31 octubre 2012

En busca de la felicidad perdida

Una biblioteca de verano

Mary Ann Clark Bremer

Periférica, 2012                       

ISBN: 978-84-92865-59-8

86 páginas

14,75 €

Traducción de Hugo Bachelli




Coradino Vega

¿Quién establece el canon? ¿Por qué hay autores que tienen éxito en una determinada época y luego caen en la nada, y hay autores que pasaron desapercibidos y de pronto reaparecen con una frescura y un vigor que los hace plenamente contemporáneos? A la fascinante labor de rescatar obras olvidadas u ocultas o invisibles o desaparecidas o minusvaloradas en su tiempo o simplemente raras lleva ya años dedicándose la editorial Periférica con un criterio lector más que atinado: sus recuperaciones parecen dialogar con el presente como si hubiesen sido escritas ahora mismo. Es lo que sucede con Una biblioteca de verano, el primer volumen de las memorias noveladas de Mary Ann Clark Bremer, ambientado en los años inmediatamente posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial y cuya publicación, alentada por Dürrenmatt y firmada bajo seudónimo, data de los setenta. Se trata de un breve e intenso libro escrito con un minimalismo despojado, hondamente lírico, al que parece haberle sentado de maravilla el paso del tiempo. Pues exenta de la antipatía del desapego, pero también de la complacencia meliflua y evasiva que pusieron de moda hace unos años las imitaciones orientalistas de Baricco o Maxence Fermine, la sobriedad de su estética parece ser la natural extensión de su ética, de la manera intransferible, y por tanto universal, que tiene su autora de estar en el mundo.

Nacida en Nueva York en 1928 en el seno de una familia cosmopolita, Mary Ann Clark Bremer se pasó la vida viajando por Europa, vivió en Israel (de donde se marchó contrariada por su política), y murió en Ginebra en 1996. Sus padres fallecieron en un ataque alemán a un buque británico, en el Canal de la Mancha, poco antes de que acabara la guerra. Ella misma salió herida de ese bombardeo. Su tío Marcel, figura clave en la educación de la joven Mary Ann, moriría también mientras ella estuvo en un hospital recuperándose. Y ahí comienza Una biblioteca de verano, con el retorno de la muchacha a La Bienhereuse, el caserón repleto de libros de su tío en un pueblito francés, y cuyo nombre parece ser el reflejo del temperamento de Marcel, un hombre ilustrado, tolerante, partidario de la bondad y el entusiasmo por la vida, o como dice ella misma: “un viejo francés que creía en Europa pero también en el resto del mundo”. De esta forma, lo que a simple vista pudiera parecer un manojo de recuerdos hilvanados por las citas extraídas de los libros del tío Marcel que el restaurado alcalde propone convertir en biblioteca municipal, trasciende por el discreto propósito de convertir ese empeño en un modo de supervivencia. No en vano, éste es un libro de memorias sin egocentrismo, una novela que se para a describir y observar las cosas, los actos de la gente, los hechos de la naturaleza, con una voz pegada a la tierra que, no contenta con no darse la más mínima importancia, ironiza cuando surge el tópico o alguna palabra rimbombante. Y de esa modestia, de esa apuesta por la dicha transida de dolor, surge una moral: la desmitificación de los vencedores desde la “inconsciente” autoridad de ser una víctima de los vencidos, un optimismo atravesado por la desazón, un no dejar que el resentimiento rija lo que quede por vivir bajo ningún concepto.

Tan elegante como su precisión poética es el pudor de Mary Ann Clark Bremer de ventilar públicamente las sombras del yo. De ahí que lo que más conmueva de estas páginas no sea sólo esa especie de sereno canto de amor por los libros, sino su hermosa forma de resistencia, el modo que tiene para conjurar “los hastíos y los hondos pesares / que abruman con su peso la neblinosa vida”, según cita la narradora a Baudelaire. Ella vuelve, para vivir su duelo, al lugar donde siempre había sido feliz, en lo que en un principio sólo pretende ser una evasión más verdadera: entregarse al mundo; saltar una tapia, escarbar en busca de hormigas o leer tumbada cara al cielo. Pero desde ese lugar, acompañada de Defoe, Valéry, Stephen Crane o Proust, de la galería de personajes que pasarán ese verano por su biblioteca, o del rastreo casi detectivesco de un amor secreto del que nunca le habló Marcel, fortalecerá una especie de plan de automejora que no es otra cosa que la recuperación de la manera de mirar que aprendiera del tío y olvidara por la muerte de sus seres queridos: no ser rencorosa durante mucho tiempo, no permitirse odiar la posibilidad de la felicidad, no herirse demasiado pensando en las debilidades propias, alimentar el carácter con las cosas que nos gustan, ser fuerte pero no inflexible o, en definitiva, y como dice la narradora citando a uno de los poetas de su biblioteca, recuperar el estremecimiento y la plenitud con la que vivir la vida.

30 octubre 2012

'Back to basic'


Baila, baila, baila
Haruki Murakami
Tusquets, 2012. Colección "Andanzas"
ISBN: 978-84-8383-425-1
464 páginas
22 €
Traducción de Gabriel Álvarez Martínez

 


José Martínez Ros
¿Cuándo?
La carrera literaria de Haruki Murakami comenzó con dos novelas breves que el autor escribió mientras aún regentaba un club de jazz en Tokio. Pero no alcanzaría una mínima difusión hasta la publicación de la tercera, mucho más extensa, La caza del carnero salvaje, que lo convirtió de inmediato en un autor de culto, traducido a varios idiomas -al inglés, por ejemplo, donde mereció una crítica entusiasta del distinguido novelista John Updike, nada menos, y al español, donde fue publicada por Anagrama y nadie le prestó la mínima atención- y que, lo más importante, contenía ya la semilla del particular Universo Murakami: un protagonista treintañero perdido en su propia vida que se ve obligado a reconstruir su identidad casi desde cero, un misterio que da a la historia un aire de noir postmoderno, el pasado imperial japonés como una recurrente y acechante pesadilla, personajes que parecen existir en varias realidades alternativas y una perceptible influencia de autores norteamericanos como Raymond Chandler, Philip K. Dick o Thomas Pynchon.
 A continuación, llegó su novela más experimental y lírica, El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas que consolidó su fama como un autor minoritario, creador de thrillers existenciales que mezclaban el género detectivesco con ingredientes de ciencia-ficción o puramente fantástico. No obstante, como reconoce con desarmante sinceridad el propio Murakami en su entrevista en la legendaria revista literaria Paris Review, a continuación decidió escribir una obra más sencilla y totalmente realista que le permitiera llegar a un público mayor. El resultado, no hace falta decirlo, fue Norwerian Wood (Tokio blues, como fue absurdamente editada en español), que se convirtió en un éxito mundial absoluto y que, en la práctica, le obligó a dejar Japón durante unos años ante el acoso de multitudes de fans y medios de comunicación. Tusquets nos ofrece ahora el primer resultado de su “exilio” -durante el que impartió clases en una universidad de Estados Unidos-: Baila, baila, baila, su sexta novela, una secuela autónoma de La caza del carnero salvaje, originalmente publicada en Japón en 1983, un auténtico 'back to basics', un retorno a su imaginario original.

