30 junio 2011

¿Todos somos judíos?


La filosofía judía, una guía para la vida

Hilary Putnam

Alpha Decay, 2011

ISBN: 978-84-928-3712-0

190 páginas

19,50 €

Traducción de Albert Fuentes


Ilya U. Topper

Si este libro se llamara “Elogio y comparativa de Rosenzweig, Buber y Levinas”, yo no tendría nada que objetar. Pero se titula La filosofía judía, una guía para la vida. Tendría que tener asumido tales incongruencias desde que escogí en una manta en la acera mi ejemplar de Kaputt, del gran Curzio Malaparte, pese a la escotada rubia con pistola en la portada (no, no, créanme: en Kaputt no salen rubias, y las que salen no van armadas; probablemente fuera un truco para circumnavegar la censura franquista).

En el caso de Putnam, francamente no lo sé. Quien espera encontrar una versión hebráica de los panfletos de autoayuda de cierto tecleador y cuyo nombre no precisaré por amor a Brasil, va listo (afortunadamente). Aquí hay filosofia de la verdadera, es decir, lo que los laicos en la materia nos imaginamos que deben de enseñar en las aulas de Filosofía en la universidad (y que nos parece motivo para huir de tales asignaturas). El de Putnam no es un libro fácil de regalar, me temo. Quien no sepa distinguir entre el fenomenismo de Carnap y la fenomenología de Husserl o no sabe “practicar la 'abstención' (epojé) fenomenológica” en el sentido de éste último, no sabrá sacarle todo el jugo que la obra probablemente contenga. Hecha esta advertencia procedamos a destripar el libro, confiando en que el autor se lo tome con filosofía.

En la introducción, Putnam asegura que su propia filosofía es científica y naturalista (no religiosa) y relata cómo se convirtió en judío practicante pese a no creerse nada de aquello (sí, la típica historia de quien va a la iglesia para que el cura no se niegue a darle la primera comunión a la niña y no haya que renunciar al álbum familiar con vestidito blanco). Sorprende que un filósofo también valore más el qué dirán que sus propias ideas y que, además, lo proponga como una actitud a seguir. En esto, Putnam sí revela una actitud de aquel judaismo ortodoxo que pone la letra de la ley por encima de todo, sin importar en absoluto el espíritu. Aunque deja muy claro en las próximas páginas que su maestro es Wittgenstein, no la Tora.

Y es a través de Wittgenstein que analiza al primero de los tres filósofos tratados: Franz Rosenzweig. Habrá que pasar un capítulo y medio para encontrar la primera mención de la Biblia: Rosenzweig (1886-1929) pertenecía a ese judaismo alemán ilustrado indistinguible del cristianismo y del humanismo. Éste que se ha dado en llamar “valores judeocristianos de Europa” y que no son ni lo uno ni lo otro. El que se agarra a la “verdad revelada” de la Biblia contra la propia certidumbre de que aquel libro es un pastiche, y que utiliza sus historias abrahámicas, etimologías hebreas incluidas, para.... pues precisamente para eso: filosofía wittgensteiniana. El único mandamiento que el Hombre recibe de Dios, según Rosenzweig, es uno: “Ámame”, explica Putnam. Más cristiano, imposible.

Distinto es Martin Buber, al describir la relación con Dios como una relación del "yo y tú", donde Dios no puede ser descrito, ni imaginado, ni conocido, porque todo intento de hacerlo lo convertiría en un “ello” que no es. Buber no pertenece, obviamente, a la rama cristiana-ilustrada sino a la mística, en una línea directa con Ibn Arabi y Juan de la Cruz, en ese punto donde da exactamente igual qué parte del epíteto jerosolimitano ―judeocristianomusulmán― se le coloca a su monoteísmo. Este misticismo que usted, gentil lector, sabrá entender incluso si es ateo. O precisamente entonces.

Volvemos a un teísmo rígido con Emmanuel Levinas (1906-1992), que sí es un judío ortodoxo. Lo que en Rosenzweig suena a una ficción benévola ―creerse que la Biblia es palabra de un dios, que ese dios se enamoró precisamente del "pueblo" judío y le entregó determinadas leyes en un lugar y una fecha históricas― se convierte aquí en fundamento de la filosofía: Levinas exhorta a sus lectores judíos a resistir “frente a la llamada del Ángel de la Razón”.

Su filosofía ética se basa, según aclara Putnam, en la vieja norma de que todo judío debe responder por todos los demás judíos. Algo que explica muy bien la proyección política que hoy día tiene Israel en el mundo, pero usted, gentil lector, se preguntará cómo le atañe esta obligación de una religión únicamente para con sus fieles, frente a los demás.

Putnam tiene la respuesta: para Levinas “todos los seres humanos son judíos”. Y aunque Putnam se esfuerza por destacar el modelo del rabino Hilel (s. I a.C.) y su frase “Lo que no quieres que te hagan, no se lo hagas a los demás” que según la leyenda, equivaldría a todas las enseñanzas de la Tora, para Levinas la ética no es una reflexión inteligente o recíproca, sino simplemente un deber: la obediencia incondicional frente al imperativo de ser responsable para todos los demás, sin tomarse en cuenta uno mismo.

Gentil lector ¿aceptaría esto como una guía para la vida? Putnam, que se declara “incorregible aristotélico” (para amar a los demás es preciso amarse uno mismo), no lo acepta. Permítanme adherirme.

En resumen: si usted, lector, es judío creyente, entenderá a Levinas. Si es cristiano, le gustará Rosenzweig. Si es ateo, preferirá a Buber. Pero dudo de que en ninguno de los tres casos convertiría la filosofía de ninguno de los tres en una guía para su vida. Aunque sólo sea porque los místicos como Buber no quieren ofrecer guías sino gnosis.

Es cierto que la palabra "judía" para referirse a tres (o tres y cuarto, contando a Wittgenstein, como apunta con cierto humor el autor al sacar a relucir su abuela judía) pensadores éticos y universales puede reconciliarnos con esta religión en una época en la que los mayores rabinos de Israel llevan las consecuencias de su fe tan lejos como para asegurar, basándose en toda la literatura talmúdica disponible, que es lícito matar a niños gentiles si éstos podrían convertirse más tarde en personas dañinas para la comunidad judía (primordialmente palestinos, por supuesto, pero "gentiles" son todos que no sean judíos), y que no es lícito vulnerar el descanso del shabat para salvar la vida de un gentil.

Pero también cabe advertir a Putnam que llamar “judío” todo aquello que haga un hijo de vecina judía tiene sus riesgos. En los años treinta hubo quien rechazó la Teoría de la Relatividad, elaborada por Albert Einstein, con el argumento de que era una teoría “judía”. Proteste, gentil lector.

29 junio 2011

Una pesadilla argentina


El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia

Patricio Pron

Mondadori, 2011

ISBN: 978-84-397-2363-9

208 páginas

16,90 €



José Martínez Ros

Esperábamos con interés la nueva novela del argentino Patricio Pron, de tan extraño y bello título: El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia. No faltaban los motivos para ello: había publicado en España un excelente libro de relatos, El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan y una novela imperfecta, pero muy interesante en la que se percibía la (bien asimilada) influencia de Roberto Bolaño, El comienzo de la primavera, donde una búsqueda de un viejo filósofo alemán, una aventura intelectual, se convertía en un descenso circular a los abismos de la historia europea. Me gustaría afirmar que su nueva obra ha confirmado nuestras esperanzas, pero no es (del todo) así.

