31 octubre 2011

Houellebecq en Carabanchel



Ejército enemigo

Alberto Olmos

Mondadori, 2011

ISBN: 978-84-3972-463-6

288 páginas

18,90 €




José Martínez Ros

De las seis novelas anteriores de Alberto Olmos, sólo he leído El talento de los demás y recuerdo que no tuve una impresión demasiado positiva: me pareció una obra muy ambiciosa (lo que me sorprendió en su momento, ya que por algún motivo lo tenía clasificado como un émulo de la desdichada generación del Kronen), pero irregular, que combinaba algunos brillantes pasajes satíricos con escenas que se alargaban interminablemente y monólogos que no funcionaban. Cuatro años después, nos llega Ejército enemigo, una obra mucho más interesante, y que me obliga a reevaluar a su autor.

Ejército enemigo empieza con un homicidio: Daniel, un joven de la alta burguesía madrileña, pero profundamente idealista y concienciado, ha aparecido, muerto a golpes, en un solar; y ha legado a un amigo Santiago, un publicista mediocre, adicto a la pornografía cibernética y desengañado, una palabra: la clave de su correo electrónico. Al principio por azar, y después absorbido por su investigación, que le lleva a conocer a diversos amigos y familiares de Daniel, Santiago irá descubriendo que su amigo había decidido pasar a la “acción directa”… Y lo más paradójico para él: que fueron sus palabras, poniendo en solfa todo el montaje de la solidaridad institucionalizada, las que pudieron llevarlo a su fin. En contra de lo que pudiera parecer con esta sinopsis, en Ejército enemigo el componente de “crímenes”, de “novela negra” es mínimo, un pretexto y, en las páginas finales, un problema argumental que el autor evita más que resuelve.

Olmos se centra en los aspectos sociológicos y satíricos de su historia. En los primeros, debe mucho, probablemente, al Houellebecq de Ampliación del campo de batalla o Plataforma; y, como crítica devastadora del buenrollismo y la doble moral de las sociedades de occidente que han transformado la solidaridad en un producto de consumo, ya sea como discos de artistas “comprometidos”, películas, chapas o libros (los cientos de miles de ejemplares vendidos de ¡Indignaos! publicado en un sello del Grupo Planeta, que a su vez edita el periódico La Razón, es un excelente ejemplo), así como en las descripciones del “mundo mental” de los jóvenes solidarios de buena familia y del “mundo físico” degradado de los barrios periféricos de Madrid, resulta impecable (e implacable) y es con mucho lo mejor de la novela.

En lo segundo, la influencia predominante, el referente, es Palahniuk: el Ejército enemigo de Olmos recuerda mucho a El Club de la lucha. Por ese lado, son más acertados los fragmentos dedicados a las redes sociales o la pornografía en Intenet (aunque Roberto Valencia le sacó mucho más partido en sus magníficos relatos de Sonría a cámara) que a ese subterráneo Ejército enemigo que debería funcionar como motor de la narración y que en ningún momento transmite la sensación de paranoia y locura de la primera y mejor novela de Palahniuk. Es probable que Olmos haya elegido un argumento demasiado enloquecido que sólo se sostiene -apenas- gracias al armazón de una escritura eficiente (en ocasiones, efectista en exceso), pero muy apegada a lo real.

El libro de Olmos se acaba deshinchando por los huecos y dudas que nos deja su titubeante resolución, centrados en el personaje clave de Manuel, acerca del cual el narrador descubre (nos dice) demasiado poco y una larga escena de mentiras y confesiones -la fiesta- rematadamente cursi (hasta ponen la canción favorita del muerto). Esto sucede tras un par de centenares de páginas a menudo realmente brillantes, dotada de una saludable ferocidad, así que acabamos convencidos de que, a pesar de sus defectos, Ejército enemigo es un libro interesante que no deja un mal poso y que será muy discutido e irritará a unos cuantos. No sé si Alberto Olmos terminará escribiendo su gran novela, pero ahora creo está en el buen camino.

28 octubre 2011

Bilonguis

Rosas, restos de alas y otros relatos

Pablo Gutiérrez

Lengua de Trapo, 2011. Colección “Nueva Biblioteca”

ISBN: 978-84-8381-099-6

156 páginas

16,60 €

Premio Tormenta al mejor nuevo autor en castellano 2008


José María Moraga

En mi casa había un axioma -de siempre-: que a Diego Armando Maradona se le fue la olla (con las drogas, se entiende) porque el éxito estratosférico le llegó muy temprano. Y, claro, un joven de repente lanzado a esa vorágine se vio desbordado. Más allá de la veracidad o no del argumento, válganos el esquema arquetípico en el que se apoya. Hace un año nos llegaba la noticia de ese canon de novísimos en español confeccionado por la “afamada” (según Daniel Ruiz García) revista literaria Granta. Entre los veintidós Elegidos se encontraba el onubense Pablo Gutiérrez (1978), cuya segunda novela -coincidente con estos reconocimientos- ya fue reseñada en este blog.

Nos falta saber si Pablo Gutiérrez saldrá airoso del órdago que supone llevar sobre sus espaldas el peso de la Narrativa Española Contemporánea (un poquito de humor para desengrasar, ¿no?), de momento solo podemos constatar que el joven autor ha empezado con muy buen pie y está dando pasos firmes. Antes que Nada es crucial (2010) Pablo Gutiérrez había publicado Rosas, restos de alas (2008), novela breve que Lengua de Trapo reedita ahora junto a seis relatos inéditos “donde aparecen personajes que harán sonreír al lector de Nada es crucial, según dice en el Prólogo de este volumen el mismo autor.

No veo por qué no habrá de tener Pablo Gutiérrez una brillante carrera, también hay jóvenes talentos a los que no “se les va la olla” con la presión y el reconocimiento temprano (así, al azar me acuerdo de Kazuo Ishiguro, que también figuró en Granta en su país, y a los treinta y cinco años era ya un clásico contemporáneo, además de muy premiado). Lo interesante de Gutiérrez es que no le ha sonado la flauta por casualidad, sino que a su talento ha debido sumar un incansable trabajo literario de depuración. También cuenta en el Prólogo que Rosas, restos de alas fue un segundo intento de novela, tras un primer aborto rechazado por las editoriales. Él mismo asume la falta de calidad de su primogénito engendro, y narra la ‘road movie’ de cómo parió este segundo intento, que acabó de convencerlo de que en realidad era escritor.

Y a fe mía que lo es: ya digo que hasta el Prólogo, “Tótem y escepticismo”, podría ser considerado el séptimo relato inédito. Rosas, restos de alas es una novela de iniciación, de aprendizaje, de las que tan en boga están entre los autores nacidos en la década de los 70 (ver lo que dijo Fran G. Matute sobre Nada es crucial). Se alternan escenas del presente y el pasado, de modo que un joven trata -mediante una peculiar huida hacia delante- de superar una traumática ruptura sentimental. El pasado viene merced al equipaje emotivo al que el protagonista recurre para intentar dotar de sentido su actual vida. Escenas de la adolescencia: torpes amores palotistas, gamberradas en pandilla, malas influencias… que han ido conformando la educación sentimental del adulto de hoy.

Puede que a estas alturas el caro lector se esté preguntando cuál es el plus (el “valor añadido”, como se dice ahora) que ofrece Pablo Gutiérrez en una peripecia que podría pasar por la de muchas otras novelas actuales. Para contestar eso estoy yo: la experimentación en el lenguaje, rayana en lo poético, es lo más llamativo del texto de Gutiérrez. Y aunque a veces el resultado pueda no ser de Matrícula de Honor, está claro que a esas alturas un Sobresaliente (es un debut, recuerdo) sabrá a miel a los paladares más exigentes. En otras palabras, Rosas, restos de alas funciona que se las pela en el plano estético, su prosa experimental (cuajada de los fragmentos de la memoria que Kiko Veneno bautizó magistralmente como “personal bilonguis”) no dejará a nadie indiferente.

Los seis relatos (no fechados) que acompañan en esta edición suponen por su extensión un esfuerzo menor, entiéndase bien, no por su calidad pero sí por su calibre. Tendrán interés completista para el fan de Gutiérrez, como esas ‘bonus tracks’ del final de los discos, como esas tomas falsas de las antologías de los Beatles. De entre ellos, me quedo con dos experimentos subtitulados Novelas de bolsillo 1 y 2: “Habitaciones” y “Nostalgia”. Aquí (igual que tal vez en otro cuento, “Origami”) es donde a mi juicio podemos vislumbrar los destellos del mejor Pablo Gutiérrez, el que seguro que nos dará jugosísimos frutos en el futuro y -este sí- yo espero estar allí para contároslo.

27 octubre 2011

La gallina gorda que pesa poco


Libertad

Jonathan Franzen

Salamandra, 2011

ISBN: 978-84-9838-397-3

672 páginas

25,00 €

Traducción de Isabel Ferrer Marrades



Fran G. Matute

Ser “el acontecimiento literario del año” podría convertirse en una losa para cualquier obra, salvo para Libertad (2010) de Jonathan Franzen. Una novela y un autor que se han acostumbrado a vivir en el peliagudo mundo de la grandilocuencia y la hipérbole, gracias a los críticos literarios, la revista Time y al Presidente Obama.

Todos ellos han situado a Franzen -en el marco de una muy bien orquestada campaña publicitaria- como una especie de salvador de la novela, un superhéroe literario llamado a cumplir una tarea legendaria: criar la gallina gorda que pesa poco. Esto es, facturar el híbrido perfecto entre la Gran Novela Americana (ese unicornio blanco en perpetua búsqueda y captura) y el ‘best seller’ (no como elemento identificador del número de ejemplares vendidos sino como concepto definitorio de un tipo de escritura mecánica y fluida que favorece y agiliza la lectura de una obra). Por tanto, la primera gran cuestión que deberíamos plantearnos a la hora de afrontar una recensión crítica de Libertad es si la novela hoy día necesita de un salvador o no y en qué términos. Y la segunda sería, no por obvia innecesaria, si la última obra de Franzen cumple tan altas expectativas.

Si bien reconozco que nunca he entendido muy bien esa enfermiza obsesión americana por escribir la ‘über roman’, la realidad es que cada vez que se anuncia la llegada de la nueva Gran Novela Americana corro a por ella a la librería más cercana. Curiosamente, la última publicación que unánimemente fue concebida o recibida por la prensa especializada como tal fue, precisamente, la anterior novela de Franzen, Las correcciones (2001). Y bajo el impacto de aquélla premiada y excelentísima obra debe a nuestro juicio valorarse Libertad, que en ningún caso parece romper el cordón umbilical que la une, inexorablemente, con su predecesora.