¿De qué va?
Hacia el final del texto, el protagonista, un solitario periodista freelance, reflexiona: “He pasado por varias situaciones peculiares. Varias personas han muerto. Otras han desaparecido. Todo ha sido muy confuso, lo que quiere decir que esa confusión se haya desvanecido. Imagino que seguirá ahí durante mucho tiempo. Pero he cerrado un círculo”. Es un buen resumen de una obra que incluye un lujoso hotel de Sapporo que contiene -metafísicamente- otro hotel, sobre cuyos cimientos se ha levantado; una adolescente huraña dotada de una sensibilidad casi sobrenatural, Yuki, que es, sin duda, uno de los más grandiosos personajes femeninos murakamianos: un hombre, carnero, una prostituta de lujo con las orejas perfectas y un poeta norteamericano, veterano de Vietnam, con un solo brazo; y unas cuantas portentosas epifanías dignas de Virginia Woolf: “El mar era un pensamiento gigantesco sobre cuya superficie llovía silenciosamente. Desde la orilla, personas sin rostro contemplaban el horizonte. Parecía que el tiempo infinito se había convertido en una colosal madeja que flotaba en el cielo…”.

¿Merece la pena?
Sí, muchísimo. No es una obra maestra del nivel de Kafka en la orilla o la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, dos de las ficciones literarias más ambiciosas que ha producido nuestra época, pero, sin duda, es muy superior a su reciente 1Q84, quizá su peor libro hasta la fecha, donde mezclaba capítulos de prodigiosa intensidad con lo que parecía involuntarias autoparodias y repeticiones. Y, lo más importante, es una novela muy superior a casi cualquier otra cosa que pueden encontrar en su librería entre las “novedades”. Si aún no se han adentrado en el peculiar Universo Murakami, La caza del carnero salvaje y esta magnífica Baila, baila, baila son la mejor puerta de entrada.

29 octubre 2012

¡Corre, conejo!

Caza de conejos

Mario Levrero

Libros del Zorro Rojo, 2012

ISBN: 978-84-9403-360-5

163 páginas

22,90 €
 
Ilustraciones de Sonia Pulido
 
 

Sara Mesa

Fuimos a cazar conejos. Era una expedición bien organizada que capitaneaba el idiota. Teníamos sombreros rojos. Y escopetas, puñales, ametralladoras, cañones y tanques. Otros llevaban las manos vacías. Laura iba desnuda. Llegados al bosque inmenso, el idiota levantó una mano y dio la orden de dispersarnos. Teníamos un plan completo. Todos los detalles habían sido previstos. Había cazadores solitarios, y había grupos de dos, de tres o de quince. En total éramos muchos, y nadie pensaba cumplir las órdenes”. Así comienza Caza de conejos, un brillante conjunto de cien microrrelatos en los que los admiradores de Mario Levrero encontrarán su particular estilo condensado en pildoritas de ingenio, sensibilidad, ironía y un sutil y bienhumorado erotismo. Además, encontrarán también las ilustraciones de Sonia Pulido, que se fusionan plenamente con el espíritu irreverente y juguetón del texto, en una edición tan bella que es carne de regalo -o de autorregalo-.
 
Un grupo de cazadores, un idiota lascivo y sus sensuales primitas, un castillo, un bosque plagado de conejos -que a veces son conejos y a veces no-, guardabosques y osos camuflados: este es el escenario en el que se sitúan las pequeñas historias de Caza de conejos, en ocasiones solo imágenes que se esbozan en unas pocas líneas, siempre impregnadas de talento y de fuerza. Levrero, fiel a su tendencia a dinamitar las convenciones literarias, explora como pocos las posibilidades de la brevedad: más allá del ingenio, se zambulle también en el cuestionamiento de las instancias literarias. Personajes, narradores, estructuras, interpretaciones: todo es susceptible de ser dado la vuelta en cualquier momento con contradicciones, desdoblamientos y falsedades, en apariencia -y solo en apariencia- inocentes.
 
Los conejos han dado mucho juego en la literatura, y Levrero hace homenaje a esta tradición recogiendo citas de Cortázar (de su Carta a una señorita en París) y de Lewis Carroll, entre otros. Hay en los conejos de Levrero rasgos que los hacen graciosos, pero también repulsivos: su suavidad y ligereza por un lado, y al mismo tiempo el continuo roer, la reproducción sin freno, su astucia maligna. Las estampas conejiles de Levrero recuerdan en parte las infinitas variaciones de los conejitos suicidas de Andy Riley, porque no consiguen agotarnos y porque la crueldad siempre provoca la sonrisa. Los conejos son el enemigo, pero también el amigo, la excusa, el motivo, el disfraz, el sexo, el anhelo, el miedo, la risa. No hay nada forzado en los relatos, ninguna impostura. Puedo imaginarme a Levrero obsesionado de verdad con los dichosos conejos, del mismo modo que se obsesionó con las palomas que veía desde su ventana cuando escribió La novela luminosa. Escritor de obsesiones, Levrero escribe bajo la única premisa de la libertad -“la literatura es, quizá, lo único que me está permitido”, dejó dicho-. “Yo hablo de cosas vividas, pero en general no vividas en ese plano de la realidad con el que se construyen habitualmente las biografías”, dijo también en su famosa entrevista ficticia. Es decir, otro plano de realidad, pero realidad al fin y al cabo. 
 
