28 junio 2013

Tremendo culebrón

Comandante. La Venezuela de Hugo Chávez

Rory Carroll

Sexto Piso, 2013

ISBN: 978-84-15601-28-9

334 páginas

23 €

Traducción de A. L. Tobajas y M. Tabuyo



Alejandro Luque

Llevo algún tiempo reflexionando sobre el apabullante éxito de Searching for Sugar Man, el documental de Malik Bendjelloul sobre la figura de Sixto Rodríguez. Sí, la historia es emocionante, la cinta está bien rodada, las canciones son hermosas… Pero, ¿es para tanto? Creo que no. Cuando asisto a un fenómeno tan desproporcionado, tiendo a sospechar, y casi siempre encuentro la causa de estos entusiasmos en carencias más o menos profundas de la sociedad.

He llegado a la conclusión de que la gente, harta de que le den gato por liebre, de verdades manipuladas, de productos prefabricados, de comida de plástico y de estrellas de plastiquete, como diría nuestra estadista Sara Mesa, ha abrazado con pasión esta historia de autenticidad y de justicia poética, sin cuestionarse de veras –no van a aguarse ellos mismos la fiesta– si no se tratará de otra sutil astucia del mercado.

Hugo Chávez es otro ejemplo de éxito de masas en el que el entusiasmo del público cubre con creces las flaquezas de la realidad. Si Rodríguez se nos aparece como el último cantante puro, ajeno a la industria y al circo de los medios, el comandante venezolano encarna la última esperanza revolucionaria tras el desmerengamiento del castrismo y la reubicación de China a la vanguardia del capitalismo salvaje. Y del mismo modo, sus detractores corrieron a señalarle como la personificación del caudillo rojo, iluminado y charlatán, dispuesto a llevar a su pueblo al despeñadero en nombre de alguna falaz utopía.       

En la gloria de Searching for Sugar Man pesa mucho la técnica narrativa, el sutil modo en que se reserva una información esencial –que Rodríguez está vivo– y se oscurece con la mano, como en los viejos revelados fotográficos, el verdadero fondo del asunto: cómo la discográfica se quedó con los royalties del músico. Venezuela, un país que dio siempre grandes narradores, desde Arturo Uslar Pietri al impar Adriano González León, fundó su propio género nacional, el culebrón, tomando estructuras del folletín decimonónico y el serial radiado cubano. Con esta base se dispuso Chávez escribir su gloriosa página en la Historia, un culebrón que se prolongó durante catorce años y que su sucesor, Nicolás Maduro, se afana en prolongar en clave de 'spin off'.

Rory Carroll, joven corresponsal del diario The Guardian, ha apostado sin embargo por contar la misma historia con maneras de periodismo de vieja escuela. Comandante es, más que una biografía al uso, un largo y absorbente reportaje, que se lee de un tirón y con los ojos abiertos como platos. Porque lo que despliega el autor con notable objetividad es el enorme catálogo de luces y sombras que fue aquel mandato, una visión que irritará por igual a los 'hooligans' del personaje como a sus más furibundos enemigos.

De un lado, el sueño de justicia social y el deseo real de sanear un sistema podrido desde tiempos inmemoriales; del otro, una manifiesta incapacidad para atajar la corrupción institucional, la dispersión en mil estériles batallas, la ansiedad por controlar la propaganda y la entrega a la demagogia populachera. Y entre una y otra cosa, el doble discurso: denunciar el olor a azufre de Bush, y continuar siendo su principal proveedor de petróleo. Como dijo un diplomático norteamericano: “No mires lo que Chávez dice, mira lo que hace”. Todo ello acabó haciendo de él un híbrido de Fidel, Gadafi y Berlusconi, mientras se alejaba del modelo, más efectivo y estéticamente más acorde con los tiempos, de Lula o Bachelet.   

Los críticos de Chávez deberán reconocer que, impulsado por la subida del precio del crudo, hizo una apuesta sin parangón por ayudar a los más desfavorecidos. Los fans, por su parte, no tendrán más remedio que admitir que no querrían para sí mismos, por ejemplo, un gobierno con generales que eructan ante la cámara como único argumento político, o presidentes que peroran durante horas en su programa, a veces interrumpiendo la programación en el momento más inesperado, para contar que han tenido diarrea o que el capitalismo acabó con la vida en Marte.

Como director de su propio culebrón, Chávez usó la técnica de Stanley Kubrick: todo estaba en su cabeza y dosificaba la información entre sus subordinados con usura, a menudo dando instrucciones contradictorias. No dudó en fulminar a quienes osaran toserle, mientras que la corte de aduladores e inoperantes, los boligarcas, creció por días. A uno de éstos, Maduro, le otorgó el testigo. Antes de eso, salpicó el guión de situaciones bufas, como la del patético “¿Por qué no te callas?” del rey Juan Carlos, pero también de brillantes golpes de efecto y sentencias lapidarias.  

¿El partido acabó en empate? No. Los últimos años de gobierno fueron una pesadilla: la economía venezolana entró en el caos, la inseguridad se disparó hasta límites intolerables, arreció el descontento general y el comandante perdió, por primera vez, una batalla en las urnas, por la que pretendía ampliar sus poderes mediante reforma constitucional. La trama del serial se puso fea, hasta que sobrevino el desenlace inesperado: la enfermedad que acabaría con su vida, la mismo que veladamente atribuyó a una conjura de sus adversarios, porque los hombres como Chávez mueren en batalla, y no derrotados por un vulgar tumor en las ingles.

Final trágico, inesperado, para esta historia llena de intrigas palaciegas y sueños de poder, que disparó la audiencia mundial hasta batir récords de 'share'. El campo de discusión entre la izquierda y la derecha latinoamericanas –y también europeas– se desplazó desde el viejo binomio Miami-La Habana hasta Caracas. Y como en ese Rodríguez en el que tanta gente ha proyectado su necesidad de verdad en el arte, muchos miles lloraron la muerte del “presidente comandante” como la derrota de la última esperanza.

Cabe felicitar por el buen tino, y la espectacular portada, al sello Sexto Piso, que suele caracterizarse por sus ediciones impecables, pero a la que en esta ocasión debemos ponerle los puntos sobre las íes: concretamente, los muchos que faltan en el texto, imaginamos que por algún error de escaneo.

