31 enero 2013

¿Pudo haber un Franco más gracioso?



El general y la musa

Román Piña Valls

Sloper, 2013

ISBN: 978-84-940204-5-2

216 páginas

15 €




José María Moraga

Si Gil de Biedma nació “en la edad de la pérgola y el tenis” (¡perdonado, Jaime!), la mayoría de los reseñadores de Estado Crítico somos hijos de la democracia. Para nosotros, el Generalísimo Francisco Franco Bahamonde es una figura histórica heredada, a medio camino entre el horror y el ridículo. Parafraseando a J. M. Serrat, “si no fuera tan temible nos daría risa”. Que Franco es risible a pesar de los pesares no es algo nuevo, abundan las parodias, las vueltas de tuerca al personaje: el poder siempre diana de las burlas, que levante la mano quien no se sepa algún chiste de Franco. Pero Franco es gracioso además a unos niveles que solo los gourmets del humor sutil pueden percibir. Sus esfuerzos por pasar a la historia, su marcialidad viril, su retórica caduca, provocan risa por lo inútiles y absurdos que parecen hoy. Provocan la risa propia del humor surrealista.

Sin recurrir a la parodia o la sátira, basta acercarse a las fuentes primarias: las propias imágenes de Franco hablando en inglés, tutelando a Carmencita mientras esta desea lo mejor “a los niños de Alemania”, o su discurso reprobando el ataque a la embajada española en Lisboa  (aquello de la "conspiración masónico-izquierdista de la clase política, en contubernio con la subversión terrorista-comunista en lo social") son piezas dignas de figurar en las antologías del humor patrio, junto a los disparates de Miura o Tip y Top.

A un nivel más serio, la Guerra Civil, como gran trauma o catarsis fundacional es el mito nacional por excelencia. Intuyo que por esta razón la figura del Caudillo ha sido secuestrada en tantas ocasiones- por partidarios y detractores- y utilizada desvergonzadamente como mascarón de proa para satisfacer los anhelos de cada uno. Todo el mundo ha escrito o rodado sobre Franco y/o la Guerra (hasta Eduardo Mendoza ganó el Planeta con una novela sobre el tema, se queja Román Piña), y no han faltado quienes han resucitado al Generalísimo en sus obras, desde Vizcaíno-Casas (…Y al tercer año resucitó, 1978) hasta Álvaro Vázquez de la Torre ("Hallaré la muerte, si me llega", 2012). La última barrabasada que conocemos en este subgénero de la Franco-ficción es El general y la musa (2013), del mallorquín Román Piña Valls, quien ya deslumbrara en 2009 con Stradivarius Rex. La pregunta con que el provocador videotráiler (visionado imprescindible) promocional de esta novela nos interpela es “¿Pudo haber un Franco más gracioso?”, y mi respuesta es “¿Más gracioso todavía!”.

Aunque resumir un libro no sea el objetivo de una reseña, en esta ocasión se hace imprescindible dar noticia del argumento de El general y la musa. Cuando en 1933 Azaña -Presidente de la República- envió a Franco a Baleares como jefe de la Comandancia Militar para tenerlo lejos de Madrid y de tentaciones golpistas (hasta aquí la verdad histórica), el General(ísimo) redactó un diario íntimo donde refleja sus actividades en Mallorca durante seis meses. Lejos del Franquito marcial de los cojones por bandera y los platos de lentejas por montera, en este diario descubrimos a un Franco inédito hasta ahora: melómano, consumado percusionista de jazz, bebedor en demasía, juerguista, curioso, soñador incluso. Franco frecuenta a la intelectualidad de la isla, y así aprende el mallorquín de la mano de Francesc de Borja Moll o practica el nudismo junto a Robert Graves. Para alarma de Carmen Polo, Franco comienza a desplegar una conducta inexplicable por lo disipada: toca jazz en un club nocturno, se enamora de Patricia Conde y la enarbola como musa aun sin saber quién es (sí, esa Patricia Conde), o se enfrasca en una detectivesca pesquisa sobre la autenticidad de las huellas dejadas por Frédéric Chopin y Georges Sand tras su estancia en Mallorca en 1838-39.

Por si esto fuera poco, Román Piña completa al Franco mallorquín -auténtico G.I. Joe- con extrañas visiones: Franco inventa el carril bici, Franco compone “Imagine” o “I Am the Walrus”, Franco pergeña los guiones de Casablanca, Solo ante el peligro o Ciudadano Kane…, todo ello sin dejar de lado su realidad contemporánea, pues el futuro Caudillo no tiene empacho en acudir a un lupanar con líderes radicales de la izquierda (Largo Caballero) o la derecha (José Antonio). Tamaña desvergüenza supone la conversión del General Francisco Franco en un monigote, en un muñeco de ventriloquía que puede llenarse del contenido que uno desee, y la verdad es que Román Piña desea para Franco unas cosas acojonantemente divertidas. Algo así como el Tom Sawyer, detective (1896) de Mark Twain, que pretendía explotar el éxito de un personaje famoso, pues aquí “Franco, jazzman”, “Franco, nudista”, “Franco, adalid del catalanismo” y “Franco, detective” también, por qué no. Franco, el ‘bright young thing’ de los años 30, pero no por los motivos que todos recordamos (héroe de África, general más joven de Europa, etc) sino por otros que molan infinitamente más.

Parece que el novelista haya querido decirnos “si todo el mundo puede apropiarse de Franco y adulterarlo, por qué no yo”; o, parafraseando los libros que ahora escribe Miqui Otero: “Elige tu propio Franco”. Yo, queridos lectores, prefiero que Franco sea fan de Louis Armstrong a que dé un golpe de estado de corte fascista, en otras palabras: prefiero el brazo de Lionel Hampton al incorrupto de Santa Teresa. Tengo que decir que no me había reído tanto con una ucronía y una sátira desde Fabulosas narraciones por historias (1996) de Antonio Orejudo (quien, por cierto, situaba en los años 30 una novela titulada Los Beatles). De todas las excentricidades y locuras que Román Piña pone a hacer y decir al Generalísimo, creo que el gran acierto y el tuétano de la novela es su obsesiva investigación acerca del legado mallorquín de Chopin. Admito que, al ser hijo del Estado de las Autonomías, no conozco bien la historia de Las Islas Baleares, pero me ha parecido detectar en El general y la musa una gran carga irónica contra algunas de las vacas sagradas de la actual autonomía balear. Todo el asunto de la verdad histórica, lo que ocurrió y lo que no y cómo nos lo han contado, es uno de los temas principales de la novela, y es tema sobre el que a día de hoy podemos sacar provechosa reflexión, como durante todo el affaire de la autenticidad de los pianos de Chopin o como cuando F.B. Moll le dice a Franco que “Cataluña no es España” porque “¿No ve que tenemos otra lengua y otra cocina?” (p.108).