La realidad resulta dislocada bajo la lupa de Levrero, y sin embargo no se trata de una dislocación caprichosa: es el resultado de una estética, de una manera peculiar de entender la literatura. Los que conozcan bien la original obra del uruguayo sabrán ver en este libro algo más que un divertimento. Hay en estas historias el mismo impulso creativo que en la sorprendente y muy recomendable “trilogía involuntaria” (formada por las novelas La ciudad, París y El lugar), en las que, según admitía el propio autor, importaban, y mucho, las imágenes extraídas de sus propios sueños. Caza de conejos, de 1973 -más o menos la misma época que esta trilogía-, es un libro que indaga en lo onírico, sin por ello dejar de ser un juego. Y al mismo tiempo, es un juego sin dejar por ello de ser puro Mario Levrero, el mismo escritor reflexivo y perturbador que se revelaría más tarde con su maravillosa ¿novela? El discurso vacío. Ser escritor, dijo en una entrevista, “no significa escribir bien, sino estar dispuesto a lidiar toda la vida con tus demonios interiores”. Y qué duda cabe, después de leer este libro, de que los conejos son representaciones de ciertos demonios ‘levrerianos’ que también asoman en el resto de sus libros. 
 
Levrero se pasó toda su vida cazando o tratando de cazar conejos, aunque una no sepa muy bien a estas alturas de la historia qué es en realidad un conejo. Las interpretaciones simbólicas sobre su naturaleza harían mucha gracia al escritor -él mismo bromea en uno de los microrrelatos del libro con algunas sus posibilidades-, así que lo mejor es que cada cual se quede con las suyas. Porque haberlas, las hay, y son bastante jugosas. Pero si no se desea buscar interpretaciones, o no se encuentran, tampoco es tan importante: el libro atesora en sí mismo otras muchas opciones de disfrute, entre ellas la de ser una deliciosa travesura, ocurrente y poética. Realmente un descubrimiento, una joya.

26 octubre 2012

Publícalos suavemente


Mátalos suavemente

George V. Higgins

Libros del Asteroide, 2012

ISBN: 978-84-15625-05-6

230 páginas

16,95 €

Traducción de Magdalena Palmer



Fran G. Matute

No es que nos la vayamos a dar de pitonisos ahora, pero ya vaticinamos en su día que seguramente se editaría esta novela de George V. Higgins en castellano. Primero por el éxito incontestable de la publicación de Los amigos de Eddie Coyle -que por su magnitud pedía a gritos continuar con el rescate del resto de la bibliografía de Higgins-  y segundo porque había película en ciernes. Así que jugada comercial perfecta para Libros del Asteroide.
Lo curioso del caso es que todo lo que ya dijimos acerca del estilo de Higgins al hilo de la anterior novela se vuelve a cumplir aquí, en Mátalos suavemente (1974): diálogos de vértigo, realistas hasta decir basta, una estructura planificada al más puro estilo cinematográfico (excesivamente podríamos argumentar, pues la novela termina pareciendo como un esqueleto de escenas inconexas muy teatrales, visuales, minimalistas diríamos), ese Boston de los barrios bajos alejado del esplendor de la gran urbe… hasta el supuesto personaje principal no aparece antes de las cien primeras páginas (recordemos que el Eddie Coyle de la primera novela era en realidad un personaje tangencial sobre el que pivotaba la historia).
Visto así, parecería que Mátalos suavemente es más de lo mismo. Y no vamos a esforzarnos en desmentir lo anterior. Sólo que nos gustaría dejar claro que la inventiva y picardía de la prosa de George V. Higgins es tan potente que se podría haber pegado toda la vida haciendo la misma novela y un servidor seguiría leyéndolo ‘sine die’.
En cualquier caso, está claro que esta novela, la tercera en su haber, no es igual que Los amigos de Eddie Coyle. Evidentemente la trama es distinta, más de género incluso: una timba robada por dos atracadores de poca monta y una mafia que organiza a través de un sicario muy particular que se limpie su honor y algo más. Esta historia se resuelve en 19 escasas escenas en las que dos personajes, a lo sumo tres, tienen una conversación aislada de la que van surgiendo ideas con las que el lector debe ir montando el cuerpo de la novela. En este sentido, otros críticos más formados que yo han apuntado que la táctica narrativa de Higgins es la no de involucrarse nunca en la historia, la de actuar de mero narrador de los actos delictivos, como si le pareciera inmoral inmiscuirse demasiado en la psicología de sus personajes. Nos colamos en sus conversaciones, la mayoría huecas, sobre naderías domésticas, coches y mujeres y el vacío cotidiano se va entrelazando con la delincuencia que para unos mafiosos, o asesinos a sueldo o timadores de baja ralea es un elemento más del día a día.
A todo lo anterior llegamos gracias a una lectura febril y rápida. Ayuda, y mucho, la gran labor de traducción (en este caso la de Margarita Palmer, que consigue plasmar el verismo de los diálogos de una forma menos forzada incluso a como se leían en Los amigos de Eddie Coyle, y mira que entonces hablábamos de una traducción ejecutada por Hernán Sabaté y  la tristemente desaparecida Montserrat Gurguí) y el hecho de que esta novela sea, en comparación, una obra más lineal y, por qué no decirlo, menos original que el debut de Higgins. Pero con todo, en Mátalos suavemente, George V. Higgins sigue mostrando su maestría como innovador del género y la mejor sensación que nos puede transmitir leer esta obra es desear que se publique Digger’s game (1973), su segunda novela, y que vendría a completar esta particular trilogía de los bajos fondos de Nueva Inglaterra. Esperamos su publicación, suavemente, claro.

25 octubre 2012

Un festín de muerte

Crímenes ejemplares

Max Aub

Calambur, 2011. Colección “Narrativa”

ISBN: 978-84-8359-220-5

96 páginas

11,40 €

Prólogo de Eduardo Haro Tecglen
 
 

José M. López

¿Quién no se ha sentido tentado alguna vez de degollar al tipo que, sentado junto a él en el cine, no para de cuchichear y hacer ruiditos durante toda la película? ¿Quién puede negar que no se le ha pasado por la mente estrangular a un amigo que le ha hecho esperar durante 45 minutos en la esquina donde debían encontrarse, y que aparece alegre y distraído, sin ni siquiera disculparse? ¿Quién, por Dios Santo, no ha sentido el irresistible deseo de asfixiar con la almohada a su propia pareja, que no para de roncar durante toda la maldita noche, y que descansa plácidamente mientras el insomne no deja de observar cómo las manecillas del reloj de su mesita se acercan cada vez más a la temida hora que marca el inicio de su jornada laboral? Pues de estas humanas tentaciones, de estos comprensibles deseos nos habla Max Aub en esta obra que la editorial Calambur ha vuelto a rescatar -ya editó la obra en 1991 y 1996- para disfrute de los incondicionales del autor, o simplemente para aquellos a los que nos gusta de vez en cuando juguetear con lo truculento.

