31 diciembre 2012

El escritor antes conocido como Pérez-Reverte



El tango de la Guardia Vieja

Arturo Pérez-Reverte

Alfaguara, 2012

ISBN: 978-84-2041-309-9 

504 páginas

21 €




Fran G. Matute

A Arturo Pérez-Reverte le honra, por encima de todo, que sabe perfectamente cuál es su rol en la literatura española. Él es el macho alfa de las letras. La gallina de los huevos de oro para su editorial. Al que hay que besarle el culo. Y se lo tiene bien merecido. Nadie le va a negar a estas alturas que esa posición se la hayan regalado. El hombre tiene carisma y poca vergüenza. Un tándem fundamental para triunfar en esto. También tiene cicatrices de guerra que no se cansa de enseñar, como marcando territorio. Es el escritor más aguerrido y apuesto. El favorito de ellas; el amiguete de ellos. El que no se calla y defiende al desvalido de las injusticias. Y lo más importante: es el que la tiene más larga (me refiero a la cola de lectores que esperan siempre incansables a que el académico les firme un ejemplar de su, seguro exitosa, última novela).

Sin embargo, tenemos la sensación de que Pérez-Reverte ya no está confortable en este pedestal. O, al menos, eso da a entender en sus últimas entrevistas o presentaciones. Queremos pensar que el célebre autor está empezando a mirar hacia atrás y no le termina de gustar lo que ve. Tanto barco, tanta novela histórica, tanta literatura alimenticia, en definitiva, tanta quincalla literaria, que brilla en el instante pero que pierde su valor con el paso del tiempo. Porque, en el fondo, Pérez-Reverte es un gran lector. Nos consta lo anterior. Disfruta con la prosa entrada en carnes, la musculosa, la que, precisamente, él no practica por más que la admire. Así que, parafraseando a mi amigo el pintor Máximo Moreno, parece como si "la edad le hubiera cogido desprevenido" y quisiera enmendar errores, cuidar un poquito su legado literario.

Entrado ya en su sexta década vital, nos imaginamos a un Pérez-Reverte deseoso de reinventarse, aunque sea ligeramente. De probar suerte en otros lances del juego literario, de explorar nuevos mundos en los que poner a prueba su capacidad como escritor, de testar esa voluntad de prosa que siempre ha sido capaz de reconocer en otros a los que ha profesado en público su devoción. Y en una huida hacia delante, con reminiscencias de sus orígenes, el académico se presenta ante el mercado con una novela, cómo no, académica como pocas, que sorprende en el mismo grado que desconcierta.

En primera instancia, El tango de la Guardia Vieja se sustenta en un armazón complejo, en el que tres historias distantes en el tiempo y que comparten protagonistas se engarzan elocuentemente, de forma eficiente y efectista, en una estructura que bebe mucho de la cinematografía. Encontramos también una historia solvente, a medio camino entre el folletín y la novela de espías, que nos recuerdan a la novelística clásica de principios del siglo XX,  gracias a unos personajes profundamente trazados y una prosa normalizada que ofrece destellos momentáneos de poderío (los pasajes barriobajeros en el Buenos Aires de finales de los años 20 son, justo es reconocerlo, excelentes). Nada que reprochar desde el punto de vista estético y, precisamente por ello, la novela termina siendo demasiado plana, demasiado pulida.

¿Dónde radica, a nuestro entender, el problema de El tango de la Guardia Vieja? En el miedo al cambio. Hay que tener en cuenta que para poder reinventarse Pérez-Reverte necesita romper con muchos años de escritura mecánica. Que tiene argumentos como escritor para hacerlo, nadie lo pone en duda. Pero si no lo ha logrado es porque parece tener miedo de que el cambio de registro provoque, a su vez, perder número de lectores. Pues esta novela, de fuerte temática romántico-canallesca, dejará fuera a muchos seguidores del autor, ávidos de aventuras y batallas historicistas, aunque probablemente se congratule con cierto sector del público femenino. Hay un riesgo que correr y la editorial lo sabe, de ahí la sorprendente campaña publicitaria que se está montando alrededor de esta obra.

Pero en la búsqueda de ese delicado equilibrio entre encontrar a un nuevo Pérez-Reverte como escritor -más atrevido literariamente hablando- y no alienar a sus legiones, es donde la novela hace aguas. En qué poca consideración parece tener el académico a sus lectores cuando, atemorizado por el hecho de que la estructura que plantea la novela sea demasiado alambicada, se dedica a salpimentar -torpemente, a nuestro juicio- las distintas escenas que van alternándose en el tiempo con detalles de época tan superfluos como identificar marcas al azar, ya sean de perfumes, relojes o vestimenta con los que el autor atavía a sus personajes. ¿No se da cuenta el autor que si, como teme, sus lectores no son capaces de seguir la estructura de El tango de la Guardia Vieja, por compleja, no serán tampoco capaces de identificar en qué época estamos por el mero hecho de que el personaje mire un escaparate de camisas Gath y Chaves? Este recurso, que se utiliza hasta la extenuación para garantizar la ambientación de la novela, nos resulta demasiado artificioso y cansino, pues suele ir acompañado de un exceso de descripciones innecesarias, desde nuestro punto de vista, ya que al lector moderno no hay que tutelarlo en demasía en estas lides descriptivas pues está sobradamente expuesto a lo audiovisual. Resulta pues que, en este caso, salvo que la voluntad del autor haya sido la de homenajear los "novelones" de principios del siglo pasado a las que hacíamos referencia anteriormente (en los que el escritor se tomaba su tiempo en dibujar cada estancia, cada gesto, cada pensamiento, cada detalle del personaje y su entorno), consideramos que la exhaustiva labor de documentación ha sido llevada al extremo y ha comprometido la fluidez de la narración.