Si el encuentro de Robert Graves con otros militares-intelectuales como Sigfried Sassoon, Wilfred Owen o Lawrence de Arabia está perfectamente documentado en varios libros, no lo estaba el encuentro con Franco, y ¿cómo podíamos pasar sin conocerlo? Son tantas las anécdotas y los diálogos disparatados que encierra El general y la musa que no revelaré más para no aguar el placer de su lectura. Si he de ponerle un “pero” sería el cierre del libro, insatisfactorio para mí pero acorde con el posmoderno prólogo con que la obra comienza y en todo caso coherente con el universo "romanpiñeano". Háganse un favor y corran todos -franquistas, antifranquistas, los de la 3ª España-, corran todos a leerlo. ¿Pudo haber un libro sobre Franco más gracioso? Sinceramente, lo dudo.

30 enero 2013

Escribir desde el desierto más allá de los cuarenta


Libro de precisiones

Miguel Ángel Contreras

Bartleby Ediciones, 2012

ISBN: 978-84-92799-48-0

54 páginas

9 €




Juan Carlos Sierra

Los lectores de poesía y la crítica del ramo -no todos, por suerte- suelen ser bastante benévolos con los jóvenes poetas, sobre todo si además el libro publicado se encuentra bajo la sombra protectora de algún premio. Como mucho se le ponen algunas pegas menores que, piensan, se curarán con el tiempo -luego el tiempo acostumbra a quitarles la razón-. Esta actitud condescendiente se transforma habitualmente en máxima exigencia, si el poeta se estrena en las mesas o estanterías de novedades habiendo superado cierta edad.

Miguel Ángel Contreras (Guadix, 1968) publica su primer poemario Libro de precisiones rebasados ampliamente los cuarenta. A pesar de esta anécdota temporal, creemos que podrá salvar con solvencia las dentelladas de cierta crítica nostálgica de la "frescura" juvenil, porque cuando uno se ha pasado media vida leyendo y trabajando en silencio sin atender a los cantos de sirena de una publicación prematura, suele acabar colocando en las librerías un producto maduro, serio, reflexivo,… como es el caso de este Libro de precisiones.

Lo primero que llama la atención de este poemario es su estructura medida, equilibrada, simétrica: dos partes de veinte poemas cada una de ellas, precedidas por un "Proemio", único poema en prosa del conjunto. Esta arquitectura resultaría, sin embargo, hueca -como esos pisos y urbanizaciones a medio hacer que pueblan el paisaje en crisis de nuestro país-, si no fuera porque se halla sustentada por un discurso sorprendentemente coherente fabricado a base de los ladrillos, las tuberías, los cables y los muebles de un hilo metafórico que ensarta las piezas de este libro.

Desde el "Proemio" el autor pone las cartas boca arriba y lanza al lector al desierto, auténtico 'leitmotiv' metafórico -convertido en alegoría- de Libro de precisiones. En un contexto urbano, el personaje poético se adentra en el subsuelo, es decir, en el metro, en una suerte de bajada a los infiernos de Dante, para comprobar que “El silencio era continuo”, que se encontraba “de pronto en un desierto donde éramos nosotros la arena granulada…”. Pero la situación no resulta muy distinta en el exterior, donde también habita el silencio, la soledad, en “…un desierto invertido donde todo lo que estaba lleno era en verdad muestra inequívoca de lo vacío”.

A partir de aquí se abren los veinte poemas de la sección titulada “En el desierto”, donde el poeta indaga en las posibilidades expresivas de la metáfora inicial del libro, cumpliendo una de las labores fundamentales del discurso poético: cuestionar la realidad y el lenguaje que la nombra, para, si no descubrir, al menos reflexionar profundamente sobre la posible esencia que se esconde tras las capas que la recubren. En este sentido, Miguel Ángel Contreras indaga hábilmente en los perfiles que le ofrece la imagen del desierto -escisión, soledad, destierro, irreversibilidad,…-, pero a la vez se instala en él en una suerte de estado de resignación casi feliz, porque este desierto nos libra de la condición de esclavos, según explica en el poema "Yo también fui como vosotros".

En "Variaciones en la piedra", la segunda parte del Libro de precisiones, llega el momento de dialogar con la materia. Aunque no tan lograda como la primera sección en cuanto a la coherencia de la imaginería que se pone en juego -quizá uno de los pocos reproches que se pueden hacer al conjunto del libro-, se mantiene una línea argumental sólida a lo largo de los veinte poemas que componen esta sección.

El tono general de Libro de precisiones roza lo existencial en su vertiente más desolada. Sin embargo, el poemario concluye con un texto -"Declaración de principios"- que abre la puerta al optimismo, porque “De la piedra he podido aprender/ que el corazón manda”. Contra el determinismo de la materia, vencido con el desprecio, el personaje poético concluye este recorrido de indagación existencial ofreciendo un contrapunto a todo lo dicho anteriormente, afirmando “que lo mejor siempre está por llegar”.

En versos limpios y claros, y visitando tradiciones que van desde la Biblia -"Preludio" o "He creído comprender"- a García Lorca -"Epitafio del piano"-, Miguel Ángel Contreras compone un primer poemario que, salvo los pequeños peros que hemos destacado en la segunda sección del Libro de precisiones, saca a la luz a un poeta que conoce su oficio y del que se puede esperar lo mejor en el futuro, a pesar de o, precisamente, debido a su madurez personal y lírica.

29 enero 2013

Diga Sesenta y Seis


Polvo en el neón

Carlos Castán

Tropo, 2012

ISBN: 978-84-96911-60-4

96 páginas

18 €

Fotografías de Dominique Leyva



Alejandro Luque

Sucede siempre que uno visita los Estados Unidos, ya sea el hormiguero de Nueva York o las anchas llanuras texanas, las playas de California o las montañas nevadas del Norte: esa sensación de poderoso dèja-vu, la certeza de que uno no sólo ha estado antes allí, sino que ha pasado en esos lugares más tiempo del que su vértigo le permite calcular. La explicación es muy simple: al cabo de dos o tres décadas de vida, hemos consumido tanta información sobre ese país a través de películas, novelas, cómics o canciones, que lo tenemos asimilado y fundido en nuestro acervo cultural. Los Angeles o Las Vegas pueden resultarnos más familiares que Huesca o Almería, y es posible que incluso las hayamos visitado antes, físicamente también, a menos que seamos Javier Tomeo o Antonio Orejudo.

Uno de esos espacios de los que creemos saberlo todo es la Ruta 66, la antigua arteria que cruzaba el país de este a oeste, y de la cual hoy sólo se conserva más o menos intacto el último tramo. Viejos moteles que lo mismo nos recuerdan a Alfred Hitchcock que a Vladimir Nabokov o Cormac McCarthy, música de Chuck Berry o de John Lee Hooker, el motor de un Chevrolet o un Buick y carreteras, muchas carreteras en línea recta a cada lado de las cuales se despliega, infinito, el desierto. Son materiales al alcance de todos, pero al mismo tiempo de manejo peligroso: un tópico puede explotarte en las manos, el cartón piedra de un decorado puede caer hacia atrás y dejar a la vista la impostura del montaje.

Sentía mucha curiosidad por comprobar cómo Carlos Castán, fino y acreditado artífice de relatos, salía de ese desafío, y puedo adelantar ya que el adjetivo justo es airoso. Para empezar, le echa valor con ese formato de media distancia, tan difícil de rematar como dios manda sin que el lector piense en un relato cebado o una novela jibarizada. A continuación, se dispone a desarrollar una historia sencilla, de esas que también tenemos la sensación de haber leído o visto antes en alguna parte, protagonizada por personajes arquetípicos a los que toca, si la mano es buena y está caliente, insuflar vida.