El espíritu de mis padres… es, en primer lugar, una novela política, incluso militante, lo que no deja de ser una pequeña sorpresa y un rasgo de valor: se agradece que, de vez cuando, al enfrentarse a un tema tan complejo como, en este caso, la laberíntica historia argentina, se tome partido por algo más concreto que la declaración universal de los derechos humanos o los diez mandamientos. Personalmente, no creo que le reste calidad literaria, excepto a ojos de aquellos que no saben leer sin unos anteojos ideológicos. También es una novela sobre la identidad personal: sobre el modo en que la identidad personal se funda en la memoria de los que ya no están, pero han creado el mundo en que (de una manera u otra) vives.

Dividida en cuatro partes, la más interesante es la primera, donde se nos presenta a un joven escritor argentino amnésico y perdido (en todos los sentidos) en Alemania que sólo emprende el regreso a su país natal al recibir la noticia de la grave enfermedad de su padre. Es la mejor y la que más nos recuerda a El comienzo de la primavera, aunque muestra una tendencia a la frase larga y zigzagueante, en ocasiones, embarullada, que a veces complica la lectura de un texto, por lo demás, sencillo, lo que hace que se perciba como un rasgo de estilo impostado.

Los problemas empiezan cuando llegamos al centro de gravedad de la novela: el padre enfermo investiga la desaparición de un hombre, descrito como “un tonto faulkneriano” (sin que nos halla indicado la razón de tan despreciativa calificación), en una pequeña localidad argentina. El desaparecido es, a su vez, hermano de una de las víctimas de la sangrienta dictadura militar, y todo ha de funcionar como una especie de símbolo o metáfora, pero (a nuestro juicio) no es así… El joven escritor argentino sigue la investigación a través de los recortes de prensa que compiló su padre, y aquí es cuando El espíritu de mis padres… empieza a flaquear. En lugar de reconstruir narrativamente el caso para nosotros, metiéndonos en la piel de víctima y verdugos, al estilo de Norman Mailer o Capote, debemos conformarnos con el (deficiente) periodismo de sucesos. Alternado con las notas de prensa, hay unas cuantas (bien narradas) pesadillas y muchas afirmaciones sentimentales acerca de la historia argentina con las que podemos simpatizar como ciudadanos, pero que no nos conmueven como lectores porque no las hemos visto encarnadas en personajes creíbles, y sólo tenemos la visión unívoca de un joven amnésico del que no sabíamos mucho y cuyos recuerdos se recuperan demasiado bruscamente.

El espíritu de mis padres… no es una buena novela, pero sabemos (tenemos pruebas en sus primeras páginas y en libros anteriores) que su autor sí es un narrador digno de tener en cuenta. Sigamos esperando, pacientes, la gran obra que el Pron nos ha prometido, porque sabemos que es capaz de escribirla. Es una de nuestras prerrogativas como lectores.

28 junio 2011

Mil y una historias



Caracteres blancos

Carlos Labbé

Periférica, 2011

ISBN: 978-84-92865-32-1

155 páginas

16 €



Rafael Suárez Plácido

Cuando leí Locuela, de Carlos Labbé, partí de una cierta intuición a la hora de hacerlo que, eso sí, venía avalada por el catálogo de Periférica, la editorial extremeña que desde hace ya cinco años nos ofrece joyitas de la Literatura que otros no editan, no sé si porque no creen en ellas o porque no las conocen. Lo que intento decir es que entonces no sabía nada del autor, ni siquiera que ya tenía otra referencia en el catálogo de esa misma editorial, pero pasé un par de días afanado en su lectura. A veces este afán resulta más grato que otras: esta fue una de ellas. En clave de novela negra, de ficción auto-referencial y de novela sentimental, esta novela es ante todo un juego fascinante en el que participa el lector como un personaje más. Los fragmentos cruzados de diarios y cartas se cruzan con la novela propiamente dicha. Esa idea de la que ya hemos comentado algún ejemplo, de que el verdadero detective es el lector, me hacía sentir parte esencial de ella. El hecho es que luego descubrí que Labbé ya tenía otra novela publicada en Periférica, Navidad y matanza (2007), y no perdí la ocasión de leerla. Todas las ideas que posteriormente se desarrollan en Locuela están ya en esta primera referencia. La novela como juego, tanto para el autor real, como para todos los presuntos autores, sin que por ello el tema que se trata sea menos transcendente: la historia de una familia, de la que han desaparecido misteriosamente sus dos hijos, narrada por un periodista que va implicándose en la trama que le seduce a él del mismo modo que nos seduce a nosotros. El autor se contradice cuando escribe: “Lo escuchaba sin perplejidad ni esperanza, como cuando uno lee un libro o ve una película.” Definitivamente, Carlos Labbé (Santiago de Chile, 1977) es un autor a seguir.

Y era claro que pronto iba a aparecer algo nuevo suyo, porque una de las características de Periférica es su concienzuda política de autor. Lo que no sabíamos es que iba a ocurrir tan pronto. Apenas unos meses después encontramos entre las novedades de las librerías Caracteres blancos, en el mismo sello editorial. En este caso se trata de un libro de relatos, o eso leemos varias veces en el libro que se nos presenta como “primer libro de cuentos”. En el índice vemos siete capítulos organizados como “días de ayuno” y en casi todos ellos una serie de relatos, en total doce que sumarían trece con ese “Días de ayuno”. Trece cuentos o una novela en la que una pareja huye a un paisaje desértico y durante esos siete días se leen los cuentos que van escribiendo con caracteres blancos: “Las páginas blancas del cuaderno blanco ofrecían letras blancas que podían leer como un músico cuando cierra los ojos y toca su partitura, sobrecogido por el sonido que viene seguro desde los dedos suyos y de otro.” Pero lo cierto es que aun hay más: cada cuento, o la mayoría de ellos, incluye esbozos de otras historias leídas, soñadas o incluso escritas. Algunas de ellas nos evocan a sus libros anteriores: “…me vino de golpe el recuerdo de una novela que alguna vez intentamos escribir en conjunto con viejos amigos…”, o los viajes en coche de un hombre con su hija, o la siempre omnipresente presencia de las playas como espacio para contar historias y reflexionar sobre ellas. Pero la mayoría son préstamos y temas de algunos de sus autores favoritos: Georges Perec, Antonio Porchia, Jorge Luis Borges y Juan Carlos Onetti. “Danza y cadencia de la decadencia” son dos historias diferentes e incluso podríamos aventurar que son muchas más de dos las historias que contiene. “Nueve fábulas automáticas”, son, de hecho, nueve historias con el tema común del automatismo y la ciencia que ya era parte esencial de la estructura de Navidad y matanza. Uno se pregunta: ¿en qué piensan algunos cuando dicen que las literaturas hispanas adolecen de textos interesados en la ciencia?

Cuando leí Locuela sentí desde las primeras páginas que estaba ante un autor diferente de los que conocía. Y la causa no era otra que la materia de la que están hechas las historias: el lenguaje. Que un escritor tan joven muestre un interés por el lenguaje tan evidente es algo que, aunque a veces ocurre, nunca deja de sorprenderme. Este interés ya estaba en Navidad y matanza, y reaparece con intensidad en Caracteres blancos. La habilidad para contar historias que al principio nos parecen una, pero que se van desgajando unas de otras en un juego (otra vez el juego) de muñecas rusas hace que sea prácticamente imposible aventurar el número de historias que nos ofrecen estas escasas ciento cincuenta y cinco páginas. Y son escasas porque nos saben a poco, aunque uno sabe que las revisitará una y otra vez.

“Vida breve” es la historia de un grupo de amigos que hablan en la playa sobre literatura y la historia va derivando en gustos literarios. Al principio sobre Oliverio Girondo, luego sobre el proceso de la escritura y finalmente, como el título indica, en Juan Carlos Onetti. Al final uno se queda con la sensación de que si te interesas demasiado en los libros, si los tomas demasiado en serio, te pierdes muchos otros placeres de la vida. Literatura o vida. También algo de eso se deja ver en el título.