La idea de la muerte que encontramos en el libro entronca con una amplia tradición que, en mi opinión, se acerca más a referentes extranjeros -Thomas de Quincey, August de Villiers de L´Isle-Adam, André Breton- que a los nacionales -Quevedo, Goya o el “tremendismo” de la novela tras la Guerra Civil, por citar algunos-. Y esto se debe a que los aspectos más lúgubres son tratados aquí de una manera trivial, provocando incluso cierta sonrisa culpable en el lector. Ya desde el título el autor nos deja claras la ironía y la mala leche con las que traza cada uno de los microrrelatos que forman el libro. Estos crímenes, a diferencia de las Novelas ejemplares cervantinas, no pretenden ser precisamente modelos de comportamiento a imitar por la sociedad. Es más, podemos advertir que los móviles de muchos de los asesinatos que se comenten suelen ser, si no arbitrarios, pretendidamente descabellados:

La maté porque era de Vinaroz.”

Pero, a pesar de la aparente falta de lógica que le lleva a cometer estos asesinatos, cada texto supone una confesión descarnada de las manías del narrador hacia ciertas personas cuyas molestos comportamientos no le dejan otra salida que enviarlos al otro mundo. El criminal relata sus manías con tal sinceridad, que el lector se simpatiza en todo momento con él -en vez de identificarse con la víctima-, y llega a comprender su reacción ante comportamientos tan irrespetuosos como el siguiente:

La hendí de abajo arriba, como si fuese una res, porque miraba indiferente al techo mientras hacía el amor.”

La situación es tan absurda, que, a veces, el criminal achaca su delito, no a su libre albedrío, sino a pequeños detalles ajenos a su voluntad, y que son los verdaderos desencadenantes del crimen. El protagonista llega a afirmar que mató al cartero por culpa del pito que no paraba de tocar, o que el origen del acuchillamiento de un familiar estuvo en lo afilado del puñal que tenía sobre su mesa. Causas absurdas que dotan en ocasiones estos textos de un profundo tono existencialista

Otras veces el homicidio no nace de motivos disparatados, sino que se origina debido a que alguien no sabe acatar las apropiadas normas de cortesía, como en el caso de una visita que prolonga inesperadamente su estancia; o, por el contrario, por un exceso a la hora de poner en práctica estas mismas normas sociales, como aquel texto en el que el personaje no tiene más remedio que asesinar a la anfitriona que le insiste en que siga repitiendo arroz, aún a sabiendas de que el invitado está a punto de vomitar. Otra situación que puede justificar la muerte del prójimo sería, por ejemplo,  que este recaiga en determinadas confusiones imperdonables:

Le pedí El Excelsior y me trajo El Popular. Le pedí Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí una cerveza clara y me la trajo negra. La sangre y la cerveza, revueltas por el suelo, no son una buena combinación.”

Una patosa pareja de baile, una criada que no para de hablar, un vendedor de lotería pesado o un alumno insolente son otras de las muchas víctimas que, por motivos obvios, se ven obligados a dejar atrás los quehaceres terrenales a manos del protagonista de estos Crímenes ejemplares.

Cuando Max Aub escribió este libro llevaba ya muchos años exiliado en México. Y la idea de trivializar con la idea de la muerte, de acercarse a ella de una manera lúdica e irreverente, viene muy influenciada por la idiosincrasia de este país. La muerte es parte de la vida, y la mejor forma de afrontarla es a través de la risa, y de un humor, que en ocasiones se torna, no negro, sino negrísimo, dando como resultados algunos crímenes de una crueldad y un lirismo muy intensos:

“Mató a su hermanita, la noche de Reyes, para que todos sus juguetes fuesen para ellas.”

A pesar de que encontramos magníficos textos que abarcan toda una página, es en los más breves donde el autor ofrece verdaderos recitales de su enorme dominio en el arte de lo breve, de lo no dicho. ¿El resultado? Microrrelatos que nada deben envidiar a otros más célebres, como el del famoso dinosaurio de Monterroso:

“¡Tenía el cuello tan largo!”

“¡Que se declare en huelga ahora!”

El libro termina con tres nuevas secciones: una de “Suicidios”, otra de “Epitafios”, y una tercera con una serie de crímenes suprimidos por el autor en una edición anterior.  La eliminación de estos textos por parte de Max Aub me resulta, por otra parte, incomprensible, pues aquí se encuentran algunos de los crímenes más divertidos del libro. También encontramos un prólogo algo insípido que Eduardo Haro Tecglen escribió para la edición de 1991, y un epílogo con mucha más chicha a cargo de Fernando Valls.

En esta época donde la hipocresía se disfraza de elegancia, donde podemos llamar perro judío a nuestro adversario político pero eso sí, siempre con chaqueta y corbata, donde los “bibianos” y las “miembras” son directrices de obligado cumplimiento, en esta época, digo, qué gusto da reencontrarnos con un libro que apuesta por lo políticamente incorrecto, por lo irreverente y transgresor, pero siempre desde la inteligencia, el talento y la calidad literaria. El buen gusto, vamos, aunque sea por lo macabro.

24 octubre 2012

El joven Proust se matricula en el gimnasio del barrio


Los salones y la vida de París

Marcel Proust

La Espuela de Plata, 2011

ISBN: 978-84-15177-25-8

172 páginas

12 €

Traducción de Eduardo Caballero Calderón revisada por Vicente Corbi



Manolo Haro 

A finales del XIX, aunque pueda parecer una 'boutade' crítica, Proust no era aún Proust. Sería más apropiado decir que no era todavía el escritor cuya memoria-río, precipitándose por taludes y vaguadas, con una prosa a veces remansada, a veces impetuosa como un rabión, iba a convertirse en un hito para todos aquellos que miraran hacia atrás y ficcionaran o no sus vidas. Claro que para llegar a ser el Marcel de mirada somnolienta e índice en la barbilla hubo de pasar por los estadios larvarios que se muestran claramente en este librito que ilumina este día de cadencia otoñal, este que hoy ofrece nuestro blog. Los salones y vida de París, con el que ediciones Espuela de Plata coloca el número 13 de su colección en la llamativa estantería de su editor, Abelardo Linares, es el resultado del afán del escritor y periodista colombiano Eduardo Caballero Calderón, que allá por 1945 publicó en Bogotá una muestra de las crónicas de salones que el joven escritor francés daba a la imprenta de Le Figaro, junto a otros textos más que pudiéramos considerar pre-proustianos en el sentido más estricto del término. Tanto en la calidad y la profundidad de los dos bloques como en su ejecución hay, ya lo veremos, una notabilísima diferencia.