El autor lo consigue mediante una sabia administración de dos lenguajes distintos, casi antagónicos, que sin embargo funcionan en tanto ninguno domina sobre el otro: uno es el aliento poético, el esfuerzo por retorcer el lugar común para sacarle el jugo de una última metáfora; el otro, más temerario, es ese lenguaje estereotipado pero reconocible que sólo se usa en las películas y en las ficciones novelescas. No recuerdo quién se quejaba en Facebook, hace poco, de que buena parte de la narrativa española actual parece una traducción del inglés. En este caso, la mímesis es deliberada, y sin embargo nos convence. Quiero decir que nadie en mi barrio dice “fulanito es un hijo de perra” o “que me aspen si ése que viene por ahí no es el viejo Frankie Matute en persona”, pero cuando estas expresiones vienen engarzadas tan armónicamente en el conjunto, nada chirría.

La portada y las ilustraciones de los libros no deben nunca ser inocentes. Quiero pensar que el sepia que dominaba el diseño de un libro como Museo de la soledad respondía a la incurable melancolía que trasudaban aquellos relatos. Y quiero creer también que las abundantes fotografías de Dominique Leyva que acompañan esta edición, con sus iconos vintage y sus colores tirando a desvaídos, tiznados de polvo y quemados por el sol de Arizona, aportan también la temperatura justa a esta historia llena de ambición, amor y sensualidad. Puede que un libro como éste no dé para ganar un Nobel, pero sí para que nos quitemos el sombrero. El reto no era sencillo, pero Castán lo ha conseguido. Maldita sea, ya lo creo que lo ha conseguido.

28 enero 2013

Recuperar el fuego



Rudolf Steiner

Gary Lachman

Atalanta, 2012

ISBN: 978-84-939635-3-8

264 páginas

23 €

Traducción de Bárbara Mingo



Manolo Haro

Alguna vez Georges Simenon comentó que como método compositivo de las novelas de Maigret echaba mano a la ayuda del azar: en una bolsa colocaba una serie de nombres y situaciones que poco a poco iban saliendo a la luz con la colaboración de su mano. Si entre los hipotéticos nombres creados por la imaginación del belga hubieran figurado el de Jacobo Fitz-James Stuart (a la sazón editor de Atalanta), Gary Valentine (a la sazón Gary Lachman en la vida doméstica y bajista del grupo norteamericano Blondie) y Rudolf Steiner (antropósofo, entre otras muchas cosas) incluso la fortuita fuerza del destino se habría quebrado en una extraña mueca. El caso es que el nombre del editor ligado al del músico ya le da la suficiente consistencia a un libro que cuenta admirablemente la vida y obra de un hombre que la historia de la filosofía, la medicina, la arquitectura, la pedagogía y el arte han relegado por mera superstición, desconocimiento o cortedad de miras a lo más recóndito del re-conocimiento humano. Que la editorial Atalanta coloque entre su prestigioso catálogo una obra dedicada a Steiner y que esta venga firmada por una pluma como la de Lachman –inteligente, versátil y conocedora como pocas del legado steineriano, sin caer además en la solfatara hagiográfica propia de los descubridores de genios olvidados– es una gran noticia.

El trabajo de Lachman reúne en apenas 250 páginas una condensada narración de la vida, la obra y las bases filosóficas de un hombre al que no se ha leído o, si se ha hecho, pocos han sabido hacerlo como para otorgarle un lugar en la historia de las ciencias humanas y, como sería más apropiado decir, en las ciencias del espíritu. Steiner por nacimiento y formación, en un primer momento, es hijo del Romanticismo. El XIX combinó, como hábil artesano de la taracea, el incipiente materialismo con la pujante necesidad de liberar el espíritu del empuje del filisteísmo burgués. En ese ambiente crece y se forma el joven Steiner. Su instrucción filosófica le permitió poner en solfa muchos de los pilares que el pensamiento de Occidente ha dado como fundacionales para su andadura en la historia de la civilización. La afirmación de Kant de que no podemos conocer el mundo tal como es le parecía un anatema. Tampoco participaba del pesimismo de  Schopenhauer. Éste admitía esencialmente que toda la existencia es una ilusión y que habría sido preferible para los seres humanos no haber nacido. Lejos de casarse con la filosofía especulativa de sofá, Steiner prefería comulgar con pensadores como Fichte, que había situado el ego humano en el centro de su sistema filosófico y añadía que la percepción de la realidad no era un ejercicio racional al que se llega por medio de la contemplación sino por medio de la acción, pero una acción meditada, alejada de los levantiscos paisajes de las pinturas de Friedrich. El romanticismo del que bebió venía con el marchamo clasicista de Goethe. A éste alcanzó a conocerlo de manera intensa al hacerse cargo en su juventud de su archivo en la ciudad de Weimar, hecho que lo consagraría como investigador del genio alemán. Entre estos brillos tornasolados llegó también la luz de Friedrich Schiller, de quien interiorizó sus enseñanzas: sostenía que el desarrollo humano está fundamentado en conseguir un equilibrio entre el pensamiento y los sentidos, entre el espíritu y la naturaleza. Con este empeño anduvo por el mundo todos los días de su vida.

Lachman apunta a La filosofía de la libertad como la mejor obra de Rudolf Steiner, un estimulante ensayo en torno al pensamiento, donde el autor manifestaba la certeza de haber llevado a Nietzsche a sus cotas más altas. Su idea fundamental es que lo que percibimos como mundo exterior está condicionado por nuestra conciencia. El libro es un ataque a los que él llamó "materialistas ingenuos". Steiner entendía que el pensamiento no es una posesión privada sino parte del propio proceso cósmico. El mundo solo alcanza su compleción a través del acto del conocimiento. Por tanto, somos "co-creadores" en la evolución de ese mundo.

Pero, ¿qué contribución de Rudolf Steiner alienta las mañanas del planeta hoy día? Pues su mayor  tributo viene de la cristalización de sus experiencias e intuiciones en lo que él mismo dio en llamar "antroposofía". Steiner tuvo el firme convencimiento de que estaba enunciando las bases ideológicas y metodológicas de una verdadera ciencia del espíritu, frente al conocimiento revelado del que partía la teosofía y la mayoría de las religiones consolidadas. El conocimiento era alcanzado por el propio esfuerzo. De ahí que se le haya tachado de teósofo y de místico sin cuestionar esta retahíla de epítetos a partir de una lectura atenta de sus innúmeros escritos. Su intuición e imaginación, sumadas al hecho de que se le fueran cruzando por el camino personas que determinarían la deriva de sus capacidades, dejaron desarrolladas o esbozadas disciplinas que hoy día están de manera manifiesta presentes en muchos rincones del mundo. Fundamentalmente la 'praxis' steineriana desembocó en lo pedagógico. Este trabajo en el orden pedagógico se inició a petición de una escuela de formación de obreros de Berlín, participando así de un proyecto que ya tenía hitos en ciudades como Nueva York y Londres. Emil Molt, propietario de la compañía de cigarrillos Waldorf-Astoria de Stuttgart, asociado al industrial Carl Unger y el economista político Roman Boos, se interesaron vivamente por las teorías de Steiner. Este contacto con Molt cristalizaría en el método pedagógico Waldorf, pues fue este hombre de negocios el que le planteó al filósofo la posibilidad de crear una escuela para los hijos de los empleados. Nació así la escuela Waldorf de Stuttgart con doce profesores y 253  alumnos. Esta educación está basada en el desarrollo de la vida espiritual del estudiante; contra la formación convencional (que a juicio de Steiner era pobre, abocaba al pensamiento muerto y abstracto, y a la vida atrofiada por el materialismo), la propuesta era la observancia del individuo en septenios hasta los 21 años, relacionando estos con el desarrollo del cuerpo etérico, el astral y el Yo, respectivamente. Había que afanarse por construir un entorno de aprendizaje que motivara el pensamiento vivo y la imaginación activa, en lugar de hacer repetir conceptos mecánicamente. El mayor movimiento aconfesional e independiente del mundo. Como comprenderán, en estas horas bajas de la educación reglada y administrada por el Estado, oír un mensaje tan ilusionante como éste no deja de ser una invitación a plantearse ciertas preguntas.

