31 mayo 2012

La aventura de un libro de cuentos

José María Moraga

De entre la riquísima literatura italiana sobresale un nombre en el capítulo dedicado al siglo XX. Con permiso de Pavese, Pirandello, Croce, la figura italiana del pasado siglo que considero más universal es la de Italo Calvino (1923-1985). Calvino dejó al menos media docena de obras canónicas, relatos, novelas, ensayos. Ahí quedan la trilogía de Nuestros Antepasados (1952, 1957, 1959), sus Seis propuestas para un nuevo milenio (1985) o la alucinante Las ciudades invisibles (1972). Pero como se trata de hacer una reseña “especial”, ligada a la vida de uno, he optado por hablar aquí de Los amores difíciles, volumen de relatos aparecido en 1970.

Existe una razón poderosa por la que esta obra supera en currículum a otras de Calvino: es el único libro que poseo en italiano (además de en traducción, naturalmente).  Lo compré en Palermo hará cuatro veranos, y para entonces ya hacía tiempo que se había convertido en un clásico personal. Gli amori difficili, uno de los libros que más he comentado, recomendado y regalado, uno de esos a los que hay que volver una y otra vez para refugiarse, como los buenos bares. Aunque debo admitir que no es un libro para mí formativo, llegué a él en la edad adulta, con la carrera terminada, gracias a una novia de entonces que me lo prestó para explicarme ciertas cosas. Para contarme, por ejemplo, cómo el profesor de un taller de creación literaria se lo había regalado con la intención –poco o nada disimulada- de conquistarla (a día de hoy, este profe es un mediático escritor de éxito, cuyo nombre la prudencia aconseja velar).
La principal razón del préstamo, empero, fue que mi ex novia quiso ilustrarme acerca de lo que ella consideraba excelentes relatos, y a fe que todos los que componen Los amores difíciles no hay duda de que lo son. El libro tiene dos partes bien diferenciadas: “Los amores difíciles” y “La vida difícil”, lo que obedece a que en realidad el volumen recopila cuentos aparecidos con anterioridad entre 1949 y 1967, que aquí son agrupados temáticamente (algunos previo cambio de título, si no recuerdo mal).
La primera parte, “Los amores difíciles”, consta de trece relatos todos ellos titulados “La aventura de…”, en los que se narran historias de amor truncadas, fallidas, no natas: amores difíciles. Así, encontramos “La aventura de una bañista” que pierde la parte de arriba del bikini en el mar, “La ventura de un matrimonio” que apenas se ven debido a la incompatibilidad de sus horarios, o “La aventura de un fotógrafo” obsesionado por capturar el mundo con su cámara, que acabará haciendo fotos de las fotos de las fotos. Otras dos piezas merecen una detallada atención, la esquemática “La aventura de un automovilista”, en que alguien al volante se convierte en una gráfica de la noche y la incertidumbre, y “La aventura de un viajero”.
“La aventura de un viajero” tal vez sea mi relato favorito de todos los tiempos (ahora que no nos escuchan Borges, Carver ni Cortázar), pues condensa en unas pocas páginas toda la experiencia de un hombre que viaja en tren para encontrarse con su amante. El cuento ilustra a la perfección la máxima de “Cuidado con lo que deseas…” y describe cómo lo mejor de una expedición amatoria puede ser (a menudo es) el viaje en sí: el trayecto, por la anticipación y el goce retardado que supone. Antes de ir a mojar, el viajero tiene ante sí un romance perfecto, un talonario de posibilidades todavía en blanco que solo la presencia real del ser amado de carne y hueso alcanzará a estropear. Vale la pena detenerse en los múltiples rituales de que se envuelve el viajero, una liturgia de la pre-pasión , y sirva este perfecto relato como epítome de la maestría cuentística de Calvino.
Para cuando aparecieron estos Amores difíciles, Calvino ya había militado en el Partido Comunista Italiano (y se había quitado), ya era un veterano de la editorial Einaudi y quedaban bastante lejos los años del neorrealismo en lo cinematográfico. Si bien todavía era la edad de oro de la ‘Commedia all’italiana’, y es que las piezas de Los amores difíciles en ocasiones recuerdan a pelis de Dino Risi, sin olvidar que en 1962 Nino Manfredi llevó a la pantalla “La aventura de un soldado”. Los relatos de la segunda parte del libro, “La vida difícil”, -más largos y menos deslumbrantes a primera vista aunque no por ello necesariamente inferiores-  son plasmación fehaciente de la faceta de Calvino como escritor comprometido (algo tan en boga en estos tiempos de crisis feroces).
En “La nube de smog”, auténtica novela corta de 1958, se traza un panorama de desolación y desidia: es esa mierda que se pega a todo, el humo, la pringue, la grisura… Es esa parálisis del Dublín joyceano acaso aquí como enfermedad moral de la convulsa Italia de posguerra.  “Las hormigas” es otra fábula kafkiana, también con fuerte carga simbólica de corte social. Una costa invadida paulatinamente por estos insectos de los que resulta imposible desembarazarse. La extensión del texto, con pasajes bastante realistas aunque imaginativos, recompensa al lector con uno de los finales más brillantes que recuerdo: una “catarsis provisional” (el autor ‘dixit’) que cierra el relato sin cerrarlo, en un ejercicio magistral de ‘opera aperta’. ¿Metáforas extendidas de una sociedad en vías de podredumbre? Calvino no era precisamente burdo, pero es innegable que la tentación existe de leer estos dos relatos más sociales en clave de denuncia.
Confieso aquí sin ambages que, sin caer en simplificaciones, me considero mucho más cercano al polo de la Torre de Marfil (el Arte por el Arte, el Parnasianismo…) que a la figura del autor comprometido. Esto  –que me cuesta no pocos disgustos en los tiempos que corren- no está reñido con el hecho de que muchos de mis autores preferidos fueran comunistas rancios de los de carnet en la boca (Neruda, Alberti, Calvino, Miguel Hernández). Si bien es cierto que a excepción del clímax final de “La hormiga argentina” casi todos los momentos más memorables de Los amores difíciles los saco de su primera parte, no es posible sino quitarse el sombrero ante una obra que aúna imaginación y preocupación por el estado de las cosas, un libro de cuentos que se ha convertido en uno de mis volúmenes de cabecera. Ante un genio de la talla de Italo Calvino, fabulador,  agitador de conciencias, creador de realidades con la palabra, la única actitud posible es la admiración. O parafraseando a aquel asesor de Bill Clinton: “¡Es la Literatura, imbécil!”

30 mayo 2012

Invitación a las bodas

Jesús Cotta

Yo siempre he sentido fascinación por Italia, no solo porque mis ancestros son napolitanos, sino porque soy español y ser español, tal como yo lo entiendo, tiene mucho que ver con ser italiano. Son muchos los españoles fascinados por lo italiano. Sin ir más lejos, ¡lo que ligaron los españoles de los tercios en Italia! ¡La de besos y abrazos que esparció por allí nuestro Francisco de Aldana, poeta y guerrero! Algo debe tener Italia que aquí nos falta. Y, para no hablar en nombre de los demás, voy a intentar poner en pie qué hay allí que yo quisiera también aquí, aunque no me importa que esté solo allí, porque allí también está mi patria.