Proust acostumbraba a dejarse caer por las residencias aristocráticas del París de Fin de siècle. Alternaba allí con seres atravesados por los blasones y las sangres de apellidos principescos. A diferencia de Henry James, que ya en sus cuadernos de notas mostraba que lo que recogía eran semillas brillantes para construir sus árboles narrativos posteriormente, el joven Marcel hacía las veces de anónimo cronista para obsequiar a los lectores del conservador Le Figaro con lo que más tarde la masa democrática –tan aficionada a mirar por las ranuras mínimas de los grandes palacios para observar la pompa y la vida muelle– encontraría en el papier couché. Aquí no encontraremos sino a un autor que con esta actividad simplemente está preparando la paleta de colores para lo que vendrá más tarde en el mundo de À la recherche. A pesar de que la vida es observada sin filtros, sin visillos ni batistas, la viveza de los colores es apastelada, cuando no nula. Sí que se pueden espigar unas cuantas anécdotas sabrosas (no siempre) de todo ello –ni que decir tiene que, el lector actual aprovecharía más estas escenas de interiores con un aparato de notas que revitalizara la historia íntima de estos personajes–. Estos salones que han visto los bustos vivientes de Alfred de Musset, Balzac, Maupassant, Flaubert, Merimée, los Goncourt o Sainte-Beuve, entre otros, guardan entre sus paredes estúpidas anécdotas que no las contaría ni el peor de los humoristas de la época. Un asistente al salón de la princesa Mathilde  le contó a esta misma que Flaubert le había leído un día su Bouvard et Pécuchet; al llamarle la atención al sujeto sobre lo improbable del caso, acabó admitiendo que sólo le había leído a Bouvard. Mucho ha tenido que cambiar el mundo para que los de entonces se mondaran con estas chorradas de gabinete. Sí se le aplauden ciertas intuiciones, precisos fogonazos, que el lector proustiano celebrará sobremanera (los corchetes son míos intentando subsanar una muy mejorable traducción): “[Es] a menudo frecuente que los novelistas pintan/[pinten] por anticipado, con una especie de profética exactitud, hasta en los detalles más mínimos, una sociedad y unos personajes que no deberán existir sino mucho tiempo después”. No hará otra cosa el cronista cuando tamice todo lo que ve ahora y lo convierta –desde el ámbito de la ficción– en lo que luego será su opus magnum. Pero a cada uno lo suyo. Proust es un hombre complaciente que le sacará jugo a todo esto cuando mute realidad color pastel por literatura, cuando se siente en los tocones nervudos de su memoria. Desde luego, jamás hubiera soltado una perla en cualquiera de estos palacete como las que soltaba Baudelaire: “Hay que trabajar; si no por gusto, al menos por desesperación; ya que, considerándolo bien, trabajar es menos engorroso que divertirse”. Claro, a cada uno lo suyo de nuevo: 'champagne', vanidad y excelsas colgaduras para unos; absenta, el abismo del fracaso y la luna de los charcos para otros.

¿Cuándo, pues, vibra el lector con este librito? En los cinco artículos del segundo bloque, donde Proust hace abdominales para subir el promontorio del camino de Swann que vendrá pronto. Mucho se ha jugado con la magdalena y la camita del niño Marcel, pero pocos como él utilizan los objetos, las luces del día o los nombres para evocar tan magistralmente. En “Rayo de sol sobre el balcón” salta de su casa al recuerdo de su primer amor infantil entrevisto de lejos correteando por los Campos Elíseos: “Un día vendrá en que la vida no ha de traernos más felicidades. Pero entonces la luz que se ha asimilado a ellas nos las devolverá, esa luz que a la larga hemos convertido en humana y que no es ya para nosotros sino una reminiscencia del bienestar; nos lo hace gustar en el instante presente en el que brilla y en el instante pasado que nos recuerda, o más bien entre los dos, fuera del tiempo, siendo en verdad la felicidad de nuestros días”. En “Vacaciones de Pascua” afirma que “los novelistas son gente estúpida, que cuenta por días y por años. Acaso los días son iguales para un reloj que para un hombre”. Casi una declaración de intenciones, ¿no es cierto? En este hermoso escrito evocará cómo la mera promesa de un viaje a Florencia, que finalmente no se efectuará por motivos de salud, y lo lleva a confeccionar unas de las páginas vibrantes. “A mis fieles manos no les faltaron flores para honrar el aniversario del viaje que no había podido realizar. Después el tiempo volvió a ser frío en torno a los castaños y a los plátanos del bulevar, y en el aire glacial que los bañaba, he aquí que, como en una copa de agua pura, se abrían los narcisos, los junquillos, los jacintos y las anémonas del Ponte Vecchio”.

Cierra el volumen una defensa radical de las catedrales y sus cultos en respuesta al polémico proyecto Briand, cuyo autor fue el teórico de la confiscación de los lugares santos a la Iglesia por parte del Estado francés. Esta apropiación vino como respuesta a la ruptura del gobierno de la República con Roma, la cual sufriría a partir de la entrada en funcionamiento de tal plan el cese de partidas encomendadas a pagar ceremonias y mantener edificios, incluso pudiéndose usar estos, según Proust, para transformarlos en museos, salas de conferencia o casinos. Admirable resultará leer unas páginas de honda devoción por los rastros de una cultura milenaria –pero, atención, Proust no es un "capillita" basadas en el trabajo profuso y esclarecedor del mayor especialista del gótico francés en la época, Émile Mâle.

El autor hizo abdominales con estos escritos de juventud. No pasaría nada si el vendaval Proust se hubiera manifestado al orbe literario por primera vez con En busca del tiempo perdido, lo cual hubiera sido un milagro de la creación artística. Sin este Proust no existiría el otro. Leerlo es un placer y una promesa. No hay nada como sonreírse de felicidad ante las inocentes balas de fogueo que luego el lector sabe que algún día explosionarán con la fuerza de un rayo matinal en verano.

23 octubre 2012

La historia de los vencedores

El pirata Gow

Daniel Defoe

Gadir, 2011


ISBN:
978-84-9697-488-3

120 páginas

11

Traducción de Celia Recarey Rendo y Carlos Valdés García



Ilya U. Topper

No es verdad que la Historia la escriban siempre los vencedores. A menudo, la versión que perdura es la de los vencidos. Busquen ustedes en internet el término “genocidio armenio”, por ejemplo, y verán que Turquía, el país que salió victorioso de los embistes de aquellos convulsos principios del siglo XX, aún hoy no tiene oportunidad alguna de hacer valer su versión contra la de aquel pueblo que fue destruido y casi exterminado y dispersado por el mundo.