“Capítulo de una novela interrumpida” parte de un cuento, “un temible cuento de Nathaniel Hawthorne, titulado Ethan Brand, capítulo de una novela interrumpida” que parece ser que anticipa la obsesión de la narrativa actual por el fragmentarismo, para llegar a algunas de las obsesiones más reconocidas del autor: el pasado, el presente y la escritura. Todo ello pasado por el tamiz de la memoria y de los recuerdos que transforman la realidad en imágenes borrosas o imágenes nevadas. El escritor trata de hacer visibles y más o menos coherentes esas imágenes para sus lectores que tendrán que echar mano de su experiencia personal para ir recomponiéndolas.

Me encanta leer “Danza y cadencia de la decadencia”. Son dos breves fragmentos que giran en torno a Porchia y Juarroz, en los que se cuela Caillois, traductor de algunos poemas de este último. Y sin embargo, y eso es lo que ocurre en todo el libro, tengo la sensación de que no se refieren a ninguno de estos tres autores: tengo la sensación de que hablan, una vez más, de mí. Y es así aunque Labbé crea que escribe sobre sí mismo. Pero quizás eso le pase a todos los lectores de este libro: que lo harán suyo. En Locuela leemos: “El lector vive y el autor ha muerto.” Es el destino de la buena Literatura.

27 junio 2011

De premios contemporáneos y poesía universal


Las Ollerías

Joaquín Pérez Azaústre

Visor, 2011. Colección "Visor de poesía"

ISBN: 978-84-7647-790-8

76 páginas

10 €

XXIII Premio Internacional de Poesía de la Fundación Loewe



José Martínez Ros

Todos los premios son sospechosos, y el de poesía de la Fundación Loewe no es una excepción. Si echamos un simple vistazo a la solapa del último ganador, Las Ollerías, del cordobés Joaquín Pérez Azaústre, entre los pasados galardonados encontramos libros excelentes –por ejemplo, Puntos de fuga, de Lorenzo Oliván- e, incluso, alguno que merecería ser considerado un clásico contemporáneo, si esa expresión estuviera menos devaluada –por ejemplo, el magnífico En la estación perpetua, de Antonio Cabrera-, alternado con otros cuya pérdida, por decirlo suavemente, no significaría una merma importante de nuestra literatura… ni mucho menos.

Creemos, sin embargo, que el libro de Pérez Azaústre contiene poemas lo suficientemente memorables y tiene una personalidad lírica lo bastante marcada como para ser juzgado con independencia de antecedentes. Pues lo que aquí más destaca y hasta sorprende es la seguridad de la voz poética, una voz firme y sobria, absolutamente nítida, que muestra que nos hallamos ante una obra de madurez nada baladí, sostenida tanto en un absoluto dominio de la forma y la métrica como en la fuerza de las metáforas.

"…escogimos un árbol gigantesco y fui trepando a lo alto para ver
la mancha celular de la ciudad.
No sé cómo volví, pero lo hice
de muchos otros bosques interiores"

Como le sucede a menudo a los poetas andaluces, y en especial a los cordobeses, criados líricamente bajo la inmensa sombra de Góngora y la más cercana de Cántico, en los primeros poemarios de Pérez Azaústre se detectaban ciertas reminiscencias ornamentales neobarrocas que, en Las Ollerías casi han desaparecido, con raras excepciones, como al inicio de su hímnico "Puente romano":

"…latigazo en la sien, logística de pájaros,
bóveda de aluminio, imprecación al agua
que atada al friso nos revivirá,
mortaja en la visión de teselas probables
podremos deshacer un lazo de oro,
un antifaz de cúpulas ardiendo"

Pero que no tarda en adoptar el tono característicos de el resto del libro: una contenida fusión de memoria –cultural (la vida siempre ha sido una mala escritora de guiones), individual (una hora de sol, brindando en la Ciudad Universitaria, era la credencial del cuerpo diplomático del aire) y familiar (justo donde mi padre me esperaba para darme un pulmón de oro macizo)- y emoción. En el preciso lenguaje de Las Ollerías no resulta especialmente difícil advertir el eco de los poemas finales de Juan Ramón y de Claudio Rodríguez, cuando el recuerdo vital –con brío y ternura, pero, por fortuna, sin rastro de sentimentalismo- se refleja en la brillante retórica del poema y se vuelve puro resplandor.

"¿Vienes desde tan cerca? ¿De verdad puedes tocarme?
¿Caminas mi lenguaje? ¿Soy expresión o norte,
un borrador o fiebre, una sombra aterida
o un fogón que deslumbra en un vacío de nieve?"

Espero que los fragmentos elegidos hayan sido lo bastante orientativos. Las Ollerías no es un libro que innove en la tradición, y puede considerarse –voluntariamente- conservador en lo que se refiere a la forma. Pero dudo que cualquier aficionado a la buena poesía se sienta decepcionado. Todos aquellos que tengan el simple y muy noble propósito de disfrutar con una colección de poemas magníficamente bien escrito, se encontrarán muy a gusto entre sus páginas.

"La poesía ha de ser honesta, la poesía es un artificio,
la poesía ha de ser mentira en su verdad objetiva"

24 junio 2011

El bunga-bunga salvaje


Que empiece la fiesta

Niccolò Ammaniti

Anagrama, 2011. Colección "Panorama de narrativas"

ISBN: 978-84-339-7561-4

336 páginas

19,50 €

Traducción de Juan Manuel Salmerón



Alejandro Luque

Estamos en condiciones de afirmarlo: Rabelais está de moda. La desmesura y lo grotesco, la sátira salida de madre, todo eso que se ha dado en llamar literariamente la fiesta salvaje, no sólo ha cundido en España, donde escritores tan principales como Rafael Reig, Manuel Vilas o Antonio Orejudo han hecho de ella su bandera. A juzgar por lo último de Niccolò Ammaniti, también en Italia se lleva escribir en esa zona que podríamos definir como el beso de tornillo entre Valle-Inclán y Quentin Tarantino.

Quienes relacionamos a Ammaniti con su más célebre novela hasta la fecha, Yo no tengo miedo, una fábula sobre el descubrimiento del mal llevada al cine por Gabriele Salvatores, estamos por sorprendernos ante este giro rabelaisiano, de no ser porque el escritor romano ha demostrado ser de los que prefieren no pasar dos veces por el mismo sitio.

Tampoco era fácil presagiar que las dos líneas argumentales paralelas con las que arranca Que empiece la fiesta fueran a converger, hacia el ecuador de la novela, en el despiporre que resumiremos más adelante. De entrada tenemos Mantos, líder de una secta satánica de provincias muy venida a menos, que se debate entre consumirse o dar un golpe de efecto que inyecte algo de autoestima a sus acólitos. Y, por otro lado, a Fabrizio Ciba, escritor superventas, ni tan joven como para ser promesa ni tan viejo como para darse por consagrado, con gancho para las mujeres y una extraordinaria habilidad para seducir al público, pero con una coraza que, vista de cerca, deja entrever algunas fisuras.

Con ambos personajes, el lector cree estar adentrándose en una suerte de parábola acerca de las equívocas nociones de éxito y fracaso, así como del modo en que el individuo lucha por encontrar su espacio e incubar sus deseos en una sociedad asimilable al mercado, que desecha a toda prisa cuanto no cumple con las exigencias de productividad. Pero he aquí que irrumpe en la narración Sasà Chiatti, magnate del ladrillo que se dispone a pasar a la historia como anfitrión de la fiesta más extraordinaria que se recuerde en Roma desde tiempos del Imperio.