Percibimos, pues, que la nueva novela de Franzen funciona como una especie de continuación temática y estilística de Las correcciones y esta impresión no le aporta, objetivamente, demasiado valor. Podemos llegar a aceptar que Franzen está consolidando así su nuevo estilo (rompiendo con el claro postmodernismo de sus primeras obras de ficción, Ciudad veintisiete y Movimiento fuerte) que supone el paso de la experimentación al realismo y que lo anterior implica un importante posicionamiento conceptual sobre el futuro de la novela: el postmodernismo literario ha llegado a su fin, se ha convertido en un modelo agotado y es hora de volver a los orígenes de la literatura. Si este es el mensaje que nos está enviando Franzen con su nueva novela (y así lo creemos firmemente), se trata entonces de un mensaje importante y no existe hoy día escritor más adecuado para defender dicho posicionamiento.

No pretendemos analizar aquí el fin del postmodernismo (para ello lean a Lipovetsky) pero sí que podemos plantear una serie de comparables que nos llevan a creer en lo anterior. La última gran novela postmoderna fue La broma infinita (1996), del tristemente fallecido David Foster Wallace, adalid del movimiento y amigo personal de Franzen. Aquélla novela de más de mil páginas y cientos de notas explicativas supuso, en la práctica, el canto del cisne del postmodernismo literario. No se podía experimentar (embrollar) más sobre una historia que, en el fondo, iba sobre la familia y la sociedad capitalista. Y son estos dos pivotes temáticos los que vertebran la Gran Novela Americana reciente. Los mismos sobre los que se construyó Las correcciones, los mismos que configuran el endoesqueleto de Libertad.

Resulta, por tanto, posible paralelizar una obra tan compleja y distópica como La broma infinita con una tan deliberadamente realista como Libertad. Como hemos señalado con anterioridad, ambas novelas recorren los mismos senderos temáticos, pero hasta en los detalles podemos encontrar similitudes. La obsesión por el deporte (ya sea el tenis o el baloncesto) o, mejor dicho, por triunfar en el deporte y sus derivaciones sociales; la disección de esa institución nuclear que es la familia americana (ya sean los Incandenza o los Berglund); la preocupación por el medioambiente (ya sea el reciclaje de residuos radioactivos o la preservación de la reinita cerúlea); la existencia de plataformas suprainstitucionales con alto calado conspirativo (ya sea la O.N.A.N. o la Fundación Monte Cerúleo)…

Lo anterior entronca directamente con todo lo que se ha especulado sobre la complementariedad de las obras de Franzen y Foster Wallace en el escaparate literario contemporáneo. Así que tras la muerte de Wallace dicho debate quedó mudo: Franzen, solo ante el peligro, heredó la responsabilidad que ambos autores compartían hasta la fecha. Y su primera acción consciente ha sido declarar el fallecimiento de la novela postmoderna con la publicación de Libertad. Parece, por tanto, que Franzen sí ha asumido la labor de salvador del género, aunque dicha tarea haya sido más impuesta por los medios que buscada por el escritor, el cual, en cualquier caso, no parece haberse resistido mucho a la hora de aceptar su rol de libertador.

¿Qué podemos esperar entonces de Libertad? Para empezar, una novela exquisitamente escrita, con un dominio prodigioso de los diálogos (ríase usted de esos llamados “dialoguistas” tipo Richard Price o David Mamet), que narra la historia de los Berglund, una familia en constante caída hacia la desestructuración. Sí, ya sé, hemos leído muchas veces historias de familias en descomposición y la literatura norteamericana es rica en ello. Pero Franzen introduce, a nuestro juicio, un elemento innovador en la ecuación: la causa de todos nuestros males es la libertad, o mejor dicho, el uso que damos los ciudadanos a la misma.

Todo gira en torno al problema de las libertades personales (…). La gente vino a este país por el dinero o la libertad. Si no tienes dinero, te aferras aún más furiosamente a tus libertades. Aunque fumar te mate, aunque no puedas dar de comer a tus hijos, aunque a tus hijos los mate a tiros un loco con un fusil de asalto. Puedes ser pobre, pero lo único que nadie te puede quitar es la libertad de joderte la vida como te dé la gana.” Es en este brutal (por sincero) fragmento en el que hemos encontrado la mejor definición posible de lo que Franzen pretende poner en tela de juicio con su última novela. Estaréis conmigo que se trata de una mastodóntica y pretenciosa labor que el de Illinois cumple a medias, ya que expone muchos interrogantes pero no ofrece las respuestas.

Para plasmar semejante pretensión, Franzen recorre en su novela los grandes temas que afectan a la civilización global, tal y como la estamos desarrollando actualmente: desde el medioambiente, a la superpoblación, pasando por la constante necesidad que tiene el ser humano de gustar a los demás, de desarrollar su ser social y empático. Para ello, Franzen hace discurrir a sus personajes principales (todos trazados con una precisión inmaculada), por un sinfín de contradicciones localizando en el seno de una misma familia criada al albur del capitalismo todos los puntos de vista posibles sobre las grandes cuestiones que preocupan al ser humano a comienzos del siglo XXI. No podemos, por tanto, minusvalorar el complejo mosaico que Franzen ha pintado en Libertad, con sus alambicadas relaciones personales y sus personajes ricos en matices, tan bien escritos que convierten a los secundarios en meros peleles dentro de la historia, con independencia de que algunos pasajes nos han parecido, en ocasiones, un tanto plúmbeos (esa epopeya medioambiental movilizada por el padre...), por no hablar de ese final enfermizamente buenrollista.

De todos los personajes centrales, queremos destacar el que, a nuestro juicio, supone uno de los grandes elementos diferenciadores de Libertad. Hablamos de Richard Katz, trasunto del típico músico de 'rock' al que su paso del ‘punk’ al ‘country’ alternativo le trae la fama y le destroza su orgullo. Un rockero pasado de vueltas que termina vendiéndose al corporativismo presuntamente por una buena causa y que sirve de metáfora viva de nuestros tiempos adultos: el adocenamiento y la facilidad con la que se asimila el sistema llegada la madurez. Gracias a Katz, Franzen introduce en su reflexiva novela algunos de los elementos de juicio más interesantes de todo el texto. Las constantes alusiones musicales (por ejemplo, a Jeff Tweedy de Wilco -como ejemplos de la grandilocuencia intelectual de la música- o a Conor Oberst de Bright Eyes -para poner de manifiesto la obsolescencia del viejo rockero-), convierten a estos pasajes en dignos de figurar en la obra del Nick Hornby más reflexivo, a la vez que establecen un vínculo con los más jóvenes, que deberían ser los principales destinatarios de esta novela, por cuanto de los errores del pasado puedan llegar a aprender.

Porque hablando de destinatarios, ¿a quién se supone que va dirigida realmente esta novela de corte elitista y cuerpo de 'soap opera'? ¿Pueden percibirla por igual el intelectual norteamericano que el europeo? ¿Alcanzarán a asimilar -esto es, gustar, disfrutar- esta novela en todo su esplendor las clases medias o el lector casual? La realidad es que Libertad resulta ser un fascinante lienzo de relaciones personales que sirve como excusa para contar temas mayores y de paso ofrece algunas de las mejores reflexiones filosóficas acerca de nuestro primer y más fiero enemigo, que somos nosotros mismos. No se trata de una novela eminentemente política pero sí trata sobre la crisis ideológica que vivimos. No pretende romper con el pasado inmediato, pero mira al futuro desde la tradición y de paso consigue situar a Franzen entre los grandes virtuosos de la narrativa descriptiva de nuestro tiempo sin necesidad de recurrir a la experimentación. Libertad es, en consecuencia, un artefacto literario imponente y aparentemente complejo que más que leerse se engulle. Y a pesar de todo lo anterior, deja en el aire una triste e inquietante sensación: la de que David Foster Wallace no se suicidó para esto...

26 octubre 2011

La poética de la sinceridad



Sociedad limitada

Miguel d’Ors

Renacimiento, 2010. Colección "Calle del Aire"

ISBN: 978-84-8472-516-9

75 páginas

12 €




Rafael Roblas Caride

Pocas sorpresas cabe esperar del libro de un poeta ya veterano”, avisa el propio autor en la introducción de esta Sociedad limitada que hoy publica Renacimiento. La confesión se prolonga advirtiendo que, de la misma manera que en sus comienzos, el Miguel d’Ors (Santiago de Compostela, 1946) que aquí se presenta se encuentra en la línea de la tradición, que “consiste, a fin de cuentas, en recibir con una mano la herencia del ayer y entregarla con la otra mano al mañana, pero no sin antes haberle añadido alguna aportación personal”. Rotundo y sincero. Con esta declaración de intenciones es complicado andarse por las ramas y aguardar imposibles piruetas.

Y así es. Formalmente Sociedad limitada se circunscribe al ámbito marcado por el ritmo del endecasílabo y del alejandrino, al que se les acoplan sus hermanos menores, el heptasílabo y el pentasílabo con evidente éxito. Miguel d’Ors se reafirma en esta faceta como un excelente músico del lenguaje que mide palmo a palmo la cadencia y respeta el canon renacentista. Ahí es nada: tradición. Porque un tal Garcilaso plantó en el XVI la semilla que dio origen al reinado del endecasílabo en la poesía española, con sus implicaciones posteriores, desembocando cuatro siglos después en un Antonio Machado o en un Luis Cernuda que abren el camino a esa poesía finisecular que algunos noveleros han etiquetado como “de la experiencia”. Paréntesis. Y yo pregunto inocentemente: ¿son las Coplas fúnebres manriqueñas “experienciales”? Pero ese es otro partido que no se juega hoy. Volvamos a d’Ors.

¿Y temáticamente? También el poeta gallego da la clave en su prólogo. Se trata de un poemario conformado por un conjunto de composiciones heterogéneas, donde “coexisten páginas graves con otras poco menos que disparatadas, poemas brevísimos con otros de cierta extensión, textos rimados con textos sin rima, sátiras con elegías, versos de amor con conceptos esparcidos…, pero todo ello […] tiene un transfondo común: la conciencia y el disgusto de vivir, como el título indica, en una civilización […] incapaz de levantar la vista por encima de lo físico, lo racional, lo útil, lo rentable”.