O los piratas. Cualquier crío aprende desde las primeras fiestas de disfraces en la guardería que los piratas son tipos admirables, malos, sí, pero de este tipo de malos al que todos nos queremos parecer, con su pata de palo y su catalejos. Y en la literatura, desde la Canción del Pirata de Espronceda a la del gran Quiñones y su capitán Amaro Bonfim, pasando por el Corsario Negro de Salgari, ya me dirán. Hasta tal extremo llega la cosa que el otro día, concretamente en 2003, los de Spielberg & Cía, en un clarísimo acto de piratería intelectual, convirtieron al venturoso marino mercante Sindbad en un pirata aventurero, confundiendo de paso el Mediterráneo con el Índico y el culo con las témporas. Pudieron hacerlo impunemente, porque todos sabemos que los piratas, en el fondo, son los buenos.

Esto no era así en las épocas en las que realmente había piratas, claro. Entonces, los ciudadanos como usted y yo creían que los piratas eran unos tipos malajes que se merecían la horca. Y lo curioso es que no haya durado hasta nosotros esta versión de la Historia, pese a que es la de los ganadores. Porque los piratas acabaron de hecho en la horca, antes o después, los mares se declararon limpios y ganaron los buenos, los de la estrella de sheriff en los galones. Como debe ser. 

Desde luego, lo de que no quedan piratas no es cierto: los sigue habiendo, y muchos, por ambas costas del Índico y hasta las Molucas, pero como ya no llevan arpeos sino AK-47, ya no se balancean en las maromas sino que manejan fuerabordas y como ya no van a por barriles de ron sino a por los de petróleo, ni visten estos sombreros inmensos de los dibujos, pues como que ya no es lo mismo y no cuentan. Aunque los marineros y pescadores de hoy día, pregunten a uno de La Coruña, probablemente tengan su opinión sobre quienes son los buenos y los malos. (Esta opinión quizás no coincida con la de los atunes ante la costa de Somalia, que llamarían pesca pirata lo que hacen los navíos europeos).

Entonces, pongo por caso en 1725, la cosa estaba bastante clara. Al menos para Daniel Defoe, si este novelista es realmente el autor del Relato de la conducta y proceder del difunto John Gow, alias Smith, Capitán de los difuntos piratas, ejecutado por asesinato y piratería (me paro aquí, si quieren ustedes leer los restantes dos tercios del título, cómprense el libro). Que lo sea, no lo afirma ni la editorial que saca esta versión en castellano; pero se le ha atribuido con mucha frecuencia y con todo lo que Defoe, quizás uno de los primeros periodistas, solía redactar, bien puede ser suyo.

Porque periodístico es el relato: intenta reconstruir con fidelidad y detalle la conducta y proceder del difunto John Gow (etc. etc), desde el primer momento que le rebanó la garganta al capitán mercante bajo el que servía, en la rada de Agadir (Santa Cruz de Berbería), pasando por sus correrías ante las costas de Lisboa y Cádiz hasta su prendimiento en Escocia y su juicio y exhibición, ya cadáver, en las orillas del Támesis. Eso sí: con una clarísima postura moral, reiteradamente expresada, de que aquel Gow era un bellaco superlativo y que todos su cómplices hallaron su merecido fin gracias a una justicia casi divina.

Con tanto afán de dejar claro quién es el malo, lo que sorprende (y honra al autor) es la escasa sed de sangre del pirata Gow. Aparentemente, los barcos asaltados se tomaban sin combate, los marineros eran hechos prisioneros, y luego se les dejaba ir en el siguiente barco capturado, incluso “para fingir generosidad”, Gow les regalaba parte de la propia carga que no le era útil. Bien mirado, los cuatro asesinatos del principio del libro, para hacerse con el navío, y las ejecuciones al final son los únicos momentos en los que corre sangre. Me temo que los de Dreamworks se aburrirían bastante.

Además, Defoe insiste enormemente en la idea de que John Gow tuvo la idea de echarse a pirata antes de embarcarse, y que es falsa la puesta en escena de Gow: que el motín en la 'George' era un acto espontáneo de rebelión contra el mal trato y la escasa comida impuestas a la tripulación. Porque si efectivamente fuera así, si los marineros sólo se echaron a piratas porque bajo el amo no hay quien aguante, entonces tal vez no eran tan malos. Entonces hasta podría pensarse que...

Piensen lo que quieran. Aquí tienen la versión oficial. La de los vencedores. John Gow fue ahorcado el 11 de junio de 1725, junto a siete de sus hombres. Y por cierto, los caladeros ante Somalia siguen siendo territorio sin ley. Sin ley de pesca, quiero decir.

22 octubre 2012

Las puertas de la percepción

Escuchando a The Doors

Greil Marcus

Contra, 2012

ISBN: 978-84-939850-6-6

216 páginas

19,90 €

Traducción de Mercedes Vaquero
 
 
José Martínez Ros
Las críticas de los nuevos discos, en las revistas especializadas, suelen consistir en un análisis canción a canción del mismo. Este es el método que aplica el distinguido crítico musical Greil Marcus en Escuchando a The Doors: desentrañar algunos de sus temas más célebres, para, a partir de ellos, ofrecernos su visión de la legendaria banda, de su relevancia cultural y su legado. Por supuesto, la elección de sus 'hits' más significativos es perfectamente personal y arbitraria, y quizás otro fan de The Doors -y Marcus es un gran fanático de The Doors- hubiera seleccionado "Riders on the Storm" o "Break on Through (To the Other Side) "en lugar de, por ejemplo, "The Crystal Ship" o "People Are Strange". Pero, por lo demás, el autor es un perfecto “lector de canciones”: leyendo Escuchando a The Doors volvemos a experimentar la intensidad y la oscura poesía de su música y, más importante aún, llegamos a imaginar cómo se sentirían sus primeros oyentes en la época.