Para ello, ha organizado en su fastuosa villa Ada un programa lúdico que incluye un safari como los de Kenia, una cena pantagruélica y un concierto de la cantante de moda Larita. No obstante, la celebración devendrá en una especie de apocalipsis donde se mezclarán el amor con la muerte, la corrupción con el terrorismo, y de paso saldrá a la luz una estirpe descendiente de atletas rusos que aprovecharon su participación en las Olimpiadas de Roma para huir del comunismo, y desde entonces permanecían ocultos en sus catacumbas...

Promocionado como mordaz parábola de la Italia actual, existe el riesgo de identificar de un modo más bien facilón a Chiatti y su fiestón de Villa Ada con el famoso bunga-bunga de Berlusconi en Villa Certosa. Tanta ha sido la trascendencia de las bacanales del Cavaliere, que en el país de Bocaccio y de Ariosto la palabra 'festa' ya va unida indisolublemente a su muy operada figura. Pero este reseñista propone otra lectura de la novela, derivada del hecho de que todos los personajes que sobreviven al pandemonio se redimen de algún modo y se encuentran a sí mismos. Como si Ammaniti dijera: amigos, hemos vivido durante las últimas décadas en una gran fiesta, todo se ha venido abajo estrepitosamente, pero tratemos de ser mejores después del desplome.

Una vez afirmé, acaso injustamente, que Fabulosas narraciones por historias de Antonio Orejudo me parecía una de esas fiestas de las que uno quiere irse mientras le siguen llenando el vaso una y otra vez. La segunda mitad de la novela de Ammaniti es como si trasladáramos esa irrenunciable borrachera a una montaña rusa.

22 junio 2011

¡Todos a la huelga!

La huelga de los poetas

Rafael Cansinos Assens

Arca Ediciones, 2010

ISBN: 978-84-934976-9-9

256 páginas

17 €

Presentación de Rafael M. Cansinos



Alejandro Luque

Alrededor de los medios de comunicación existen dos lugares comunes especialmente erráticos. Uno asegura que todos los periodistas somos escritores frustrados, cuando en realidad estamos realizadísimos, a veces en demasía; el otro, que el mejor español se escribe hoy en los periódicos, falacia fácilmente refutable sólo con abrirlos por cualquier página al azar. Lo que sí es cierto es que la relación entre literatura y periodismo ha sido muy estrecha desde antiguo, y de eso precisamente va la novela que nos ocupa.

Cabe advertir que su autor, Rafael Cansinos Assens, ha sido durante décadas un nombre que sonaba a muchos –como fundador del Ultraísmo y sobre todo por el magisterio, retribuido sin escatimar gratitudes, que ejerció sobre Borges–, pero que muy pocos habían leído. La recuperación en los años 80 de La novela de un literato por parte de Alianza, y el rescate que ha ido haciendo la Fundación Arca de obras como El movimiento VP o La huelga de los poetas ha permitido al fin que revisemos la obra del polígrafo sevillano a la luz del tiempo presente. Y lo primero que sobrecoge es su absoluta vigencia.

En las casi 250 páginas que narran la historia del Poeta, un letraherido –trasunto del propio Cansinos–, que sueña con el Parnaso mientras quema sus días en la redacción de un periódico, pueden sondearse casi todos los males actuales del gremio: la precariedad, el intrusismo y la banalización del oficio, la manipulación de las noticias, la indolencia, la incompetencia y la falta de sentido crítico, la mediocridad de los jefes y el desprecio que inspiran a sus subordinados, la hipocresía de directores que apenas si saben escribir y que, a la par que derrochan paternalismo con la plantilla, se ponen de parte del empresario... Lúcido y visionario, Cansinos incluso se anticipa a la Blackberry e inventos similares, formulando el deseo de tener “un periódico a cada hora, para seguir, paso a paso, la noticia...”.

Pero la enrarecida (y magistralmente descrita, desde dentro) atmósfera de las redacciones se verá sacudida por una huelga, lo que enfrentará a los sufridos plumillas a una seria contradicción: ellos, tan acostumbrados a informar sobre las reivindicaciones del pueblo, no son capaces de hacer piña a la hora de defender sus propios intereses. “Yo mismo me avergüenzo de pensarlo”, dice el protagonista, “y, seguramente, mis compañeros también creerían faltar a la tradición generosa del cerebro, si pensasen en unirse a los proletarios”. Y todo ello basado en los hechos reales del paro periodístico que tuvo lugar en la España de –agárrense– 1919.

No obstante, la novela no es sólo una radiografía de los medios de comunicación. Se trata, también, de una reflexión en torno al prestigio del arte por el arte y la paradoja de ponerle un precio. Y, al mismo tiempo, se practica en estas páginas una exaltación del oficio de los versos precisamente como una suerte ajena a la tiranía del mercado, que es lo que le recomendó a Cansinos el mismísimo Max Estrella, Alejandro Sawa; un destino tan poco lucrativo como gratificante, pues no hay para el poeta consuelo como el mismo “júbilo y la magnificiencia de cantar”. Claro que, y ahí vuelve el Cansinos profeta, advierte sobre los peligros de la sobrepoblación de poetas: “Un exceso de producción altera aquí el normal funcionamiento del mercado”.

No quiero cerrar esta reseña sin subrayar la preocupación por el estilo que Cansinos, poeta él mismo, demuestra en todo momento, moviéndose entre el preciosismo arcaizante (antigüito, para entendernos) y una audacia que nunca se olvida del encanto. Así, la madrugada de un café es “populosa”, alguien tiene “la mueca fría y dura de las cabezas cercenadas que cuelgan de un garfio”, otro posee “la condición de mediocre en grado casi divino”; el despertador es un “ruiseñor mecánico”, en el ceño de un personaje se dibuja “el arco iris de una justicia largo tiempo esperada”, y los poetas suicidas “en la sien nos muestran un rubí”.

No sé si son estos los detalles que han animado últimamente a algunos escritores –pienso, sin salir de mi extrañeza, en Rafael Reig– a hacer de Cansinos el blanco propicio de algunas puyas, como si se tratara acaso de un autor muy sobrevalorado, y no de un nombre casi secreto que no nos vendría nada mal redescubrir. Es más, yo no dudaría en poner La huelga de los poetas como lectura obligatoria en todas las facultades de Comunicación, en recomendarla a todos los poetas advenedizos, y en invitar a la ciudadanía en general a su reflexivo disfrute: quién sabe si todavía podemos aprender algo de aquel viejo escritor, tío de Rita Hayworth, testigo excepcional de la bohemia madrileña, al que Fernando Quiñones llamaba, muy devotamente por cierto, "el raro".

21 junio 2011

Jodido pato

Jop. Una fábula moderna

Jim Dodge

Capitán Swing, 2011

ISBN: 978-84-938985-1-9

163 páginas

18 €

Traducción de Alicia Frieyro

Ilustraciones de Virgina Frieyro

Prólogo de Antonio Jiménez Morato


Fran G. Matute

Esperábamos como agua de mayo la publicación del primer libro de Jim Dodge pero ni en nuestros mejores sueños hubiéramos imaginado una edición tan hermosa y completa (¡si hasta el separador de páginas viene a juego¡) como la ofrecida por esta joven editorial que es Capitán Swing. Suculento prólogo, frescas ilustraciones, excelente traducción y una más que jugosa entrevista al autor a cargo de su descubridor patrio oficial, el omnipresente Kiko Amat.