Para empezar, sobre Italia no pesa una Leyenda Negra como sobre España, sino una leyenda de oro. Mientras que los españoles, que en eso somos bastante tontos, se avergüenzan de la Conquista y la Reconquista, los italianos se enorgullecen del Imperio Romano. Italia surgió como país mucho más tarde que España, pero no se cuestiona a sí misma. Los tópicos que pesan sobre ella son mucho más llevaderos que los que pesan sobre nosotros: mientras que de los italianos se dice que son elegantes, galantes, románticos y que tienen estilo, de los españoles se dice que son solo apasionados, atrasados y machistas. Penélope Cruz no puede competir con Monica Bellucci. Mientras que la comida italiana se vende por sí sola, la española, a pesar de lo rica y variada que es, no logra mostrarse en el mundo más que como una hermana pobre de la francesa. Allí tienen al papa y aquí solo al rey. Allí tienen la mafia y aquí solo las Tres Mil Viviendas. Incluso en cuestión de dictadores, Mussolini cae menos gordo que Franco. Y conste que no me anima ningún afán antiespañol; es que más bien yo siento a Italia como parte de España o bien a España como parte de Italia. Mi patriotismo llega desde Lisboa a Atenas, con parada especial en Roma. Si gana Italia, gana España. Así lo veo yo. Y seguramente podría hacer comparaciones donde lo español quede mejor que lo italiano, pero entonces me tacharían de nacionalista y no tengo ganas.

Y ahora a lo que iba. Roberto Calasso es para mí un escritor elegante y fino donde los haya. Más intuitivo que intelectual, más poético que filosófico, llega, no obstante, a la cabeza con la misma fuerza que al corazón. Las bodas de Cadmo y Harmonía me deslumbraron. No es un tema italiano, pero lo ha cubierto de oro y de luz un italiano. Yo soy un enamorado de la mitología griega y nunca he visto un libro que trate ese tema con tanta vida como el de Calasso. Tratados por él, los protagonistas de los mitos dejan de ser nombres bonitos y, si uno cierra los párpados, se convierten en cuerpos reales que sacrifican un toro o arrojan una corona de flores al firmamento o incluso se acuestan contigo en un sembrado. Los mitos son esas cosas que no han tenido lugar, pero siempre han sucedido y en ese libro están siempre sucediendo.

El libro arranca con el rapto de Europa y termina con las bodas de Cadmo y Harmonía, que fue la última ocasión en que los dioses se sentaron a festejar un acontecimiento con los mortales. Calasso es estupendo explicando cómo se suceden las generaciones de hombres, qué héroe es anterior a quién y por qué pasó una cosa antes que otra y así la mitología deja de ser un batiburrillo de historias pintorescas sin ton ni son y se convierte en una saga de grandes figuras individuales donde cada personaje brilla por sí mismo y en su lugar y en su momento.

La mitología es en este libro la dorada época de la infancia humana, cuando los hombres inauguraban todas las cosas y cuando en todas las cosas alentaban una fuerza y un significado que solo a través del mito podemos desentrañar. No cae Calasso en la tentación de psicoanalizar a Hércules o a Helena. Él solo los alumbra con su inteligencia y su sensibilidad. Con retazos breves y variados, Calasso nos brinda el cuadro más vívido y, a la vez, simbólico, de la mitología griega. La desempolva y convierte el dato erudito en poesía y acción. Para los que quieran poetizar esos conocimientos librescos que se almacenan en la memoria, Calasso será su Virgilio.

Otro mérito suyo es que a personajes secundarios cuyo nombre solo conocen los expertos y eruditos les saca el máximo partido y dota a su acción de simbolismo, gracia y vitalismo y significado. Por todo eso tenía yo la sensación, mientras lo leía, de encontrarme en medio de un sueño revelador y deslumbrante, presidido por Eros, Apolo y Dioniso.

Calasso nos muestra lo interesante que es el hombre por ser hombre. El héroe tiene sentido por sí mismo y no por la causa que defiende. Las ideologías, gracias a los dioses y a Calasso, aquí no tienen nada que hacer. En este reino mitológico todo brilla y todo existe y todo es importante, así que uno acaba enamorado de nuestros congéneres, aunque a veces estos nos lo pongan muy difícil si se duchan poco o mastican chicle con la boca abierta.

Pues nada, amigos. Os invito a estas bodas. Beberemos juntos. Nos emborracharemos, nos ceñiremos la frente con una corona de pámpanos. Y, cuando aparezca Dioniso en medio del cortejo, arrastraremos su carroza de flores entre la espesura de los bosques para derramar su gracia y su regocijo, que falta nos hace.

29 mayo 2012

Un pequeño gran milagro

Coradino Vega


Buena parte de la mejor literatura italiana del siglo XX es un tono. Una manera de hablar. La transformación de un carácter, de un enclave, de una atmósfera moral, en un conjunto de palabras en apariencia sencillas, desenfadadas, cantarinas, con una entraña de humanidad veladamente cómica, que a veces gritan sus personajes o susurra un narrador casi siempre a ras de tierra: una prostituta, una campesina, un hombre que quiere dejar de fumar, un intelectual que vuelve a su isla natal para ver a su madre. Incluso en su escepticismo hay a menudo una raíz vital. Hasta del desapego surge la ética, el alma, la revelación, el reverso de la angustia, los misterios de la muerte o la bondad. La Romana de Alberto Moravia, Conversación en Sicilia de Elio Vittorini, La conciencia de Zeno de Italo Svevo, Las palabras de la noche de Natalia Ginzburg, Todo modo de Leonardo Sciascia, La playa de Cesare Pavese, esa maravillosa ‘nouvelle’ que es La isla de Giani Stuparich. Y a pesar de la definitiva fusión con la ‘saudade’, geografía y literatura portuguesas que experimentó tras estudiar la obra de Pessoa, a esa tradición pertenece también el recientemente fallecido Antonio Tabucchi, cuyo primer libro, Piazza d’Italia, puede ser leído como una especie de Novecento de bolsillo.

Notable cuentista, autor de libros de viaje e híbridos, genéricamente similares a los de Claudio Magris, en los que mezcla la memoria con la ficción y con la crítica literaria, articulista político e intermitente novelista, puede que Tabucchi sea recordado sobre todo por la obra maestra que publicó en 1994: Sostiene Pereira. Él mismo explicaría, en su nota a la décima edición italiana, que Pereira se le presentó como una forma vaga, “en ese privilegiado espacio que precede al momento del sueño”, después de visitar en Lisboa la capilla ardiente de un exiliado periodista portugués fallecido casi en el anonimato. Poco a poco fue cobrando identidad y, “en dos meses de intenso y furibundo trabajo”, en un agosto toscano tan tórrido como el agosto de 1938 en el que transcurre la novela, Tabucchi acabó de perfilar a uno de los personajes más entrañables, redondos, perdurables y humanos de la historia de la literatura contemporánea. Pereira es un apático hombre sin atributos, un viudo hipocondríaco y gris cuya vida transcurre entre el periódico en el que tanto le cuesta publicar necrológicas de escritores franceses heterodoxamente católicos, el café en el que siempre toma una limonada con mucha azúcar y una ‘omelette’ a las finas hierbas, y el retrato de su esposa al que continuamente habla cuando llega a casa. Su existencia participa de la poquedad de su carácter porque no es más que una extensión de su limitado mundo afectivo y social. Pero un día, por una suerte de inesperado equívoco, Pereira conocerá al joven Montero Rossi, activista clandestino al que primero alertará de su temeridad y, más tarde, acabará ayudando. En un balneario al que Pereira accede a ir para reponerse de la obesidad y de sus dolencias cardíacas, el doctor Cardoso le hablará también de la teoría de la confederación de las almas, según la cual un individuo no tiene una sola alma sino muchas que sólo se ponen bajo las órdenes de un yo hegemónico que puede cambiar llegado un momento. Y eso que parece una anécdota irrelevante, una especie de broma intelectual, se trocará finalmente en la clave de la transformación que sufrirá el viejo e indolente periodista cuando, al tomar conciencia vía Rossi de la situación que hasta ese momento no había visto o no había querido ver, decide actuar de una manera tan modesta como peligrosamente heroica.