Ni que decir tiene que, precisamente, el abuso de dicha técnica de ambientación ha provocado que la primera edición de esta novela haya visto la luz con un imperdonable error de ‘raccord’ (permítanme tomar prestado este término para hablar de literatura) pues, en un determinado momento de la historia (página 80), observamos a la protagonista leyendo El filo de la navaja de Somerset Maugham varios años antes de su publicación (error que el propio Pérez-Reverte ha reconocido en ese blog 'ad hoc' que se ha montado para promocionar la novela). A más inri, esta errata, que pretende ser corregida en futuras ediciones, convertirá la primera edición en una suerte de pieza de coleccionismo para tontos. Y sacamos este gazapo a la palestra no para hacer innecesariamente sangre sino porque creemos que viene a ejemplificar la queja que apuntábamos antes respecto al juego abusivo que ha practicado Pérez-Reverte con el asunto este de la ambientación espolvoreada, toda vez que el hecho de que la protagonista hubiera estado leyendo tal o cual novela no era relevante para la trama en absoluto. 

En cualquier caso, está claro que a estas alturas nadie le va a decir a Pérez-Reverte si escribe mejor o peor, si debe mejorar tal o cual aspecto, pues estamos ante un escritor por encima del Bien y del Mal. Pero lo cierto es que tras leer El tango de la Guardia Vieja nos ha decepcionado no tanto el armamento literario como el débil posicionamiento del autor. No hemos encontrado, por tanto, una verdadera rebeldía por parte de Pérez-Reverte en esta novela, cuyo único riesgo que presenta es una cuestión meramente temática o estilística. No hemos vislumbrado ese afán por trascender como narrador (esa cuestión que parece ir pregonando allá donde va presentando esta novela), por acercarse a esa prosa sonora que practican, por ejemplo, sus admirados Juan Manuel de Prada o Montero Glez. La realidad es que El tango de la Guardia Vieja, a pesar de mostrarse impoluto como artefacto literario, se queda estancada en la categoría de obra anodina que, si bien no insulta al lector en ningún momento -más allá de protegerlo en exceso- no brilla, para nada, en su conjunto.

28 diciembre 2012

En mi familia no se dijo nunca "te quiero"

¿Eres mi madre?

Alison Bechdel
 
Reservoir Books, 2012

ISBN: 978-84-397-2605-0
 
304 páginas

19,90 €
 
Traducción de Rocío de la Maya
 



Rafael Suárez Plácido

Lo que más sorprende y atrapa es la sinceridad. Ya al principio del libro, la protagonista de la historia, que se supone que está en pleno proceso de escritura del propio libro, se dice desesperada: “No se puede vivir y escribir al mismo tiempo.” Y ahí se resume una buena parte de las dificultades del proceso de creación, y no sólo de creación sino de vida, del autor contemporáneo. “No se puede vivir y escribir al mismo tiempo”, porque uno ha de ser vivir con la losa de haber opinado o fijado una opinión o, simplemente, contado su versión de los hechos de una historia, y más si se trata de su historia. He tomado de José Luis Piquero, uno de los pocos poetas contemporáneos que conozco, el verso que he usado para titular esta reseña. También aclarar que he utilizado el adjetivo “contemporáneo” al usar la terminología de Agamben, que a su vez toma de Nietzsche, que dice que “sólo lo intempestivo es actual” (o contemporáneo). Efectivamente, para cualquier creador contemporáneo, la presencia en el mundo que va a reflejar en sus obras es más un problema a solucionar, que una facilidad. El caso es que la mayoría de los autores que publican sus libros actualmente no son, en ese sentido al menos, contemporáneos y se sitúan al margen de la historia. Ser un autor contemporáneo exige un precio muy alto. No todos los autores o artistas están dispuestos a asumirlo. Alison Bechdel sí que lo hace. Ya lo hizo en su aclamado libro anterior, Fun Home: una familia tragicómica (Reservoir Books, 2008) y vuelve a hacerlo de nuevo, aun más si cabe, con este ¿Eres mi madre?, que se acaba de publicar en esta misma casa editorial.

La apuesta editorial era arriesgada. El subgénero gay-lésbico aún no ha tenido demasiados éxitos en el cómic en nuestro país. No hay un personaje “normal” en nuestro universo cultural, que sea gay o, muchísimo menos, lesbiana. Obviando el nombre pionero de Robert Crumb y las “poco atractivas” aportaciones de algunos autores pornográficos, no hay demasiadas referencias en nuestro 'mainstream' cultural (series, películas, cómic, música, novelas cuyos protagonistas o autores sean gays o lesbianas que militen como tales: artistas o personajes con esa tendencia sí los hay, claro), lo que en Estados Unidos es muy diferente. Pero es que lo más interesante de estas dos obras que nos han llegado hasta el momento de Alison Bechdel es que la inclinación sexual de sus personajes no es más que un elemento anecdótico, un rasgo más de unas biografías poco ortodoxas que, a veces, toma cierto protagonismo, aunque nunca es lo esencial. Lo cierto es que Fun Home lleva ya publicadas varias ediciones en nuestro país y ha obtenido un considerable éxito crítico que ha transcendido del universo del cómic, para entrar en ese otro mundo a veces tan impermeable que es el literario. Y también es cierto que la expectación que ha generado este ¿Eres mi madre?, no se conocía, excepto quizás en las obras de Art Spiegelman.

La novela gráfica está viviendo un periodo de casi esplendor en nuestro país. Los nombres pioneros quizás sean Will Eisner, Osamu Tezuka, Guido Crepax, y Art Spiegelman. A partir de ahí cada año aparecen autores nuevos (Craig Thompson, Daniel Clowes, Frederick Peeters, David Lapham, Jiro Taniguchi, Joe Sacco) cuyos libros logran una cierta repercusión. Alison Bechdel viene a unirse a este grupo con estos dos libros. Si Fun Home, era el retrato de una familia y, especialmente, de la figura del peculiar padre de la autora, aquí el foco va centrándose en la relación entre ella misma y su madre. Algunos de los recursos que destacaban en el primer libro (dibujos muy cuidados a dos tintas, con máxima atención a los detalles, textos interpolados de autores clásicos que leían el padre y la niña, constante presencia de la voz en 'off' en primera persona de la narradora, alternancia pasado-presente en la historia, exposición explícita de todos los detalles necesarios y más rasgos que conseguían que el lector se sintiera como un habitante más de esa clase media, con gusto artístico y cultural, de una Norte América casi actual) se repiten en este segundo, con una importante presencia onírica, cada capítulo se inicia con un sueño, en homenaje a esa importante disciplina del Psicoanálisis que es la interpretación de los sueños.
 