Para este que os escribe, la publicación en España hace unos años de El cadillac de Big Bopper e Introitus Lapidis (rebautizada por Alpha Decay por su título original, Stone Junction) fue uno de los grandes acontecimientos literarios del momento. Gracias al tesón de Kiko Amat (de nuevo), Jim Dodge se convirtió, de la noche a la mañana, en un personaje de culto que nos reencontraba con un tipo de literatura ya perdida: la literatura de la evasión, la del descubrimiento, la del 'coming-of-age' que transforma al joven en adulto, al inmaduro en responsable... la vitalista, en definitiva.

Aún no siendo un autor fácilmente catalogable, me atrevería a decir que la obra de Dodge está más cerca de lo que parece de los libros de Enid Blyton o S. E. Hinton. Desde luego, nadie me puede negar el carácter puramente 'naïf' de este Jop (1983), que no deja de ser un cuento infantil. En él hay un niño y un abuelo, una convivencia armónica con la naturaleza, un jabalí y un pato (perdón, una ánade real) y una tierra sin límites que bien podría proveer el elixir de la eterna juventud. Un cuento éste, no obstante, sin moraleja aparente (o al menos no he querido tomarme el tiempo suficiente como para descubrirla) que podría alinearse con las primeras narraciones-mantra de Richard Brautigan, confesa influencia en la obra de Dodge.

También planea sobre este texto la figura de Mark Twain, no sólo por la época en la que está ambientada parte de su historia (finales del siglo XIX en el norte de California) sino también por su marcado carácter rural y por la bonhomía que rezuman algunos de sus personajes. Si a esto añadimos ese folclore casi mágico (en la línea de leyendas como la de Paul Bunyan o de héroes nacionales como John Henry) que recorre las escasas páginas de esta novela de juguete, podríamos afirmar que nos encontramos ante una obra claramente arraigada en la más profunda de las tradiciones americanas.

Jop nos ofrece una historia bien simple pero encantadora. En su sencillez y pureza reside, en nuestra humilde opinión, su éxito incuestionable. Lo que podría ser considerado como un ejercicio mongoloide por parte de un 'hippie' pirado se convierte en una lectura profunda, que te reencuentra con tu Yo más oculto, ese niño que apela por salir del caparazón del día a día. Leer esta "fábula moderna" es el mejor regalo que un ejecutivo de una multinacional podría hacerse en los tiempos que corren. Jop es como un libro de auto-ayuda (mejor que un libro de auto-ayuda). Te desinfecta la mente de la contaminación ambiental. Durante unas pocas horas, el mundo se reduce a una serie de aventuras y experiencias vividas por un joven obsesionado con fabricar cercas, acompañado por un jodido pato (de ahí el nombre de Jop, quizás no muy afortunada traducción del original Fup) glotón en busca de un jabalí maligno que bien podría ser la reencarnación de un viejo amigo indio del abuelo borracho del chaval. Si no sientes curiosidad por sumergirte en esta historia es que ya has exhalado tu Último Suspiro, 'my friend', y nada podemos hacer para remediarlo.

20 junio 2011

Tocapelotas Wallraff


Con los perdedores del mejor de los mundos

Günter Wallraff

Anagrama, 2010. Colección "Crónicas"

ISBN: 978-84-339-2590-9

360 páginas

21,50 €

Traducción de Daniel Najmías


Daniel Ruiz García

Un tipo capaz de inspirar un verbo ('wallraffen') ya es algo digno de respeto. Günter Wallraff se ha ganado a pulso su condición de “periodista indeseable” para los políticos y las grandes corporaciones con presencia en Alemania. Pero sucede que al lector le resulta tremendamente simpático, y me atrevo a asegurar que a la mayor parte de los alemanes. De hecho, en el libro que aquí se reseña, Günter Wallraff se ve expuesto a algunas situaciones embarazosas debido a que gente anónima de la calle lo reconoce o cree reconocerlo bajo los camuflajes con los que perpetra sus osados reportajes.

Tras leer este libro me quedan claras dos cosas: primero, que después de 35 años desde que se diera a conocer mundialmente por sacarle los colores al periódico sensacionalista Bild y sus dudosos métodos de investigación, y tras más de 25 desde que se convirtiera en el turco Alí sometido a todo tipo de humillaciones y explotaciones como trabajador inmigrante en la próspera Alemania de los ochenta (Cabeza de Turco), Gunter Wallraff sigue siendo el mismo tocapelotas certero, punzante y eficaz, de forma que los dramas que saca a relucir a través de su afamada técnica del disfraz nos siguen pareciendo igual de execrables; y segundo, que Wallraff se ha convertido, pasados los años, en toda una eminencia en su país, alguien a quien la sociedad respeta y a quien muchos ciudadanos anónimos recurren con el objetivo de que saque a la luz injusticias clamorosas.

Como el Clint Eastwood de los últimos años, Wallraff ha envejecido, y por mucho que intente ocultarse bajo otras identidades ya no le resulta tan fácil acceder a determinados trabajos y asumir los papeles de otro tiempo. Es por ello por lo que perdemos la ocasión de verlo sufrir en sus propias carnes los abusos y vicios del sofisticado sistema laboral de las cafeterías Starbucks. Tenemos que conformarnos en este caso con los testimonios que a él le llegan de ciudadanos dispuestos a denunciar los abusos. Sin embargo, sí lo vemos metido en faena con los que constituyen los reportajes más intensos del libro: de indigente, de ciudadano de raza negra y de trabajador de un gran proveedor de panecillos que trabaja con carácter exclusivo para la cadena 'discount' Lidl. En todos los casos, la indignación por los padecimientos de Wallraff se combina con el humor. Más concretamente, con ese tipo de humor que nos lleva a afirmar en voz alta: “¡Valiente hijoputa!”. Porque Wallraff sabe siempre donde poner el dedo, dónde meter las narices y desplegar su impertinencia, llevando a extremos críticos a la parte contraria. Especialmente hilarantes a la vez que tensos resultan los pasajes en los que Wallraff, transformado en un negro, se cuela entre la hinchada aria y filonazi de un equipo de fútbol alemán. En la mayoría de los casos, uno piensa: vale, los gatos tienen siete vidas, pero Wallraff debe ir ya por la vigésima. Porque el periodista alemán se juega el tipo continuamente, sin importarle el frío o la posibilidad de acabar en la morgue. Las denuncias, en todo caso, son implacables. Siempre en sintonía con los que viven “abajo del todo”, a Wallraff no le duelen prendas para denunciar el trato que el aparentemente holgado y boyante estado del bienestar alemán concede a los expulsados del sistema; el racismo soterrado de la sociedad alemana, a veces connivente con las propias fuerzas de seguridad; la situación casi esclavista del trabajo en fábricas sometidas asimismo al servicio a un cliente en situación monopolista; el engaño, revestido de buenrrollismo 'trendy', del modelo de franquicia tipo Starbucks, una forma de esclavismo más sutil pero tanto o más eficaz que la de toda la vida.

Es cierto que ha pasado bastante tiempo desde que Wallraff se convirtiera en pionero de eso que se ha dado en llamar “periodismo de investigación encubierta”. La televisión ha favorecido la generación de la técnica, de forma que se ha convertido en recurrente dentro de los programas de investigación, e incluso en formatos propios del entretenimiento. Al calor de la investigación encubierta se han generado auténticos 'bestsellers', como Diario de un Skin, de Antonio Salas, o Gomorra, de Roberto Saviano, por señalar dos que recuerdo. Ya no es, pues, un recurso novedoso. Pero puesto en manos de Wallraff, sigue siendo una técnica muy interesante. Porque, aunque el procedimiento es viejo, el alemán sigue manteniendo intacto su espíritu crítico y su predisposición a denunciar las injusticias, y no de forma vaga, sino con nombres y apellidos. Es por ello por lo que Con los perdedores del mejor de los mundos constituye una lectura más que recomendable. Que, entre otras cosas, lo reconcilia a uno con el periodismo, e incluso le lleva al espejismo de creer que no todo está perdido dentro de este miserable y distorsionado oficio.