Sostiene Pereira es una novela moral, una novela "comprometida" escrita en un tiempo en el que ese adyacente era tachado poco menos que de irrisorio, de una precisión literaria encomiable y una sencillez intensamente conmovedora. El secreto de su perfección radica en el paulatino desarrollo de su protagonista, en cómo se nos muestra a Pereira desde su prudente pasividad hasta la ascesis que supone el milagro cívico de su conversión ética, pero también en la voz que lo cuenta. Ese narrador innominado, invisible y sin embargo continuamente presente que toma acta, que recibe la información y la transcribe con objetividad casi burocrática, que parece la voz de un notario, de un policía o de un juez, maneja un estilo flexivamente procesal, alejado de toda retórica, que por medio de los silencios y ese límite que se autoimpone el autor para penetrar en la conciencia de su personaje, va dosificando la información de una manera tan eficaz como hermosa, trazando el enrarecido y deshumanizado clima de la época casi por omisión y revelando, poco a poco y sólo por medio del comportamiento, la metamorfosis del señor Pereira.

Uno piensa en cierta escritura con pretensiones explícitas de compromiso social que se escribe hoy día en este país y no puede dejar de acordarse de esta novela o de algunas de las de Leonardo Sciascia. Porque parece que lo político, esa cosa tan seria y necesaria y de mensajes duros para quienes se arrogan su portavocía de forma no poco cenital, tiene que estar reñida con la ternura, la delicadeza de sentimientos y la limpieza de un personaje tan poco de cartón como Pereira. En esta novela Tabucchi acertó de lleno con el timbre y la forma a la hora de dar fe de un milagro laico: la decisión que acaba adoptando el inolvidable Pereira. Con esta novela, el mismo Tabucchi perpetró otro pequeño gran milagro, en dos meses, encerrado en Vecchiano, a partir de la necrológica que leyó en un periódico lisboeta sobre uno de esos seres anónimos que se pasan toda la vida sumergidos en una aparente mediocridad, pero que por un día, por un acto, por una acción, se elevan para siempre por encima del promedio de sus conciudadanos.

28 mayo 2012

El infierno según Virgilio

Ilya U. Topper

Una de estas pequeñas experiencias que tienen precio –normalmente euro y medio o por ahí– es andar por una calle de Madrid, quedarse magnetizado, como de costumbre, por una manta en la acera con volúmenes sobre los últimos avances de la medicina de 1950, manuales de picapleitos y evangelios misioneros, escudriñar esa novela barata en medio, la de la rubia con una pistola que brega inútilmente por esconderle el escote, y darse cuenta de que se trata de Kaputt. O de La Piel.

Los dos libros tienen en común, aparte del autor –Curzio Malaparte– que en ellos no aparece ninguna rubia con pistola. Pero en los cincuenta, aparentemente, la manera más eficaz de circumnavegar la censura de la Iglesia Católica era hacer ver que el libro en cuestión era un hatajo de pecados mortales y, por ende, inofensivo. Porque lo inofensivo, para la Iglesia, es el pecado; La Piel, sin embargo, que flagela en duros términos la corrupción moral de una sociedad en posguerra, acabó en el Index Librorum Prohibitorum.

En duros términos, he dicho. Me quedo corto. Porque no juzga: simplemente describe. Que es más duro que juzgar. Pero lo hace con una risa contagiosa y con una inmensa ternura, esa mezcla tan mediterránea de medir la temperatura del propio infierno y pedir un cargamento más de leña, por si acaso, sin perder el buen humor. Malaparte es el Virgilio de este infierno donde pululan ingenuos Dantes, los soldados estadounidenses que ocupan Nápoles, 'the good boys', chicos encantadores que han venido a salvar el mundo y lo están transformando en mercancía barata, cual rey Midas de Disneylandia, en carne de prostíbulo y lamebotas. La mayor atracción de la ciudad, lo nunca visto, a cinco dólares, no lo adivinan: una chica de trece años que ¡es virgen! ¡Compruébenlo!

Malaparte, juez y parte, es lazarillo y cómplice de los chavales norteamericanos, pero es también  un agudo observador, como corresponde a un ex reportero de guerra, reconvertido ahora en intérprete del Ejército estadounidense. Colaborar con la potencia ocupante de su patria sería sólo un pequeño y divertido intervalo para alguien que había marchado con Mussolini sobre Roma y era miembro del Partido Nacional Fascista antes de ser exiliado a Lipari, primero, y encarcelado luego cuatro veces por sus antiguos camaradas, para alguien que terminaría afiliado al Partido Comunista y quien, según las malas lenguas, murió en la fe católica a la vez que en la maoista. Cada uno de estos rasgos serviría para condenarse, pero es leyendo La Piel, esa inmensa pintura al fresco de un Nápoles inmortal, cuando uno entiende la sonrisa sarcástica y tierna con la que Malaparte tuvo que haber pronunciado tres o cuatro credos incompatibles a lo largo de su vida.

Una danza macabra de Brueghel contada en el lenguaje del mejor Mark Twain: eso es la famosa Escena de la Sirena, que es a la literatura lo que el detalle de los relojes de Dalí a la pintura. Imagínense al Estado Mayor norteamericano, ladies incluidas, en la sala de cenar, imagínense que, debido a la escasez de platos dignos, los sirvientes italianos, ansiosos de complacer a los nuevos dueños, les traen día tras día los peces del famosísimo acuario de Nápoles, imagínense que un día les sirven en bandeja de plata una sirena. Sí, sí, una sirena como en los cuentos de Andersen, con pelo dorado, cuerpo humano y casi cola de pez. Y ahora imagínense que mientras ustedes leen la escena, no pueden dejar de desternillarse de risa. Eso es realismo mágico, pero a lo esperpéntico, un espejo cóncavo frente a los grandes del género, Rulfo y Marsé (perdonen, pero García Márquez nunca pasó del realismo-realismo).

No pueden dejar de desternillarse... si le pueden seguir a Malaparte en su capricho de contar parte de los diálogos en el idioma en el que se producen, es decir inglés, en este caso. A veces repitiendo el sentido en italiano, a veces no. Una faceta del escritor aún mucho más pronunciada en Kaputt, el libro que recoge sus andanzas de reportero por los frentes de guerra de media Europa, de Ucrania hasta Suecia. Tomando por título lo que tal vez sea la palabra alemana más universal, aunque todos los alemanes la tienen por un préstamo de oscuro origen italiano, Malaparte traza una Europa rota, con más  Brueghel y menos Mark Twain (esa escena de los campesinos ucranianos ahorcados, ya me dirán), muchas más páginas y una mezcla de idiomas ya insondable. Sería un gran libro si no lo superara tanto, por su brevedad, La Piel. Eso sí, léanselo, aúnque sólo sea para encontrar la página donde cuenta los trucos del oficio del esperpentista. Esa escena en la que consigue convencer al general, que duda de que a Malaparte le pasaran todas esas cosas truculentas que no para de narrar, de que se acaban de comer juntos una mano humana. No tiene precio. O sí: euro y medio, dos, según la manta en la acera.