El libro de Rory Carroll, en fin, es un severo cuestionamiento del mito chavista, pero también un claro aviso para el futuro. Venezuela, hoy “reino perdido para la ambición y la ilusión”, necesitará algo más que palabras y carisma para levantar cabeza. La izquierda, por cierto, también.  

27 junio 2013

Objetivos cumplidos y preguntas abiertas


Cada cual y lo extraño

Felipe Benítez Reyes

Destino, 2013

ISBN: 978-84-233-4655-4

170 páginas

18 €




Juan Carlos Sierra

Cada cual y lo extraño, el nuevo libro de relatos de Felipe Benítez Reyes -en adelante FBR-, llama en primer lugar la atención por el reto que propone en cuanto a su estructura: escribir un relato para cada uno de los meses del año. No se trata de una tarea fácil, ya que si bien existen meses con un marcado significado en el inconsciente colectivo y en los usos y costumbres mayoritarios, hay otros más insulsos a los que hay que arrancarles una historia casi a regañadientes.

En este sentido, la mayor parte de los relatos incluidos en este almanaque literario cumple con su objetivo y los que parecen estar al margen como, por ejemplo, el dedicado a septiembre -"El brigada ilustrado", una historia sobre el servicio militar- se sostienen por sí mismos sin necesidad de excusas temporales. No obstante, quizá sea "Segundas rebajas" -febrero- el más forzado aparentemente, el que de forma más tangencial relaciona el mes elegido, lo narrado en él y la excusa del hábito comercial de las rebajas -por cierto, últimamente tan ubicuo-; sin embargo, FBR resuelve esta supuesta inconexión con una historia que va más allá de la mera anécdota temporal para, en clave casi alegórica, hacer que todo cuadre, que el título extienda sus redes semánticas sobre todos los meses y todos los años de toda una vida, la de la tía Ana, protagonista del relato.

Por otra parte, si un cuento, entre otras condiciones, ha de sobrecoger al lector y zarandearlo con un final contundente, sorprendente, pero verosímil con la historia narrada, el conjunto de los recogidos en Cada cual y lo extraño también cumple con esta premisa. Especialmente elocuentes al respecto son los titulados "El mago y los ojos" -enero-, "Un examen de química" -marzo- y el ya mencionado correspondiente al mes de septiembre "El brigada ilustrado". Como es natural, no vamos a desvelar nada de ellos; solo pretendemos advertir al potencial y futuro lector de su potencial y su futuro placer en caso de que decida acercarse a ellos.

Con estos dos datos técnicos, quizá algo fríos -arquitectura externa e interna-, aun tratados con absoluta corrección por FBR, no basta para construir un libro solvente, porque sabemos que, por poner un ejemplo análogo, un constructor de versos perfectos no es un poeta. Es algo más lo que hace de un libro correcto un buen libro. En el caso de Cada cual y lo extraño ese extra imprescindible se puede rastrear en el peculiar y muy personal estilo de FBR, especialmente en el cuidado para elegir el adjetivo más expresivo e inesperado -o expresivo por inesperado- y una sintaxis de naturaleza paradójica y juguetona -o paradójica por juguetona, y viceversa-.

Y con todo ello la vida narrada en los relatos de Cada cual y lo extraño, por sencilla que parezca, se convierte en fantasmagoría, en un ejercicio de funambulista, en un truco de "birlibirloque" y el mundo, por consiguiente, es algo difícil de explicar, sorprendente y ridículo al mismo tiempo, con su punto esperpéntico en lo que se ha convenido en llamar "la normalidad" y, por tanto, supuestamente tiene apariencia de "normalidad" -sea eso lo que sea-.

Recuerdo vivamente un poema de FBR llamado "Estampa matinal", de su libro del año 2000 Escaparate de venenos, que finaliza con la misma pregunta que le queda sostenida en la mente al lector de este Cada cual y lo extraño: “¿Y qué es la realidad? / ¿Y qué es / la realidad?”. Aquí quedan planteadas las preguntas; que cada cual, si puede, encuentre sus respuestas.

26 junio 2013

Fraude

El adversario

Emmanuel Carrère

Anagrama, 2013. Colección "Compactos"

ISBN: 978-84-339-7715-1

176 páginas

7,90 €

Traducción de Jaime Zulaika



Dedicado al Pera

Sara Mesa

Coincidiendo con la traducción de la excelente novela-biografía Limónov, Anagrama saca ahora en formato de libro de bolsillo otro de los títulos más brutales de Emmanuel Carrère, El adversario, narración que ha sido comparada con acierto con el A sangre fría de Truman Capote por el acercamiento literario a una realidad criminal con los procedimientos de la ‘non-fiction’. La historia que se cuenta en El adversario posee por sí misma ingredientes de sobra para resultar atractiva, pero con el material con el que cualquier escritor mediocre podría haber construido un subproducto comercial, Carrère factura una novela impecable, de gran valor literario y humano. El caso sonó mucho en su época, 1993, por lo inusitado y absurdo de su crueldad, y su extraña mezcla de exceso, delirio y quizá pura arbitrariedad. El responsable, Jean-Claude Romand, mató a toda su familia -padres, mujer e hijos- justo en el momento en que empezaba a desenmascararse la cadena de mentiras que le había llevado durante casi 20 años a fingir ser un reputado médico e investigador en la Organización Mundial de la Salud. Pero había más que eso: Romand construyó para sí, durante toda su vida, una existencia completamente falsa no solo en lo referente a su profesión, sino en otras muchas facetas, engañando y estafando a sus amigos y familiares sin que ninguno de ellos sospechase jamás de su fachada de buen ciudadano, esposo y padre. ¿Un farsante, un mentiroso compulsivo, un frustrado patológico, un egoísta? ¿Ante qué tipo de monstruo nos encontramos, se pregunta Carrère?

Lo que seduce a Carrère de esta historia no es en sí el crimen, sino el grado de impostura que conduce hasta él, la personalidad que se oculta tras este Romand incomprensible que paseaba por los bosques del Jura o dormitaba en su coche durante horas mientras se suponía que estaba en la OMS. Asusta pensar que una simple llamada a sus oficinas hubiese bastado para poner al descubierto toda la farsa, pero su habilidad para el engaño, y también el azar -que tiene gran importancia en esta historia- hicieron que durante años Romand pudiese ir sorteando la verdad. Carrère no coloca el acento en los hechos en sí, que desde el primer momento conocemos, sino que quiere meterse en el cerebro del protagonista, aun sabiendo que el empeño es inútil. Como sucede en Limónov, este libro contiene también la historia de la escritura del propio libro.