Todo es más fácil o mejor, más gratificante, para el lector que coincida en su gusto o lecturas con los autores que se citan en este libro: Virginia Woolf, la que más, sin duda una pista a seguir a la hora de tratar de entender la estructura del libro, por su narrativa y sus diarios. Todo el libro se estructura en torno a la bipolarización que se da entre la propia autora y su madre, que prácticamente no coinciden en nada, más que en el cariño -amor sería más exacto- que se tienen. La hija es lectora de Virginia Wolf y la madre de Silvia Plath, por ejemplo. La hija es lesbiana; la madre se ha casado –con hombres- varias veces. La hija dibuja una tira cómica con protagonistas lesbianas; la madre es, además de madre, profesora, reseñista de libros y actriz. La hija lleva una vida sexual promiscua, aunque casi siempre tiene pareja y esa promiscuidad no está permitida ni por ella misma ni por su pareja; la madre es siempre fiel a su pareja del momento. La hija lleva más de veinte años tratándose con psicoanalistas; la madre hace cada día el crucigrama del New York Times de papel, y así podríamos seguir la interminable lista de matices que las separan. Pero me quedo con que esas psicoanalistas que trataban a la hija han sido algunas de las pocas personas que la han entendido de veras en su vida (es imposible no adorar a Jocelyn, la figura de la madre que nunca ha tenido). Y esta necesidad creada le ha llevado a estudiar con interés a algunos de los principales autores de este tipo de pensamiento, para llegar a comprenderse así mejor a sí misma y a su madre: y, claro, junto a Freud, aparece el nombre a través del cual discurre toda la obra: Donald Winnicott.
 
Winnicott es un psiconalista inglés, el creador de la teoría de los objetos transicionales. Fue un personaje bastante excéntrico que también tuvo cierta relación con el grupo de Woolf, aunque estos no se llegaran a conocer personalmente. Estas casualidades o pequeñas e inexplicables coincidencias son muy del gusto de la autora para explicar por qué trae un personaje a escena. No lo hace, como pudiera parecer, por falta de cohesión o necesidad de estructurar el libro. No sería necesario. Más bien tiene que ver con una cierta teoría de los vasos comunicantes, según la cual todo lo que se nos viene a la cabeza o lo que nos ocurre tiene una explicación y algún motivo. Cuando no lo encontramos es porque, simplemente, no lo hemos buscado lo suficiente. Las obras de Alison Bechdel tienen una estructura aparentemente caótica pero, realmente, muy cerrada que atrapa al lector. Hay muchos modos de llegar a cualquiera de sus libros, pero lo que es más difícil es salir de ese universo misterioso que nos atrapa: el de las relaciones con nuestro entorno más próximo. Dice Bechdel que este libro le ha costado más que el primero. Lo dice porque la otra figura retratada es su madre, la persona más importante de su vida, que aún está viva y a la que admira, aunque no recuerda que en su familia se dijera nunca “te quiero”. También la presión de haber alcanzado con Fun Home tanto éxito le mantuvo paralizada durante un tiempo. Deseaba hacer otra obra que mantuviese la altura de la primera. Acérquense a cualquiera de las dos. Es, como toda la buena literatura, una manera impagable de conocer más a los que nos rodean, de conocernos más a nosotros mismos.

27 diciembre 2012

El sueño y los monstruos

Las tribus de Israel. La batalla interna por el Estado judío

Ana Carbajosa

RBA, 2011

ISBN: 978-84-9867-988-5

280 páginas

20 

Prólogo de Enric González


Ilya U. Topper 

Érase una vez un hombre que tenía un sueño. El hombre se llamaba Theodor Herzl, era ateo y su sueño era reunir a todos los judíos de Europa en un territorio propio, un Estado Judío. Agonizaba el siglo XIX y aquel sueño y aquel hombre parecían venir cargados de razón. Le daba un poco igual dónde, pero al final consensuaron que iba a ser en Palestina, porque a los religiosos les gustaba tanto soñar con celebrar el Año Nuevo que viene en Jerusalén.
 
Un siglo más tarde, la periodista Ana Carbajosa se dedica a analizar qué ha pasado con aquel Estado Judío. Una especie de foto fija, una instantánea de los resultados de un sueño. Y como ya advirtiera Goya, son monstruos.
 
Ana Carbajosa no habla del sueño, o muy de pasada. No hace un recorrido histórico ni presenta a Herzl: para eso hay otros libros (el mejor lo comentamos aquí hace poco, el viaje del gran Albert Londres en 1930 por los gélidos infiernos de los judíos). Ella habla de los monstruos. Los hace pasar revista, uno por uno. Y es para asustarse.
 
Ahí van: Los ultraortodoxos. Los mizrajíes y demás judíos de segunda. Los colonos. Los activistas de izquierda. Y los palestinos con pasaporte israelí, los llamados árabes israelíes.
 
Asustan todos. De los ultraortodoxos, los haredíes, aquellos “que tiemblan” ante Dios y esperan al mesías, pero mientras tanto se dedican a salvar su alma cortando el papel higiénico por entre dos líneas de perforaciones en sábado, ustedes igual ya saben algo, si me han hecho caso y se han comprado Orgullosas y asfixiadas, de Anna García, como les recomendé aquí. Pero la galería de horrores que se intuye como entre sombras en el libro de García, aquí va fotografiada bajo una luz inclemente, los focos del periodismo conciso. Sí, créanselo: también las patrullas de recato de los judíos ultraortodoxos lanzan ácido a la cara de las chicas que van guapas; esto no sólo ocurre en Afganistán.
 
Los colonos. El que esto firma sólo pasó (disfrazado) un mes con ellos, precisamente en el asentamiento cuya alcaldesa es la dirigente entrevistada aquí: Daniela Weiss. Y me quito la kipá ante la precisión con la que Carbajosa describe el mundo mental de estos tipos que se creen pioneros en el Lejano Oeste, claveteando palizadas contra los pieles rojas sin quitarse la metralleta que llevan en bandolera: un buen palestino es un palestino muerto. Están todos: los muy creyentes, los menos creyentes, los casi hippies –pero no menos colonos y no menos seguros de que Dios les asignó esta tierra mediante contrato escrito– y los que no tienen donde caerse muerto pero tampoco conciencia.
 