27 mayo 2012

"Estado Crítico" y la literatura italiana

Con motivo de la celebración de la Feria del Libro de Madrid, Estado Crítico se alinea con el homenaje a la literatura italiana, invitada de honor este año al evento.

Por ello, en los próximos días, algunos estadistas publicarán reseñas de obras escritas por autores italianos, ya sean clásicos o novedades. Sirva este pequeño gesto como reconocimiento.


25 mayo 2012

De un país que ya no existe

José Martínez Ros

Me apasiona la música, el cine y la literatura de lo que una vez fue Yugoslavia y ahora son media docena de pequeñas repúblicas que aún intentan recuperarse de la última gran matanza europea, uno de esos territorios -como Polonia e Irlanda, por ejemplo- condenados a generar más historia de la pueden absorber y a producir un buen número de grandes artistas ligados fatalmente a su tierra natal. Sin poseer un conocimiento enciclopédico de la literatura balcánica, sólo en las últimas décadas tendríamos que citar al bosnio Aleksandar Hemon (autor de novelas tan divertidas y desoladoras como El hombre de ninguna parte o Amor y obstáculos) o al extraordinario dueto formado por esos malabaristas del lenguaje que fueron el borgiano Milorad Pavic (Diccionario Jázaro) y el también experimental y extraordinario Goran Petrovic (Atlas descrito por el cielo). Todos ellos herederos de la épica tanto de Ivo Andric, autor de la monumental Un puente sobre el Drina, o hijos bastardos del formidable Danilo Kîs, uno de los más grandes narradores del siglo XX (si no han leído aún Circo familiar o la Enciclopedia de los muertos no saben lo que se pierden), una (no tanto) nueva generación de autores balcánicos fronterizos con crisis de identidad natal evidente siguen aterrizando en las bateas. Ahora vamos a hablar de otros dos grandes creadores que acaban de desembarcar en nuestras librerías: el croata Miljenko Jergovic y el serbio Svetislav Basara. Con ellos vamos, pues.

Lírica fronteriza
Freelander

Miljenko Jergovic

Siruela, 2012

ISBN: 978-84-9841-665-7

172 páginas
18, 95 €
Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek



Del croata Miljenko Jergovic nos llega Freelander, novela corta que demuestra una vez más que el impacto que puede provocar una obra no depende del número de páginas. Nos encontramos en Croacia. La guerra -que tan bien nos han mostrado los cineastas yugoslavos como Danis Tanovic (En tierra de nadie), Emir Kusturica (Underground), Milcho Manchevski (Antes de la lluvia)- ha terminado. El profesor Adum, jubilado y viudo que espera pacientemente su muerte, sólo habla con el cartero, que un día le trae el aviso que uno de sus tíos, centenario, acaba de morir en Sarajevo y se le reclama para la lectura del testamento. Sin nada mejor que hacer (pero sólo después de conseguir un pistola) sube a su viejo coche y emprende el viaje. El trayecto no dura demasiado, pero sí lo suficiente para que se le revele al lector la nostalgia que siente por la ausencia de su esposa (y los remordimientos que siente por no haberla tratado mejor mientras vivía) y una vida unida inexorablemente a las vicisitudes de su país, desde su nacimiento en plena Segunda Guerra Mundial, en una Croacia bajo el régimen fascista y genocida de los Ustacha de Ante Palevic, aliado de Hitler, a lo que siguió la larga, gris y burocrática Era de Tito, al final de la cual Yugoslavia (que, paradójicamente, era uno de los países más prósperos y de mejor nivel cultural de los situados tras el Telón de Acero) fue despedazada y arruinada por el fanatismo religioso y nacionalista.

En su viaje por Croacia (un país socavado por las fosas comunes en las que “los croatas enterraban a sus vecinos serbios o los serbios habían enterrado a los croatas”) y Bosnia nos muestra con maestría las cicatrices que ha dejado el último conflicto en el alma de sus habitantes y paisajes gracias a una escritura cruda, con imágenes tajantes y poderosas, en las que un partido de fútbol local o el hallazgo de unos caballos agonizantes en una carretera se convierten en sombríos símbolos de un presente en ruinas. La novela, sin embargo, no resultaría tan memorable si no fuera por su conmovedor protagonista, el anciano profesor Adum. Como sólo los grandes novelistas hallan, Jergovic conquista al lector y consigue que se encariñe con él gracias, en parte, a sus propios defectos y, sobre todo, a su enorme humanidad.
Juegos sin fin

Peking by Night
Svetislav Basara
Minúscula, 2012
ISBN: 978-84-9558-786-2
174 páginas
16, 50 €
Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek


Peking by Night es el segundo libro que nos llega del serbio Svetislav Basara tras una novela inclasificable e iconoclasta, Guía de Mongolia (que, por cierto, entusiasmó a Vila-Matas). Se trata de un libro de relatos, aunque probablemente no se parezca a ninguno que hayan leído antes, excepto tal vez los cuentos más experimentales y subversivos de Cortázar (unos cuantos cronopios no habrían desentonado aquí). Como los del argentino, no son narraciones tradicionales, con estructuras previsibles y desenlaces lógicos: cada uno de ellos funciona como un campo de pruebas en el que el hilo argumental (si lo hay) y se disuelve siempre de manera imprevisible y con diversos grados de -creciente- delirio.
El inicio es inmejorable: en "Crimen perfecto", el primer cuento del libro, a partir de unos pocos elementos -una conversación, un reloj estropeado, una muerte- construye una impactante reflexión sobre el tiempo y el destino (con curiosas similitudes con el famoso capítulo acerca del origen del Dr. Manhattan de Watchmen). Después, la imaginación de Basara se dispara en todas direcciones: nos describe las últimas reflexiones de alguien que está cayendo desde la torre Eiffel ("Historia de una caída"), se burla despiadadamente de los tópicos de la novela detectivesca ("El maravilloso mundo de Agatha Christie"), narra una fiesta que oscila entre la tragedia y la farsa surrealista ("Guateque fatal"), una llamada de teléfono de Dios ("Perdido en el supermercado") o una carrera interminable y onírica de unos personajes bastante disparatados que no se olvidan de posar, finalmente, para los lectores, escribe un relato y, a continuación, una reseña hostil. Y como en el caso de Cortázar, cada uno de los veintidós relatos de este libro es una pequeña obra maestra llena de humor y fantasía: sólo es necesario entrar en el atrevido juego que nos propone Basara. ¿Se atreven?

24 mayo 2012

La literatura enferma

Nosotros dos
Siberia blues

Néstor Sánchez

RBA, 2012

ISBN: 978-84-9006-157-2

267 páginas

22 €

Prólogo de J. Ernesto Ayala-Dip




Sara Mesa

A la búsqueda de un autor distinto, de esos que van quedando aparcados en las cunetas de la historia literaria, una se encuentra a veces con rarezas como estas dos novelas, Nosotros dos y Siberia blues, reeditadas ahora en un solo volumen por RBA con faja elogiosa de Enrique Vila-Matas.