Nuevamente es sincero d’Ors. Por las páginas de esta Sociedad limitada deambulan algunos espectros y algunas realidades. Entre los primeros destacan los múltiples fantasmas familiares de la memoria. De entre los segundos, el vigoroso paisaje de su Galicia natal. Y uniendo ambos elementos, un irónico guiño de viajero harto de dar tumbos por este “cambalache problemático y febril” que llaman vida. De este modo se suceden ante los ojos del lector reflexiones y retratos misceláneos alternándose: la hermana retrasada y el café Savoy de Pontevedra, los tatarabuelos y el olor recién cortado del heno, el vecino mirlo que canta en la rama y las madres benedictinas de San Payo de Antealtares, la nieta recién nacida y los lejanos viajes de la infancia por “A Costa”… Pasado y presente se entrelazan para superar el misterio y revelarles a esa gente –para los que todo tan claro “porque / tienen ordenadores y descienden del mono”– que hay un montón de interrogantes que quedarán en el aire, como ese “lenguaje / inaccesible al hombre” de la naturaleza, ante el que sólo cabe “nuestro mejor silencio / y provisionalmente resignarnos / a llamarlo Belleza”.

Pero al contrario de lo que pueda parecer por su elevada esencia, el tono empleado por Miguel d’Ors en su libro se quiebra continuamente en el sarcasmo, en el guiño irónico, en el humor inteligente e, incluso, en la frivolidad lingüística, como lo demuestra el poema “La voz de la experiencia” en el que el poeta juega con las terminaciones –ajo, –ejo, –ijo, –ojo, –ujo en el final de cada verso para finalmente, citando a Abel Feu, aconsejar a un genérico hijo que se haga futbolista si quiere triunfar en la vida. Quizás esa querencia al humor sea una salida natural desde la ética y la estética a ese envaramiento abigarrado que se encuentra en tantos discípulos de la vacuidad sobrecargada y estéril. La naturalidad no es otra cosa que una sencillez, si acaso mínimamente descuidada y decadente, a la moda modernista, como bien indica este 'haiku' hipercrítico: “Tantos jazmines, / tantos jazmines, tantos… / ¡qué pestilencia!”.

En esa “deshabillé” también habría que entender, quizás, la “confianza con la Poesía” con la que enfoca d’Ors su oficio al cabo de tantos años, igualmente referida en el citado prólogo: “al cabo de los años se encuentra con ella [con la Poesía] como cada mañana se encuentra con su mujer: en la cocina, despeinado, en bata y con zapatillas de casa, y la trata no con menos respeto pero sí con menos formalidades y con una chispita de guasa relativista”. Y mucha guasa –y de la buena– hay en poemas como “De fuegos y buitres”, “Mis siete motivos para desear que no me dediquen una calle”, “Autorretrato condicional” o “Después de donar sangre”, donde el poeta concluye con una advertencia dirigida al posible receptor de su donación sanguínea, ante el peligro inminente de que se cruce con su propia esposa:

Pero que sobre todo no te extrañe,
desconocido amigo,
lo que vas a sentir hasta en el pelo
si algún azar te pone alguna vez delante
a Concha Valladares
”.

Sin embargo, como complemento a este tono humorístico, circula también por las páginas de este libro un halo de trascendencia, de un demiurgo divino –ajeno a lo racional y a lo físico– que todo lo anuda y explica desde la perspectiva de la Fe, con mayúsculas, trasmitida de padre a hijo. En esto es también valiente d’Ors, en confesarse creyente, casi de misa dominical, en una sociedad donde el laicismo es lo que está de moda. Este Dios justo, que medirá la balanza de las buenas obras al final y que terminará por contestar la insondable pregunta: “qué somos, dónde demonios vamos / y de dónde venimos”, se encuentra presente en todo el libro y el autor lo enarbola orgulloso cada vez que se le encarta. En este aspecto, nuevamente, está apegada la tradición al poeta.

Para terminar, sería también injusto no reparar en la última advertencia de Miguel d’Ors en la “limitación” de esta obra en “sociedad”, con respecto al talento propio. Y así lo indica de nuevo: “Por último, también es síntoma de la confianza con la Poesía la capacidad de percibir y aceptar, en los poemas que uno compone, las limitaciones del propio talento”. ¿'Captatio benevolentiae'? Eso parece. Nadie tira piedras contra su propio tejado y, mucho menos, cuando el obrero es tan osado que comienza un libro de poemas con un serventesio en el que riman “Aznar” con “degustar” y “coplero” con “Rodríguez Zapatero”. ¿De verdad quiere hacer creer “el poeta fingidor” a sus potenciales lectores que “La gratitud del campo” o “Pensando en el día menos pensado” no han quedado a la altura que debieran? Nuevo guiño. Nueva travesura.

Definitivamente y, como conclusión, hay que decir que el conjunto de poemas que componen Sociedad limitada configuran un poemario bastante sólido y técnicamente muy bien trabajado, con altos y bajos –eso es inevitable en libros de esta naturaleza miscelánea-, pero con un excelente buqué en su recapitulación. En la memoria quedan versos antológicos y reflexiones trascendentes que calan en el receptor. Y una sonrisa. En la lejanía, se oye un eco apagado. Llega hasta nosotros el ejemplo final. Que sea el paciente lector quien tenga la última palabra.

CATULANA

Lidia se me insinúa –miradas y morritos–,
día y noche procura los escorzos propicios
para ante mí lucir su escaparate. Esfuerzo
vano: resisto su ardiente acoso. Pero
no por virtud heroica, ni por mero temor
al castigo divino. Es otra la razón:
su figura. El fornicio con semejante endriago
tendría más de penitencia que de pecado
.”

25 octubre 2011

No es lo mismo


La acabadora

Michela Murgia

Salamandra, 2011

ISBN: 978-84-9838-377-5

192 páginas

15 €

Traducción de Teresa Clavel




Alejandro Luque

Aunque acaba de desembarcar en el mercado español, Michela Murgia (Cabras, 1972) goza de cierto predicamento en su país, Italia, donde desarrolla una intensa actividad como 'blogger' y opinadora televisiva. Autora, entre otros títulos, del ensayo El mundo debe saber y de una curiosa guía de viaje por su Cerdeña natal, su consagración como escritora llegó con La acabadora, su tarjeta de presentación en España y el libro que le ha valido los premios SuperMondello y Campiello. Y es precisamente su condición de figura laureada y mediática lo que invita a examinar su obra con seriedad, sin la indulgencia que se reserva a los principiantes.

El planteamiento inicial de La acabadora merece, de entrada, un aplauso por su valentía. Acometer el tema de la muerte asistida desde la ficción, es por sí solo un convincente gesto de compromiso, una buena percha para atraer al lector desde el reclamo de contraportada. ¿Cuánto da de sí esa expectativa? Veámoslo.

El argumento central gira en torno a la relación entre una mujer, la modista Bonaria, y Maria, su “hija del alma” –léase tomada en adopción, por incapacidad de la familia legítima para criarla. Las ocasionales, intempestivas salidas nocturnas de la madre llevan a la muchacha a sospechar de un secreto que el pueblo entero mantiene oculto desde tiempos inmemoriales: la existencia de personas que asisten a los vecinos agonizantes y les ayudan a un “buen morir”, al margen de las leyes humanas y divinas.

Para desarrollar esta idea, Murgia construye una atractiva atmósfera rural, donde las miradas y los silencios forman parte de un código eficaz. Resulta imposible adentrarse en este ámbito sin recordar a la asombrosa premio Nobel sarda, Grazia Deledda, que supo recrear como pocos ese mundo cerrado y primitivo, lleno de impenetrables atavismos y ritos ancestrales.

Por desgracia, a la hora de escoger un dilema que rompa la acción Murgia comete un error de bulto. Presenta a Nicola, un vecino que sufre la (para él) insoportable humillación de ser mutilado y que, viendo canceladas todas sus expectativas de encontrar esposa y crear familia, pide a la Acabadora que le ayude a poner fin a su vida. Y es aquí donde, a mi juicio, se quiebra toda la gracia de la novela, pues no es de recibo confundir el acto de misericordia de la asistencia al moribundo, que no sabe o no puede aliviar su agonía, con un mero asunto de honor. ¿Qué sentido tiene comprometer a otro, si uno mismo puede optar entre seguir viviendo o acabar con todo por sus propios medios? Las prácticas eutanásicas se fundan sobre una idea de muerte digna que nada tiene que ver con las pulsiones suicidas. Mezclar estas churras con aquellas merinas es suficiente para hacer naufragar una historia que iba cogiendo vuelo. Murgia se mete ella sola en la trampa, y ella sola echa a perder la historia.

El giro que supone la marcha de Maria, el intento de contrastar el mundo pueblerino con la modernidad urbana, no consigue reparar el error mencionado, y la novela va resbalando hacia un final previsible. Pero queda en la cabeza del lector la sospecha de que esta historia podría haber dado más juego, y que su remate sería mucho más redondo de no haber permitido un golpe de efecto tan fallido como el de Nicola. De la carrera de Murgia, de sus habilidades y de su arrojo, cabe esperar todavía mucho más, siempre que el éxito precoz y las adulaciones no la echen a perder como novelista.

Confieso que leí esta novela el pasado verano, cuando estaba de plena actualidad el caso de Ramona, la vecina onubense a la que se retiró la sonda nasogástrica a petición de su familia, y tal vez me encontraba más sensibilizado de lo habitual. Puede que una novela no sea más que eso, una simple historia. Pero si la Literatura tiene un cometido más allá del entretenimiento, es el de ayudar a comprender la vida y la muerte, y no el de añadir confusión.

24 octubre 2011

Un valioso empate


La delicadeza

David Foenkinos

Seix Barral, 2011. Colección "Biblioteca Formentor"

ISBN: 978-84-3220-924-6

224 páginas

18 €

Traducción de Isabel González-Gallarza

Premio de los Lectores de Télégramme, Premio An Avel, Premio7éme Art, Premio des Étudiants et des Lectours des Écrivains du Sud, Premio Des Dunes, Premio Conversation, Premio de las Lecoras de Gael, Premio Humanités, Premio de la Biblioteca de Havre, Premio de la Ciudad de Vannes

José M. López

Al escribir esta reseña me ha sucedido lo que a algunos cronistas deportivos. Al final de la primera parte, y tras observar que el equipo grande ya aventaja por dos goles al modesto, el periodista se dispone a escribir su crónica, previendo la poca historia que le queda a dicho partido. Pero la segunda parte comienza con un gol de la escuadra más humilde, y tras unos minutos, esta llega a empatar. Así que el confiado reportero no tiene más remedio que borrar lo escrito y comenzar a explicar de nuevo estos nuevos acontecimientos que suceden ante sus sorprendidos ojos.