Los activistas, polo opuesto a los colonos, también asustan, no por lo que son –son gente como usted y yo, gente que reacciona como reaccionaría cualquier persona que no haya sido transformada en monstruo por cien años de sueño– sino por su número. Por su escasísimo número. Y por los ingentes esfuerzos que tienen que hacer para poder hablar de cosas como paz o derechos humanos, términos que, como no deja de repetir Uri Avnery, son hoy en Israel palabras sucias, esas que no se pronuncian entre gente decente.
 
Los mizrajíes, más que asustar, entristecen. Mizrajíes es el término que engloba a todos los judíos de los países llamados árabes, desde Marruecos a Iraq y Yemen, también a bereberes, kurdos, persas, turcos, caucásicos... (a veces los llamamos sefardíes, pero sefardí sólo es  la élite castellanoparlante de este grupo heterogéneo). Es decir, eran árabes, bereberes, kurdos y persas de fe judía a los que el sionismo –y las circunstancias políticas provocadas por el sionismo– arrancó de sus patrias y trasladó a la Tierra Prometida. Donde se encontraron con que sus correligionarios y patrones asquenazíes, es decir alemanes, rusos, rumanos, húngaros, polacos, checos, moldavos, los trataron como mano de obra barata y despreciada. Y como baluarte contra el despiadado enemigo árabe. Sólo que ese despiadado enemigo era igual que ellos: hablaba su idioma, escuchaba la misma música, comía platos similares, se reía igual. 
 
“Puentes imposibles” llama Ana Carbajosa este capítulo, y es un capítulo para llorar (si no, pónganse de fondo música sefardí, cantada por una argelina a la que hace un año expulsaron de la Orquesta Andalusí de Israel por ser mujer). Porque los árabes, bereberes, kurdos y persas podrían haber elegido hermanarse con aquellos que les eran semejantes, compañeros no sólo en su cultura sino también en la explotación laboral y el desprecio del patrón blanco. No lo hicieron. O no les dejaron. Para no ser confundido con el enemigo, del que nada les distinguía, los mizrajíes se convirtieron en los sionistas más fervorosos, los más decididos a odiar a los “árabes”, los más entregados a un integrismo religioso que distaba años luz de sus creencias, pero en el que fueron adoctrinados por teólogos lituanos, algo así como la secta talibán del judaísmo.
 
Esto fue en los años cincuenta y sesenta, pero no se ha superado. Acompañen a Ana Carbajosa en su paseo por un mercado israelí intentando hablar en árabe con aquellos que aún lo dominan. La destrucción consciente de las ancestrales culturas judías mizrajíes y su transformación en un bloque lituano-integrista quizás no sea más cruel que la opresión que el gobierno de Israel inflige cada día a los palestinos, pero es uno de los mayores monstruos que ha parido el sueño de Theodor Herzl.
 
Y están los palestinos con pasaporte o, como los llaman allí, árabes israelíes. Estos ciudadanos de tercera, un 20 por ciento de la población, relegados a un espacio en el que no molestan, porque ellos son el resto del enemigo al que no se pudo expulsar, pero que se ha conseguido neutralizar. Mas si estos no son monstruos, protestarán ustedes. Son simples ciudadanos a los que les ha tocado vivir en un país que no les reconoce como tales, y en el que tienen suficiente con intentar sobrevivir. Sí, pensaba yo. Pero Ana Carbajosa ha ido a hablar con ellos y, sobre todo, con ellas. Y resulta que al igual que en los territorios ocupados, se están entregando en masa a los jeques islamistas. Por los mismos motivos: porque ante la desesperación, uno acaba recurriendo a Dios. Y a la mezquita, al velo y la represión sexual y todas esas cosas. No son tan severos, tan despiadadamente fundamentalistas como los judíos haredíes, en la barriada de al lado. Aún no. Pero el monstruo está apenas levantando su cabeza, y el sueño de los herederos de Herzl lo sigue alimentando. Ya verán.
 
Si Goya volviera, leería Las tribus de Israel antes de ponerse a pintar.

26 diciembre 2012

Una revolución con mucha cara



El alma del mundo

Miguel Ángel Sánchez y Nuria Tesón

Lunwerg, 2012

ISBN: 978-84-9785-838-0

238 páginas

24,50 €



Alejandro Luque

No deja de ser una paradoja que Caravaggio, maestro de la luz, haya pasado a la posteridad como pintor de las sombras. El milanés fue probablemente el primero, y sin duda el mejor, en ese intento de extraer la claridad de los rostros y de los cuerpos en un tiempo ahogado en tinieblas. Algo parecido pensamos ante los retratos del joven fotógrafo Miguel Ángel Sánchez, donde la claridad parece emanar siempre de las miradas, cuando no directamente del interior de sus modelos, de ese misterioso reducto que llamamos el alma.

Afincado en El Cairo desde hace un par de años junto a su compañera, la periodista Nuria Tesón, Sánchez se propuso abrir un estudio en la capital egipcia, por el que habrían de desfilar gentes de toda índole y extracción social, de intelectuales a artesanos, y de celebridades a anónimos buscavidas. El método a seguir era ganarse primero la confianza de unos y otros y, sólo entonces, exponerlos ante la cámara, sin los inconvenientes reparos que suelen suscitar las lentes y los 'flashes'. En el curso de este proyecto estalló la Revolución Árabe, la plaza Tahrir fue el centro de las miradas de todo el mundo, y el archivo del artista madrileño cobró un nuevo sentido: los individuos retratados pasaban a ser, a golpe de actualidad, personajes en escena, actores del gran teatro de la Historia.