De las muchas personas que le regalaron al pensador el fuego para indagar en otros campos del saber en los que tuviera cabida su proyecto antroposófico, se encontraban Marie von Sivers (rusa, talento del arte dramático, la actuación y la declamación) e Ita Wegman. Ita Wegman, joven alemana a la que animó a estudiar medicina y la que se convertiría en su médica personal, fundó el Instituto Clínico-Terapéutico y un laboratorio al que daría el nombre de Weleda (como la línea de productos para el bienestar que hoy se comercializa con notable éxito). Esta medicina antroposófica tiene en cuenta los sistemas nervioso, rítmico y metabólico del cuerpo, así como las fuerzas etéricas y astrales. El tratamiento recaía sobre la persona, no sobre la enfermedad, por lo que no tenía sentido el uso estereotipado de medios. Incorporaba la música, el color, la música, el arte y la danza (“euritmia curativa”, que hoy día se sigue practicando en los colegios Waldorf). Conectaba las potencias del alma (pensamiento, sentimiento y voluntad) con el cuerpo humano: el pensamiento (sistema nervioso) a la cabeza; el sentimiento (sistema rítmico) a la respiración, la circulación y el ritmo cardíaco; y la voluntad (sistema metabólico) a las extremidades. Al igual que en el campo de la pedagogía, este modelo se utilizaría para su filosofía social, emparentada con los principios de la Revolución Francesa de libertad, igualdad y fraternidad: el mundo de la cultura y de la creatividad humana habrían de ser libres; la política estaría relacionada con los aspectos circulatorios y emocionales de la sociedad, luchando por conseguir la igualdad entre todos; y lo económico se conectaría con lo metabólico, que desembocaría en la fraternidad entre individuos.

Otro de sus títulos trascendentales fue Teosofía, en el que expone que los seres humanos, lejos de la bipartición platónica y cristiana, estamos conformados por cuerpo, alma y espíritu, parte esta última que la iglesia desestimó en el siglo IX por considerarla parte de una visión herética. A estos tres elementos Steiner sumaba el cuerpo etérico y el astral. El autor tomó contacto con teósofos de libro en diferentes congresos y encuentros. Su forma de entender la teosofía distaba bastante del enfoque orientalista de Madame Blavatsky. El tamiz cristiano que a simple vista podía haber filtrado las ideas personales de Steiner hizo que muchos aquellos teósofos 'stricto sensu' desconfiaran de su figura.

Después de haber levantado la suspicacias de esos teósofos de libro, de haber comparecido ante cientos de auditorios para llevar a diferentes rincones de Europa su pensamiento y de lograr una aceptación cada vez mayor por parte de su público, Rudolf Steiner sintió que debía anclar su proyecto vital en un lugar. Es así como nace el Goetheanum en Dornach (Suiza).  Asombra observar como un hombre cuya formación arquitectónica era más intuitiva que técnica, pudo construir un edificio que hoy, si es que aún existiera (el Goetheanum ardería la noche del 31 de diciembre de 1922), seguiría admirando por su bizarría. Hoy el Segundo Goetheanum se muestra como otra joya de la arquitectura antroposófica, que tiene rasgos claramente vinculables a las construcciones orgánicas y al modernismo que estaba en el ambiente del momento.

Gary Lachman, como dijimos arriba, no es un hagiógrafo entregado a repartir estampitas. Su relato resulta tan apasionante como las peripecias vitales de Steiner. El olfato del norteamericano para introducir vivaces lecturas del presente entre sus párrafos a la luz de lo vivido en la época de su biografiado harán disfrutar al lector más aún. Claro que aquéllos que estén interesados en tomar  contacto directo con la obra de Steiner se preguntará dónde están sus libros. No se cansen en vano. Pocas librerías de nuestra geografía colocan en los anaqueles títulos del antropósofo, a pesar de que el trabajo de la editorial madrileña Rudolf Steiner traduce y publica con denodado esfuerzo su legado intelectual.

Rudolf Steiner ha sido alineado con filósofos y pensadores como Henri Bergson, Edmund Husserl o Karl Popper. Su ingente obra es un monumento al espíritu y a la esperanza. Creo que hay que saludar el libro de Gary Lachman con total entusiasmo, no sólo porque su lectura es un disfrute absoluto sino porque supone una invitación a tirar del cabo de una cuerda que sigue dando claves para dirigirse en un mundo como el nuestro. Steiner colocó las bases de la agricultura biodinámica hace casi un siglo, donde el respeto a la tierra, entendiéndola como un organismo vivo en el que participan muchas fuerzas externas, hace que la relación de respeto entre hombre y cosmos dé resultados dignos de admiración. El mundo contemporáneo es probable que esté necesitando acercarse a su obra, pues, como el mismo admitía, se debería lograr articular la forma de dotar a las condiciones de la vida moderna de una verdadera relación consigo misma y con el cosmos, hasta tal punto que pueda generar en su interior la fuerza para no seguir descendiendo. Nada más. Busquen el libro de Lachman porque lo gozarán. Lo mejor, si gustan, viene luego.

25 enero 2013

Pequeños deslices sin importancia


Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo) y otras novelas

Mario Levrero

Debols!llo, 2012

ISBN: 978-84-9989-944-2

334 páginas

12,95 €

Prólogo de Ignacio Echevarría


Sara Mesa

Soy levreriana. No sé si alguien más ha usado esta denominación para hablar de los admiradores de la obra de Levrero, ese gran escritor imperfecto. Me rindo ante la extravagancia y la profundidad de El discurso vacío, ante la torrencialidad desordenada -y un poco mística- de La novela luminosa, ante el onirismo y el humor negro de la "trilogía involuntaria" (La ciudad, París, El lugar), incluso ante el delicioso divertimento que constituyen los microrrelatos de Caza de conejos. Sin embargo, este libro -un conjunto de tres obras menores del uruguayo- me ha decepcionado, y muy a mi pesar. En realidad, ya había leído previamente la tercera de estas novelas, Dejen todo en mis manos, que publicó hace unos años Caballo de Troya, y que es, con diferencia, la única que merece salvarse del lote. Las otras dos -Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo y La Banda del Ciempiés- son, en mi opinión, perfectamente prescindibles. Pueden leerse, claro que sí, pero desde luego no son un buen inicio para entrar en el universo de Levrero. Si yo hubiese empezado por ahí... no hubiera continuado después.