El relato se articula como una crónica judicial, aunque en su estructura tienen cabida otros materiales, como cartas del propio asesino, narraciones focalizadas en personajes secundarios y reflexiones sobre las dificultades y dilemas morales a los que se enfrenta un escritor cuando intenta abordar el retrato completo, con todos sus perfiles, de un criminal real, cuestión esta que es central en la obra de Carrère (y que él mismo expone con gran lucidez aquí) ¿No puede ser al fin y al cabo esta novela, se pregunta Carrère, una manera de alimentar el ego enfermizo de Romand? ¿Es justo desentrañar la historia desde la perspectiva del asesino, dejando fuera la de sus víctimas? ¿Al hablar sobre la infancia, los traumas, los problemas de Romand, se están justificando de algún modo sus espantosos crímenes? ¿Puede un escritor trabajar sobre el material de la realidad más atroz y salir impune, sin escorarse hacia la compasión o el morbo? ¿Existe el peligro del enamoramiento hacia el criminal, al modo de Capote con Dick Hickock? Lo cierto es que El adversario sortea admirablemente todos estos riesgos sin dejar de enfrentarse a ellos, conduciendo al lector hacia los mismos dilemas y dudas, dejando las preguntas latiendo en el aire después de cerrar el libro. Se ha dicho que esta historia es un viaje al horror, y sin duda es así, pero también es un viaje al desconcierto, a la terrible sensación de desconocimiento de la escurridiza y ambigua naturaleza humana.

Con su prosa elegante, bien medida y sobria, marca de la casa del magnífico escritor que es Carrère, El adversario resulta una novela inquietante no solo por la historia de este crimen sorprendente, sino por el buceo en las profundidades del mal, un mal gratuito e innecesario. Carrère confiesa finalmente su fracaso: no hay enfoque acertado, no es posible comprender, ni siquiera conocer, a ese "adversario" maligno que se encarna en los ojos de Romand, ese mismo que quizá también está en los nuestros cuando lo estamos mirando con fascinación y miedo. Pero por si acaso, más allá de la confusión final, algo nos queda claro: es mejor no fiarse del 'curriculum vitae' de nadie. Ni siquiera del nuestro.

25 junio 2013

Malaparte Superstar

Alejandro Luque

Malaparte, vidas y leyendas

Maurizio Serra

Tusquets, 2012. Colección "Tiempo de Memoria"

ISBN: 978-84-8383-430-5

560 páginas

24 €

Traducción de Juan Manuel Salmerón



Quien haya intentado alguna vez escribir una aproximación biográfica de cualquier personaje, sabrá que el principal escollo no reside, por lo general, en la falta de datos, sino en la dificultad para verificar aquellos de los que disponemos. La vida de los hombres es un marasmo de pistas falsas y de subjetividades que no siempre resulta fácil distinguir. Y si se trata de un hombre como Curzio Malaparte, experto en jugar con todas las barajas, campeón de la ambigüedad y de la reescritura de sí mismo, el empeño puede ser titánico.

Lo es, sin duda, el que Maurizio Serra ha llevado a cabo en Vidas y leyendas, acertadísimo título por contener las siete felinas existencias de este escurridizo personaje, uno de los escritores más fascinantes de la Italia del siglo XX, y también sus versiones apócrifas, sus falsificaciones interesadas y toda la mitología que generó a su alrededor. Si bien se ganó la posteridad en dos libros (¿eran novelas, reportajes?) memorables, Kaputt y sobre todo La piel, Malaparte gastó buena parte de sus esfuerzos en la escritura de su obra maestra, su propio guión vital, éste que Serra desentraña con dos instrumentos básicos: uno, un conocimiento profundo no sólo de la obra malapartiana, sino de la época en que vivió. Y en segundo lugar, un permanente cuestionamiento de todo.

Era incapaz de engañar, porque para eso tendría que haber aceptado la realidad”, afirma el biógrafo, y con eso está dicho casi todo. Ni se llamaba exactamente Curzio, ni se apellidaba Malaparte; ni su famoso confinamiento en Lípari –una reprimenda de Mussolini– fue como lo contó, ni su divorcio con el fascismo fue tal… Sí estuvo en Rusia, y en Etiopía, y en China, “donde el socialismo se juega su última oportunidad”, aunque hay dudas de que lo recibiera Mao para contarle que admiraba sus Técnicas de golpe de Estado… Y sólo la enfermedad y la muerte le impidieron culminar su sueño de recorrer Estados Unidos, de Nueva York a San Francisco, en una gira triunfal en bicicleta. Pocos intelectuales como él merecen la manoseada denominación de testigos del siglo; pocos reflejan también la ambigüedad moral, ideológica y artística de su tiempo.

Narcisista, políglota, veterano duelista, pendenciero –a punto estuvo, al parecer, de liarse a puñetazos con su admirado Albert Camus en una discoteca–, poeta irregular pero prosista de un poderío abrumador, periodista dotado de un envidiable olfato y una ambición vigorizante, así es el retrato que Serra hace de nuestro personaje, sin eludir algunas cuestiones íntimas de su personalidad, como su desmedido amor por los perros y su extraña relación con las mujeres, a las que al parecer seducía de un modo fulminante, pero de cuyo contacto físico nunca llegó a disfrutar en plenitud. También aborda su paso de la literatura al cine, a lo Pasolini aunque sin tanta fortuna, y refleja a la perfección el desfile político que se produjo ante su lecho de agonía, en una clínica pagada por la Democracia Cristiana, y su tardía e irónica conversión al catolicismo, según ha explicado el biógrafo, “para no tener que ir a una clínica pagada por el Partido comunista”.

Si la vida, o las vidas, de Malaparte dan para una novela, es una novela de enredo, con un personaje central de una complejidad casi mareante, y desde luego nada edificante. Más o menos como el tiempo que le tocó vivir. ¡Ah! Para disfrutarla no hace falta haber leído Kaputt ni La piel, pero resulta muy difícil no verse tentado a leerlas o releerlas después de pasar la última página de esta biografía.