Disfrutamos así de la analogía entre L. A. Woman, el último gran éxito de la banda antes de la muerte en París de ese émulo de Rimbaud que fue Jim Morrison, y Vicio Propio, la última novela de Thomas Pynchon, en ambos casos una visión superficialmente alegre, con un fondo de inmensa amargura, de Los Ángeles. Despoja "Soul Kitchen" de elementos místicos que se han querido ver en ella y la vuelve profundamente sexual. Considera a la irónica "Twentieth Century Fox" una oda al 'pop art'. Se extasía con "The End", tal vez la canción más edípica de la historia del rock, aunque falta una obligatoria referencia a Apocalypse Now, la película que rescató a la banda, asociándola para siempre con la banda sonora de la guerra de Vietnam (aunque parece que The Rolling Stones o The Beach Boys eran mucho más populares entre las tropas americanas durante el conflicto). No se olvida, sin embargo, del psicotrópico -a ratos hipnótico, a veces ridículo- biopic del grupo que realizó Oliver Stone. No evita cuestiones polémicas y, por ejemplo, desliza su escaso aprecio por la obra “poética” de Morrison (aunque parece difícil negar que fuera un gran compositor y letrista). Y termina del mejor modo posible, remontándose a 1965, cuando un grupo de adolescentes de Venice (California), reunidos en una playa de la localidad, compusieron la grandiosa "Light my fire".

Si echamos algo de menos es más espacio: el libro está lleno de ideas y se queda un poco corto en sus pretensiones de análisis cultural. Al cerrarlo, sabemos un poco más acerca de la historia de la banda, algo más acerca de su influencia y bastante acerca de la estructura de sus canciones, pero no todo lo que quisiéramos sobre su tiempo. La década de los sesenta fue un momento único, un revolución cultural cuyas consecuencias llegan hasta nuestro presente, como señala una y otra vez el propio Marcus, algo demasiado grande para quedar atrapado en las escasas doscientas páginas de su estudio. La acelerada trayectoria de The Doors (de 1965 a 1970) puede maravillarnos, pero el autor de este libro -lleno de buenas ideas, como ya hemos indicado- no logra convencernos de que fueran su paradigma, su pico más alto, su ejemplo más eminente.

19 octubre 2012

Apretando hasta hacer que salgan chispas



No llames a casa

Carlos Zanón

RBA, 2012. Colección "Serie Negra"

ISBN: 978-84-90006-147-3

296 páginas

18 €




Fran G. Matute

No nos parece muy descabellado decir que No llames a casa es una de las sorpresas editoriales del año y que Carlos Zanón es uno de los grandes descubrimientos aunque ya llevara su tiempo merodeando por el mundo de las letras. Novelista barcelonés, pero también poeta, y sobre todo escritor con alma rockera (suya es la única biografía en castellano sobre el gran Willy DeVille), Zanón parece interesado en recorrer los límites del género negro y creemos firmemente que está llamado a cosas importantes en el panorama literario de este país.

Con No llames a casa, Zanón ha conseguido hacer fácil lo difícil presentando una historia aparentemente sencilla pero con múltiples aristas. Un triángulo de amor-odio que convierte la extorsión en una forma de vida. Una víctima, nada inocente, que en su desesperación se retuerce como gato panza arriba, y hasta aquí nos permite el decoro seguir hablando de la trama. Pero podemos hablar de la forma todo lo que queráis porque Zanón se presenta como un escritor hábil como pocos para dotar de tridimensionalidad a sus personajes, crear ambientes sórdidos o incómodos e idear situaciones de tensión inusitada a lo largo del texto.

Por otro lado, y aunque el propio autor reniega de la etiqueta "negra" para hablar de esta su última novela, lo cierto es que No llames a casa entronca directamente con una tradición del género arraigada gracias al Pacto de sangre (1937) de James M. Cain, en la que la pulsión delictiva crece en los ciudadanos de a pie y no en organizaciones criminales. Pues, en el fondo, los personajes de la novela de Zanón -Raquel, Bruno y Cristian- no son más que pobres diablos desesperados que creen haber encontrado la solución a sus problemas intimidando a maridos infieles que son pillados 'in franganti' con sus amantes. Así que, por mucho que Zanón se empeñe en negar la mayor, Nunca llames a casa es una novela negra en todos los sentidos pero sobre todo por esa capacidad magnífica que tiene de exponer los deseos más bajos del ser humano.

Y luego está el elemento urbano. Esa Barcelona de cemento, callejones y garitos que ambientan esta historia de dobles morales y cero moralejas en las que el amor es capaz de nacer en los lugares más sórdidos posibles. Pues la sentida y tortuosa relación de Merche y Max -a nuestro juicio, lo mejor de la novela por el verismo y la fina psicología que Zanón es capaz de impregnar a esos pasajes- no podría ser contada en otro sitio que en esas impersonales y tristes habitaciones de alquiler diseñadas para garantizar el anonimato de esos encuentros 'more uxorio'.

Es por todo lo anterior que No llames a casa es un producto tan singular y original. Una novela llena de psicología, de relaciones humanas complejas descritas con bisturí de cirujano y en la que cualquier ciudadano puede convertirse en delincuente, ya sea por voluntad propia o forzado por las circunstancias. Una obra sobre relaciones rotas y venganzas de animales heridos.

Sé que a Zanón le hubiera gustado que la banda sonora de esta historia hubiera sido escrita por su admirado DeVille, pero a medida que engullíamos las páginas de No llames a casa no he parado de pensar en Graham Parker, otro coetáneo del Rey Pachuco y cuyo cancionero me ha acompañado mentalmente en la lectura. Me atrevo entonces a sugerir que en la próxima adaptación cinematográfica de esta novela, a cargo de Daniel Calparsoro, debería sonar en los títulos de crédito finales "You Can't Be Too Strong", ese aborto clandestino en forma de obra maestra pop, hermoso y doloroso, que define a la perfección lo que es esta obra: una sencilla pero inmensa novela negra a la que se aprieta hasta hacer que salgan chispas.

18 octubre 2012

Cuba en tres tiempos

Alejandro Luque

Aunque en medio de las últimas convulsiones mundiales Cuba aparezca como desenfocada, relegada a los márgenes de la actualidad política y cultural, la mayor de las Antillas no ha perdido su magnetismo irresistible, y su longeva Revolución sigue siendo un motivo de controversia inagotable, capaz de levantar pasiones desbordantes y rechazos viscerales. He aquí tres lecturas que no dejarán indiferentes a ningún interesado en la isla y sus circunstancias. 