El motivo de reunir las tres novelas en un solo volumen es, según el sello editorial, que todas ellas suponen un guiño a la novela negra y que su hilo conductor son “las peripecias de tres protagonistas metidos a detectives improvisados”. Esto de los guiños a la novela negra tiene su lógica. Levrero las leía compulsivamente -de hecho, constituían el grueso de sus lecturas-, y su tendencia a la parodia y el humor hacen el resto. Pero eso no garantiza su éxito. Es frecuente en la narrativa de Levrero la aparición de personajes que de pronto se ven inmersos en mundos desconocidos, extraños, con reglas herméticas que los determinan sin que consigan averiguar por qué. En este sentido, la figura del “detective improvisado” es, de algún modo, una constante en su obra. La diferencia estriba en que Levrero se maneja mucho mejor con el material onírico (surrealista, en un sentido amplio del término) que con los tópicos de la novela policíaca. Es curioso comprobar que estas novelas fueron escritas entremezcladas con las de la "trilogía involuntaria": La ciudad es de 1970, Nick Carter... de 1975, París y El lugar de 1980 y 1984 respectivamente, La Banda del Ciempiés de 1989...  Me arriesgo a lanzar una hipótesis para explicar por qué unas son tan buenas y otras tan... fallidas: Levrero -personaje disperso, neurótico, obsesivo, atormentado pero con un excelente sentido del humor, tendente al autobiografismo casi siempre- se involucró mucho más en la "trilogía involuntaria" (donde pueden rastrearse obsesiones y miedos personales) que en estas narraciones inmaduras, que más bien parecen una vía de escape ("freudiana", he leído por ahí) para unos impulsos aventureros que él mismo no pudo vivir. Pero también puede haber más razones. Una de ellas es, sin duda, los lastres de la escritura por encargo (y en el caso de La Banda del Ciempiés, por entregas), algo que casi siempre resiente la calidad de cualquier escritor.

Con todo, cada novelita tiene su particularidad y merecen analizarse por separado. Nick Carter... es más alocada, a ratos realmente entretenida (es memorable el papel de Tinker, el ayudante del detective, que duerme en su maletín y tiene la costumbre de doblar cada papel cientos de veces). Sin embargo la historia resulta en exceso disparatada, casi un ejercicio adolescente de improvisación. Sin estructura ni sentido, parece haber sido escrita por pura diversión y sin más pretensión que hacer pasar el rato (más al autor que al lector). Los símbolos sobre espejos y dualidades están forzados: dan juego, pero poco más. La novela no está tan mal si se toma de manera aislada, pero sí en el conjunto de la obra de Levrero, que ya había demostrado años antes que podía escribir mucho mejor. Por su parte, La Banda del Ciempiés es la más insuficiente del conjunto: se hace pesada y aburrida, los chistes no siempre tienen gracia, la chispa levreriana no se encuentra por ningún lado. Además, la estructura seriada la hace repetitiva y lenta, con un estilo en el que no se reconoce en absoluto al autor. Rasgos curiosos como la violencia extrema y el erotismo desenfrenado no resultan aquí llamativos. En suma, muy menor. Por último, como dije al principio, Dejen todo en mis manos es la mejor de las tres: aquí vuelve a despuntar el talento del escritor, su capacidad de abocar a los personajes a situaciones absurdas, la gracia del lenguaje, la estructura en apariencia caótica pero en realidad bien medida. Novela menor pero digna, divertida, levreriana por derecho propio.

La conclusión es clara: a Levrero hay que leerlo, pero no merece la pena empezar por aquí. Los curiosos podrán hacerlo, eso sí, por un precio muy razonable -las tres novelas juntas cuestan prácticamente lo mismo que la edición aislada de Dejen todo en mis manos-. ¿No es un gran libro? No, no lo es. Pero a Levrero se le perdonan estos pequeños deslices sin importancia. Al fin y al cabo, los levrerianos somos incondicionales.

24 enero 2013

Un gran poder conlleva una gran responsabilidad


Tan lejos de Krypton

Daniel Ruiz García

Onuba, 2012

ISBN: 978-84-936977-9-2

313 páginas

20 €

Premio Onuba 2012



Fran G. Matute

Quizá no sea necesario llegar tan lejos como hicieron Tom y Matt Morris en su espléndido compendio Los superhéroes y la filosofía (2001), pero qué duda cabe que el cómic de superhéroes encierra numerosos interrogantes que bien merecen que se les dé una vuelta o dos. Nos podemos fijar, por ejemplo, en la ya famosa frase que principia esta reseña, adjudicada al tío de Spiderman, Ben (o, lo que es lo mismo, a Stan Lee), pero que puede tener su origen en Sócrates, o en el Evangelio de Lucas o, incluso, en Voltaire… ya que no parece existir un consenso al respecto. En cualquier caso, se trata de una frase lapidaria que ha alcanzado la inmortalidad y que, vista en perspectiva, rivaliza con otros axiomas del entendimiento humano del estilo “Sólo sé que no sé nada” y demás perogrulladas filosóficas. Lo cual posiciona a Spiderman como uno de los grandes pensadores del siglo XX.

Traemos a colación esta reflexión porque queremos dejar constancia de la impronta que el cómic dejó en determinadas generaciones que perdieron el respeto por el academicismo y abrazaron otras formas, más populares, de entretenimiento pero sin renunciar al entendimiento. Lo anterior abrió las puertas a una nueva sensibilidad cultural que caló profundo en los jóvenes y a la que Daniel Ruiz García homenajea en su última novela, Tan lejos de Krypton. Y ojo que la palabra clave aquí es “sensibilidad”.

Daniel propone en Tan lejos de Krypton una intensa reflexión sobre la humanidad de los superpoderes y la inocula en la mente de un niño de 10 años. Daniel encuentra en esa mirada infante el punto exacto de inocencia carnal y madurez verbal para poder plantear, en firme, la existencia de superhéroes en nuestro mundo sin tener que acudir a ningún artificio fantasioso más allá de la infinita capacidad de imaginación con la que cuenta el ser humano y de constatar la putrefacta naturaleza del mismo. Porque si el sueño de la razón produce monstruos, ¿por qué no pueden surgir superhéroes que los combatan? Y así, de los horrores de la infancia, Daniel crea una poética de la aventura, de la esperanza y de la evasión, en definitiva, tornando la visceralidad temática que protagonizaba sus obras anteriores en una visceralidad emocional.

Pero a pesar de la contundencia de la propuesta, Daniel ha querido ir más allá desde un punto de vista estético, pues para dotar de voluntad de prosa a esa mirada infantil recurre a un escorzo narrativo tremendamente arriesgado y del que sale plenamente victorioso, aunque no sin rasguños. Porque con independencia de que el narrador de Tan lejos de Krypton sea un niño de 10 años, Daniel no ha querido renunciar a su expresividad como escritor para lo cual idea una suerte de ‘flashback’ de la memoria y se introduce en la versión adulta de ese niño al que las circunstancias obligan a rememorar su infancia con inusitada nostalgia. De esta forma, Daniel se permite el lujo, en un equilibrio estilístico complejo pero muy evocador, de mantener el nivel estético de su prosa adaptándola a una mentalidad infante. Este arriesgado artificio podría haberse quedado en un ejercicio pueril y haber condicionado toda la novela. Y sin embargo Daniel lo convierte en la esencia de Tan lejos de Krypton.