La delicadeza, novela del francés David Foenkinos (París, 1974), llegó a mis manos por extrañas y azarosas circunstancias. No era un libro que tuviera intención de leer, y tan solo me constaba de él que era conocido como “la novela de los diez premios” (Premio de los Lectores de Telegramme, Premio des Éstudiants et des Lecteurs des Écrivains du Sud, Premio de las Lectoras de Gael, Premio de la Ciudad de Vannes…) La crítica francesa alababa la obra con elogios del tipo “qué sutileza, qué ternura (…) esta historia de amar, de ser amado”, “un frescor infinitamente agradable, como la menta en pleno verano. Un bombón delicioso”… ¡Basta, por favor! Mis primeros acercamientos al texto no hicieron más que ratificar mis prejuicios. Me encontré ante una historia plenamente lineal, sin ninguna voluntad de estilo, donde gente joven y guapa ríe, llora y se enamora. Moccia en estado puro. Mi crítica iba a ser cruel y sanguinolenta.

Pero la novela fue avanzando y mi estado de enojo inicial se fue suavizando. Quizá porque me fui encariñando con una serie de personajes sinceros, honestos, dibujados de manera sencilla pero profunda, y a los que ya no me imaginaba tan guapos, tan perfectos. Mi rechazo inicial se apaciguó porque fui descubriendo que el autor no posee más pretensiones que la de narrar la historia de una hermosa joven parisina recién casada, con el trabajo y el marido perfectos, cuyo mundo se va desmoronando de una manera abrupta y descontrolada. Esta es una historia, por tanto, honesta, sencilla, sin ambages ni adornos destinados a brillar en el pecho del autor. Y esta sincera humildad se agradece, qué demonios.

Incluso el estilo de la novela empezó a no disgustarme. A pesar del cierto sonrojo que me seguía produciendo el color excesivamente naif de ciertas metáforas, agradecí la forma en que su frase fácil y de trazo limpio se fundía con fluidez con la historia de aquella muchacha. Pero también encontré ciertos riesgos, como la narración “guionizada” de ciertos fragmentos que presagian la ya confirmada aparición de una película basada en la novela. De la misma forma, la intertextualidad es un rasgo que caracteriza toda la obra, y que aporta dinamismo y frescura a la trama. Me topé con referencias divertidas que iban desde citas de la Wikipedia a definiciones de la Enciclopedia Larousse, pasando por recetas de cocina, cartas de restaurantes o listados de obras preferidas (como ya hizo Nick Hornby en su novela Alta Fidelidad). También disfruté, por qué no decirlo, de la aparición de alusiones más culturalistas que me eran gratamente familiares: la Nouvelle Vague, Julio Cortázar, Alain Souchon… Y es que esta es una novela tremendamente, excesivamente francesa, donde, al igual que esas maravillosas películas de François Truffaut protagonizadas por Antoine Doinel, nos encontramos, sencillamente, ante radiografías angustiosamente desternillantes acerca del amor y el desamor.

No esperéis encontrar aquí, por tanto, una obra densa sobre el alma humana, ni un párrafo que innove y os subyugue. La delicadeza es, sobre todo, una novela asequible y sin ambiciosos objetivos, exenta de todo mal gusto y que no aburre. Sí, hay que admitir que el periodista tuvo que cambiar su crónica. Tampoco diré que el equipo humilde terminó ganando el partido, pero no olvidemos que, tal y como está el mundo de las letras hoy día, un empate vale su peso en oro.

21 octubre 2011

Alta cetrería


Tablero de sueños

José María Jurado

La Isla de Siltolá, 2011. Colección "Inklings de Siltolá"

ISBN: 978-84-15039-52-5

112 páginas

12 €




Jesús Cotta

La editorial Siltolá, activa, elegante y osada, sigue abriendo caminos. Y ahora inaugura una nueva colección, "Inklings de Siltolá", en recuerdo de la tertulia formada en Oxford por escritores admirables como C.S. Lewis, J. R. R. Tolkien, Dyson, Bennett, etc. Y la colección se hace eco del amor de ese cenáculo por la literatura y por eso, después de la presentación pública de cada libro de la colección, se presenta en un círculo cerrado de invitados.

De todos los libros que ha publicado recientemente Siltolá el que más me ha gustado es precisamente el que inaugura esta colección, Tablero de sueños.

Se trata de un libro que es una poética y a la vez una antología de la obra del joven poeta José María Jurado.

Si no son un deliquio incomprensible de palabras bonitas, a mí las poéticas me gustan mucho, porque uno aprende mucho de la altísima labor de la poesía, sobre todo si el autor de la poética no se guarda ningún secreto, ninguna debilidad, y nos confiesa sus trucos, sus lecturas, sus caminos, sus noches negras del alma, sus exigencias, sus retos, sus proyectos, sus vacilaciones, su relación con la musa y el trabajo, los vericuetos que a través de la sensibilidad adoptan su fantasía y su razón para dar una salida verbal digna a todo el caudal de belleza que lleva removiendo por dentro durante días, semanas, meses y años sin estar casi nunca satisfecho, porque, como él dice, ella lo pide todo y no da nada.

Destaco de su poética hallazgos como estos: “La Poesía, si es verdadera, surge incluso a pesar de los postulados de quien la intenta escribir” (y por eso el ateo materialista y atomista Leucipo, en su De rerum natura, irrumpe con un himno a la diosa Venus después de decirnos que los dioses no existen); “Podemos refutar el gongorismo, pero no a Góngora (y por eso el gongorismo o el lorquismo es un defecto en otros poetas, pero no en Góngora ni en Lorca); el destino del poema es el de “propagador de la belleza”; “El buen poema en prosa no baja la cerviz ante la PMM (Policía Montada de la Métrica)”... Y otras muchas sutilezas con las que se aprende mucho del oficio y con algunas de las cuales discrepo: “con paciencia, con mucha paciencia, el poema, el mejor poema que estamos en disposición de hacer sobre un motivo programado, no inspirado, sale”. Yo, sin embargo, opino que sin el factor de la inspiración involuntaria que nos arrastra a escribir, sea esta lo que que sea, no merece la pena ponerse a escribir el mejor poema no inspirado que podamos escribir, porque no será por ese poema por el que el poeta será recordado.

En esta época posmoderna donde se suele considerar poesía cualquier cosa que se escriba en verso, el autor de esta poética nos eleva a las cumbres de los poetas más grandes para que desde ellas distingamos lo que es cumbre y lo que es sencillamente llano. Y desde esa cumbre él arroja al aire también sus versos, que viajan por todo el mundo y por todas las épocas, pero sin caer en el vicio de la posmodernidad, sino en su virtud. Sus poemas cumplen los preceptos de su poética: no rehúyen los moldes clásicos ni lo barroco ni la alta imaginería con la que nos sorprende, sino que son poemas de esplendor visual pero sin fuegos artificiales, y cargados muchas veces de una emoción vibrante.

Sus poemas en verso y sus poemas en prosa, donde se enmascara una discreta pero sonora tendencia al endecasílabo, me han impresionado por su belleza plástica, su originalidad y su rotundidad verbal arrolladora y la intensidad de su elegancia: “Cabalgo con mi señor don Quijote por la perspectiva Nevski”, “Quijada de Caín, bárbara España”, “En el viejo reloj, bajo la nieve,/ la Muerte da la hora en Babilonia/ y palpitan las órbitas de Kepler.

Son poemas, pues, que propagan la belleza. Le deseo a su propagador que se abandone a ella aún más, que ella irrumpa en las vetas de la roca y las rompa y salga por donde quiera ella, más libre y más viva aún.

Y a esta colección, en la que publicarán, entre otros, José Luis García Martín, Antonio Colinas y Luis Alberto de Cuenca, le deseo larga vida.

20 octubre 2011

'Making of' desenfocado


La casa donde se esconde el sol

Kike del Olmo

Alcalá Grupo Editorial, 2010.

ISBN: 978-84-15009-01-6

144 páginas

14,90 €

Prólogo de Javier Nart


Ilya U. Topper

Es con mucha ilusión que uno abre un librito con el extraño título de La casa donde se esconde el sol, cuando le dicen que se trata de un viaje hacia el pueblo gitano. Concretamente del viaje de un fotógrafo que va desde España hasta la India (y vuelta) buscando en cada país a los de la raza calé y rodando un filme documental sobre sus vidas.

Uno, que es plumilla y ha visto lo suyo entre los compañeros, está dispuesto a perdonarle a un fotero ―Kike del Olmo es fotógrafo de profesión― la ortografía, las haches mal colocadas y los topónimos transcritos con más fonética que corrección, no sin cierta nostalgia por el venerable y ¿extinto? oficio del corrector de pruebas. Lo que importa, en fin, es la historia.

Y esa historia la va buscando uno conforme pasan las páginas y el fascinante arranque en un bar de mala muerte, pero no suficientemente mala, en Calcuta, deja paso al viaje. Uno se impacienta un poco cuando acaba sabiendo ya todo sobre los achaques del todoterreno de segunda mano con el que la pareja protagonista hace el camino de Barcelona a Delhi, los humores de la policía en los Balcanes y los ritmos vitales de la acompañante, antes de haberse encontrado con un solo gitano. Cuando por fin aparecen algunos representantes, uno celebra por supuesto, la delicadeza del fotógrafo en asignarle “a la mayoría” nombres supuestos, para evitarles consecuencias indeseadas, pero dado que no hay más explicaciones, uno se queda sin saber si las diputadas gitanas, activistas o víctimas de la discriminación se han quedado con su nombre auténtico o no: no será fácil utilizar el libro como documentación.

De todas formas, documentación no hay. Si aparecen cifras de porcentaje de población gitana en los países recorridos, o número de hablantes del romaní, o legislación referida a grupos étnicos o estudios sobre discriminación, es por casualidad. Durante algunas páginas, uno tiene la sospecha de que si aparecen gitanos es por casualidad. Y cuando por fin la pareja se queda a vivir tres días en casa de una familia rom, la experiencia se ventila en mucho menos líneas que la que merece un arreglo mecánico del coche.

No negaré que el viaje tiene su emoción ―cruzar Asia en un viejo cuatro por cuatro lo tiene― pero no es eso lo que nos prometieron en la portada. Aquí no hay nada de la mirada antropológica de Isabel Fonseca (Enterradme de pie). Partíamos de la idea de que la India es la patria de los primeros gitanos y una lista al inicio del libro documenta el parentesco entre las lenguas hindi y el romaní, pero cuando por fin la expedición llega al subcontinente y explora las tribus que tal vez más cerca estén de esa supuesta población de origen, el autor no tiene inclinación en volver a indagar en la cuestión lingüística.