El volumen que finalmente ha visto la luz con el cuidado habitual de la casa Lunwerg reúne 80 piezas que muestran, de un modo a la vez panorámico y atento a los detalles, los contrastes de la sociedad egipcia actual. Y aunque el concepto tiene cierta vocación de inventario, la ambición en la prosa de Tesón, dotados de una carga lírica que sortea muy bien ternurismos y melindres, eleva el resultado final a la categoría de espléndida obra literaria y visual. La reportera, que bien podría haber sacado un reportaje de cada uno de los modelos, acierta al brindarnos textos subjetivos, fuertemente ligados a la experiencia personal y bien meditados, insertos en esa tradición de crónica naturalista de tanta raigambre en Egipto, que alcanzó su cima con el Nobel Mahfuz.

Repararán en que he eludido hablar de prosa “que acompaña a” las imágenes, porque pocas veces un libro de estas características guarda un equilibrio tan medido: las palabras acompañan a las fotografías en la misma medida en que éstas acompañan a aquéllas, de tal suerte que la mirada oscila de un lado a otro, sin que se advierta en ningún caso material de relleno. Podría haber sido un simple libro de retratos o una recopilación de textos, pero unos y otros salen ganando con la feliz reunión en este único volumen.

Somos muchos los que hemos viajado alguna vez a Egipto y hemos regresado con la frustrante sensación de haber visto desfilar ante nuestros ojos un montón de postales más o menos pintorescas. De la lectura de El alma del mundo, sin embargo, es imposible salir sin la certeza de habernos acercado a una parte de la verdad de ese país asombroso y terrible. Cada cual escogerá sus favoritos; personalmente, me quedo con la plasticidad de Kirolos Nagy, el activista, y el artista Ganzeer, que parecen fugados de un lienzo de Ribera o Zurbarán; con la mirada de la madre de Khaled Said (joven que se convirtió en un símbolo de resistencia tras ser asesinado por la policía en 2010), la conseguidora Marina y la de Merbat, la flor del desierto, por las que Rembrandt habría dado un meñique; con la sonrisa de dorada de Mamduh y los rostros contusos de los activistas y del periodista que fue víctima de una turba enfurecida.

Porque, a diferencia del conocido lema de los internautas Wu Ming -Esta revolución no tiene rostro-, la revolución egipcia ha tenido y tiene muchas caras: tantas como personas clamaron por derrocar una dictadura feroz, tantas como voces exigen ahora algo más que apaños cosméticos y satrapías encubiertas. Nos hemos habituado a ver en las noticias muchedumbres vociferantes, tiendas de campaña y masas en movimiento, pero casi nunca nos es permitida la contemplación pausada de esos rostros. El trabajo de Sánchez y Tesón nos permite hacerlo y comprobar, en fin, que el rostro de la revolución egipcia es sereno, hermoso e implacable.
 
[Publicado en Mediterráneo Sur]

24 diciembre 2012

Gato por liebre


Aquí y ahora. Cartas (2008-2011)

Paul Auster y J. M. Coetzee

Anagrama & Mondadori, 2012

ISBN: 978-84-397-2632-6

265 páginas

18,90 €

Traducción de Benito Gómez Ibáñez y Javier Calvo


Coradino Vega

Para cualquier seguidor de ambos o de uno u otro, lo cual no es de extrañar dado el éxito del primero y el sólido prestigio del segundo, esta recopilación de la correspondencia reciente entre Paul Auster y Coetzee se presentaba a priori cuando menos prometedora. Los dos escritores se conocieron en el Adelaide Literary Festival de hace cuatro años, y a partir de ahí Coetzee propuso a Auster iniciar una relación epistolar en una suerte de estimulación recíproca o juego intelectual ente colegas. Las cartas abarcan un arco de tiempo que va del estallido de la burbuja financiera de 2008 hasta las revoluciones árabes de 2011 y, oportunamente, comienzan hablando de la amistad. Los demás temas —el deporte, la escritura, las críticas, el cine, el incesto o el insomnio, por mencionar sólo algunos— van surgiendo luego, poco a poco, con una espontaneidad no siempre atendida por el destinatario, pues muchas propuestas quedan sin desarrollar y la primera parte al menos, más que un análisis dialogado de un asunto u otro, adopta el aire de una tormenta de ideas sin resolver.

Ambos emisarios cuidan con gusto el arte de la carta como si fuera lo que realmente es: un uso en vías de extinción. Auster las escribe a máquina. Coetzee las envía a veces por fax o, si tiene algo urgente que comunicar, se las adjunta a la mujer de Auster, la también novelista y ensayista Siri Hustvedt, por e-mail. A ambos parece no gustarles la deshumanización de las nuevas tecnologías. Pero aunque compartan ciertas opiniones y una común nostalgia por un mundo de ayer más cultivado y atento que el de hoy, lo normal es que el diálogo se convierta en un intercambio de puntos de vista prudentemente velado, sobre todo por parte de Auster, tras una almibarada cordialidad de viejos caballeros que sobreviven, más que bien, entre las ruinas del presente. De este modo, cualquier conato de dialéctica queda erradicado por la amabilidad, la concesión, el afecto o el excesivo respeto. Podría decirse que ambos escritores se tratan de tú a tú, aunque esa aparente igualdad queda matizada por lo que parecen ser dos temperamentos bien distintos. Coetzee se muestra más reservado, cautelosamente más seguro, con una notoria inclinación hacia la referencia teórica y un ingenio menos interesante que la inteligencia que muestran sus libros. Paul Auster, en cambio, adopta un rol más mundano, más flexible y afable aunque trufado por una tendencia a mencionar su propia obra que, más que un acto de vanidad, se antoja como una especie de mecanismo de defensa. A ambos les tiran sus cosas: a Coetzee, la lingüística, las matemáticas, los animales, la exigencia crítica y las opiniones políticamente incorrectas, expuestas aquí de forma mucho más tosca e inocua que, por ejemplo, en Diario de un mal año. A Auster, por su parte, le motiva más hablar de béisbol, dejar claro su progresismo compatible con el glamur de los festivales (“soy un firme creyente en la felicidad universal”), e insistir en las casualidades y el azar en lo que parecen pequeñas caricaturas manieristas de sus mejores novelas. Los dos comparten alguna afición, la debilidad por Beckett y un ideal áurico de la figura del escritor aderezado de su correspondiente tópico romántico.