Para dar forma a un narrador de estas características, Daniel simula, como técnica descriptiva, el método de razonamiento de un chaval de esa edad: ese ir a mil por hora, ese saltar de un tema a otro sin ánimo de continuidad incapaz de concentrarse en una sola cosa… pero también ese saboreo del tebeo, ese gusto por el sentido y la coherencia de las palabras, en definitiva, esa impresionabilidad ante lo desconocido. Qué duda cabe que la expresividad de la prosa de Daniel se ve sacrificada en los pasajes en los que el niño habla. Pero el ejercicio consiste en transformar esa expresividad para encontrar la fluidez del discurso más que la metáfora certera, como cuando el niño discurre que “estar escamado imagino que  tiene que ver algo con las escamas, que es la piel plateada de los peces que yo miro y toco cuando mamá trae pescado a casa y que parece como muchas pesetas brillantes puestas unas al lado de otras”. Y sin embargo, en el marco de esta expresividad naif, también encontramos momentos de auténtica brillantez estética como cuando el niño comienza su proceso de enamoramiento y esos nuevos y potentes sentimientos se adaptan a las posibilidades descriptivas del chaval: “(…) y miro a Celia, que está terminándose una rodaja de melón y que me mira, no sé si sonríe pero tiene los ojos brillantes, y otra vez siento como si me tomara un vaso de refresco de naranja de un buche”.

Pero hablábamos antes de rasguños y, en la obsesión por validar esta postura estética del narrador infante, consideramos que el equilibrio de la estructura de la novela se ve comprometido por culpa de ese, a nuestro juicio, titubeante inicio que muestra al narrador en su absurda adultez. Y que conste que no es en sí el 'flashback' lo que nos incomoda sino el espacio excesivo que ocupan esas primeras odiosas 40 páginas que preparan el terreno antes de que el Capitán Alaska irrumpa en la escena con fuerza y nos agarre por las solapas en este largo y sentido viaje al fondo de la memoria.

Con todo, Tan lejos de Krypton es hasta la fecha el mayor hallazgo literario de Daniel Ruiz García, su obra más compleja y arriesgada y, curiosamente, una vuelta de tuerca a su célebre Perrera (2009). Pues ambas obras comparten, desde puntos de vista equidistantes, esa reflexión por la juventud y por el dolor que acompaña la extrañeza de dicho período vital, con sus decepciones, sus incomprensiones, sus injusticias manifiestas. Pero si Perrera se encargó de los bajos fondos, Tan lejos de Krypton lo hace desde la perspectiva del chico que, sin excesos, tuvo una infancia plena y feliz, una voluptuosidad que se ve también reflejada en la época en la que está ambientada, con ese imaginario colectivo tan afectivo como fueron los años 80 y sus distintos símbolos, que aparecen constantemente a lo largo de la novela, como los propios cómics de superhéroes, las películas de acción, las series familiares televisivas, los concursos o esos juguetes inmortales que se fabricaban entonces. No es casualidad, por tanto, que hablando de superhéroes no encontremos mejor comparación para estas obras que la dicotomía que ofrecía una película como El protegido (M. Night Shyamalan, 2000), siendo Perrera el equivalente al personaje de Samuel L. Jackson y este Tan lejos de Krypton el de Bruce Willis.

La cuestión final es que Daniel recupera en esta novela lugares de la infancia a los que no se debería volver nunca, porque son dolorosos tanto en su pureza como en su crueldad. Por eso la lectura de Tan lejos de Krypton -este extraño híbrido que recuerda por igual a Matar a un ruiseñor (1960) de Harper Lee y a Los príncipes valientes (2007) de Javier Pérez Andújar- es emocionalmente desasosegante si se pertenece a la misma generación que el autor, ya que es imposible no encontrar paralelismos. Pues esa solemnización de la infancia como lugar sagrado de la memoria que propone esta obra te incita, en multitud de ocasiones, a la tristeza, a la pena. Sobre todo cuando, al terminar su lectura, despiertas y te das cuenta de que una obra tan deliciosa no va a poder, atendiendo a las circunstancias de su publicación, ser leída por casi nadie. No se me lo vaya a tomar a mal la voluntariosa editorial, pero ya se sabe que un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Y esta obra que tienen en sus manos es pura kryptonita.

23 enero 2013

La criada obediente


Defensa de la rima

Samuel Daniel

Universidad de Valladolid, 2012. Colección "Disbabelia"

ISBN: 978-84-8448-616-9

182 páginas

14,60 €

Estudio preliminar, traducción y notas de Juan Frau



Antonio Rivero Taravillo

Las publicaciones académicas a veces dejan de ser pandémicas (con falsa etimología, “de una panda de amiguetes”) y llegan a interesar al lector ajeno al mundo universitario. A pesar de los peores augurios al ver antes del texto del libro que la colección en que se publica cuenta con un comité científico más propio del camarote de los hermanos Marx (no por lo humorístico sino por lo atiborrado), en el que figuran, mil arriba, mil abajo, nada menos que ochenta personas, esta edición de Defensa de la rima, primera en nuestro idioma, es modélica. Felicitemos, pues a los ochenta racioneros, a los once miembros del comité de redacción, al autor de la introducción y versiones así como a su prologuista, Esteban Torre.

En su Biographia Literaria, Samuel Taylor Coleridge dice de Samuel Daniel que “su dicción no padece las marcas del tiempo, ni distinción de época.” No se sabe si se refiere a su verso o a su prosa; pero leídos ambos, no dudo que el elogio abarca tanto a uno como a la otra. Inglés de Somerset, de 1562, pasó por el Magdalen Hall oxoniense, donde conoció a Giordano Bruno y John Florio, de quien aprendió italiano y, cabe pensar, el arte del soneto, la frecuentación adaptación de Petrarca. Daniel fue preceptor de William Herbert, futuro tercer conde de Pembroke y a quien precisamente dedicó esta Defensa de la rima. A los treinta años publicó la secuencia sonetística Delia y también El lamento de Rosamunda. Luego, entre 1595 y 1609 (el año en que el impresor Thomas Thorpe bendijo al mundo imprimiendo los Sonetos de William Shakespeare), Guerras civiles.  La obra que nos ocupa, en prosa, es de 1603; su título completo, Contra un panfleto titulado Observaciones sobre el arte de la poesía inglesa, en donde se prueba de manera manifiesta que la rima es la más feliz armonía de las palabras que conviene a nuestra lengua, y el panfleto al que se refiere uno de Thomas Campion publicado el año anterior. El título de Daniel, naturalmente, evoca el de Defensa de la poesía de Sir Philip Sidney.