Y pese a la emocionante y gráfica descripción de las familias que desfilan ante la cámara del fotógrafo, nos quedamos con más dudas que certidumbres. Cuando el autor dice que esta gente, de muy modesta vida, raramente puede echar a la cazuela un trozo de pollo o de carne ¿eso significa que son musulmanes? ¿o son hindúes que no cumplen las normas vegetarianas? ¿O tal vez paganos que no se reconocen en ninguna de las grandes religiones indias? Si usted buscaba aquí el origen de los gitanos, cuyas camaleónicas costumbres religiosas nos asombran en Europa ¡ahora nos podría haber ilustrado!

Menos mal que queda la vuelta: Irán, Turquía, Balcanes... Oportunidad para añadir unas pinceladas a un cuadro que ha dejado grandes espacios en blanco en la primera parte. Pero las anécdotas con payos siguen ganándole en varias páginas a las experiencias con gitanos. Es sólo en Finlandia, donde se toca por un momento la cuestión de la integración de los romaní en la sociedad paya y el obstáculo que constituye el propio código gitano, el romanipen: las gitanas no pueden trabajar en centros comerciales de varios pisos porque ese código impide que una mujer se halle físicamente por encima de un hombre. O así lo asegura una gitana finlandesa. Y el autor se queda ahí, y nos deja solos con la pregunta si los gitanos nunca pueden vivir en bloques de pisos ―en Sevilla lo hacen― o si el romanipen no es tan universal como dicen, o qué demonios pasa.

Y eso no lo arregla la escena final, por bella, por emocionante, por arrebatadora que sea: la de una gitana en Algeciras vibrando al ritmo de una canción ajena. Se acabó el viaje y uno se pregunta qué ha aprendido.

Uno desea ver el filme que ha grabado Kike del Olmo: ¿tal vez todo eso esté explicado ahí, mientras este librito nos sea más que el 'making of' desenfocado, una serie de instantáneas graciosas del 'set' de rodaje? Tal vez. Pero los lectores nos quedamos con las ganas. Hay libros tras cuya lectura uno impondría al autor una orden de alejamiento de papel y lápiz. En este caso, no: uno le condenaría a repetir el viaje, fijarse mejor, documentarse y contárnoslo de verdad. Es que hace falta, ¡por mis muertos que hace falta!

19 octubre 2011

Algo más profundo que un crimen

Martin Dressler. Historia de un soñador americano

Steven Millhauser

Libros del Asteroide, 2011

ISBN: 978-84-92663-45-3

272 páginas

21,95 €

Traducción de Marta Alcaraz

Premio Pulitzer 1997


Manolo Haro

Qué duda cabe de que en la ficción el principio activo del mundo es el narrador, un fuerza demiúrgica que va compactando el terreno, pasando las hojas del calendario, aproximando el oído con suma delicadeza a las agujas del reloj para que éstas avancen o retrocedan, y posando a sus personajes recién nacidos en un limbo que dejará de serlo en cuanto el lector reactive el fluir de la historia con su imaginación. Es difícil crear un mundo. Más aún si ese mundo se llama Nueva York y está surgiendo entre la niebla que sube del Hudson en el siglo XIX, una bruma que desperfila tímidas grúas, trechos rocosos y un ganado que pace con un ojo puesto en la hierba y otro en los primeros rascacielos que erupcionan con el magma novedoso del acero industrial. Entre el celaje matinal de la Nueva Babilonia escribe Steven Millhauser esta prodigiosa fábula llamada Martin Dressler. Asistimos a la creación una obra de solvente arquitectura literaria que corre a la par con la construcción de un mundo de interiores y exteriores decimonónicos que hacen que la novela tenga el valor de una caja preciosa taraceada con mimo por un artesano habilísimo.

La línea cronológica de la existencia del protagonista viene jalonada por sus hitos en el mundo de los negocios a partir de la ayuda que le ofrece a su padre en una tabaquería de un barrio lleno de inmigrantes judíos alemanes. Dressler medra a fuerza de empeño, agudeza y perspicacia. Vanderlyn es el nombre del hotel que le sirve para ir saltando de un puesto a otro hasta entender las matemáticas inciertas del riesgo empresarial. Su propietario, el señor Westerhoven, se cierra en banda ante cualquier novedad, cosa que el joven aprendiz respeta pero no acepta. En el río caudaloso del trabajo incesante, el agua se remansa con el amor, pero será aquí donde surjan los verdaderos conflictos de intereses de Martin Dressler. Su cómoda posición social, con veintipocos años, lo coloca en una situación ventajosa para moverse en ese Nueva York de fin de siglo. El encuentro con Margaret Vernon y sus dos jóvenes hijas, Caroline y Emmeline, cambiará el curso de sus días para siempre.

La novela prescinde de datos accesorios. Su elegancia reside en entretenerse en modelar con tino de relojero un espacio en el que aparecen los personajes casi sin dialogar entre ellos en la primera parte de la obra; el narrador nos ofrece sus voces asordinadas tras la cortina de la suya y nos deja a solas con sus actos, a los que hay que estar realmente atentos para completar unas personalidades a veces sugeridas. Parece como si estuviera más preocupado en un principio, como decía, en crear los rincones y las espaciosas avenidas donde convergen las vidas de estos individuos antes de dejarlos campar a sus anchas. La asociación de Dressler con Dundee (un hacendoso hombre que trabaja en el mantenimiento del Vanderlyn), la toma de contacto con Harwinton (un publicista lector de los Principios de la psicología de William James, tan en boga por aquel tiempo) y la empatía visionaria el diseñador Rudolf Arling convierten al joven en, primero, un prometedor empresario de una cadena de cafeterías y, luego, en un deslumbrante y quimérico creador de arquitecturas hoteleras que se plantean como microciudades dentro de la ciudad en las que se mixturan elementos teatrales y pastiches museísticos con grandes almacenes y ambientes rocambolescos. A medida que avanza en su carrera empresarial, sus hoteles van adquiriendo un misterioso toque que termina en el delirio absoluto del Gran Cosmo.

Steven Millhauser podría convencer a los lectores de ciencia-ficción que esta es su novela; también podría hacer lo mismo con los amantes de la narración decimonónica. A aquéllos los atraparía por la agudeza de la imaginación del protagonista llevada hasta el paroxismo en su afán por ver más allá de su propio presente con un cerebro en continua incandescencia (de haber materializado todos sus sueños, Dressler hubiera convertido Nueva York en la Metrópolis de Fritz Lang); a éstos les atraería la mera forma de narrar que concede homenajes sesgados al Realismo con una trama sentimental en la que no falta una curiosa forma de adulterio. Su extraño hibridismo convence también por sí solo a los que no se encuentran en ninguno de estos polos estilísticos.

En el modélico y tradicional Hotel Vanderlyn los cuadros de las habitaciones cantan, cual cisne moribundo, la caída de un mundo de referentes urbanos que se desmorona ante la llegada de otras representaciones que tendrán lugar en el recién estrenado siglo XX: las vistas del Gran Canal, de la Torre de Londres y del Arco del Triunfo palidecen ante la llegada de las litografías coloreadas con imágenes de Central Park, el Puente de Brooklyn o Madison Square. Esta novela resulta una excelente forma de revivir un tiempo en el que Manhattan se estaba convirtiendo en lo que el imaginario occidental entendería con una la Gran Urbe, copiada, representada, fotografiada hasta la saciedad en nuestros hogares.

Las críticas que le dedicaron las revistas de arquitectura a la última gran alucinación de Martin Dressler en la novela, el Hotel Gran Cosmo, fueron devastadoras. Se pregunta el narrador que tal vez castigaran a su dueño por crear “algo más profundo que un crimen, por un deseo, por el deseo prohibido de crear el mundo”. Que conste que Steven Millhauser lo hace, pero a cambio le concedieron el Pulitzer en 1997. No hay nada más que añadir.

18 octubre 2011

Paciencia, pan y tiempo


Muerte del inquisidor

Leonardo Sciascia

Tusquets, 2011. Colección "Andanzas"

ISBN: 978-84-8383-337-7

140 páginas

14 €

Traducción de Rossend Arqués




Alejandro Luque

En los sótanos del Palacio Steri, antaño sede de la Inquisición y hoy perteneciente a la Universidad de Palermo, Giuseppe Pitré descifró a principios de siglo unas palabras escritas en las paredes de una celda: “Paciencia, pan y tiempo”. Un telegráfico testimonio de angustia que sirve a Leonardo Sciascia como pórtico de uno de sus libros más enjundiosos y menos conocidos, Muerte del inquisidor.

El grueso de la obra de Sciascia podría dividirse en dos bloques: de una parte están las ficciones con algún crimen de fondo, en las que casi nunca se alcanza una solución clara, como sucede en Todo modo, El contexto, Una historia sencilla o El archivo de Egipto. Y por otro lado, las indagaciones sobre sucesos reales no esclarecidos, sobre los cuales aplica el autor siciliano una técnica deductiva basada en la lectura atenta y en la lógica. A este grupo pertenecen libros de contexto mayoritariamente histórico –escuela manzoniana– tan distintos como En tierra de infieles, El caso Moro, La desparición de Majorana o esta Muerte del inquisidor.

En un nuevo viaje en el tiempo, el inspector Sciascia se remonta a mediados del siglo XVII para ocuparse del caso del fraile Diego La Matina, quien después de verse sometido a larga prisión y torturas, en un arrebato de furia atacó y dio muerte al inquisidor Juan López de Cisneros golpeándole con sus propios grilletes.

Quién fue La Matina, cuáles eran las acusaciones que pesaban sobre él, cómo fue condenado a pagar por ellas, son algunas de las preguntas que Sciascia se plantea para abordar su investigación. Y tirando del hilo, a través de capítulos muy breves pero de una intensidad extraordinaria, llega a la conclusión de que el mayor pecado del desventurado fraile no fue otro que el de cuestionar la justicia de Dios –los indicios los tenía en sus propias carnes–, en la medida en que criticaba Su permisividad con los atropellos y miserias que padecía el pueblo llano. Una herejía, pues, que proyectaba desde la injusticia divina una denuncia de la injusticia social. Ni una ni otra, evidentemente, iban a ser permitidas por el poder.

Sin necesidad de llegar a esta conclusión, como una línea de trabajo paralela, Sciascia va desarrollando una reflexión en torno a la Inquisición, no como un fenómeno propio de un pasado remoto, sino como institución de plena vigencia, “menos religiosa que política; más que política, pedagógica; más que pedagógica, policiaca”. Y es precisamente esto, el propio concepto de policía, de las llamadas “fuerzas del orden”, su papel en una sociedad democrática y sus límites, lo que el escritor racalmutense termina cuestionando con severidad. La Inquisición, apostillará Sciascia, sigue viva y en activo, no necesariamente vinculada a la ortodoxia católica, a veces mostrando su rostro más descarado y otras oculta bajo los más astutos disfraces.