(Una entrevista muy interesante, por cierto, para conocer con mayor profundidad a Wallraff la podéis encontrar aquí, a cargo de otro de los colaboradores de este blog).

17 junio 2011

Alegría de vivir

Pampanitos verdes

Óscar Esquivias

Ediciones del Viento, 2010. Colección "Viento abierto".

ISBN: 978-84-96964-64-8

158 páginas

16,00 €

Premio "Tormenta en un Vaso" al mejor libro publicado en castellano en 2010



Coradino Vega

Me cuentan que de toda la vida, en ciertos ambientes culturales, han vestido mucho las negaciones, mirar al mundo con una inconfundible mueca de cinismo, desdeñar o exagerar hasta el paroxismo lo diferente o lo nuevo, lucir inquebrantables credenciales de radicalidad, reconocer el mérito de lo cercano sólo si a continuación se le pone un “pero” sustanciado de mala leche bien recubierta de la audacia —cuanto más borde, mejor— de quien se cree el más listo de la clase. Por si fuera poco, hoy día, en España, donde el noventa por ciento de escritores ejerce la crítica literaria por trabajo o afición, no sólo se repiten esas ancestrales pautas sino que resulta difícil alabar un libro o a un autor generosamente, es decir, sin esperar nada a cambio o de forma ajena al tan mal camuflado cálculo de apoyaturas e intereses. De igual manera, son denigradas por lo general las obras que apuestan por la vida, que contagian alegría y buen humor, no sé por qué, como si esos componentes, así, en abstracto, y con los violines que parece que se les pone de fondo, constituyeran una irrefutable prueba de su consabida falta de calidad, bien por no atentar contra las convenciones (¿), trascender lo superado (¿) o por no cimbrear los pilares del capitalismo desde sus propiedades textuales (¿). Tan incrustada tenemos la oscura sospecha de la intelectualidad importada de Buenos Aires (revitalizada últimamente, qué peñazo) o de París (me refiero a la de los sesenta y setenta, que lamentablemente sigue molando), hasta el punto que muchos caen arrobados —ignorando la desazón que albergan ciertas formas de optimismo y que no todo puede tratar de todo a la vez— ante el espejismo que denunciara Nietzsche con no poca retranca: “Enturbian el agua para que parezca profunda”. En fin: 'c’est l’Espagne'…, cateta por notársele tanto querer ser cosmopolita, sublime sin interrupción, cueste lo que cueste.

Evidentemente, hay admirables excepciones a esa tónica que se dice marginal pero que, en su perseguida voltereta, se ha convertido al fin —sobre todo en los espacios virtuales en los que tiene asegurada la complaciente algarada del público adicto a la infoxicación, pues cuando le dan la oportunidad de pasarse al papel, y se amplía el abanico receptor, se vuelve más moderadilla— en totalitaria a fuer de decidir quién está o no en la onda, y una de las más brillantes la personifica Óscar Esquivias (Burgos, 1972). Autor prolífero tanto en la novela como en el cuento, cada entrevista, cada declaración que le leo a este escritor me provocan ganas de salir a la calle dando saltos y subirme a los coches agradeciendo a gritos, y respirando muy hondo, a bocanadas amplias, como un barbo, el simple hecho de estar vivo. Culto, amable, irónico, generoso en el asombro y colaborativo conocedor de la literatura de sus contemporáneos, Esquivias fue escribiendo tranquilamente este conjunto de relatos que, hace unos días, obtuvo el Premio "Tormenta en un Vaso" al mejor libro en castellano publicado en 2010. En ellos hay jóvenes que entran por primera vez en la universidad, adolescentes que celebran el final de los exámenes o que trabajan repartiendo flores, un atleta gay que compite subiendo las escaleras de un rascacielos de Chicago, un vendedor de piscinas que asiste a la glamurosa fiesta de disfraces de una clienta, dos hermanos que intercambian el oficio de centurión en los aledaños del Coliseo romano: diez narradores en primera persona que puede que sean el mismo, puede que no.

Son muchas las virtudes narrativas de Óscar Esquivias: el talento para bordear el tópico o transformarlo en insólito, la valentía en la elección de los topónimos españoles, la naturalidad de su prosa y la agilidad de sus diálogos, la frescura de su verosimilitud, su adjetivación inaudita, el humor por momentos desternillante, la ternura con la que mira a sus personajes, la elegante postración del yo-autor, la curativa forma de narrar lo que hace daño: la luminosa forma, en definitiva, de contar una serie de historias que nos tocan por su cercanía, por su disparatada cotidianidad o por el ingenio de hacer de lo ordinario acontecimientos solapados y, por ende, susceptibles de ser universalizados. Porque qué bien suenan las palabras en los relatos de Óscar Esquivias, las palabras manoseadas, tergiversadas en sus sentidos, adulteradas por el poder o por la paranoia de la semántica; la dignidad de las palabras; el “léxico familiar”, que diría Natalia Ginzburg. Qué agallas para decir: “No fue ni compasión, ni pena: fue miedo, como si esa mujer pudiera contagiarme algo terrible: una enfermedad, su tristeza, su desvalimiento, su infelicidad”. O qué alegría encontrar a un personaje que sostenga: “De repente el mundo me parecía un lugar maravilloso donde sólo había espacio para la felicidad” y que, para colmo, lo vivencies, te lo creas. Porque de la melancolía que destila Pampanitos verdes emana una esclarecedora alegría de vivir, una calidez humana y una regeneración literaria ante la que a un servidor sólo le queda aplaudir con gratitud y entusiasmo. Es cierto que la buena literatura debe buscar el desciframiento más que consolar, pero eso no quita que se recuerde de vez en cuando lo que el otro día le escuché decir a la sinóloga Taciana Fisac parafraseando a su padre, el arquitecto Miguel Fisac: que la función del arte también consiste en hacer feliz a la gente. Así que dejemos de lado aunque sólo sea por esta vez lo abstracto y disfrutemos de las maravillosas concreciones que ha escrito Óscar Esquivias. Háganme ustedes ese favor.

16 junio 2011

Esperando el próximo libro


Las almas nómadas

Miguel Salas Díaz

Hiperión, 2011

ISBN: 978-84-7517-986-5

60 páginas

9 €

XXVI Premio de Poesía Hiperión


Juan Carlos Sierra

Con Las almas nómadas, su segundo poemario, ha conseguido el madrileño Miguel Salas Díaz el XXVI Premio Hiperión de poesía. El poeta une así su nombre a una nómina de autores que han labrado con el tiempo una obra sólida –Carlos Pardo, Benjamín Prado, Álvaro García, Luis Muñoz, Luisa Castro,…-, pero también a otros muchos de los que se esperan noticias tras su paso por el podio de la editorial homónima. El tiempo dirá cuál va a ser el lugar que ocupe Miguel Salas Díaz, pero a la vista de su obra premiada algo han de cambiar las cosas para poder encontrarlo en el primer grupo.

No quiero decir con esto que se trate de una obra fallida o de un fallo –el del jurado- discutible. Se puede afirmar que estamos ante un poemario correcto, bien escrito, bien trazado, pero al que se le echa en falta algo de riesgo y, sobre todo, un tanto de personalidad –la mayoría de los poemas suenan a música repetida en otros libros más o menos contemporáneos-.