Como observa Frau: “Si bien Samuel Daniel es un escritor plenamente renacentista por su formación, sus inquietudes, su ideología y sus elecciones literarias, no es menos cierto que en su reivindicación del saber medieval, desacostumbrada en este período, se queda prácticamente solo.” Sin embargo, ni él ni Frau prestan atención (el segundo solo de pasada en la página 64) a la verdadera tradición de la forma poética inglesa del Medievo y aún antes: la poesía aliterativa, que era la tradicional forma de embellecer el verso desde época anglosajona hasta Sir Gawain y el Caballero Verde, tan admirado por J. R. R. Tolkien, quien lo editó y tradujo. El verso anglosajón o del inglés antiguo estaba dividido en dos hemistiquios con dos acentos cada uno, y se producían aliteraciones en el interior de cada verso, como profusamente muestra el más extenso de estos poemas, esa joya de muchos quilates llamada Beowulf, cuyo resplandor llega hasta El Señor de los Anillos. La rima era algo raro, tanto que solo un poema anglosajón la tiene, al que por su singularidad se ha venido en llamar precisamente “El poema rimado”. Y ya que en la Defensa de la rima Daniel habla en cierto momento de la las lenguas galesa e irlandesa, cabe anotar que la aliteración fue también de uso común en ambas poesías vernáculas, que tuvieron un desarrollo tan distinto de la inglesa, aunque ambas, como esta –véase Chaucer– adoptaran igualmente la rima.

La definición que da Daniel del verso conserva ampliamente su vigencia: “Todo verso no es sino una estructura de palabras confinadas dentro de cierta medida, que difiere del discurso ordinario y que se presenta de la mejor forma para expresar los conceptos de los hombres, a la vez para el deleite y la memoria.” Y la rima constituiría, lejos de una limitación, un acicate, pues para el poeta de talento “la rima no es impedimento para su facultad de concebir, sino que más bien le da alas para remontar y le lleva, no fuera de su camino, sino, como si estuviera más allá de su poder, a un vuelo de largo más feliz.” Pero la rima ni es solución universal (ve preferible el verso blanco para las tragedias) ni basta, pues es también necesario otro elemento de la prosodia: “el acento, el señor principal y el grave gobernador de los números” (léase, donde dice “los números”, “los versos”).

Daniel no era un mero teorizador, un crítico. Lo que argumenta ya lo ha puesto él mismo en práctica en los sonetos de Delia y en otras composiciones; “as a defence of mine owne undertakings in that kinde”, que no es “en defensa de mi postura en esta materia”, como vierte –por una vez se desvía– Frau, sino “en defensa de mis propias empresas en esta materia”; es decir, sus poemas ya escritos.

Frau echa el resto al traducir los poemas que acompañan al tratado: en terso endecasílabo blanco los pentámetros yámbicos rimados de Daniel (la opción que yo mismo elegí para verter algunos de los sonetos de Delia y la poesía de Shakespeare), pero con rima el poema de Ben Jonson, al que esta conviene por el carácter satírico del texto, para el que el traductor se concede, frente al escueto original, la más holgada medida de también endecasílabos y, para los versos más cortos, heptasílabos. Ha realizado, en suma, casi aquello que Daniel declara en su poema “Al lector”: “Ved cómo una vez más, con gran esfuerzo, / he restaurado este pequeño marco, / defectos reparado aquí y allá / y añadido pasajes novedosos: / alargo alguna estancia, acorto otra”.

El uso de la rima fluctúa según las épocas. En inglés y durante el pasado siglo, W. H. Auden y Paul Muldoon la han empleado a veces por la misma razón que Jonson en el poema que se recoge en este libro (además de por un deseo de alarde bizarro en el caso del segundo). En poetas posteriores como Glyn Maxwell ha vuelto a usarse con naturalidad, como una forma de reacción a la laxitud de las formas, esa venia que a sí mismos suelen otorgarse, en cualquier lengua, los malos poetas. Pero es siempre difícil el equilibrio. Célebre es el juicio del propio Auden en La mano del teñidor: “Rimas, metros, formas estróficas, etc., son como criados. Si el amo es lo bastante justo como para ganarse su afecto y lo bastante firme como para obligarles al respeto, el resultado es una casa ordenada y feliz. Si es demasiado tirano, se dan cuenta; si carece de autoridad, se vuelven holgazanes, impertinentes, borrachos y poco honrados.

Para los buenos poetas y para el interesado en los estudios literarios Defensa de la rima es un libro curioso que Frau sitúa muy bien en su contexto histórico, una bella rareza con sus apéndices (incluidos los párrafos de Campion que llevaron a responder a Daniel), poemas, notas y, además, en edición bilingüe. Y puede que el lector se codee con viejos amigos: hallará aquí a William Herbert, uno de los posibles inspiradores de los sonetos de Shakespeare; al Campion coleccionista de exquisitos aires para laúd; a muchos latinos; al venerable Beda, autor no solo de la Historia ecclesiastica gentis anglorum, sino también de un Liber de arte metrica; a Montaigne… Si no para todos, es este un manjar para ciertos paladares. Y es que como Daniel escribe por mediación de Frau: “Y aunque tanta abundancia soportamos / y tal presión de escritos nos oprime; / habiendo tantos libros más queremos /, sintiendo que los buenos son escasos”.

22 enero 2013

De sevillanas maneras



El asesino de la regañá

Julio Muñoz Gijón

Seleer, 2012

ISBN: 978-84-15615-76-7

174 páginas

17 €




José María Moraga

Sevilla tiene un color especial”, cantan. Yo no sabría decirles, siendo como soy de Triana, en la orilla opuesta del Guadalquivir. Esta absurda broma, que subraya las manías, prevenciones y precisiones de la idiosincrasia local hispalense, valga para ilustrar el carácter muchas veces conservador y -digámoslo- cerrado de los sevillanos. “Sevilla es universal, Sevilla es acogedora, está llena de guiris, todo el mundo se lo pasa bien en la Semana Santa y la Feria.” Esto último es mentira, en esas fechas solo disfrutan los sevillanos (y de entre ellos, los comprometidos con la causa) y sus invitados. Sevilla es una ciudad estupenda, con sus particularidades pero también las tienen casi todas las demás. Sin embargo, en Sevilla existe una corriente de pensamiento que sacraliza todo lo que de particular pueda tener la ciudad, haciendo énfasis en lo tradicional  y mirando con desconfianza lo moderno y lo de fuera. Es lo que se llama “la sevillanía de bien” o “las sevillanas maneras”: “lo rancio”, para sus detractores.

En este contexto surgió la cuenta de Twitter de @Ranciosevillano, alias del periodista Julio Muñoz Gijón (salido del anonimato a raíz de esta novela), dedicada a parodiar desde el cariño esta mentalidad de la sevillanía profunda, desde aquel su mítico primer tuit: “Montaditos o muerte”. El Rancio se ha ido ganando un hueco en el corazoncito del segmento tuitero de la capital andaluza: los que comulgan con lo que parodia ven -distorsión aparte- un divertido reflejo de sus creencias, los “anti” encuentran refrendo a sus críticas y la mayoría de la gente se divierte con sus viñetas costumbristas de menos de 140 caracteres. Si usted no es de Sevilla o no ha vivido nunca en Sevilla no se moleste siquiera en abrir El asesino de la regañá, porque no le va a hacer gracia. Lo que va a encontrar es un ‘thriller’ policíaco de asesinatos en serie, correctamente redactado pero sin concesiones al estilo. Prieto de contenido pero carente de literatura, ya que aquí el objetivo es entretener -hacer reír, incluso-, no enseñar nada o crear belleza.