Muss / El Gran Imbécil

Curzio Malaparte

Sexto Piso, 2013

ISBN: 978-84-15601-17-3

152 páginas

17 €

Traducción de Juan Ramón Azaola



Mientras leía estos textos de Curzio Malaparte, no podía evitar imaginarme una obra de teatro, un largo monólogo, lleno de giros y digresiones, en el que un bufón se dirige al cuerpo sin vida, ultrajado, colgado por los pies en la milanesa plaza Loreto, del dictador al que sirvió. Ese es, 'grosso modo', el contenido de Muss. Retrato de un dictador y El gran imbécil, aunque como todo lo que tenga que ver con el escritor de Prato, pueda prestarse a muchas interpretaciones.

Como bien explica Francesco Perfetti en el prólogo de esta edición, todo empieza con el proyecto de escribir la biografía de Mussolini, pues no hay escritor afín a una dictadura que no sienta como misión más o menos ineludible retratar para la posteridad a su gran guía. El voluble Malaparte, según explica su biógrafo Maurizio Serra, mantiene con el fascismo una suerte de “amor no correspondido”. Profesa el culto a la fuerza, y ve en la figura de Il Duce no sólo una oportunidad para el despertar de Italia, sino para sus propios intereses, que marcan su alejamiento del régimen conforme van viéndose frustrados. En esto llega el caso del confino, la detención y reclusión en la colonia penitenciaria de Lípari durante casi dos años. Éste será el gran argumento del autor para presentarse en adelante como mártir del antifascismo, y el gran giro que sufre Muss, un texto que en su primer borrador empieza como exaltación del sátrapa y acaba volviéndose feroz invectiva.

¿Cuál es el argumento del drama? Obviamente, la relación del intelectual con el poder, el modo en que aquél coquetea con éste, y también cómo el abrazo del poder puede hacer crujir los huesos del intelectual cuando alguno pierde el paso del baile. “Tú no sabes cuánto te he odiado, Muss. Cuántas veces te he escupido a la cara en mi celda de Regina Coeli, en la celda nº 461 del 4º Corredor, con aquel olor a chinches y a moho…”. Poco importa que sepamos que el escritor no sufrió un presidio tan angustioso, aunque para alguien tan libre como él cualquier cerco sería claustrofóbico. A quien oímos es al actor en plena representación, justo antes de dar el golpe maestro: se vuelve y dirige su discurso hacia el patio de butacas, es decir, hacia sus compatriotas.

La mala fe del pueblo italiano le lleva a fingir que cree en cosas, en personas, en ideas, en las que no cree, y a actuar en consecuencia. Tal era la mala fe de Mussolini (…) El italiano finge creerse sentimental: y no lo es. Romántico: y no lo es. Idealista: y no lo es”. Continúa una larga perorata en la que Malaparte va apretando nervios de la italianidad, dando a entender una idea cruel: un dictador es un producto de su pueblo, un reflejo de los peores atributos de la masa. Claro que el escritor, desde el escenario, pretende olvidar –y que olvidemos– que también él participó en la glorificación del Duce.

Llega entonces uno de los más fascinantes pasajes de este libro, el relato del encuentro de Malaparte con el asesino de Mussolini, en la plaza Colonna de Roma. “Era el asesino estúpido, banal, típico de la crónica negra de los años de posguerra en Italia (…) Le mató no como se mata a un hombre, sino como se roba algo de dinero de un cajón”. Naturalmente, Malaparte lo inventa todo, pero lo inventa muy bien, y encamina su imaginación hacia el terreno que le interesa: después de manifestar su odio hacia el tirano, ensaya un ejercicio de compasión similar al que haría en La piel.

Tras este intenso relato, llegamos a El Gran Imbécil, que entra de lleno en el terreno de la caricatura, pero una caricatura tan ácida y rabiosa que roza lo grotesco, si no fuera porque lo grotesco se parecía mucho al modelo original. No deja Malaparte, desde luego, de soltar patadas en las espinillas a los italianos, ese pueblo cobarde que necesitó de la ayuda extranjera para desalojar a Mussolini del poder, y cuando lo hizo, fue de aquella manera innoble y violenta…

Ésa es la obsesión que mueve estos escritos de Malaparte: el atroz fin de Mussolini, la frustración porque ninguno de sus fieles hubiera tenido la deferencia de darle una muerte honrosa. “Si yo hubiese sido uno de los suyos, no hubiera vacilado en dispararle”, escribe. Y de la imposibilidad de matar al Padre, al único consuelo posible: el escarnio jocoso, que de paso le colocaría del lado de los buenos en la nueva coyuntura. “A los tiranos no hay que matarles, hay que burlarse de ellos. No hay que cubrirles de sangre, sino de ridículo”.

¿Se puede decir algo más de este gran histrión? ¡Telón! ¡Aplausos!

[Publicado en M'SUR]

24 junio 2013

El artículo 33


La guerra perdida

Jordi Soler

Mondadori, 2012

ISBN: 978-84-672-5230-9

544 páginas

21,90 €




Antonio Rivero Taravillo

Comienza como la tragedia de los que perdieron la Guerra Civil, pero esta gran prosa enseguida pasa a ser otra cosa: la creación de un nuevo mundo en el exilio y, orillando lo fácil del lamento, un canto a la inventiva y al humor, a la humanidad con sus defectos y tics, donde los seres son de carne y hueso y aún de mutilaciones. Jordi Soler narra en estas tres novelas aquí agrupadas (Los rojos de ultramar, La última hora del último día y La fiesta del oso) la historia de su familia, que comienza una andadura en México como tantos españoles de entonces (estos, catalanes), pero no ya en la capital del país, sino en una plantación de café (La Portuguesa) de una pequeña localidad (Galatea) del Estado de Veracruz, en cuya costa desembarcaron los conquistadores en el siglo XVI.