Al conjunto de poemas de Las almas nómadas le sucede lo que a algunos CDs de grupos noveles o no tanto: atraen la primera vez que los escuchas, pero tras unas cuantas audiciones más atentas, se salvan dos o tres cortes que ofrecen una idea ajustada de lo que podría haber sido un buen LP que se ha quedado en un disco simplemente digno. Además son estos precisamente los temas y las maneras que esperas que se conviertan en el futuro sello del grupo, en el camino que lo va a diferenciar de la masa amorfa de bandas que suenan más o menos igual.

De entre los poemas que pertenecen a la primera parte del libro, titulada 'El corazón en sombras', destaca "Noctámbulo", texto que, a pesar de encontrarse en la línea del resto que compone esta sección –poesía urbana, amor de circunstancias, contemplación celebrativa de la belleza cotidiana, tono conversacional,…-, introduce de forma muy pertinente para el conjunto del poema la variante corrosiva del paso del tiempo y un moderno y sugerente ‘carpe diem’: “…no dejéis de saltar cuando los días/ empiecen a posar, acompasados,/ en el dulce diván de vuestro pecho/ la sombra soberana de la muerte”.

En la segunda parte del libro, 'Misa diaria', a pesar de la aparente heterogeneidad del conjunto, se pueden rastrear algunas constantes: la infancia y su interpretación de la vida, la relevancia de la literatura en la búsqueda de un discurso para esa vida,… o la introspección en el mundo de la infancia y en el presente del personaje poético a través de la literatura. Quizá el poema más sobresalientes de esta 'Misa diaria' sea "Lector III (Las personas del verbo)", cuyos ecos a Gil de Biedma solo quedan claros en el título y en la mención explícita al poeta catalán en el cuarto verso, pero cuya auténtica relevancia está resumida en el último verso (“Lo libro del furor de la conciencia”) a propósito de una anécdota sin aparente importancia con un “mosquito atigrado tropical”.

Finalmente, 'La semilla caliente' –tercera y última sección de Las almas nómadas- contiene una serie de poemas dedicados a la certeza de la muerte desde perspectivas y enfoques muy diversos. De ella destacan "Treintañero asustado", que en cierto sentido entronca con el poema "Noctámbulo" de la primera parte, y "Muerte del poeta (Epílogo)" donde Miguel Salas Díaz se muestra más poeta que en el resto de su libro reflexionando sobre el sentido existencial de la literatura, de la palabra que nombra y, de alguna manera, falsea el mundo frente a la vida sin intermediarios de la infancia, cuando no era necesario “…poner mis pequeñas palabras en las cosas”.

La conclusión a la que parece llegar el poeta en este último poema de Las almas nómadas es la renuncia, el silencio. Sin embargo, creo que es precisamente a partir de esta conclusión desde donde la poesía de Miguel Salas Díaz puede crecer y convertirse en algo más que en una poesía correcta y él en un poeta de verdad, en la antítesis de la legión de poetas que saben el oficio, pero que no alcanzan a decirle nada realmente interesante e intenso al lector.

15 junio 2011

¡"Estado Crítico" cumple dos años!

Hoy se cumplen dos años desde la primera publicación de una reseña en Estado Crítico y creemos que es motivo más que suficiente para celebrarlo con vosotros, sus lectores.


Queda ya lejos aquel 15 de junio de 2009, motivo por el cual hemos decidido diseñar una serie de iniciativas renovadoras, que verán la luz a lo largo de las próximas semanas, con las que esperamos recompensar vuestra fidelidad a este blog literario, que surgió como un encuentro de amigos y es, hoy día, gracias a vosotros, uno de los escaparates literarios de habla hispana más visitados en internet.

Con el ánimo de seguir trabajando en mejorar la calidad de nuestros contenidos, consideramos fundamental refrescar la nómina de "estadistas" que dan vida a este blog mediante la incorporación de nuevos críticos ilusionados.

Asimismo, de cara a modernizar la visualización del blog, llevaremos a cabo reformas en el diseño de la 'web' para hacer más dinámicas las visitas.

Por último, y a modo de juego metaliterario, queremos interactuar con vosotros y que nos conozcáis mejor a título personal, para lo cual saldrán publicadas próximamente algunas reseñas especiales de libros que nos han marcado como lectores, escritores o críticos, en algún momento de nuestras vidas. Queremos que esta selección de lecturas sirva para acercarnos a vosotros y que podáis conocer un poco más en detalle los gustos y motivaciones de algunos de los miembros integrantes de Estado Crítico.

No podemos terminar sin daros las gracias a todos por leernos, por dejar comentarios -que son siempre valorados positivamente- y fomentar con ellos la sana polémica, esperando poder celebrar más años a vuestro lado alrededor de nuestra pasión común: los libros.

14 junio 2011

París, bajos fondos


Gigolá

Laure Charpentier

Cabaret Voltaire, 2011

ISBN: 978-84-937643-6-4

288 páginas

19,95 €

Traducción de Lydia Vázquez Jiménez


Fran G. Matute

Para la mayoría, París fue y será siempre la ciudad romántica por excelencia. Pero no hay que olvidar que la capital francesa también tiene todas las papeletas para ser considerada el templo mundial del estupro y el latrocinio. El francés es reconocido unánimemente como el lenguaje del amor y la poesía, pero no deja de resultar curioso que de las pocas frases afrancesadas con proyección universal la mayoría hagan referencia a los instintos más bajunos del ser humano ('ménage à trois', 'voulez-vous coucher avec moi (ce soir)?'...). Existe el París versallesco y el París, bajos fondos, que tan bien retrató Jacques Becker en su película.

Y es precisamente a ese París de la prostitución y del Moulin Rouge, al que se remite Laure Charpentier en su Gigolá (1972), intensa obra de iniciación, que transcurre durante la década de los 60, y que noveliza la vida de su autora, hoy día reconocida feminista que durante su juventud se escondió por los bulevares bajo el nombre de "Gigolá", una 'garçonne' lesbiana y proxeneta, que sintió esos bajos fondos parisinos a los que hacíamos antes referencia como pocas.

Como si estuviéramos ante la versión femenina del Pimp (1969) de Iceberg Slim, Charpentier nos cuenta sin reparos las manipulaciones de su personaje-alter ego, primero en el papel de conquistadora de una acaudalada viuda sin nada que perder y luego como conquistada por una doctora temerosa de vivir. Entre ambas se debate esta intensa historia de amor -¿por qué no llamar a las cosas por su nombre?- que no tiene miedo de tirar del realismo sucio cuando el párrafo lo requiere (no puedo dejar de comentar la "fascinante" narración de la penetración, bastón en mano, procurada a una anciana, escena que le ganó a la novela, comprensiblemente por otra parte, la censura de la época).

Escrita con pulcritud, gusto por el detalle (las ropas, joyas y demás estilismos se describen con el mismo mimo que los encuentros sexuales, sensuales y grotescos a partes iguales) y vocación novelística, Charpentier se siente cómoda jugando con este material tan escabroso, del mismo modo que hace con sus protegidas en la novela, sin llegar, en ningún momento, a rozar, a pesar de la dureza de algunos pasajes, el mal gusto ni la chabacanería.

Transgresora y dignamente reconocida como una obra pionera en el género, Gigolá es de esas novelas cuya publicación debe aplaudirse en todo caso. Servidor, que comenzó su lectura casi por encargo, reconoce en estas líneas que ha terminado subyugado con la historia y con un personaje y una estética que podríamos decir que está hoy más de moda que nunca, gracias a la reciente versión filmica de esta obra (dirigida por la propia Laure Charpentier) y a otras referencias cinematográficas como Tournée (2010) de Mathieu Amalric, que de alguna forma retratan con nostalgia la época del verdadero 'burlesque'.