Si bien no era necesario ser de California para disfrutar con Zodiac (2007) de David Fincher, yo diría que es imprescindible tener conocimientos sobre Sevilla y su sociedad no ya para disfrutar, sino para entender El asesino de la regañá. Si bien El retrato de Dorian Gray (1890) está plagado de epigramas y frases con ambición lapidaria, su vocación estética y su trama mítica le confieren un estatus universal. El asesino de la regañá por el contrario descansa sobre la certeza de un conocimiento previo, de un folklore común que arrancará la sonrisa o la carcajada a los que estén en el ajo. Para empezar, ¿saben ustedes lo que es una regañá? Pues de ahí para arriba. Esta pregunta retórica me trae la imagen de la reciente presentación de una novela de Rafael Reig en Sevilla, en la que el autor asturiano se quedó fuera de juego cuando una simpática fan le obsequió con un paquete de regañás, que son por cierto “tortas de pan muy delgadas y recocidas” (según el DRAE, que recoge el andalucismo “regañada”).

El sevillanísimo asesino en serie de esta novela utiliza una regañá como arma homicida para subrayar su carácter tradicional y esencialista, puesto que dice defender la sevillanía de intrusiones externas como la gastronomía de los platitos cuadrados, las nuevas edificaciones (las “Setas” de Jürgen Mayer, la Torre “Pelli”, recientes y polémicas adiciones al ‘skyline’ de la ciudad), el 15-M, el gafapastismo y el moderneo en general. A fin de combatir esta amenaza el lector seguirá las pesquisas de una pareja de policías: Jiménez el ‘insider’ y Villanueva, enviado de Madrid y desconocedor de “lo nuestro”. Desfilan por El asesino de la regañá personajes señeros de Sevilla (con el nombre cambiado) como José Manuel Soto, Ruiz de Lopera, Antonio Burgos, los Morancos o Victorio y Lucchino, que sin duda levantarán sonrisas, igual que las apariciones de las aceitunas gordales, el adobo de Blanco Cerrillo, la capilla de la adoración perpetua de San Onofre o “la final de Eindhoven”.

No se inquiete el lector si no ha captado las oscuras referencias del párrafo anterior, era solo un ejemplo de cuan alienante puede llegar a ser este libro para todos los que no pertenezcan a su ‘target’. Para los que sí pertenezcan y tengan ganas de bucear en el humor costumbrista, debo admitir que no hubo página de El asesino… en la que no me sonriera, igual que atesoro los tuits de Rancio sevillano, aunque sospecho que Julio Muñoz Gijón se encuentra más dotado para este género que para el de la obra de largo aliento (como llaman los cursis a las novelas). El éxito del libro a nivel local está siendo notable: ya van por la 3ª edición en cuatro meses, y el final de la historia deja más que claro que las aventuras asesinas de la ranciedad sevillana van a tener continuación, esperemos que igual de divertida pero más solvente en lo literario.

Antes de terminar la reseña quiero dejar constancia de una cosa, una crítica, que me duele hacer pero que es necesaria. El asesino de la regañá es una novela breve, ocupa 155 páginas; el resto lo completa una selección de tuits de la cuenta @Ranciosevillano. Quiero creer que esto ha sido un regalo para los lectores antes que una manera de engordar la burra. Pero la edición, teniendo un precio elevado, no está todo lo cuidada que debería; abundan las erratas y aun los errores (cambios de nombre de personaje a mitad de página, por ejemplo), y esto es algo que pienso podría haberse evitado fácilmente en el trabajo editorial y debería corregirse en las próximas entregas rancias. ¡Levanto por ello mi botellín de la Cruz del Campo!

21 enero 2013

El perro de Pron


La vida interior de las plantas de interior

Patricio Pron

Mondadori, 2013

ISBN: 978-84-3972654-8

144 páginas

15,90 €




José Martínez Ros

La vida interior de las plantas de interior es el cuarto libro publicado en España del escritor argentino Patricio Pron y una nueva confirmación, si hacía falta una más, de que es uno los pocos autores que han debutado en estos últimos años a los que de verdad vale la pena leer. A Pron lo conocimos por una novela extraña y sorprendente, El comienzo de la primavera, una inmersión en los abismos intelectuales e ideológicos del siglo XX europeo que funcionaba con la precisión de un mecanismo de relojería; a continuación, llegó un muy notable volumen de relatos, El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan; y después, una segunda novela, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, que constituyó -al menos, para este lector- una pequeña decepción: una crónica familiar y política, una investigación entre periodística y detectivesca con los delirios revolucionarios y los crímenes masivos de la historia reciente argentina como telón de fondo que servía más como ajuste de cuentas personal que como obra autónoma de ficción. Ahora, nos llega un nuevo libro de cuentos y, por fortuna, Pron renueva en él su compromiso con la (buena) literatura.

Mientras que los relatos de El mundo sin… eran, casi unánimemente, descensos a las tinieblas de la condición humana, los primeros de este libro -“El cerco”, “Un jodido día perfecto sobre la Tierra”, “Cincuenta y cuatro veces”, y otros de más adelantes como “Trofeos de amantes que han partido” y “Algunas palabras sobre el ciclo vital de las ranas”- nos revelan un tono burlón y una ligereza hasta ahora inédita en la obra que conocemos de Pron: son cuentos veloces y luminosos, cuyos protagonistas son a menudo escritores, o aprendices de escritores, o escritores fracasados -incluso participantes de ese fenómeno tan actual que es la crítica anónima, virulenta y “malherida” por Internet-, oscilando siempre entre la compasión hacia sus dramas minúsculos y la abierta sátira. Son excelentes relatos, fábulas henryjamesianas acerca de la guerra interminable entre el arte y la vida que recuerdan fácilmente a cuentos similares de Roberto Bolaño, pero el que, de verdad, nos convence de que estamos ante un libro mayor es el que encontramos en cuarto lugar, “Como una cabeza enloquecida vaciada de su contenido”: una danza macabra que nos lleva, en unas pocas páginas, de un montón de desechos flotando en las aguas del Atlántico a una yonqui de Ámsterdam. Pero también podríamos destacar el perfecto -y estremecedor- “La explicación” o el tierno relato amoroso “En tránsito”, quizás el texto más bello del libro. En sus mejores cuentos, Pron suele presentarnos una imagen, situación o escena poderosa, visual -un accidente, una huida, un encontronazo con un azar más o menos devastador-, y a partir de ella, huyendo de la típica estructura lineal, explorar el antes y el después, las consecuencias y los precedentes.

Repetimos: si había alguna duda de que Patricio Pron es y será uno de los mejores cronistas de nuestro inestable presente, uno de los mejores escritores de esta época, este (magnífico) conjunto de relatos la despeja.

Por cierto, en uno de los cuentos, un perro afirma que los mejores pintores del siglo XX son Pablo PicassoLucien Freud y Egon Schiele. Creo que es una opinión bastante razonable.