Por lo demás, y aparte de lo elegantemente bien que están escritas (si exceptuamos alguna indulgencia del tipo “querido abuelito”, como se atreve a llamar Auster a Coetzee en una ocasión), estas cartas tienen el interés que el fan incondicional o el lector atraído por las estadísticas deportivas puedan darles. Las opiniones políticas vertidas en ellas resultan tan vaporosas como consabidas. Y lo mismo sucede con sus ideas sobre los críticos literarios (a raíz de un enfado de Auster con James Wood), la escritura o las nuevas tecnologías (“los viejos somos notoriamente ciegos a las virtudes de los jóvenes”, reconoce Coetzee). Por lo que no deja de sorprender que un escritor tan riguroso y poco autocomplaciente como Coetzee, en cuya obra resulta tan difícil hallar un solo lugar común y que siempre ha parecido tener como principio “si no tienes algo diferente que decir, lo mejor es callarse”, haya consentido la publicación de este libro que, precisamente por ser fruto del entretenimiento ocioso y carecer de la sustancia de sus ensayos y novelas, aburrirá en especial a sus lectores habituales.

[Publicado en La Tormenta en un Vaso]

21 diciembre 2012

Breve reseña para un mundo aterrador

Nueva Cultura del Apocalipsis

Adam Parfrey

Valdemar, 2012. Colección "Intempestivas"

ISBN: 978-84-7702-726-3

688 páginas

31,50 €

Traducción de Santiago García



José Martínez Ros

En 1988, el editor neoyorquino Adam Parfrey publicó una muy sorprendente antología de textos, Cultura del Apocalipsis, en la que mostraba lo que podríamos llamar los istmos más extremos de la contracultura contemporánea de Occidente (o más bien de sus subculturas más tenebrosas). Doce años después, y aprovechando el clima “milenarista” del momento, Parfrey publicó una segunda parte, que ahora traduce Valdemar, y que probablemente supera, en cuanto a nivel de bizarrismo a la primera y a cualquier otro libro que un lector mentalmente sano haya tenido jamás entre sus manos. Pondremos algunos ejemplos:

- ¿Sabían que diversos grupos fundamentalistas cristianos desean clonar a Jesús a partir de las diversas reliquias, como la Sábana Santa, que supuestamente conservan material biológico de Nuestro Salvador y de esa manera acelerar el fin de los tiempos? Según sus promotores, su plan ya estaba predicho en diversos capítulos de La Biblia. “En él tenemos la redención a través de su sangre” (Éfesos 1, 7). Los interesados pueden hacer donaciones al proyecto en la web www.clonejesus.com.

- “Programa cultural islámico de asesoría matrimonial gratuita. Entiende a tu esposa”. Un documento que se inicia con la memorable frase: “Hermanos , no pongáis nunca vuestro pene en la boca de vuestra mujer…”.

- Un gélido y muy bien narrado (por momentos, parece que estamos leyendo al propio Yukio Mishima) artículo del novelista y filósofo inglés Colin Wilson, famoso precisamente por su tendencia a la hipertextualidad compulsiva, la metaficción y su interés por temas como los OVNIS, el satanismo, la reencarnación , las diversas teorías de la conspiración y las formas no convencionales de religiosidad, sobre el caso del caníbal japonés Issei Sagawa, que asesinó y devoró parcialmente a una compañera de estudios holandesa en 1981 en París.

- Judíos por Hitler. Homosexuales nacionalsocialistas. Creo que no es necesario añadir más.

- ¡Las esclavas sexuales del Nuevo Orden Mundial! Pornografía literaria para paranoicos. Lean las (ardientes) confesiones de mujeres que, en trance hipnótico, descubren que fueron condicionadas mentalmente para servir de juguete sexual a líderes mundiales como Ronald Reagan, Bob Hope (sí, Bob Hope, el humorista), Gerald Ford, Dick Chenney, Kris Kristofferson (el cantante 'country' y actor), la familia Bush al completo, Hillary Clinton, Elvis, el Príncipe Carlos de Inglaterra, Frank Sinatra, Kareem Abdul-Jabbar, Neil Diamond y un larguísimo etc. He de decir que no me esperaba lo de Neil Diamond.

- Decenas de cartas recibidas por Anton LaVey, el fundador de la Iglesia de Satán, de personas interesadas en pertenecer a su congregación. ¡Sirva al Maligno y mejore su vida!

- Un literalmente estremecedor estudio donde compara las declaraciones de varios pedófilos y violadores convictos y confesos y fragmentos “literarios” extraídos de diversas publicaciones eróticas legales dirigidas al público masculino. Muchas, demasiadas, líneas convergentes.

- Panfletos de grupos supremacistas blancos que denuncian que Estados Unidos está siendo invadido por musulmanas que ocultan ántrax en sus vaginas.

Y hay mucho más.

Muchísimo más. No creo que exista la menor posibilidad de que el lector -cualquier lector- no se sienta ofendido, molesto, irritado, escandalizado o, simplemente, aterrado y acongojado por alguno de los capítulos que conforman este libro. ¿Por qué, entonces, deberían leerlo? Sobre todo, porque en él no hay ni una línea de ficción. Lo que encontramos son los productos marginales de nuestras sociedades democráticas, del capitalismo avanzado, textos hijos “de una época tan confusa, tan mutada, tan perfecta: perfectamente triste, perfectamente degradada, perfectamente corrupta”, como escribe Parfrey, que también señala en el breve e iluminador prefacio: “no prestar atención al material incluido aquí no erradica su existencia”.