En la primera de las novelas Soler reelabora unas memorias de su abuelo Arcadi, no destinadas a su publicación, y sirviéndose además del expediente de unas cintas magnetofónicas con más recuerdos de este, y de la propia experiencia siguiendo en Francia la huella del mismo y tantos otros concentrados en el campo de Argelès-sur-Mer y de los esfuerzos mexicanos por enviar a muchos de aquellos infortunados a México, levanta la cartografía del exilio, en la que aparece inclusive la muerte y entierro de Azaña (lo pongo aquí en negrita porque además de político fue autor). Maneja muy bien los tiempos Soler, y los va barajando con soltura y brío narrativo en su relato. Y lo hace con humor a menudo, con un estilo que no quiere ser preciosista sino preciso, pero que resulta cautivante. En esa especie de Macondo poblado de insectos a los que se espanta con el humo de los puros nocturnos, y donde hay hasta un inverosímil elefante, se trama un atentado contra Franco que hará que Arcadi pierda un brazo suyo y gane tres artificiales, uno de ellos con garfio, que hay que limpiar diariamente con cuidado para que no cobijen alimañas en su hueco.

En la segunda de las novelas, donde no falta el fútbol, naturalmente vinculado al Barça, se nos dice que ese grupo de desterrados, ya de tercera generación, se siente como en una especie de 'no man’s land', una afición que no era de un lugar ni de otro. “España no podía ser nuestro equipo porque era el país del que nos habían echado y además lo gobernaba el dictador, el verdugo de nuestra familia, y México tampoco porque cada dos por tres se nos hacía sentir que no éramos de ahí, que éramos los invasores y los herederos de Hernán Cortés y de su tribu de rufianes que habían llegado a México a rebautizar esa tierra con el nombre de la Nueva España, y acto seguido se habían entregado a la violación desenfrenada de las pobres mujeres mexicanas, cuyas criaturas irían conformando una recua de hijos de la chingada.” Esos españoles que tenían que transigir con la corrupción y la mordida del alcalde de turno para no ser expulsados de México como extranjeros que eran, amenazados de continuo con el artículo 33 de la Constitución que aún prescribe que los que carezcan de la nacionalidad mexicana podrán ser expulsados  a discreción (como le sucedió a Bosch Fontserè, un amigo de juventud, catalán también, de Octavio Paz).

La fiesta del oso retoma finalmente un personaje ya conocido de Los rojos de ultramar, hermano del abuelo del narrador. Este Oriol también perdió un miembro (en este caso, pasando los Pirineos en su huida de España), y se hace protagonista de una 'quête' por parte de Soler que vira, con ese gigante hallado y esa metamorfosis desvelada en la última página, hacia lo extraordinario.

En las tres entregas hallamos la memoria y, sobre esta, la voluntad de rearmarla, la indagación, la pesquisa. La tupida selva de Veracruz que rodea los cafetales tal vez sea la responsable de que en esta prosa no hay quien meta un machete: no se encuentra un punto y final casi por ninguna parte. Esto debe de ser por la maleza o por la influencia de Joyce (tan querido del autor), lo mismo que un uso atípico de las comas, que a veces desbaratan democráticamente (¿reminiscencias de la República?) la jerarquía de los signos de puntuación, que incluye otros grados, como el teniente coronel y el coronel; digo, el punto y coma y el punto. 

Ni en náuhatl ni en catalán, estas novelas están escritas en la lengua que une a veracruzanos y barceloneses: el español. Jordi Soler lo escribe, cinco siglos después, con el mismo donaire que el autor, fuera Bernal Díaz del Castillo o el propio Cortés (como ahora se propone), de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.

21 junio 2013

Los sonámbulos

Incógnito. Las vidas secretas del cerebro

David Eagleman

Anagrama, 2013. Colección “Argumentos”

ISBN: 978-84-339-6351-2

348 páginas

19,90 €

Traducción de Damià Alou


Coradino Vega

Del mismo modo con que un alumno de bachillerato de ciencias mira por encima del hombro al de letras, el adulto de letras suele contemplar con indiferencia o desdén la mayoría de las aportaciones que provienen de la ciencia. Pero ¿qué sucedería si al crítico literario que postula que la realidad es una construcción ideológica, o al filósofo que lleva veintisiete siglos tratando de definir qué es el yo, alguien le demostrase que la conciencia es como un diminuto polizón en un transatlántico; que casi todo lo que hacemos, pensamos y sentimos no está bajo nuestro control; que las innumerables facetas de nuestros comportamientos y experiencias van inseparablemente ligadas a una inmensa red electroquímica cuyo mecanismo es ajeno a nosotros? Pues bien, eso es lo que hace el neurocientífico David Eagleman (Nuevo México, 1971) en este libro escrito con esa suerte de felicidad apasionada y divulgativa que parece hallarse en las antípodas del intelectualismo de resabio francés. Nuestras esperanzas, sueños, aspiraciones, miedos, sentido del humor o deseos, emergen de ese extraño órgano de un kilo doscientos gramos compuesto por miles de millones de neuronas que es el cerebro humano, y cada pensamiento depende del estado físico de las conexiones que se den en cualquier centímetro cúbico de tejido cerebral y que son tan numerosas como las estrellas de la Vía Láctea. Tanto da que la conciencia participe o no en la toma de decisiones. Casi nunca lo hace y, cuando lo hace, ralentiza su eficiencia. Nuestro cerebro va casi siempre en piloto automático, y la mente consciente tiene muy poco acceso a la gigantesca y misteriosa fábrica que funciona en la parte sumergida del iceberg de la que sólo es la punta.

Este descubrimiento de la neurociencia supone un derrocamiento similar al iniciado por Galileo, Copérnico o Giordano Bruno. Si no hay mejor cura para la certidumbre y el egocentrismo que saber que sólo habitamos el rincón visible de un universo que contiene quinientos millones de galaxias y dos millones de soles, el asombro de reconocer que también hemos perdido nuestra posición en el centro de nosotros mismos da pie a una vastedad semejante a la que provoca nuestro lugar en el cosmos. Aunque las intuiciones de Freud sobre el inconsciente fueron acertadas, y hacen muy difícil cumplir con el precepto clásico de conocerse a sí mismo, la intención de Eagleman no es precisamente adentrarse en los meandros del psicoanálisis, sino constatar cómo la biología condiciona tanto el carácter como el libre albedrío. ¿De qué manera es posible que uno se enfade consigo mismo? ¿Por qué las rocas parecen ascender después de mirar una cascada? Si el borracho Mel Gibson es antisemita y el sobrio Mel Gibson se disculpa de corazón, ¿existe un auténtico Mel Gibson? ¿Qué tienen en común Ulises y el desastre de las hipotecas 'subprime'? ¿Por qué las 'strippers' ganan más dinero en ciertas épocas del mes? ¿Por qué la gente cuyo nombre empieza por J es más probable que se case con otra persona cuyo nombre comienza por J? ¿Por qué tenemos la tentación de contar los secretos? ¿Por qué hay cónyuges más proclives a la infidelidad? ¿Por qué Charles Whitman, cajero de un banco con un alto coeficiente intelectual y antiguo 'boy scout', de repente decidió matar a cuarenta y ocho personas desde la torre de la Universidad de Texas?