Su autor, Néstor Sánchez (Buenos Aires, 1935-2003) es, muy probablemente, uno de los más olvidados de su país y generación, a pesar de la encendida defensa de Cortázar, de su aura de autor de culto y del éxito inicial que obtuvo con estas dos novelas, escritas en 1964 y 1967 respectivamente. Después vino la indiferencia, producto no solo de la dificultad de su obra (una propuesta narrativa radicalmente diferente a la fórmula del 'boom' hispanoamericano), sino también a causa de la propia trayectoria vital del escritor, que emprendió un exilio continuado por Europa y Estados Unidos, huyendo de lo que venimos a llamar “mundillo literario”, y que llegó incluso a subsistir mendigando en las calles de San Francisco y Nueva York. Se cuenta que algunos de sus primeros amigos argentinos quisieron homenajearlo pensando que estaba muerto. Pero no. Vivía. Lo único que pasaba, explicó luego, es que “se le acabó la épica”. En este afán de desaparecer Néstor Sánchez se nos revela también muy vilamatiano.

Nunca en mis libros inventé una historia”, dijo en una entrevista. “Todo ha sido en base a mi vida presente o pasada”. A impulsos de esta conciencia creadora, estas dos novelas, en gran parte autobiográficas, recogen el mundo de Sánchez, sus vivencias, su percepción de las cosas; también sus intereses: la música -el jazz, el tango-, el juego, la prostitución, la vida marginal del lumpen, porque lo no marginal, afirmaba, le parecía “de una pobreza sobrecogedora”. Roberto Arlt estuvo, cómo no, entre sus referentes literarios.

Bajo el paraguas de Cortázar, la prosa de Néstor Sánchez avanza varios pasos más allá en su alejamiento del realismo y de la novelística tradicional. Esta prosa, que no se puede considerar simplemente como narrativa, tiene en realidad una textura más propia de la poesía. No en vano sus novelas fueron calificadas de poemáticas por su capacidad evocadora, la ausencia de acción, el detenimiento en sensaciones y recuerdos, lo débil de la anécdota.

Su primera novela, Nosotros dos, funciona como un poema de amor y nostalgia, un largo monólogo emprendido por un personaje que recuerda una historia pasada y que se dirige a la mujer que amó -y que se quedó en un andén de tren, con el hijo en brazos- para contarle su pasado y explicar, o tratar de explicar, su presente. Pero las referencias se pierden, los planos se mezclan, poco se saca en claro. El mismo narrador lo reconoce: “Clara, la literatura enferma, nos cerca tanto papel y la idea de la muerte…”.

Situada en un ambiente prostibulario, marcada por la atmósfera del alcohol y del baile -el propio Sánchez fue bailador de tango profesional-, y con personajes tan extravagantes como el chulo Santana, el dramaturgo filósofo Eliseo o la Polaca, la novela resulta compleja, en ocasiones inabarcable. Hay tramas que tardan en cerrarse, sugerencias esquivas, agramaticalidades propias del fluir de conciencia. No es, por tanto, una lectura fácil ni que pueda ser interrumpida y retomada arbitrariamente: el fraseo, extremadamente musical, tiene una cadencia que no debe perderse. La organización textual (capítulos breves) parece pensada para marcar el modo de lectura (o de relectura). Según ha contado recientemente Vila-Matas, esta novela fue el detonante de su propia escritura: “Leí la novela ‘Nosotros dos’, de Néstor Sánchez, a finales de los setenta en una edición de Seix Barral que me animó a tratar de escribir mi primer relato. ¿Será de verdad que en el fondo la mejor literatura es aquella que mueve a crear? Sea como fuere, ‘Nosotros dos’ fue un libro decisivo para mí…”.

Siberia blues profundiza por esta senda, aunque esta vez son las improvisaciones del jazz las que prestan la condición errática a la prosa, que quizá se complica aún más con escenas congeladas, superpuestas, imágenes sin apoyo referencial. En este caso el narrador, en un recuerdo de su propia educación sentimental, describe el ambiente marginal del barrio de Villa Urquiza en los años 40, la Siberia de sus protagonistas, que acabará convertido en un aburguesado barrio obrero. La novela ofrece un 'collage' de materiales, y también cuatro finales posibles, a cada cual más escurridizo. No hay costumbrismo, sino plena vanguardia, y una experimentación radical con el lenguaje. Valga como ejemplo este fragmento, mezcla de planos temporales, que va a ilustrar bastante bien de qué tipo de prosa estamos hablando:

“¿De qué sirve entonces que por mi parte nunca salté ese alambre ni probé una papa del puchero de cola?: cierta lentitud marica en un puerto donde por otros motivos le cambiarán la voz con el vino, se le subirá el alcohol a la cabeza. Hacia la mitad de cada tarde terminarán boca arriba la fruta que el chico tiró desde esos árboles para enseguida dedicarse a la olla, un ligero ruido a chupadas que Ventura no escucha, a carozo postre todavía entre los dientes hasta que empezará otra vez la afonía raspante, nada sería igual al momento anterior, todo cambia…”.

La literatura enferma, dijo Néstor Sánchez, pero no como adjetivo, sino como verbo: “enferma, nos cerca tanto el papel…”. Posiblemente él mismo cayó enfermo de su propia propuesta literaria, de esa necesidad de nadar contracorriente e indagar en el lenguaje hasta el fondo, sin temer la incomprensión de los lectores ni de los colegas. Onetti no le perdonó el excesivo intelectualismo y lo consideró un mero epígono de Cortázar que no aportaba nada nuevo a lo ya dicho. Esa etiqueta lo persiguió durante años. No iría yo tan lejos, pero tampoco me convence el excesivo entusiasmo vilamatiano. Es cierto que la lectura de estas novelas compensa el esfuerzo empleado precisamente por su innegable rareza, ese estar fuera de lo acostumbrado, pero me deja también un poco fría. Pesa demasiado, en mi opinión, el tono trascendente, en ocasiones egocéntrico. La sensación final es de haber leído algo peculiar, insólito. Muy peculiar, sin duda. Pero es eso lo único que prevalece cuando pasan los días. Que no es poco, está claro, pero tampoco, quizá, es suficiente.