Considerado por Sciascia como su texto más querido “el único que releo y contra el cual aún me rebelo”, Muerte del inquisidor concita en apenas 140 páginas –con generoso cuerpo de letra– consideraciones políticas, sociales, morales, existenciales e incluso curiosidades localistas que dan, en efecto, para muchas relecturas. Sucede siempre con este escritor maravilloso: sus libros no parecen agotarse nunca, y a la luz de los nuevos tiempos sigue brindando nuevas preguntas y nuevas revelaciones.

En el prólogo de este libro, Sciascia recordaba su sorpresa al visitar librerías españolas durante el franquismo tardío, donde era posible encontrar lecturas sobre Marx o el Che Guevara, pero dificilísimo hallar estudios sobre la Inquisición: inequívoca señal de que la dictura prefería tolerar la propaganda rojeras a dar cualquier pista sobre sus ancestrales métodos de control. Sin embargo, creo que identificar el Santo Oficio con la vieja piel de toro –en todo el mundo se le conoce como “Inquisición española”– supone caer en otra vieja trampa. No sólo en Italia y Francia fue la Inquisición tan feroz como en España, sino que a lo largo de los siglos múltiples inquisiciones se han prodigado de Guantánamo a Pekín, de México D.F. a Moscú, de Palermo a Johannesburgo, de Montevideo a Delhi. Sus enemigos siguen siendo los de antes: la libertad (de expresión, de conciencia, religiosa, sexual...), la independencia, la rebeldía, la disidencia, la crítica a los poderes establecidos.

Ése es el giro imprevisto de este 'thriller' real: la certeza de que Cisneros no murió bajo los golpes de La Matina. Ha seguido trabajando afanosa y silenciosamente, enseñando su oficio a aplicados discípulos. A veces, incluso, con el respaldo de las masas votantes, en forma holgadas mayorías absolutas.

[Música de fondo recomendada para acompañar la lectura de esta reseña: fandango "Clemencia", en la voz de Enrique Morente o, en su defecto, de Miguel Poveda: "Que le tuvieran clemencia/ Un preso a un juez le decía/ No maté por valentía/ Ni yo he perdío la cabeza/ Fue por defender mi vía...”].

17 octubre 2011

¿Quién es Horse Badorties y por qué va por ahí diciendo tantas chorradas?

El hombre ventilador

William Kotzwinkle

Capitán Swing, 2011. Colección "Polifonías"

ISBN: 978-84-938985-4-0

208 páginas

18,50 €

Traducción de Iris Menéndez

Prólogo de Kurt Vonnegut, Jr.

Presentación de A. Jiménez Morato

Ilustraciones de Marieta Moraleda


Fran G. Matute

Nueva York nunca fue un buen lugar para ser 'hippie'. Sí, estaba el Greenwhich Village tomado por los 'folkies' y en Washington Square se concentraban todos los 'beatnicks' para intercambiar sus soflamas, pero la mayoría de ellos emigró a la Costa Oeste en busca de paz, amor, comprensión y, sobre todo, sol y tías en biquini. Y 1974 no era, desde luego, el mejor momento para seguir pregonando el amor libre por el asfalto de Manhattan. Pero ahí está Horse Badorties, tío. Deambulando por el Lower East Side. Haciendo lo que puede, ¿sabes? La vida es dura, tío. Le persigue su casero porque no paga el alquiler de su cubil. Pero él está preparando su gran obra. Esa que pasará a la posteridad, a los anales de la historia de la música. Badorties está organizando un coro de pollitas quinceañeras (así las llama, tío). Su Love Chorus, que canta como los ángeles. Badorties es el director de orquesta. Y quiere que durante el concierto todas sus pollitas tengan encendido un ventilador de mano, de esos pequeños que van a pilas. El ruido de las aspas generará un mantra musical único, que se convertirá en su canto del cisne... De esto va El hombre ventilador (1974), novela escrita por William Kotzwinkle y protagonizada por uno de los 'hippies' más recalcitrantes que haya dado la literatura norteamericana. Una vida que transcurre, irónicamente, en el peor momento y lugar posible para ser, pues eso, alguien como Horse Badorties.

Pocos son capaces de reconocer el verdadero punto de inflexión que dio al traste con el movimiento 'hippie'. No fue el fiasco de la Guerra de Vietnam, ni la muerte de Janis Joplin-Jimi Hendrix-Jim Morrison, ni fue el Festival de Woodstock su última palabra. El auténtico final del hippismo ocurrió el mismo día que Hyman Golden, Arnold Greenberg y Leonard Marsh concibieron las bebidas Snapple, que pronto tomarían los tenderetes del Village, circunstancia ésta que representó mejor que ninguna otra cómo el sueño de una generación fue succionado por el capitalismo, etiquetado y embotellado para disfrute de los 'yuppies' de Wall Street. Eso ocurrió en Nueva York a principios de los 70. Eso ocurrió en el tiempo de Horse Badorties.

Pero si algún reducto siguió existiendo en el Nueva York de aquélla época donde encajara nuestro protagonista, ese era el Lower East Side, tío. Hoy día, este barrio es la cuna de lo 'hipster' (si no me creen, vayan allí y siéntense en la terraza del 7A a deglutir una hamburguesa y escudriñar a los transeúntes; y si les viene mal en este momento coger un vuelo destino la Gran Manzana, pues lean el entretenido ensayo ¿Qué fue "lo hipster"?, editado por Mark Greif). Pero el Lower East Side también es el barrio por excelencia de los portorriqueños 'nuyoricans' -aunque ellos lo llaman "Loisaida"-, lo que no parece gustarle mucho a nuestro Horse Badorties. Será por eso que podemos verle con su morral, su gorra de orejeras, su paraguas y el sempiterno ventilador de mano por el Tompkins Square Park, lugar emblemático de la oposición a la Guerra de Vietnam y base de operaciones de los 'hare krishnas' neoyorkinos, vecinos también indeseables para el amigo Badorties.

Con todo, resulta que El hombre ventilador no es más (ni menos) que un claro ejemplo de esa literatura de personajes que tanto gusta a los americanos. De hecho, asusta comprobar cómo esta novela de Kotwinzkle comparte más de una similitud con La conjura de los necios (que fue escrita por John Kennedy Toole antes, pero publicada después). No sólo cuenta con un personaje central esquizoide muy del estilo de Ignatius J. Reilly, con su particular visión del mundo y su obsesión por el sexo, sino que ambos personajes viven en el desorden y la suciedad, han sido llamados por la divinidad para obras mayores que nadie comprende y ¡hasta tocan el laud y les gustan los perritos calientes!. Hemos imaginado también a Horse Badorties como una mezcla imposible entre el Peter Sellers de Te quiero, Alice B. Toklas (1968) y el Dustin Hoffman de ¿Quién es Harry Kellerman? (1971). En ocasiones 'naïf' (no olvidemos que Kotzwinkle es un exitoso autor de literatura infantil), en otras inquietantemente disperso. Esta novela es un extraño cuento que pone de manifiesto el fin de una era a la vez que rescata la necesidad de seguir luchando por unos ideales, aunque esa lucha se haga desde la inconsciencia o la enajenación. Baste comentar "el día chicharra" que sufre Badorties poco antes del concierto, y la sucesión de "impersonaciones" en las que se desdobla el personaje a lo largo de la novela (El Tío Esperpento, el Comodoro Cateto, El Doctor Foot-Itch), que nos han recordado al Billy Pilgrim de Matadero cinco (1969) o al Walter Mitty de James Thurber, pero bañados en ácido.

No nos sorprende que este tipo de literatura vea la luz hoy día en nuestro país pues su publicación encaja perfectamente con una línea editorial que viene rescatando en los últimos años artefactos 'sixties' muy del estilo de El hombre ventilador, como la recuperación de la obra de Richard Brautigan por parte de la editorial Blackie Books o el mismo Jop de Jim Dodge, que publicó recientemente la propia Capitán Swing. No nos extraña, tampoco, que esta historia sea del agrado de Kurt Vonnegut, Jr., autor del prólogo (por llamarlo de alguna forma) de esta edición tan completa e ilustrada (de forma un poco feísta, todo sea dicho). Como apunta el maestro: "Hay que entender que en este libro Badorties es el único juez, y que eso debe bastar o, repito, este libro no es para tí. Es como un huevo. Todo lo que se supone que está dentro de la cáscara, está allí. Buena suerte para el huevo, y para ti."

14 octubre 2011

Joder el Status Q.


El asco

Grant Morrison y Chris Weston

Planeta de Agostini, 2011

ISBN: 978-84-684-0247-5

320 páginas

28,50 €

Traducción de Bittor García



José Martínez Ros

“¿PARA QUÉ SE USA EL ASCO? Este cómic se utiliza para tratar todo tipo de desórdenes, incluida la adicción a la pornografía por Internet, el insomnio, la pena, la crisis de los 40, la esquizofrenia, la ignorancia del samsara y la tristeza del siglo XXI, especialmente en pacientes cuya ansiedad milenaria y paranoia generalizada aún no ha respondido a los tratamientos normales…”


Precisamente el atrevimiento que echamos en falta en Pekar y compañía en The Beats lo tienen de sobra los autores de El asco (The Filth, en el original) el guionista escocés Grant Morrison, famoso precisamente por su tendencia a la narrativa no lineal, la hipertextualidad compulsiva, la metaficción y su interés por temas que no suelen aparecer en cómic corrientes, como son las drogas -absolutamente todas las drogas-, la reencarnación , las diversas teorías de la conspiración, las formas no convencionales de religiosidad, etc, etc (para más información el excelente documental Grant Morrison. Talking with Gods), y su equipo de dibujantes, encabezado por un genial y desatado Chris Weston. Una de las mayores influencias de Morrison es, sin duda, Burroughs (además de Thomas Pynchon, Philip K. Dick, Cronenberg o Alan Moore, con el que mantiene desde hace años una conflictiva relación de mutua admiración-odio), que se habría sentido encantado con esta obra, que tanto debe a su novela Nova Express.

Su bizarrísima trama nos presenta a un pobre desgraciado, adicto a la pornografía, pero fiel amante de los gatos, Greg Feely, quien descubre -tras una intensa sesión de sexo- que todo lo que sabe de sí mismo no es más que una parapersonalidad, un conjunto de datos falsos, y que en realidad pertenece a una organización policiaca interdimensional denominada La Mano ("Que tiene jurisdicción sobre todas las agencias terrenales. La Mano da y quita. La Mano golpea. La Mano emite. La Mano acaricia. La Mano invoca. Protegemos Status Q"), encargada de eliminar todas las amenazas que ponen en peligro la realidad. O como dice uno de los personajes: “nuestro trabajo es limpiar el culo del mundo”.

