978-84-92799-45-9

166 páginas

15 €

Traducción y notas de Luis Ingelmo

Presentación de Michael Smith

Epílogo de Anthony Cronin


Antonio Rivero Taravillo

Se nos dice que el autor de estas poesías es prácticamente un poeta desconocido. Doy fe. No lo había leído hasta hoy. Naturalmente, lo había encontrado paseándose por el segundo tomo de la monumental biografía de W.B. Yeats a cargo de R. F. Foster y también en algunas páginas sobre Joyce o Beckett. Pero su obra me resultaba desconocida. No viene representada, por ejemplo, en mi muy baqueteado ejemplar de la antología de Thomas Kinsella New Oxford Book of Irish Verse ni en el más flamante An Anthology of Modern Irish Poetry de Wes Davis (que se inicia con un poeta anterior, Padraic Colum). Aunque es cierto que abre la de Patrick Crotty (Modern Irish Poetry: An Anthology) y también figura en el Faber Book of Irish Verse de John Montague. En cualquier caso, como se ve, ha quedado eclipsado a menudo por otros poetas.

Thomas MacGreevy (1893-1967) fue muy parco con su poesía, hasta el punto de que solo publicó un libro en vida, de título igualmente lacónico (Poems, 1934). Aquí se le suma un puñado de otras composiciones, una de las cuales permanecía inédita. Su labor se decantó más hacia el arte (llegó a ser director de la National Gallery dublinesa) y firmó una valiosa monografía sobre el pintor e ilustrador Jack Yeats (para quien escribió un homenaje aquí incluido). Conoció muy bien la pintura española y escribió ensayos sobre Murillo, Velázquez y Zuloaga. También tradujo: además de a Valéry, una docena larga de poemas de Alberti, Jorge Guillén, JRJ, Lorca y Antonio Machado. Y gozó de la amistad y el trato de importantísimas figuras literarias del llamado modernismo anglo-norteamericano (nada que ver con el nuestro de Darío, aunque en esta Poesía completa no falten los cisnes), del cual fue prácticamente el único representante en Irlanda. No en vano se ha señalado la influencia de T.S. Eliot en “La otra Dublín” o en “El crepúsculo de los dioses” (donde veo más al Ezra Pound de The Cantos, incluidas esas reproducciones de partituras). En su epílogo, Anthony Cronin afirma que “si se exceptúa el que escribió Eliot, aunque no necesariamente imitándolo, el verso libre de MacGreevy es el más proporcionado y mejor modulado de todos cuantos se compusieron en aquella época no solo en Irlanda, sino también en Gran Bretaña y EE.UU.” ¿Barre para dentro Cronin? Desde luego, suena muy bien.

Muy de Eliot es ese 'barren place' del primer verso del libro e, indirectamente, el título y todo el muy breve contenido de “Otoño de 1922”, el año en que precisamente aparece The Waste Land: “El sol se consume, / el mundo se marchita // y el tiempo se amedrenta ante el triunfo del tiempo.

Nacionalista republicano (su pacifismo le estorbó apoyar al IRA), llevó a sus versos las muertes de la Guerra de Independencia y la siguiente Civil, cuyo resultado fue la partición de la isla. Tras las ejecuciones que aquí se glosan y otras hubo “paqueo” y bombas. Son las fechas en que una tarde, al salir del cine, a donde había ido con la mujer de Yeats, tuvo que esquivar los tiros en plena Grafton Street. También la noche siguiente de la concesión del Nobel a Yeats cenó en el hotel Shelbourne con este y su esposa (de la que fue uno de sus principales amigos y apreciada fuente de cotilleos).

La amiga lo llamó “un cura desperdiciado… que vive en un magnífico vórtice de placeres vicarios”. Richard Aldington abundó en la idea: “El hombre más paradójico que uno pueda echarse a la cara. Un cura con ropas de seglar”, observó. Según Colm Tóibín, como muchos antes que él y aún después, fue homosexual en el extranjero y célibe en Irlanda, por guardar las apariencias. Se refiere a las temporadas que pasó en Londres y París (en cuya École Normale antecedió en el puesto al autor de Waiting for Godot, con quien mantuvo una importante correspondencia).

Su catolicismo se sobrepone a lo político en “Los seis que ahorcaron”. Refiriéndose a los siglos de dominación inglesa, escribe: “¡Estrella del alba, ruega por nosotros! // ¿Y durante estos setecientos años / qué le ha importado Irlanda / a la estrella del alba? // Aun así, siempre yo digo: / Ruega por nosotros.” Quizá el mejor MacGreevy sea el de la concisión, el imaginista. “Promenade à trois” es un buen ejemplo de ello, como también Giorginismo, con su punzante sensación de soledad, expuesta con una destacable economía de medios.

De los textos no recogido en Poems, y aún de todo este volumen, es preciso destacar la belleza emocionante de Moments musicaux, cuyo tema es la esterilidad, la incapacidad para volver a escribir poesía, felizmente conjurada en el propio poema (“Pensaste que te había abandonado”…). También resulta de una gran belleza “Oráculos bretones”, que se desarrolla en un ambiente de calveros y brumas del Finisterre que recuerdan a Castelao, inventariador de esas cruces de piedra, y Cunqueiro, a cuya cofradía se une el también celta MacGreevy (“Pertenezo a Irlanda”, declara, recordando un poema medieval citadísimo).

El volumen se adereza con diversos elementos (presentación, notas del autor y del traductor, tabla cronológica y el citado epílogo). Acertando en el tono y el ritmo, Luis Ingelmo ha realizado un loable trabajo al verter todo ello al español, una lengua, con su arte y su historia, que MacGreevy amó y conoció, y cuya trabazón con lo irlandés quiso resaltar en su poema “Hugh O’Donnell el Pelirrojo” (Ingelmo simplifica el original, que es el nombre en gaélico Aodh Ruadh Ó Domhnaill), ese aliado nuestro en la batalla de Kinsale. Solo he advertido un error, el de los colores de la bandera de Irlanda, cuyo orden correcto es verde, blanco y naranja. La franja blanca quiere representar la paz entre las comunidades católica y protestante, y su plata en “Los seis que ahorcaron” es la de las estrellas que, como escribió Wallace Stevens en el poema que dedicó a MacGreevy, tachonando el cielo americano “vienen de Irlanda”.


[Publicado en Nayagua, 19]