Ésas y otras cuestiones son abordadas en Incógnito con un talento explicativo que no rehúye de la precisión ni de la claridad ni del disfrute de sus ejemplos concretos. Sólo el acto de mirar, esa ventana por la que percibimos la supuesta realidad, es un mundo fascinante y complejo, plagado de ilusiones, en el que la atención cobra una importancia tan relevante como cuando Winifred Gallagher sostiene que nuestra vida es aquello a lo que estamos atentos. Lo normal es que no seamos conscientes de que no somos conscientes de los detalles. Vemos lo que necesitamos ver, y no más. La jerarquía sensorial, con sus desplazamientos en forma de sinestesia, ocupa buena parte del estudio de Eagleman. Y en relación con los mecanismos perceptivos llega a la siguiente conclusión: “Sólo porque creamos que algo es cierto, sólo porque sepamos que es cierto, no significa que sea cierto”. Pero al igual que somos conscientes de muy poco de lo que hay “ahí fuera”, tampoco tenemos un acceso volitivo a lo que pensamos, creemos y sentimos. La brecha entre conocimiento y conciencia es enorme. El papel de la segunda consiste en programar al robot, en grabar los movimientos en el ADN del futuro sonámbulo: la conciencia es quien planifica a largo plazo, mientras que casi todas las operaciones diarias son llevadas a cabo por aquellas partes del cerebro a las que no tiene acceso. Y mejor que sea así, pues como decía Flannery O’Connor cuando le preguntaban cómo se escribe un relato, en cuanto nos ponemos a meditar sobre su mecánica o intentamos explicarlo estamos perdidos.

Recuerda Eagleman que, ya en 1670, Pascal observó con sobrecogimiento que el hombre es por igual incapaz de ver la nada de la que surge y el infinito que lo engulle, pues a diferencia de lo que sucede con la gran mayoría de los adultos de letras en relación con la ciencia, este científico —sabedor de que su tema roza tanto la religión como la filosofía— maneja los materiales humanísticos con total desenvoltura. La realidad es mucho más subjetiva de lo que se cree normalmente. Dos personas pueden contener en sus cabezas dos mundos completamente distintos. La introspección no sirve de mucho. Hay patrones que han ido seleccionándose con el tiempo como el animal que, a lo largo de su evolución, pierde por ejemplo la cola. El olor, los instintos, las hormonas, las drogas, los psicofármacos, las microlesiones cerebrales, los niveles de serotonina, el equilibrio entre la razón y las emociones, pero sobre todo la genética y el entorno, no sólo condicionan nuestras opiniones o comportamientos diarios, sino que se hallan detrás de la práctica totalidad de los actos delictivos.

Además de dirigir el Laboratorio de Percepción y Acción en el prestigioso Baylor College of Medicine, David Eagleman preside una Iniciativa sobre Neurociencia y Derecho, de ahí que la tesis final de este libro sea la del replanteamiento de la culpabilidad, o responsabilidad penal, atendiendo a los avances de la neurobiología. Sus propuestas pueden resultar cuando menos controvertidas en estos tiempos en que los casos de flagrante actualidad han puesto en entredicho las imperfecciones del sistema legal español, con el consiguiente desplazamiento de parte de la opinión pública hacia esa línea punitiva que ignora el primer axioma que se enseña en las facultades de Derecho (“odia el delito y compadece al delincuente”), y que hoy parece tan condenado a su obsolescencia como cualquier otro instrumento de convivencia social basado en criterios racionales. Si procedemos de un proyecto genético y nacemos en un mundo cuyas circunstancias, en nuestros años formativos, no podemos elegir, los conceptos de libre albedrío y responsabilidad personal se vuelven como mínimo dudosos. ¿Por qué castigamos al niño que pintarrajea los muebles de casa y no lo haríamos en caso de que lo hiciera sonámbulo? Eagleman no pretende exculpar, sino contribuir a un sistema de rehabilitación más justo e individualizado. Por lo que quien conciba la cárcel sólo como medio de castigo difícilmente podrá comprender lo que aquí se trata: “Aquellos que rompen los contratos sociales tiene que estar encerrados, pero en este caso el futuro es más importante que el pasado”. O lo que es lo mismo, la finalidad debería pasar menos por la venganza que por que no se vuelva a cometer el delito. El problema es que las cárceles se han convertido de facto en instituciones mentales, y castigar a un enfermo mental generalmente influye poco en su comportamiento. Y la solución, para Eagleman, más que por la tradicional lobotomía o la castración, pasa por el desarrollo de los lóbulos frontales, es decir, por aquella parte del cerebro que inhibe la impulsividad y ofrece una oportunidad a todo aquel que esté dispuesto a ayudarse a sí mismo. En eso consiste también madurar.

Pero David Eagleman no es un científico determinista dispuesto a reducir la vida a la física y la química. Reconoce que la ciencia se encuentra con ese límite inefable que algunos llaman “alma” y, aunque apueste con cautela por una explicación orgánica de la espiritualidad, critica la soberbia cientificista que pretenda una solución universal para todo. Su receta se topa por tanto con el mismo límite contra el que siempre chocaron la religión y la filosofía. Sin embargo, en lugar de regodearse en la falta de sentido y la nada existencialista, no deja de insistir en que la galopante intrascendencia del género humano conduce a una comprensión más rica y profunda, puesto que lo que perdemos en egocentrismo queda equilibrado por la sorpresa y el asombro: “El destronamiento del centro de nosotros mismos no me parece deprimente; me parece mágico”. La tarea de la ciencia es seguir descubriendo. Al terminar su lectura, lo único que lamento es haber dedicado tanto tiempo a los Foucault de turno existiendo libros como los de Lynn Margulis o Bill Bryson, como Atención plena de Winifred Gallagher, o como este de David Eagleman.