23 mayo 2012

Perder es cuestión de denuedo


El sacrificio de ganar

Luis Miguel Madrid

Lápiz Cero, 2011

ISBN: 978-84-9283-037-4

84 páginas

12 €





Alejandro Luque

Ahora que todos parecemos como sacados a rastras de un sueño aúreo, de una fiebre de ascenso social y consumo desaforado, tal vez sea un buen momento para detenernos a pensar en el papel que el éxito, la idea del triunfo, la gloria, la victoria, han tenido en nuestros más erráticos pasos durante los últimos años. No, no crean que voy a ceder al discurso interesado que pretende criminalizar al ciudadano de a pie, haciéndole creer que ha vivido por encima de sus posibilidades y ahora merece por ello una severa penalización. No es eso. Me refiero al modelo que hemos abrazado colectivamente, el que ha calado hasta lo más profundo de nuestra psique, aquel por el que no hemos dudado en abandonar otras quimeras.
Estoy hablando de ese modelo en que todos los varones querían ser un señor engominado que robaba en su propio banco, y todas las señoras se miraban en el espejo de una sujeta que no ha trabajado jamás, sino para vender bombones; un mundo en el que los equipos de fútbol tenían prohibido perder (como si la posibilidad de la derrota no formara parte de la emoción del deporte), y los aspirantes a músicos tomaban un atajo televisivo para alcanzar aquello que a otros les costaba décadas de esfuerzo. Tiempos aquellos en los que un político metido en su jacuzzi quería demostrar su limpieza moral en el hecho irrefutable de ser rico, y un escritor demostrar su excelencia alegando el número de ejemplares vendidos.
Disculpen este largo exordio, que considero necesario para presentar una nueva obra de Luis Miguel Madrid, poeta, dramaturgo, editor y, como empresario hostelero, autor de algunos de los mejores mojitos que hayan podido probarse en la ciudad que fue su cuna y le sirve de apellido. Poeta de generosa producción, Luis Miguel Madrid se plantea cada libro como proyecto, esto es: no como la suma de poemas dispersos, sino como un plan que consiste en elegir un tema y desarrollarlo en verso durante un tiempo determinado. Así, si con su anterior libro, El cine de las sábanas blancas, quiso hacer un homenaje al séptimo arte, ahora su propuesta es una reflexión en torno al éxito y al fracaso, jugando a cuestionar precisamente ambos conceptos, poniendo de manifiesto su carácter subjetivo.
Otra característica de la poética de Luis Miguel Madrid es la búsqueda de un lenguaje lo más llano y fibroso posible, de tal suerte que todo el aparato verbal vaya encaminado a lograr un efecto poderoso sobre el lector. El resto lo hace un sutil sentido de la ironía, que deja siempre un poso reflexivo, y del cual el poema "La derrota" es un ejemplo claro: 
"Mi equipo perdió por once a cero
pero quedamos satisfechos.
Incluso, tuvimos que consolar a los rivales,
tristes porque pudieron meter por lo menos quince,
pero a los pobres les faltó suerte,
concentración o acierto."

Deudora de cierta poesía epigramática, de los antipoemas de Nicanor Parra y de la poética de lo cotidiano de un concreto Benedetti, hay en la faena de Luis Miguel Madrid una decidida voluntad de conectar incluso con un público refractario al verso, usando códigos asequibles para todos, pero capaces de plantear cuestiones, acertijos, desafíos estimulantes. Y lo hace desde todos los enfoques imaginables, ya sean los juegos de azar, los espectáculos o el mundo de la empresa, pero sobre todo el amor, las relaciones humanas como medida de la felicidad, aunque no siempre haya que fiarse de las apariencias, como sucede en "Dolencias":

"Me duele el pecho cuando pienso en ti,
cuando pienso en ti me duelen las plaquetas,
las anginas operadas en el 75 y los huecos
que tengo entre los dedos de los pies.
Son achaques entrañables que me alivian
de aquellas otras dolencias que sufría
cuando te conseguía olvidar."

Sin ánimo de ofender a las hetairas de bajo presupuesto, a las que adoraba, Fernando Quiñones llamó a la fama y la moda “dos putorras de mil duros”. Las mismas que, avisaba Malcolm Lowry, “consumen la casa del alma”. “Mentiras de oro” llamaba Pedro Sevilla a los premios y los oropeles. Luis Miguel Madrid da una vuelta de tuerca a la estética del perdedor, subraya su dimensión ética, su íntima rebeldía ante un sistema estúpido y degradante, y culmina cada poema con una sonrisa cómplice del lector. Además, predica con el ejemplo como autor casi secreto, fuera de los circuitos oficiales, sin apenas eco mediático ni palmarés que airear. Lástima que esta reseña elogiosa venga a empañar un trabajo impecable.

22 mayo 2012

El invierno de la escritura



Diario de invierno

Paul Auster

Anagrama, 2012. Colección "Panorama de narrativas"

ISBN: 978-84-339-7829-5

243 páginas

18'90 €

Traducción de Benito Gómez Ibáñez




Juan Carlos Sierra

Hasta hace unos años, Paul Auster para mí había sido una asignatura pendiente. Todo el mundo a mi alrededor hablaba del autor americano -no necesariamente bien- y yo aún no le había hincado el diente a ninguna de sus novelas. Así que me puse manos a la obra empezando por El libro de las ilusiones; luego vinieron Trilogía de Nueva York, El Palacio de la Luna, El cuaderno rojo y A salto de mata (Crónica de un fracaso precoz),… A partir de Un hombre en la oscuridad fui perdiendo el interés por la obra de Auster y he de reconocer que hasta el recién publicado Diario de invierno no había vuelto a él.

Y, ya que estamos con las confesiones, este último lo leí más que por interés literario por cierta afición que tengo a conocer las intimidades de los escritores que me interesan o me han interesado en algún momento. No obstante, en la autobiografía de un autor, porque un diario no es más que eso, espero leer además el paratexto de su obra: sus lecturas, sus filias y fobias literarias, el ambiente intelectual que lo rodea y en el que se mueve -incluidas ciertas miserias del mundillo literario-,… Sin embargo, muy poco de esto aparece en el Diario de invierno de Paul Auster. Finalmente, a este nuevo acercamiento a Auster he de añadir otra motivación: con el libro que más había disfrutado fue A salto de mata, el más cercano a Diario de invierno en cuanto al género escogido.

Pero, independientemente de mis expectativas y gustos personales, al diario de Paul Auster le falta el propio Paul Auster; es decir, le falta pulso, ritmo y tensión narrativas. Partiendo del hecho de que no hay una trama que mantener, unos personajes que perfilar, un factor desencadenante y un río de sucesos que explicar, algunas de las condiciones antes apuntadas podrían disculparse. Sin embargo, la cascada de hechos narrados a lo largo de las 243 páginas de este Diario de invierno se va solapando sin más, sin un hilo del que ir tirando, como sin ganas.

Esta sensación de pereza contagia la lectura, que se va desarrollando como a tirones, como si viajáramos en un coche gripado, confiados en que tras el último episodio anodino las cosas irán a mejor hasta que vuelve a encasquillarnos el humo blanco del tubo de escape. O a lo mejor es que la vida narrada -la de Auster- es así, como supongo que sucede en la de la mayoría de las personas, sean escritores o no; pero no necesariamente la manera de contarla ha de mimetizarse con el ritmo vital, porque la literatura no tiene que ser un trasunto fiel de la realidad, sino un ejercicio que la explique, la aclare o la revele utilizando las herramientas propias de la literatura y no las de la vida.

No obstante, hay momentos que merecen la pena en este Diario de invierno, como el extenso fragmento en que Paul Auster enumera los hogares por los que ha transcurrido su vida y la importancia que han tenido para ella. Quizá el libro habría ganado si, por ejemplo, este se hubiera desarrollado bajo esta estructura inmobiliaria nómada, ya que le habría proporcionado al libro un andamiaje narrativo preciso y al lector probablemente un pretexto para que sintiera la curiosidad de continuar leyendo.

No quisiera pensar que este Diario de invierno preludia el invierno artístico de Paul Auster, un autor que ha demostrado que atesora en su obra publicada hasta el momento novelas que seguramente están entre lo mejor del pasado siglo. Quizá solo ha sido un nubarrón.