Maestro cantor

José Ángel Valente y José Lezama Lima

Renacimiento, 2012

ISBN: 978-84-151-7740-1

216 páginas

16 €

Prólogo de Juan Goytisolo


Fue María Zambrano la persona que les puso en contacto, pero desde el primer encuentro en una casa llena de libros del Trocadero habanero surgió una amistad que perduraría en el tiempo, a pesar de la distancia geográfica y de las interferencias de los censores. Ahora, en una cuidada edición a cargo de Javier Fornieles Ten con prólogo de Juan Goytisolo, ve la luz el epistolario reunido entre el poeta español José Ángel Valente y el cubano José Lezama Lima, el maestro cantor que da título al volumen.
Estas cartas, a las que se suman otras de personajes cercanos a los poetas, así como los ensayos que se dedicaron mutuamente, ponen de manifiesto la instantánea simpatía que se profesaron, así como el progresivo hallazgo de afinidades, entre las cuales destaca -de nuevo con Zambrano como nexo común- el interés por la mística, con especial atención hacia la figura de Miguel de Molinos, condenado por hereje como, en cierto modo, lo fueron también Valente y Lezama : aquel, desterrado en Europa, éste aislado y ninguneado en una ciudad, La Habana, que cantó como nadie. Una lectura que ayuda a comprender tanto las claves de dos poéticas fundamentales del siglo XX, como algunas de las circunstancias a las que hubieron de enfrentarse los intelectuales en aquellos tempestuosos tiempos. 


Necesidad de libertad
Reinaldo Arenas
Point de Lunettes, 2012
ISBN: 978-84-9650-855-2
384 páginas
16 €




El gran público descubrió la figurar del cubano Reinaldo Arenas (1943-1990) gracias al filme de Julian Schnabel Antes que anochezca, que le valió a Javier Bardem su primera candidatura al Óscar. Este éxito ayudó a difundir obras como Celestino antes del alba, Otra vez el mar o las memorias que dieron título a la película. La editorial sevillana Point de Lunettes, que dos años atrás publicó la correspondencia de Arenas con el pintor Jorge Camacho y su mujer, Margarita, ahora recupera una serie de textos donde el escritor de Holguín ajusta cuentas de un modo feroz con la Revolución cubana y con sus valedores.
"El intelectual cubano en el exilio está condenado a desaparecer dos veces: primero, el Estado cubano lo borra del mapa literario de su país; luego, las izquierdas galopantes y preponderantes, instaladas naturalmente en los países capitalistas, lo condenan al silencio", denuncia Arenas en uno de estos ensayos, en los que reitera los mil modos de represión -ninguneo, prisión, vejaciones, espionaje- a los que fue sometido antes de sumarse al éxodo de Mariel en 1980, entre el contingente de homosexuales, delincuentes y enfermos mentales a los que el régimen permitió salir a Estados Unidos.
El volumen misceláneo contiene, entre muchos otros testimonios propios, ensayos literarios, fragmentos de discursos de Fidel y las cartas de intelectuales europeos y latinoamericanos que sucedieron al lamentable caso Padilla, artículos de la ley contra el "diversionismo ideológico" y hasta un recorte de la prensa francesa en la que se especulaba con la posibilidad de que Arenas hubiera desaparecido a manos de las fuerzas policiales cubanas.
Otros documentos constatan de manera más expeditiva el divorcio entre el escritor y el castrismo. Así, con una carta al poeta Nicolás Guillén le hace saber que "de acuerdo con el balance de liquidación de amistad que cada fin de año realizo (...) le comunico que usted ha engrosado la lista del mismo". A Alexandra Reccio, miembro del Partido Comunista de Italia, que visitó a Arenas en La Habana sin dejar de pregonar las bondades de la Revolución, la despide diciéndole: "Ojalá algún día comprenda (...) que el único sitio donde el hombre es libre, y por tanto es realmente hombre, es aquel donde puede manifestar su desprecio. Reciba pues sincera y modestamente el mío".
No se queda atrás a la hora de enjuiciar severamente a sus compañeros de letras. Prácticamente todos, salvo a Lezama Lima y a Virgilia Piñera -que, según acredita Arenas, sufrieron presiones y desprecios parejos a los suyos- reciben invectivas del autor. A los cubanos Lisandro Otero, Fernández Retamar y Edmundo Desnoes no los saca de la consideración de esbirros del sistema. Cintio Vitier es un "monje" y un "santurrón", el nicaragüense Ernesto Cardenal es "tan mediocre e hipócrita como su supuesta doctrina religiosa"; Julio Cortázar pertenece a esas "barbudas putonas izquierdistas que desde París inventan o apoyan revoluciones inexistentes", mientras que el Nobel colombiano Gabriel García Márquez una "vedette del comunismo" y "un híbrido entre la demagogia y el folclor".
Y como blanco de sus más furibundos rencores, la figura de Fidel Castro: "Los intelectuales que, como invitados de honor", escribe Arenas, "visitan las tribunas de los países comunistas, si tuviesen el coraje de pensar por sí mismos y la valentía de no servir a otra causa que a la de la razón (como se supone que debe obrar un intelectual) deberían sentirse profundamente perturbados y entristecidos cuando ante ellos y el jefe máximo, el único jefe, sólo se oye un clamoroso sí con sus consabidos aplausos".
Probablemente arbitrario a ratos, tal vez vehemente en exceso, lo cierto es que el autor escribe investido por la autoridad de la víctima. Arenas se suicidó en diciembre de 1990 en su apartamento de Nueva York, estragado por el Sida. "Cuba será libre. Yo ya lo soy", fueron sus últimas palabras. 

Antología. La poesía del siglo XX en Cuba
VV. AA.

Visor, 2011
ISBN: 978-84-989-5076-2
463 páginas
22 €
Edición de Víctor Rodríguez Núñez



He aquí una antología que, tanto por la seriedad de su revelador prólogo como por la suculenta nómina de los seleccionados, podría considerarse casi definitiva. Cierto es que la delimitación geográfica y temporal, la Cuba de los últimos 50 años, ofrece un panorama tan vasto y rico que poco le habrá costado al autor encontrar perlas a montones.
El sumario se abre y se cierra curiosamente con dos mujeres, Fina García Marruz (1923) y Damaris Calderón (1967), y por en medio se despliegan nombres consagrados (Barnet, Retamar, Arrufat, Fernández) junto a otros pendientes de descubrir entre los lectores españoles menos iniciados, como Fayad Jamís, Luis Rogelio Nogueras o Ramón Fernández-Larrea. Entre unos y otros, el juego apasionante de escuelas, influencias y corrientes que tiene en el grupo Orígenes su fuente primordial de inspiración y de disidencia, y en la Revolución cubana un punto de inflexión determinante.
No hay antología sin ausencias, y a éstas se debe el hecho de que escatimemos la consideración de definitiva. La de Visor tiene tres notables: la de Antonio José Ponte, conocido como narrador pero autor de algunos interesantísimos poemarios; la de José Pérez Olivares, en mi opinión el más capacitado de su generación y del que más cabe esperar en el futuro; y la del propio antólogo, Rodríguez Núñez, dueño de una poética propia y personal que hubiera encajado perfectamente en el sumario.