20 junio 2013

Cómo viajar sin leer


En la Barrera

Gabi Martínez

Altaïr, 2012

ISBN: 978-84-9392-747-9

336 páginas

19 €




Alejandro Luque

Gabi Martínez podría pasar por nieto de grandes autores españoles de libros de viajes, como Manu Leguineche o Javier Reverte. No obstante, mientras éstos tenían el aliento del periodismo y del relato clásico a lo Conrad y Stevenson, esta nueva generación viene inspirada por otros muchos referentes, no sólo literarios. Un buen ejemplo es el último libro del barcelonés, En la Barrera, un recorrido por la Gran Barrera de coral australiana, ese amenazado santuario de la Naturaleza cargado de resonancias aventureras.

Refractario a cualquier linealidad, en el relato de Martínez cabe todo: el reportaje tipo National Geographic y el microrrelato, la paleta expresionista y el rigor del ensayo científico, alguna confesión íntima y alguna concesión al lector 'afterpop'. Se trata de una narrativa que renuncia a proyectar una única mirada personal, como sucedía con los autores citados, y otros más jóvenes como Jordi Esteva, para abrir una mirada poliédrica a través de múltiples ventanas. En la era de internet el viaje no parece tener principio ni final, y como dice Magris citando a Kapuscinski, los vertiginosos cambios del mundo “impiden captar el mundo en su totalidad y ofrecer una síntesis de él, permitiendo capturar, como el reportero en el fragor de la batalla, sólo algunos fragmentos”.

Esto hace, también, que infinidad de citas –de Bruce Chatwin a John Berger, de Jared Diamond a Jorge Carrión, pasando por Darwin, Cormac McCarthy o Fukuyama– se interfieran en el relato, con la misma espontaneidad (y en ocasiones la misma impertinencia) que asoman los amigos en el 'chat' de facebook. Lo importante es que la muralla de referencias textuales no impide ver el paisaje, el geográfico y el humano, que es lo que más interesa. Nadie cerrará este libro sin conocer bastantes cosas de ese hervidero de vida –900 islas, 400 tipos de corales, 1.500 de peces, 2.900 arrecifes…–, y del grave peligro que corre todo el ecosistema debido al calentamiento global, así como curiosidades acerca de la fauna de dos patas que vive allí. Martínez se asoma, y nosotros de su mano, al mundo de los tahúres, de los últimos aborígenes, de vecinos tan pacíficos como aislados o de los locos Haldanes, amantes de la vida al límite que tan pronto se bañan entre cocodrilos como se dejan morder por criaturas selváticas para probar vacunas en su propia piel.

Es entonces, cuando el autor prefiere contarnos lo que ha visto que lo que ha leído, que sin duda es mucho, cuando En la Barrera cobra su corpulencia y sabor idóneos. Es ahí donde su prosa transmite mejor la vida que palpita a su alrededor, su salvaje exuberancia y también su extrema vulnerabilidad. Y donde sentimos que tal vez estemos ante un mundo condenado a extinguirse, pero que aún puede salvarse por obra y gracia de la buena literatura.

[Publicado en Mercurio]

19 junio 2013

Capturando esa rara especie de indiferencia

Mi primo, mi gastroenterólogo

Mark Leyner

Pálido Fuego, 2013

ISBN: 978-84-940529-3-4

181 páginas

15,90 €

Traducción de José Luis Amores



Fran G. Matute

Cuando se publicó Nocilla Dream (2006) de Agustín Fernández Mallo se puso de moda, en la prensa especializada, el concepto “zapping literario”. La verdad es que yo no sabía qué era eso. No lo había escuchado nunca. Y, en su día, me pareció una etiqueta apropiada para definir la obra nocillera por antonomasia, con esa estructura tan fragmentaria, esas minihistorias que se acumulaban en su interior... Pero el caso es que, en aquel entonces, lo que estábamos asumiendo como “zapping” no era más que la acción de pulsar el botón del mando a distancia, el mero cambiar de canal sin ton ni son. Hoy ya sabemos que el “zapping” no es sólo eso. Hacer “zapping” implica un posicionamiento filosófico ante la vida (¡ahí queda eso!). Se trata de un vocablo que ejemplifica, mejor que nada, la necesidad imperiosa de saltar de un programa a otro pero no por una mera cuestión aleatoria sino como respuesta, única posible además, a la saturación y efimeridad de los contenidos que pueblan el mundo tan vertiginoso en el que vivimos. No se “zappea” por aburrimiento. Se “zappea” por una obligación natural que impele al ser humano a adaptarse, a sobrevivir, si no quiere quedarse desconectado del entorno. Pero no es hasta que hemos leído Mi primo, mi gastroenterólogo (1990) de Mark Leyner que hemos visualizado lo anterior.

Antes de intentar exponer los resortes que hacen que esta obra de Leyner sea un texto tan definitorio de su tiempo, considero necesario contextualizar el origen por el interés de la misma. Con independencia de que Mark Leyner ya fuera un escritor con cierto éxito reconocido en los Estados Unidos, mucho nos tememos que si David Foster Wallace (en adelante, DFW) no hubiera mencionado Mi primo, mi gastroenterólogo en su celebérrimo ensayo “E Unibus Pluram” (originalmente publicado en la Review of Contemporary Fiction en 1993 e incluido posteriormente en la coleccion Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer) no estaríamos aquí, ahora mismo, hablando de esto. Resulta pertinente, por tanto, poner en situación la relación de aparente amor-odio que se puso de manifiesto entre ambos autores.

En el citado ensayo de DFW se referenciaba la obra de Mark Leyner como ejemplo arquetípico del impacto que la cultura televisiva estaba ejerciendo en la ficción literaria facturada por los escritores norteamericanos de su generación. Pero la relación de DFW con la televisión es bien interesante. Por un lado, el autor de La broma infinita (1996) confesaba que ni siquiera tenía televisión propia “porque me sentaría delante de ella boquiabierto y consumiría cantidades enormes de lo que, en términos artísticos, es una porquería absoluta. Aunque se trate de una porquería bastante placentera” (páginas 104-105 de Conversaciones con David Foster Wallace). Y por otro, en la enjundiosísima entrevista que le realizó Larry McCaffery también para la Review of Contemporary Fiction, DFW afirmaba que la televisión era, en gran medida, culpable de la baja calidad que existía en el lector estadounidense. En concreto, sostenía que “[e]l problema no es que el lector de hoy sea tonto, no lo creo. Simplemente se trata de que la televisión y la cultura comercial le han enseñado a ser una especie de vago e infantil en lo que respecta a sus expectativas. Esto hace que intentar llamar la atención de los lectores de hoy implique una dificultad imaginativa e intelectual sin precedentes.” (página 48 de Conversaciones con David Foster Wallace). 