21 mayo 2012

St. Louis Blues


El niño perdido

Thomas Wolfe

Periférica, 2011. Colección "Largo recorrido"

ISBN: 978-84-92865-41-3

96 páginas

15,50 €

Traducción de Juan Sebastián Cárdenas


Fran G. Matute

Quizás sea William Faulkner el principal culpable de la fama ganada por Thomas Wolfe, considerado un auténtico maestro, pionero dentro de las letras norteamericanas de principios del siglo XX, a pesar de su corta trayectoria vital que no literaria, ya que ésta última resulta ingente si tenemos en cuenta que el autor falleció a los 38 años. No obstante, la obra de Thomas Wolfe no ha estado bien defendida en castellano y la editorial Periférica parece estar dispuesta a enmendar el error con la publicación de dos de sus ‘novellas’ más afamadas, El niño perdido (1937) y Una puerta que nunca encontré (1933), que comparten en cierto modo el mismo hilo conductor estético.

La prosa de Wolfe se caracteriza por su lirismo y detallismo cotidiano. Un puntillismo narrativo evocador que pone el acento en la belleza de las cosas insignificantes, magnificando el día a día, el recuerdo, la nostalgia incluso. Por eso, cuando nos percatamos que El niño perdido narra, en primerísima persona, los estragos causados por la prematura muerte por enfermedad del hermano pequeño de Wolfe, nos echamos a temblar esperando un texto duro como pocos, triste y desolador hasta la extenuación. Pero no es esto lo que encontramos. Wolfe es capaz de sacar belleza y esperanza de los escombros y con independencia de que la pena por la pérdida de un ser tan querido recorra toda la novela, la lectura de El niño perdido no se atraganta.

Un halo evocador recorre este texto autobiográfico ambientado en el St. Louis (Missouri) de principios del siglo XX, durante la celebración de la Exposición Universal de 1904. Una ciudad pequeña y humilde que se convierte en el centro del mundo, que se engalana para los visitantes y en la que la numerosa familia de Wolfe pasó sus mejores años. Un sentimiento de recuerdos inmejorables que tienen que convivir con el dolor de la muerte de Grover, el hermano pequeño del autor, el niño perdido.

Resulta evidente que conseguir un balance "ético" entre la nostalgia de los buenos tiempos y la tristeza por la tragedia familiar es, no sólo complejo, sino peligroso. También es cierto que la cultura norteamericana bebe profusamente de dicha balanza. Hay que encontrar, por tanto, un equilibrio adecuado entre la prosa poética y la ñoñería. Por eso, en ocasiones, esta obra nos ha remitido a una especie de literatura del New Deal rooseveltiano, erigiéndose Wolfe en un equivalente literario del Frank Capra más edulcorado. 

No seré yo quién contradiga a Faulkner (ni a Jack Kerouac ni a Philip Roth, confesos seguidores de Wolfe), pero durante la lectura de El niño perdido hemos tenido la constante sensación de estar ante una obra relativamente sobrevalorada. Cierto es que la forma de escribir de Thomas Wolfe resulta singular y su visión estética es ciertamente única si la comparamos con otros contemporáneos. Pero también nos cuesta discernir en qué momento estamos leyendo pasajes de verdadera expresividad prosopoética o estamos ante una amalgama de cándidas palabras sabiamente engarzadas por un orfebre para hacer las delicias de los instintos más básicos de nuestro cerebro. También puede ser que no esté hecha la miel para la boca del asno...


Una puerta que nunca encontré

Thomas Wolfe

Periférica, 2012. Colección "Largo recorrido"

ISBN: 978-84-92865-54-3

104 páginas

15,50 €

Traducción de Juan Sebastián Cárdenas



Fran G. Matute

Sin embargo, no percibimos la misma desazón con Una puerta que nunca encontré, un texto más evocador si cabe que El niño perdido y mucho más compacto en cuanto a ese equilibrio lírico al que hacíamos referencia antes. En esta obra sigue presente el dolor por la muerte del hermano -ese 'blues' de St. Louis, el punto de conexión de ambas novelas-. Pero en esta ocasión Wolfe no se centra en una ciudad para abrir el baúl de los recuerdos sino en el sentir de una determinada época del año: ese octubre, otoñal, sugerente, que nos da pistas de por qué Ray Bradbury también se erige en uno de los principales prescriptores de la obra de Wolfe, pues encontramos en esta novela reflejos de ese "país de octubre" que idealizó el autor de Crónicas marcianas en algunos de sus relatos. 

Un octubre lineal pero vivido en distintos años. Un viaje en el tiempo que nos transporta a 1931 para pasar luego a 1923 y a 1926, en busca de aquellos momentos críticos en la vida del autor, en los que la belleza del día a día, el rostro de una persona, los pequeños gestos y, en definitiva, la observación con asombro inocente de todo lo que nos rodea conforman una colección de experiencias que el autor magnífica hasta la extenuación. La nostalgia otoñal que recorre Una puerta que nunca encontré nos parece igualmente hermosa que la de El niño perdido, pero sin caer en sentimentalismos. 

Y un último capítulo ambientado en la primavera de 1928 -quizás el pasaje más interesante de todos-, una época que debería elevar a un autor tan sensible hasta los altares y sin embargo Wolfe encuentra más matices en el entretiempo del otoño que en el florido abril. Pues toda la explosión de belleza que provoca la primavera es percibida por Wolfe como símbolo del empeño de la naturaleza por perdurar. Y con ella perdurará el dolor por la pérdida de los seres queridos y ello será el motor que nos haga querer seguir viviendo la vida en plenitud. Así que resulta que Wolfe era un vitalista que con sus textos nos quería transmitir su amor por las cosas simples y hermosas, un mensaje que cobra más fuerza expresiva si cabe conociendo no sólo la tragedia familiar que vivió sino el fatídico destino del escritor. 

Con todo, el híbrido estético que Thomas Wolfe ofrece en estas dos pequeñas novelas, a medio camino entre la autobiografía y el catálogo filosófico, no dejará indiferente ni a los lectores más aguerridos y se presenta como una lectura casi obligatoria para todos los enfermos del alma. Nunca el dolor, la pena y la tristeza hicieron tanto por ayudar a comprender y amar la vida.

18 mayo 2012

Vade retro, Satana


Así se vence al demonio

José María Zavala

Libros Libres, 2012

ISBN: 978-84-92654-94-9

240 páginas

19 €





Jesús Cotta

Aunque la intención de este libro es documental más que literaria, surte el efecto que más valoro en literatura: llegar al corazón, amueblar la cabeza y conmover los cimientos. Además está bien escrito. Por eso lo reseño aquí.

La verdad es que este es un libro escalofriante. Acostumbrado a ver a los endemoniados solo en películas, le recorre a uno por la espalda un estremecimiento solo de oír a gente de lo más normal contando cómo fueron poseídos por uno o varios diablos y cuál fue su calvario hasta que lograron liberarse, porque eso sí: si uno tiene esperanzas y persevera, la liberación sucede.

Hablan en el libro ex posesos españoles, italianos y franceses, y exorcistas españoles, como Lorenzo Alcina y Salvador Hernández, y el célebre exorcista de la diócesis de Roma Gabriele Amorth

Yo he leído algún libro escrito por exorcistas o expertos en el Diablo, pero no había leído libros donde los poseídos, sin morderse la lengua, cuenten su estremecedora experiencia. En el libro se narran historias como el caso de las ursulinas de Loudun, sonadísimo en la Francia de Richelieu, entre otras cosas, porque el exorcista mismo, un jesuita, fue alcanzado por la influencia diabólica, y del que se han hecho películas y relatos, como Los diablos de Loudun de Aldous Huxley. También la del exorcismo realizado por Juan Pablo II y la de la monja María de los Dolores Quiroga, en nuestro siglo XIX, que fue vilipendiada y acusada de provocarse ella misma los estigmas y tuvo que salir la misma Isabel II en su defensa.