Entre los miembros de su sumamente desquiciado equipo destaca con luz propia Dimitri, el Camarada 9, un chimpancé comunista, empedernido fumador de marihuana y mejor asesino del mundo ("Soy el chimpancé que mató al primate alfa Kennedy"), el almirante Nixonnoxin, con su equipo de delfines malhablados o la oficial superior Suciedad Madre y tendrán que enfrentarse a diversas amenazas que incluyen un revolucionario que secuestra al presidente de Estados Unidos y le implanta pechos de silicona o un magnate del porno decidido a fecundar a todas las mujeres del planeta y otros variopintos personajes empeñados en acabar con el “Status Q”.

Señores y señoras, desconozco qué efectos tendrá en su psique la imaginación desenfrenada de Morrison y su policía surrealista. Si trastoca algún valor moral que creen fundamental o afecta a su noción de lo que es real o no, no me pidan explicaciones. En todo caso, la elección es suya: “Vamos, toma partido. Tú escoges. ¿En qué mundo quieres vivir? Pero recuerda… La Mano jamás olvida, La Mano jamás te suelta.”

13 octubre 2011

Escribir como desangrarse


¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis! Memorias de una estrella del porno (amateur)

Patxi Irurzun

Eutelequia, 2011

ISBN: 978-84-938733-3-2

208 páginas

16 €



Daniel Ruiz García

Por momentos, con este libro he tenido la sensación de estar leyendo un cómic antes que una novela. Ello es así, primero, por el corte de la historia, las aventuras y desventuras de un pobre currela navarro que de un día para otro se convierte en una especie de estrella del porno especializada en ambientes exóticos. Y segundo, y sobre todo, por el estilo literario de Patxi Irurzun, un tipo no sólo con buen pulso narrativo, sino dotado con gran talento para transformar la realidad en algo deforme, un dibujo grotesco donde no falta la caricatura, la hipérbole, la casquería, la sordidez y el exceso.

La apariencia excesiva del relato, el tono estilístico desmesurado, es lo que invita a pensar que Irurzun, antes que escribir, parece desangrarse con las frases. Abundan las digresiones, los comentarios impertinentes, las observaciones feístas o directamente zafias, pero la prosodia, el estilo del fraseo, hace que todo esté bien lubricado y parezca compacto, dando una unidad al libro que no acaba hasta el final de la novela.

En cierto modo, Irurzun emplea el recurso de su protagonista pornostar trotamundos para mostrarnos realidades nada agradables, en una especie de tour turístico por el Tercer Mundo empaquetado bajo la aparente pátina amable del humor. Con ese humor se permite trasladarnos a realidades miserables como algunos barrios de Manila, Bangkok o Cuba, poniendo siempre en todo una mirada supuestamente desentendida y cafre, pero bajo la que se deslizan los, a mi juicio, mejores momentos de la novela. Mostrar miserias sin que resulte forzado, o sin caer en el maniqueo o el ternurismo, es una de las habilidades más complicadas a la hora de abordar materiales literarios sensibles. Pero en esto Patxi Irurzun se mueve con gran solvencia. ¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis! es una novela que se sabe gamberra, que se pretende iconoclasta, y que está construida desde el desprejuicio. Pero creo que su principal aportación subyace en los pliegues escondidos de esta declaración de intenciones, mucho más ruidosa, y con capacidad para barrer a su paso todo lo demás. Irurzun es un escritor bien dotado, al que me gustaría leer en registros serios. Si bien es cierto que esta novela me ha hecho pasar más de un buen rato.

11 octubre 2011

Prohibida la inocencia



La fuente y la muerte

Pedro Sevilla

Renacimiento, 2011. Colección "Biblioteca de la memoria"

ISBN: 978-84-8472-627-2

332 páginas

20 €




Alejandro Luque

La poesía, ya lo sabemos, no sirve para nada, pero los pueblos que cuentan con buenos poetas son afortunados. Miren, si no, el caso excepcional de Arcos de la Frontera, a las puertas de la sierra de Cádiz. Allí vinieron a nacer y a cantar Julio Mariscal, los hermanos Murciano, Antonio Hernández, José María Velázquez-Gaztelu y también voces más jóvenes como las de Pepa Caro –un raro especimen de alcaldesa poeta–, María Jesús Ortega o Jorge de Arco. Entre unos y otros, destaca desde hace más de una década una voz, la de Pedro Sevilla, llena de hondura y verdades.

Esta vez, sin embargo, no toca ocuparse de un poemario suyo, sino de un volumen de memorias. Quienes estén familiarizados con la obra de Pedro Sevilla entenderán, al poco de empezar a leer, que la obra del arcense está de por sí llena de memoria: reconocerán al instante personajes plasmados en sus versos, como Ramón Amaya Flores, el gitano guapo que en el colegio marcaba goles de chilena, la veterana musa Carolina de Mónaco o Ángela, la madre silenciosa y abnegada de ojos azules; y también se reencontrarán con el hermano víctima de la adicción a la heroína que es el eje de Extensión 114, una de sus pocas incursiones en el campo de la novela.

Pero no se trata aquí de desmigar las interioridades de esta vida contada, sino de poner de relieve las bondades de un libro que, desde su título y como la vida misma, discurre entre dos extremos, la maravilla y el espanto, la dicha y el dolor. Lo primero que se agradece es el modo en que el autor sortea los peores peligros del género autobiográfico, a saber: la tentación de embellecer el pasado, o por el contrario de vengarse de él; la pose para la eternidad, la subjetividad interesada, la retórica al servicio de la deformación de los hechos, el recurrente maniqueísmo de los buenos y los malos. Ni rastro de eso en estas páginas que destilan honestidad y fluyen en un tono limpio y transparente como agua del río, pero dispuestas a abordar episodios terribles prescindiendo por igual del tremendismo y de la sacarina.

Porque, es hora de decirlo ya, la memoria íntima de Pedro Sevilla, y la de su pequeño pueblo blanco encaramado sobre una peña, es la memoria de esa España “violenta y triste”, como la define él mismo. Una patria sombría y aterrorizada, sumida en la larga noche de la dictadura franquista. Una escuela de crueldad que se quitaba el hambre a bofetadas y donde todas las injusticias hacían nido. Una memoria que no encuentra eco en la revisión del pasado más bien ñoña, políticamente correcta y para todos los públicos que ejercitan algunas series de televisión y no pocas novelas superventas. Esta obra es un rotundo mentís a esa idea de un pasado que después de todo –dicen– no era tan malo, y que tampoco –insisten– tan diferente de nuestro presente. No es posible salir indemne de La fuente y la muerte. No está permitida la inocencia después de una lectura como ésta.

Aunque se escriba en prosa, hay que ser muy poeta para recrear de ese modo el mundo de los perdedores, de los de abajo. Y especialmente, del humillado mundo femenino, que era el de las de abajo de los de abajo... Hay que ser poeta, y de un vuelo muy alto, para contar así la dureza de la vida en el campo, que los urbanitas ni alcanzamos a sospechar, la precariedad y la incertidumbre, el circuito perverso de la casa a la taberna, las angustias de la emigración… Y también, como una luz que se abre camino entre la sordidez, el amor, las utopías, el papel redentor de la poesía. Y, desde cualquier esquina, la imprevisible irrupción de la alegría, que Pedro Sevilla llama, hermosa y estremecedoramente, “la venganza del pobre”.

Al llegar al final del relato, que concluye a mediados de los años 90 con la transición democrática culminada y la sucesiva pérdida del hermano y del padre del autor, uno siente que todo el mundo, o al menos todos los poetas, deberían estar obligados a hacer un ejercicio como éste, de dejar testimonio de lo visto y lo vivido desde la máxima exigencia literaria, como obligación con sus contemporáneos y con las generaciones venideras. Lo mismo pensé con otro relato sin concesiones, publicado en la misma editorial, como son las imprescindibles Memorias de un antihéroe, de Javier Salvago. Qué suerte tiene Paradas, me dije al terminarlas. Qué suerte, Arcos de la Frontera. Y qué frío debe de hacer en los pueblos sin poetas.

10 octubre 2011

El gusto de la poesía


Poesía ante la incertidumbre. Antología. (Nuevos poetas en español)

VV. AA.

Visor, 2011. Colección "Visor de poesía"

ISBN: 978-84-9895-785-3

154 páginas

10 €




Juan Carlos Sierra

Incertidumbre: "Falta de certidumbre, duda, perplejidad". Así define el DRAE el término clave del título de esta antología de poetas jóvenes – entre los 38 y los 29 años-, e "hipanoescribientes" de una orilla y otra del Atlántico.

Al contrario que otras obras de la misma naturaleza, no se trata de un libro compuesto por un especialista –o seudoespecialista- que propone una selección programática de voces poéticas con unos rasgos en común. En este caso, parece que se cumple el principio de Juan Palomo –yo me lo guiso, yo me lo como-. Nadie en concreto firma el prólogo o introducción al volumen, que lleva el significativo título de "Defensa de la poesía", ni se hace responsable de las opiniones vertidas en él. Supongo que se debe a que todos los incluidos en esta antología lo son al mismo tiempo y con la misma voz.

En muy resumidas cuentas, lo que viene a decir este texto introductorio es que la incertidumbre que se vive en el mundo es la misma que se produce en la poesía española contemporánea o, dicho de otro modo, las respuestas que ofrece gran parte de la nueva ola de jóvenes poetas, entre los que por supuesto no se encuentran ellos, no solo deja perplejo al lector medio, porque no entiende lo que está leyendo, sino que además no son más que fuegos de artificio frente a la incertidumbre "socio-económico-científico-tecnológico-mediático-emocional-culturalyartística" actual. De las dudas y la perplejidad no se sale sembrando el camino con más dudas o con la nada. Pero ¿es que existen las respuestas o solo nos queda seguir haciéndonos preguntas?

La propuesta, la salida, parecen decir los integrantes de la antología, no se alcanza con nuevas recetas, sino mirando a viejos debates poéticos: comunicación frente a conocimiento y emoción frente a intelectualismo vacío. Al fin y al cabo, las dos caras de la misma moneda de la Modernidad, aunque algunos luzcan las galas de la Posmodernidad.

En cualquier caso, lo que parece quedar claro desde el título de este prólogo es que existe la poesía, la que hacen los incluidos en esta antología, y otra cosa que algunos llaman poesía pero que no lo es. Este arrogarse el don de la infalibilidad puede resultar un tanto arrogante, por muy bien argumentado que esté o por muchos nombres ilustres que amparen, según los autores de esta antología, su concepto de lo legítimamente poético. El paraguas de la tradición bajo el que tratan de protegerse puede tener algún que otro agujero por donde entre el agua de la lluvia ácida de otras tradiciones poéticas igualmente legítimas.