20 diciembre 2012

Mecánica del poder


Desnudez

Giorgio Agamben

Anagrama, 2011. Colección "Argumentos"

ISBN: 978-84-339-6332-1

151 páginas

15 €

Traducción de Mercedes RomanoMaría Teresa D’Meza y Cristina Sardoy



Rafael Suárez Plácido

La obra de Giorgio Agamben transita entre tres de las influencias clave del pensamiento de la segunda mitad del siglo XX: por un lado, Martin Heidegger -de quien fue alumno entre 1966 y 1968-, por otro, Walter Benjamin -de quien es uno de los editores de su Obra Completa en italiano- y finalmente, Michel Foucault, de quien ha retomado sus estudios de Biopolítica para dejarnos su aportación más argumentada y estructurada, hasta el momento: la idea del 'Homo Sacer', que muy a grandes rasgos podríamos traducir como “hombre vigilado” en un constante “estado de excepción”. Foucault ya sostuvo que uno de sus precedentes era la figura del "panóptico", ideado a fines del s. XIX por el inglés Jeremy Bentham, un artefacto, una construcción, que permitía mantener vigilados constantemente, con un solo vigilante, a un gran número de personas. Desde luego, habría que pensar que nos estamos refiriendo a personas que estén cumpliendo una pena por algún delito. Foucault ya adelantó que en esos tiempos era absolutamente confundible e intercambiable una prisión que un colegio, o que una fábrica o un convento, a todos había que vigilarlos constantemente, a todos se les presuponía culpabilidad. Uno de los ensayos de este libro, el llamado “Identidad sin persona”, redunda en los orígenes de este concepto. Y es llamativo porque ese origen es la idea de que todos deseamos ser reconocidos por los otros. Todos somos, en tanto que los demás saben que somos. Sólo a través del reconocimiento de los otros, el hombre puede constituirse como persona.

El camino es largo, y va desde la antigua Roma, donde la máscara que supone nuestra identidad, es la que nos proporciona una identidad social y un rol, hasta la edad moderna, en la que se comienzan los “censos pormenorizados” de la población reclusa. Pero siempre, lo que empezó siendo un un modo de reconocer a los reclusos y a los reincidentes, termina convirtiéndose en el modo de controlar a todo el resto de la población: medidas anatómicas, fotos, huellas dactilares… Todos estos elementos han pasado a formar parte de nuestro actual D.N.I. Por eso es muy fácil pensar que todos los censos que se continúan proponiendo para la población reclusa en cualquier país del mundo formarán parte de la identidad de la próxima generación. Es una forma de explicar ese permanente “estado de excepción” en el que nos hemos asentado. Comenta Agamben que la industria del sector biométrico recomienda que se acostumbre a los niños a este tipo de controles en comedores escolares, escuelas secundarias e incluso primarias… Un triste panorama, no sólo por lo que es en sí, sino por la manera en que se programa ir introduciendo esto en nuestras vidas, hasta que llegue el momento, siempre llega, en que se verá como algo normal: justo y necesario.

En este mismo  sentido, de la búsqueda de los mecanismos del Poder, abunda el ensayo: “Sobre lo que podemos no hacer”. Hace ya bastantes años que sabemos que el Poder actúa sobre la potencia del hombre, es decir, separándolo de lo que puede hacer. Ahora Agamben nos propone que también actúa sobre lo que pueden no hacer. “Impotencia” no significa sólo ausencia de Potencia, “no poder hacer”, sino sobre todo “poder no hacer.” “Es sobre esta otra y más oscura cara de la potencia sobre la que hoy prefiere actuar el Poder que se define irónicamente como "democrático", que separa a los hombres de lo que pueden no hacer.” Claro, sólo así entendemos que se pueda llegar al caso de argumentar como delito el no hacer algo o no decirlo. El no responder a un hecho de una manera determinada.

Como ya hizo en algunos de sus libros anteriores, Agamben ha reunido aquí una serie de ensayos, algunos escritos para conferencias o seminarios, y otros directamente para su publicación en este volumen. El denominador común, claro, es el propio autor: sus lecturas, su búsqueda en fuentes clásicas y en los textos sagrados, y en esos autores críticos algunos de los cuales ya he mencionado. En el primero de los ensayos, “Creación y salvación”, considera cada uno de estos dos hechos, originariamente propios de lo religioso, como el objeto actual de la Poesía y de la Filosofía respectivamente. Pero siempre considerando que son dos objetos en uno, íntimamente relacionados, lo que explica que “Platón era, en el origen, un poeta trágico que, mientras se dirigía al teatro para hacer representar su trilogía, escuchó la voz de Sócrates y quemó sus tragedias para dedicar se de lleno a la Filosofía.” Aun así, Filosofía y Poesía han de ir juntas: “Una obra crítica o filosófica que no mantenga de algún modo una relación esencial con la creación está condenada al vacío, así como una obra de arte o de poesía que no contempla en sí una exigencia técnica está destinada al olvido.”

El ensayo que más me ha interesado es “¿Qué es lo contemporáneo?” Se parte de formular dos preguntas esenciales: ¿De quién y de qué somos contemporáneos? y ¿Qué significa ser contemporáneo? Agamben toma una cita de Roland Barthes: “Lo contemporáneo es lo intempestivo.” Este aparente oxímoron, ya que “intempestivo” hay que tomarlo en el sentido de “inactual”, procede de Nietzsche, cuando escribe: “Esta consideración es intempestiva porque intenta entender como un mal, un inconveniente y un defecto algo de los cual la época, con justicia, se siente orgullosa, esto es, su cultura histórica, porque pienso que todos somos devorados por la fiebre de la historia y deberíamos, al menos, darnos cuenta de ello.” En este texto hay dos expresiones que comentar: la primera el “con justicia” que me sorprende. Si la época se siente orgullosa “con justicia”, no entiendo cuál es el problema, ni por qué hay que darse cuenta de ello. Y la segunda es precisamente esta última. No se trata ya de cambiar algo, sino de “al menos, darnos cuenta de ello.” Es de alguna manera asumir que es muy difícil solucionar los problemas, pero es mejor conocerlos que vivir conformes en la ignorancia.

Agamben también nos propone su propia definición de lo contemporáneo: “es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad.” El poeta contemporáneo, el filósofo contemporáneo, puede percibir sus luces, pero lo que le caracteriza es la visibilidad de lo oscuro.