Cuestión aparte es lo que nos cuenta el padre Gaetan, un exorcista africano. Allí las historias dan para una novela de terror. Allí los hombres pactan con el diablo para conseguir diamantes de las minas. Allí los hechiceros tratan de matar a una persona a través de un muñeco o de un animal. 

Pero las historias que más conmueven son las de las víctimas actuales, personas cercanas que podrían ser nuestros parientes o vecinos. Allí habla un padre aún horrorizado de haber visto a su hijo levitar o comportarse como un perro o hablar con un vozarrón de gañan y escupiendo a la estola del exorcista. Sorprende oír de labios de un médico o de un joven agente inmobiliario o de un chico discotequero el espinoso camino de sufrimiento incomprendido que tuvieron que recorrer porque no sabían qué les pasaba y, si lo sabían, les daba pánico pensarlo y, si lo pensaban, no lo decían y, si lo decían, nadie les creía y se reían en sus narices y, si nadie les creía, el mal iba en aumento, y la única salida era tirar la toalla, 'id est', la vida. Casi todos realizan un 'via crucis' de médico en médico y, cuando el médico no hallaba explicación a esa opresión en el pecho, a esos arrebatos de cólera, a esos vómitos antinaturales, a esa manía del cuerpo a desobedecer con tan mala sombra las órdenes del cerebro, entonces acuden a los psiquiatras y estos les vuelven a decir que están más sanos que una pera, que no hay esquizofrenia ni cuadros psicóticos, que no hay ningún mal orgánico, que no hay razón ninguna para ese malestar y esa angustia. Y eso los desespera más, porque entonces cómo se explica que, de la noche a la mañana, sientan deseos de hacer cosas asquerosas y peligrosas y suicidas que antes ni se les pasaban por la cabeza y cómo se explica ese odio por lo puro, lo santo, lo sagrado, lo inocente, y ese mal olor y la violencia desatada y, sobre todo, lo que más escama, esa constante sensación de horror, asco, rabia, ira, odio que puede más que ellos, un retorcimiento que a ellos mismos les asusta y que perciben dentro de sí pero como ajeno a ellos y les provoca un comportamiento insufrible para todos, pero sobre todo para ellos mismos, y unos males físicos que los médicos vuelven a negar. Las amistades, el esposo, el jefe, todos los acaban despidiendo y, cuando están más desesperados y solos, cuando la ciencia ya nada puede hacer por ellos, recurren, como último medio, a un curandero, el cual suele empeorar las cosas mucho más, porque, según los exorcistas que hablan en el libro, la santería americana, la hechicería africana y la brujería en general, en el mejor de los casos, no funcionan porque son una engañifa, y en el peor, funcionan por una presencia de Belcebú, el Príncipe de las Moscas y, en ese terrible caso, la influencia maléfica aumenta y puede que el demonio que en ese cuerpo ya habitaba se haga más fuerte y llame a otros para establecer allí su morada, tal como narran los evangelios. Es entonces, en el colmo de la desesperanza, cuando se les ocurre llamar a un cura. Y aquí empieza otro calvario, porque muchos curas no se acaban de creer la posibilidad de las posesiones o directamente se avergüenzan de la creencia católica en el demonio y se ríen del cometido de los exorcistas o les dicen a los poseídos que el demonio no existe y que todo el mundo se salva, a pesar de que en los evangelios el demonio aparece nombrado en 188 ocasiones. Pero a veces los poseídos tienen la suerte de que el cura los deriva a un exorcista y este comienza entonces las bendiciones para averiguar si se trata efectivamente del diablo o si es tan solo una sugestión. 

En ese encuentro entre el poseído y el exorcista, este cuenta con varias señales para saber si se está enfrentando en realidad al Bicho o es tan solo un problema mental que los médicos no logran diagnosticar: si la víctima tiene una fuerza descomunal y conoce lo oculto y habla lenguas desconocidas y muestra una aversión rabiosa a lo sagrado y entra en trance con las bendiciones, es muy probable que tenga al Bicho dentro. A veces se encuentran con demonios segundones y a veces con bestias poderosas que le dan a un niño la fuerza de un gigante y a un analfabeto el conocimiento de un erudito, y a todos un odio más fuerte que ellos mismos hacia Dios, que es lo mismo que decir a todo lo bello y lo noble y lo sagrado. A veces se tardan años en liberar al poseído. A veces los poseídos no soportan los exorcismos y se alejan del exorcista y prefieren tener dentro al mismísimo Satanás. De estas últimas historias nadie sabe nada, pero intuyo que deben acabar muy mal. 

Lo más impactante es el dolor y la soledad del poseído ante esa presencia interior y desconocida que lo odia más de lo que un hombre puede odiar a otro y que todo el mundo niega que exista. Todo su calvario se debe a que el mundo entero, incluida gran parte de la Iglesia, cree que el demonio es solo una personificación del mal o que existe solo en La semilla del diablo y en El exorcismo de Emily Rose. Ya lo dijo Baudelaire en El jugador generoso:El mejor truco del demonio fue convencer al mundo de que no existe”. Si al menos se tratara de diablos majestuosos como los de Milton o Gustavo Doré. Pero no: se trata de diablos feos y crueles, como los de Dante y con hambre de devorar almas para convertirlas en lo más parecido a la nada. Quien haya leído las estupendas Cartas del diablo a su sobrino de C. S. Lewis sabrá de lo que hablo.

Por fortuna, el Diablo nada puede si uno no se le acerca, aunque, a veces, nuestra vida pueda convertirse en un infierno. Macnamara, hoy Fabio de Miguel 'dixit'.

El autor de este libro tremendo, que es un periodista veterano de El Mundo, lamenta los pocos exorcistas que hay en España. De las 69 diócesis españolas, solo 18 tienen exorcista. Los obispos son reacios a nombrar exorcistas. Los exorcistas de este libro alertan contra la banalidad con que se deja a los niños jugar con cosas de brujería, lo fácil que es acceder al tablero de la güija, la extensión del espiritismo, el 'rock' satánico y la hechicería, cosas todas por donde se puede acabar colando el diablo. Lo corroboro: en cierto teatro andaluz, sobraban entradas para la ópera, pero faltaban para el espectáculo de una medium muy conocida en la tele. Cosas de la crisis.

De las sectas satánicas también se ocupa el libro. Yo no sabía que eran tantas y tan peligrosas y que hacían cosas tan feas.

El romano Apuleyo en el maravilloso El asno de oro, que recomiendo encarecidamente, nos muestra que la brujería siempre ha existido. Cuando los hombres no encuentran respuesta en los dioses, que piden oraciones y buenas acciones, entonces recurren a los espíritus oscuros, que piden oscuridad, fealdad y sacrificios de ratas, miembros amputados, mechones robados de la melena de jóvenes guapos para atarles la voluntad y la libido, frutos contaminados de sangre menstrual y de sapos para arrojar la ruina a la persona que odian. La brujería nunca ha sido buena. En la misma onda, Silvio Rodríguez lamenta la santería cubana en una canción hermosísima, de la que recuerdo estos versos:

“Abracadabra,
siga la pata en su cabra”.

Pues eso, que siga ahí, donde tiene que estar, para que pueda corretear libre entre los pastos.