Dos ideas troncales parecen surgir de lo anterior: 1) que DFW era más que consciente del influjo fascinante que la televisión tenía en su generación, lo que lo convertía inmediatamente en material de primera para que su cerebro lo rumiase y 2) que, indirectamente, asumía su incapacidad intelectual para realizar un análisis fidedigno de dicha cuestión pues le resultaba materialmente imposible involucrarse en ella con total libertad, pues la televisión era para él un nuevo foco de adicción. De alguna forma, DFW reconocía su fracaso para sumergirse en la materia. Así que no deja de resultar curioso que cuando DFW cita Mi primo, mi gastroenterólogo en su “E Unibus Pluram” lo hace con cierta indefinición crítica. Si bien de primeras parece admirar la capacidad de la prosa de Leyner para captar el correr de los tiempos, a continuación califica dicha obra de “asombrosa y olvidable, maravillosa y extrañamente banal”. En el excelente dossier de prensa que la editorial ha preparado para acompañar a esta edición (y al que desde aquí me remito), se da a entender que DFW se vio amenazado por la insultante clarividencia que rezumaba Mi primo, mi gastroenterólogo pues, en cierto modo, este era el texto que a él le hubiera gustado parir. Por lo que la pregunta del millón es: ¿qué encontró DFW en esta frenética colección de relatos prácticamente ininteligibles?

La realidad es que la lectura de la prosa de Leyner genera una extrañeza sin igual y, sin embargo, está conformada por el mismo material cotidiano que nos rodea cada día. Leyner te satura a eslóganes, te tortura con mensajes publicitarios, como lo hace la televisión o navegar por internet. Leyner te embota con su bombardeo de imágenes y sonidos. Y en conjunto, vistos estos ‘flashes’ de forma lineal, percibimos un ‘collage’ de conceptos absolutamente indigeribles. Nos podemos poner aquí a desgranar las cientos de situaciones inverosímiles que Leyner va ideando a medida que escribe y que, teóricamente, conforman la “trama” de los relatos que se incluyen en Mi primo, mi gastroenterólogo. Pero, a mi humilde entender, no es con eso con lo que hay que perder el tiempo. El verdadero disfrute de este libro recae en ir detectando las trufas lingüísticas que se encuentran enterradas entre tanta maraña de “chorradas” y, sobre todo, en una cuestión puramente extraliteraria, que se deriva de la sensación de estupefacción que transmite la lectura de estos relatos: ya les adelanto que no van a leer nunca mejor representación posible de cómo funcionan nuestros atrofiados cerebros de consumidores enfermizos.

Es indudable que se puede establecer una cierta conexión entre la prosa de Leyner y la de, por ejemplo, Hunter S. Thompson. De hecho, el comienzo de Mi primo, mi gastroenterólogo recuerda ligeramente al de Miedo y asco en Las Vegas (1971). Y es que ambas están redactadas, de alguna manera, por un adicto. Pero a medida que uno se sumerge en la efervescencia literaria de Leyner comprende rápidamente que la ácida y psicodélica escritura del bueno de Hunter se asemeja más a la de una abuelita que padece Parkinson, en comparación. Por ejemplo, en el relato “Oda al otoño”, uno de los textos más crípticos de la colección, una suerte de poema generacional que bien podría soportar ser el equivalente del “Aullido” (1956) de Allen Ginsberg en la era televisiva, por su soberbia capacidad de exponer el dolor y la angustia de nuestra actual existencia como ‘homo economicus’, leemos (sic): “quizás en ese momento, en un bar de ambiente en plymouth, massachussets, la mujer de 50 pies se te sienta en la cara y defeca 17.000 letras de scrabble, fertilizando los campos no explotados  de tu imaginación… y ha nacido un nuevo estilo americano” (página 89). Y se trata de una imagen válida para describir no solo la prosa de Leyner sino la línea de pensamiento crítico que transmite esta obra.

De todas formas, estarán conmigo que este tipo de abstracciones o imágenes absurdas pueden no ser del gusto de todo el mundo. Se exige al lector una cierta complicidad para admitir las reglas de un libro que, si bien no llega nunca a resultar pesado o pretencioso, no es fácil de leer o, mejor dicho, de asimilar. Mi primo, mi gastroenterólogo parece, en ocasiones, una cadena de montaje de chuminadas que se van ensamblando de forma aleatoria. Pero esa incómoda sensación desaparece súbitamente cuando se lee “Fugado de una centrifugadora” y vuelve a aparecer, acto seguido, con “Noche de colonoscopio”, que es como la versión insulsa del anterior. Creo, por tanto, que es fácil desdeñar una obra como Mi primo, mi gastroenterólogo. Y por eso me he tomado la molestia de intentar comprender su lógica interna, esa que indudablemente tiene. Y la respuesta al sentido último de esta colección de textos la he encontrado en el relato “En medio de una nube negra de porras de policía”, en el que aparece una escultura titulada “Padre espolvoreando antipiojos sobre el largo pelo grasiento de su hijo con la indiferencia de un Sinatra que espolvorea queso parmesano rallado sobre una pila de linguini”, con la cual el narrador “[i]ntentaba capturar esa rara especie de indiferencia, ya sabes.” (página 155). Se hace uso aquí de un verbo fundamental para entender a Leyner: “espolvorear”. Pues sus relatos no dejan de ser eso. Un continuo espolvoreo de ideas, la mayoría extraídas de la publicidad y de la televisión, con el objetivo de “capturar esa rara especie de indiferencia”, esa que el ser humano más hueco parece mostrar ante la avalancha de datos que tiene que tragar, digerir y defecar en estos días de saturación informativa. Así que si se les atraganta la lectura de Mi primo, mi gastroenterólogo es que todavía tienen opciones de sobrevivir a este mundo.