El ensayo que da nombre al libro es también el más extenso: “Desnudez”. Se trata de un recorrido por el concepto de Desnudez e Imagen, o Gracia y Pecado, a lo largo de los siglos. El detonante es una 'performance' de Vanesa Beecroft, en la que cien mujeres desnudas, están de pie inmóviles e indiferentes ante la mirada de unos visitantes, todos hombres y vestidos, que han estado haciendo una cola para entrar en la sala. Tras una vuelta casi militar, los hombres se alejaban con embarazo del lugar. A partir de ahí, el autor desarrolla una hipótesis que va argumentando con ayuda de textos sagrados y de estudios teológicos, sobre qué es la Desnudez y qué es el Pecado. ¿Estaban realmente desnudas las modelos? ¿O han de darse otras características para pensar que estamos desnudos? Adán y Eva estaban desnudos en el Paraíso, y no fue hasta que Dios les echó de allí y les condenó al Pecado, que no tuvieron conciencia de esa desnudez. ¿Qué escribieron Aby Wartburg y Walter Benjamin al respecto? ¿Estamos realmente desnudos cuando realmente lo estamos, o sólo en determinadas circunstancias? ¿Es necesaria la desnudez o puede ser, incluso un freno en algunas circunstancias? O lo que es más importante: ¿qué es estar desnudos? ¿Cuándo estamos desnudos?

Estos son algunos de los motivos que llevan a reflexionar a Giorgio Agamben, siempre apoyándose en una bibliografía en la que Aristóteles, Agustín de Hipona, Nietzsche, Wartburg y Walter Benjamin son protagonistas y viajan en primera clase. He visto por ahí que el nuevo trabajo de Agamben se llama Opus dei. Promete ser muy interesante, tanto como este Desnudez y los demás trabajos que ha ido ofreciéndonos este hombre culto e inquieto que ama Sevilla.

19 diciembre 2012

La caída del imperio romano contada por uno de sus soldados



Todo empezó con Obdulio

Bosco Esteruelas

El Garaje, 2012

ISBN: 978-84-940285-1-9

370 páginas

18 €




Daniel Ruiz García

Imagino que conocen la historia. Trascendió en los confidenciales: un editorialista de larga trayectoria en El País tuvo la mala ocurrencia de desatar su bilis profesional en un relato, en principio pensado para una difusión íntima y limitada, en el que ponía a caer de un burro a uno de los gerifaltes del periódico, y de pasada a su director. No sé si el protagonista, al que el editorialista bautizó con el nombre de Obdulio, les recordará a alguien: un histórico de El País, cercano a la cúspide de Prisa, de origen canario y voz aflautada, chaparrito y con un gusto por la adulación rayano en lo compulsivo; vinculado a la división editorial del grupo, muy amiguete de Saramago y con una querencia cansina por Serrat. El caso es que el relato, finalmente, por los meandros de la mala sangre, la envidia y el arribismo pasillero tan propio de las empresas reconcentradas de resabio, acabó en manos de quien no debía leerlo, y el editorialista fue sometido a un proceso de mobbing y presiones que derivó, finalmente, en su despido.

Aquella historia bien podría servir de prólogo a todos los infortunios que finalmente han venido acechando al medio que durante varias décadas ejerció como estandarte del periodismo patrio y como hoja de ruta intelectual de la progresía española, y a cuyo lento desmoronamiento venimos asistiendo nadie sabe muy bien si por mala gestión, falta de miras, exceso de vanidad o las tres cosas a la vez.

Todo empezó con Obdulio narra la historia de aquel editorialista y de aquel cuento, que se presenta como la pieza inicial de la novela, como una especie de prueba documental que sirve de base para el desarrollo argumental. Es la historia de una ficción y de una realidad que la supera, a cargo de Bosco Esteruelas, el editorialista que sufrió en sus carnes una caza de brujas interna propia del maestro McCarthy y que se rodea de la rabia suficiente para construir una novela con buen pulso y sobre todo mala leche a raudales, a lo largo de cuya lectura resulta difícil no abandonar la sonrisa maliciosa.

Uno de los retratos más duros y sustanciosos, como no podía ser de otro modo, es el que se hace de Juan Luis Cebrián, rebautizado como Antonio Diéguez (“el Gran Hacedor”), a quien se dibuja con un tono caricaturesco bastante punzante y algo mortadelesco, que vive consagrado al mito de Rosebud, una especie de Ciudadano Kane pero en su versión más indigna y desquiciada. También pasan por el rodillo otros personajes claves de El País, como Javier Moreno o Javier Valenzuela, así como otros muchos como el empresario Jaume Roures o el propio Rodríguez Zapatero.

No hay duda de que a Esteruelas se le da bien la sátira, pero sin duda lo más valioso del libro es la descripción del ambiente profesional opresivo que vivió durante sus últimos meses en El País. Un ambiente que, lamentablemente, muchos profesionales de ese mismo medio y de otros muchos vienen padeciendo en los últimos tiempos debido a la implacable crisis que azota a los medios de comunicación tradicionales y que nos convierte tristemente a los periodistas en uno de los primeros grupos profesionales en el ranking del desempleo. La estrategia de la confusión, del silencio, del secretismo y del rumor que padece Esteruelas a lo largo de sus meses como apestado en el periódico no se me antojan muy distintas de las que muchos colegas me narran a menudo en primera persona. Bien mirado, el propio Esteruelas tuvo suerte de abandonar la nave a tiempo: cada vez existe más conciencia de que en El País hoy sólo quedan despojos.

El libro de Esteruelas me parece un libro valiente. Pero la valentía tiene escasa retribución. Sin desmerecer a El Garaje Ediciones, me cuesta comprender que Todo empezó con Obdulio no haya merecido una difusión y alcance más potente. En realidad es una aseveración retórica: no sólo no me cuesta comprenderlo, sino que es del todo comprensible desde la lógica empresarial e institucional. Aunque se le presupone el valor de hacer bullir ideas, reflexiones y denuncias, el sector editorial no es menos ajeno al miedo que cualquier otro sector empresarial. Más que nunca hoy, me atrevería a decir, cuando el libro, como el periodismo, como en general toda la industria de eso que se llama la producción de contenidos, vive los peores momentos que ninguno recuerda.

Pero está la ética personal. Es la que me anima a recomendar a colega periodistas y lectores este interesante libro. Ayuda a comprender bien la deriva de El País y en buena medida de los medios de comunicación en España.