Quizá el debate no se encuentre entre quiénes poseen el DNI legalmente expedido y quiénes lo han falsificado. Probablemente haya que echar mano de lo que escribió Antonio Machado en su "Retrato", pero aplicado a la producción poética: “A distinguir me paro las voces de los ecos”. De entre los componentes de una tradición, de una generación, de una escuela, de un movimiento,… siempre deberíamos desechar a los epígonos, a los imitadores, a los arribistas,… y dejar tranquilos a los que honestamente han llegado a cierta conclusión lírica, independientemente del gusto particular de cada uno. Me puede gustar más o menos lo que escribe Carlos Pardo, Abraham Gragera, Juan Carlos Abril,… -esos chicos de la posmodernidad poética actual-, pero mi gusto –quizá caprichoso, perezoso, relajado, sentimental,…- no invalida su camino. Cosa diferente sería confundirlos con los ecos.

Y tras la lectura de los componentes de Poesía ante la incertidumbreJorge Galán, Raquel Lanseros, Ana Wajszczuk, Daniel Rodríguez Moya, Francisco Ruiz Udiel, Fernando Valverde, Andrea Cote y Alí Calderón-, también existen ecos y voces. Que cada lector decida, independientemente de sus gustos, dónde coloca a cada uno.

07 octubre 2011

Huir de los fantasmas


Recuerdos de un callejón sin salida

Banana Yoshimoto

Tusquets, 2011. Colección "Andanzas"

ISBN: 978-84-8383-336-0

212 páginas

17 €

Traducción de Gabriel Álvarez Martínez



Rafael Suárez Plácido

Las historias que más me han gustado han sido siempre tristes, sencillas y tristes. No podría asegurar que las tramas que nos va descubriendo la escritora japonesa Banana Yoshimoto (Tokio, 1964) merezcan siempre ser calificadas así, pero sí que te van dejando impregnada el alma con un sentimiento muy cercano a la melancolía (a eso me refiero realmente cuando hablo de tristeza) y, sobre todo, con la sensación de que son historias que te pueden ocurrir a ti mismo.

Cuando digo que le pueden ocurrir a uno mismo hay dos realidades que hay que tener muy en cuenta, una más que otra, pero ambas son muy importantes. La primera es que las protagonistas de sus historias son siempre mujeres, mujeres que tienen entre los veinte y los cuarenta años y, o bien están atravesando un momento crítico en sus vidas, o bien aún no han llegado a conseguir lo que desean. Ambas son situaciones que provocan expectativas en el lector. Las mujeres de Banana Yoshimoto son como nos imaginamos a la autora antes de publicar su primera novela: universitarias, sin trabajo aún o con un contrato en prácticas en una empresa vinculada al sector editorial, o ayudando en la empresa familiar, y siempre con una latente vocación de narradora. Todo esto les lleva a fijarse en lo que les rodea y a reflexionar sobre ello, esmerándose en los detalles que a los demás pasan desapercibidos, sin temor a equivocarse, pero siendo conscientes de que lo hacen, de que casi siempre lo hacen, y dispuestas, por ello, a corregir sus errores. Quizás todo esto le haya llevado al enorme éxito del que goza en su país, donde ese espectro de población es muy amplio; también en el resto del mundo se ha convertido en una referencia para entender a la joven sociedad japonesa. Digo que son mujeres que observan el mundo que les rodea y es así, especialmente con los hombres. ¿Cómo ven a los hombres algunas de estas mujeres? Es fácil imaginarse el estupor: a veces negativo y produce rechazo; a veces positivo y les lleva a querer conocer más. Entre estos dos polos opuestos que tanto se atraen y, a veces, se confunden, se encuentran los personajes de los relatos de Recuerdos de un callejón sin salida, publicada por Tusquets, su editorial habitual, estos últimos meses.

Escribía que había dos realidades esenciales en la obra de nuestra autora y sólo he dicho una de ellas. La otra es Japón. El mundo japonés es tan distinto que nos acercamos a él con sumo cuidado y precaución. Nos fascina, pero evitamos que nos toque del todo. Lo sobrenatural es ya casi un género japonés en sí mismo. Y lo es en la literatura, en el cine, en la fotografía: muy especialmente en las narraciones de Banana Yoshimoto. En apariencia son historias que pueden ocurrir y que nos ocurren, pero con matices. En el primero de los relatos, La casa de los fantasmas, un joven convive en su modesto piso con una pareja de ancianos fallecidos que lo habitaron antes. No se molestan, no se inmiscuyen en las vidas ajenas, pero están ahí. Si esta historia hubiera ocurrido en occidente, los personajes habrían salido huido despavoridos; en las historias de Yoshimoto no sólo no es así, sino que se respetan y aprenden a convivir juntos, y se echan de menos si dejan de aparecer. Todo parece tan natural que incluso nosotros, sus lectores, lo vemos también natural.

La dificultad para encontrar trabajos dignos es otro de los temas esenciales. Los padres de los protagonistas realizaron el milagro económico de levantar un país casi aniquilado, tras la segunda guerra mundial, con jornadas laborales maratonianas y educaron a sus hijos para que estos tuvieran un futuro mejor. Eso y el choque con algunos de los usos más tradicionales de una cultura milenaria que no terminó de romper con su pasado, son los temas de esta autora, de este libro.

Recuerdos de un callejón sin salida es una colección de cinco relatos que la autora ha decidido sacar de sí misma para tratar, así, de alejar algunos de sus peores recuerdos de infancia y primera juventud. Quizás sea su libro más autobiográfico; quizás sean también sus mejores páginas hasta la fecha. Al final del libro nos pide que la perdonemos por su tristeza. Ya lo he escrito: a veces eso no es malo, al contrario, es la vida. Piérdanse por las calles de Tokio y lleguen a este callejón sin salida que, paradójicamente, les abrirá muchas puertas.

06 octubre 2011

Mis tardes con Faulkner


Miss Zilphia Gant

William Faulkner

Nórdica Libros, 2011. Colección “Minilecturas”

ISBN:978-84-92683-53-6

58 páginas

8 €

Traducción de Juan Sebastián Cárdenas



José M. López

Si este sábado por la tarde, amigo lector, está ocioso, si se encuentra dudando entre ver la última astracanada cinematográfica en 3D o el enésimo clásico de Almodóvar o Malick, deténgase, no lo haga y siga usted mi consejo. Porque para clásico de verdad, Faulkner. Así que guárdese esos ocho euritos en el bolsillo, acérquese a la librería más cercana, y dispóngase a comprar la última joyita publicada por Nórdica Libros. Por menos de diez euros pasará usted una tarde (no llega a sesenta páginas) disfrutando de Miss Zilphia Gant, un extenso relato del afamado escritor estadounidense.

Se dice de este texto que supone el “embrión del estilo narrativo de sus obras importantes”. Sin embargo, y aunque es difícil discernir la fecha de su escritura, sabemos que se publicó en 1932, una vez que ya había asestado al público norteamericano golpes tan contundentes como El ruido y la furia, Mientras agonizo o Santuario.

Lo que sí es cierto es que Miss Zilphia Gant solo se encuentra por debajo de estas últimas citadas en el número de páginas. Por estos años reconocemos a un Faulkner en plenas forma, de enorme vigor técnico, y donde la experimentación narrativa (dígase monólogo interior, irrupción brusca de escenas y personajes, cambio de tiempo) fluye sin los, en ocasiones forzados, excesos de algunas de sus obras denominadas mayores.

Lo que aquí se nos cuenta es una historia sureña, cómo no, donde la protagonista, la joven Zilphia Gant, está condenada a pagar por los traumas sexuales de una madre que se vio abandonada por su marido. En el seno de esta familia forzosamente matriarcal el sexo se enseña como una maldición o un pecado irreversible, y el hombre se perfila como el demonio que huye tras insertar en la hembra su maléfica semilla. De este modo, la casa, las rejas, el luto como imposición eterna y, por supuesto, la madre, la señora Gant, establecen ciertos paralelismos temáticos entre este relato y otra breve obra maestra de la literatura escrita pocos años más tarde a miles de kilómetros de distancia: La casa de Bernarda Alba.

Frente a esta castidad impuesto por la madre, a la joven Zilphia solo le queda la locura o la huida carnal. Opta por la segunda, pero la atracción inevitable de la sangre, otro tema eminentemente faulkneriano, la obligan a volver con su progenitora, y a caer, maldita ya de por vida, en un tiempo cíclico donde los personajes están condenados a vivir de manera tan traumática y desolada como sus ancestros. En este eterno retorno los hijos están sentenciados de por vida a repetir los errores de sus padres, a sufrir sus mismos dolores y a llorar por sus mismas frustraciones, dando como resultado un retrato asfixiante y desesperanzado de la vida.

Otro de los grandes aciertos de este premio Nobel es la creación de unos personajes de carne hueso, forjados desde el dolor mismo que provoca la tierra. Esta señora Gant, por ejemplo, es pasiva y prudente en ocasiones, pero decidida y violenta siempre que los asuntos de la honra se ponen en entredicho. Fornida, ruda, protectora y fordiana, este personaje transita por las páginas del libro portando un dolor constante provocado por el abandono de su marido, como si el polvo de la llanura se hubiera metido eternamente dentro de su garganta. La desolación de la hija, Miss Zilphia, nace debido a que la falta de sexo no es solo ausencia de placer, sino también la imposibilidad de procreación. De este modo, el anhelo, el ansia de la mujer que busca realizarse a través del acto de dar a luz (otra vez Lorca) es tratado aquí con crudeza y desesperanza.

Estas dos mujeres se encuentran encerradas en un espacio mítico, donde la violencia está totalmente insertada en la vida diaria, e irrumpe de manera brusca a través de la frase concisa y de la elipsis. Es el caso de este fragmento en el que la señora Zilphia devuelve en la casa de empeños el revólver que había tomado para realizar una “amable” visita a al marido prófugo y a la amante de este: “Devolvió el revólver sin dar otra cosa que las gracias. Ni siquiera lo había limpiado, ni le había quitado los dos casquillos usados…” Esta forma de mostrar la muerte como algo abrupto pero cotidiano será retomada con maestría por otros retratistas de lo sureño como Juan Rulfo o Sam Peckinpah.

Pues sí, amigos, todo esto a un modestísimo precio y sin el riesgo de aguantar al pesado de las palomitas o el nuevo y atrevido plano secuencia que el manchego universal se ha vuelto a sacar de la chistera. Nada más y nada menos que una tarde con Faulkner.