13 junio 2011

La primavera es corta


El pájaro y la flor. Mil quinientos años de poesía clásica japonesa

Edición, traducción y prólogo de Carlos Rubio

Alianza, 2011

ISBN: 978-84-206-5212-2

150 páginas

16 €



Rafael Suárez Plácido

Estos últimos meses nos encontramos con la muy agradable sorpresa de tres novedades editoriales de Carlos Rubio. En realidad, propiamente suya es una de ellas: El pájaro y la flor. Mil quinientos años de poesía clásica japonesa (Alianza Editorial); las otras dos son los prólogos de Namiko, de Tokutomi Roka y El caminante, de Natsume Soseki. Ambas han sido publicadas por la editorial, afincada en Gijón y especializada en cultura japonesa, Satori, e inauguran la colección “Maestros de la Literatura Japonesa”, que promete gratas sorpresas y dirige el propio Carlos Rubio. Pero, aun tratándose de sendos prólogos, los traigo a colación porque se me antojan de lectura imprescindible para quien quiera conocer la literatura de este país tan desconocido y que tanto nos tiene que ofrecer.

Ya conocíamos de Carlos Rubio algunas traducciones, en concreto de Mishima, y muy especialmente su monumental Claves y textos de la Literatura Japonesa (Cátedra, 2007), obra de referencia para cualquier lector interesado no sólo en la literatura del país, sino también en su historia y sus costumbres. Por ello, cuando nos enteramos de la existencia de este libro, no dudamos en ir a buscarlo y disfrutar con él. Es así: el libro no sólo es interesante como estudio de la poesía japonesa y como antología breve, pero muy bien escogida de ella, sino también es un objeto hermoso. Desde la portada, que reproduce un fragmento de Isoda Koryusai, hasta sus páginas interiores que intercalan ilustraciones valiosísimas de fotos de poemas originales, tal como las puede recibir un lector en su lengua original. Los estudiosos y admiradores de la caligrafía japonesa tienen aquí un motivo más para acercarse a esta edición.

Hay referencias a la poesía japonesa en nuestra lengua desde el siglo XIX, pero eran pocas y siempre basadas en traducciones de autores europeos, especialmente ingleses y franceses. El primer autor que versionó poesía japonesa en castellano de una forma seria y rigurosa fue Octavio Paz. Y decimos “versionó” porque este acercamiento se produjo sin su conocimiento previo de la lengua japonesa, sino a través de las versiones literales que le traducía Eikichi Hayashiya. Esto no es óbice para que estas versiones o traducciones “a dos manos” sigan considerándose hoy de las más hermosas de muchos de estos poemas.

La primera aproximación de un estudioso español a la poesía japonesa en esta lengua es El haiku japonés. Historia y traducción (Hiperión, 1994), del sevillano Fernando Rodríguez Izquierdo. La coloco en esa fecha porque es el momento en que obtiene mayor difusión, pero la obra se publicó originalmente en 1972, en una edición más restringida de la Fundación March, cuando la bibliografía sobre la literatura japonesa era prácticamente inexistente en nuestro idioma. Es la obra de referencia, imprescindible, para cualquier aficionado al género y, aun más, para un traductor. El segundo momento vino de la mano del onubense Antonio Cabezas que, con un estilo muy peculiar, tradujo buena parte del corpus clásico de la poesía de esta lengua. Decimos que fue “muy peculiar” porque traspasó la estructura métrica del tanka original (5-7-5-7-7) a la de la seguidilla (6-6-5-6-6) y, al parecer, esto le supuso serias críticas en su momento. Además de sus traducciones, que acercaron al lector español muchísima poesía hasta entonces desconocida en España, es importante señalar su La literatura japonesa (Hiperión, 1990), primera panorámica, breve y amena, de la historia de esta literatura. Hay más traductores y estudiosos que no voy a nombrar. Todos vienen de la mano de estas primeras obras, a veces para mejorarlas, otras veces no tanto.

El pájaro y la flor recoge una visión muy personal de la historia de la poesía japonesa que va desde sus inicios, el primer texto es del año 712, hasta la obra de la magnífica poeta Akiko Yosano, que falleció en 1942.

De la Introducción diremos que es un texto básico para comprender esta poesía. Desde sus orígenes necesariamente influidos por la poesía china y cómo este gusto va quedando como elemento de cultura y de distinción, Carlos Rubio nos lleva de la mano en un paseo cargado de buen hacer y erudición. Son treinta páginas que nos llevan a sentir con envidia la importancia que en este país ha tenido siempre la poesía. Nos aporta algunas razones para comprender por qué es así. Desde el valor sagrado que se le ha atribuido desde antiguo, que no hay que considerar como un aspecto de mojigatería ni nada parecido, hasta la función esencial que tenía entre los cortesanos de la época de Heian, durante los siglos que van del IX al XII. Sería interesante saber si es comparable a una función semejante que tuvo en algunas cortes occidentales. Es curioso saber que la inexistente censura de esa época se transforma en la época Meijí, en la que unos poemas fueron considerados prueba de alta traición y llevaron a su autor a la muerte. Empiezan a aflorar nombres propios, como el de Hitomaro o la princesa Nukada, que pueblan la antología Manyooshuu (siglos VII y VIII), que en palabras de Antonio Cabezas “está más cerca del lector español actual que del japonés”, gracias a su traducción, claro. (Quizá tenga razón. No podría decirlo.)

También es llamativo el papel que tiene la mujer en la poesía japonesa. Carlos Rubio lo explica diciendo que mientras los hombres cultivan una obra más cercana al chino y a sus preceptivas cultas, las mujeres son las herederas de la tradición oral y su contenido, “predominantemente lírico y emocional”, está más cercano al sentir popular entonces y también ahora. Esto se percibe en las grandes obras con el paso de los siglos, los Cantares de Ise y, muy especialmente, en la Historia de Genji. El papel de su autora, Murasaki Shikibu, es fundamental junto a otra gran mujer que cultivó la prosa, Shonagon. Ambas son las dos caras del papel esencial de la mujer en la historia de la literatura japonesa.

A partir del siglo XVII se vuelve a temas y a un lenguaje más primitivo, sin la influencia china tan determinante, y se toma como modelo el Manyooshuu. Así surgen los grandes nombres propios de esta poesía, el primero de ellos Matsuo Bashoo (1644-1694). Hablar hoy de poesía japonesa es hablar de Bashoo que, junto a Buson y a Issa Kobayashi forman la trilogía de maestros del 'haiku'. Es difícil traducirlo y, desde luego, imposible bajo las distintas preceptivas que han dominado la poesía occidental. Ya nos lo explicó Rodríguez Izquierdo en su obra citada. La sugerencia es esencial. La visión de la naturaleza y la vida, y cómo esta se puede ir transmitiendo del poeta al lector, va a dominar la temática de esta poesía hasta prácticamente los albores del siglo XIX, cuando Masaoka Shiki y Takuboku Ishikawa van a trasladar al poema los grandes cambios que surgen en esta sociedad.

Casi todas las traducciones son del original y hechas por el propio Carlos Rubio. Nos ofrece, ya lo he dicho, una antología muy personal en la que no faltan, desde luego, los grandes autores. Es difícil elegir ejemplos. Habría que leerlos todos. Además muchos de ellos están explicados, de manera que al lector occidental le sea fácil sumergirse en la cabeza de un lector nipón mientras los lee. Aunque los símbolos son diferentes, algunos son compartidos:

Al alba tenue
en bahía de Akashi
y entre la bruma,
un barco de nostalgias
tras las islas se pierde.


Sabiendo que la violeta es la flor que simboliza la belleza femenina y el amor, entenderemos mejor este otro 'tanka' de Akahito:

En primavera,
a recoger violetas
vine a este prado.
Mas su hermosura me hizo
pasar en él la noche entera.


(Estos poemas son de la antología Manyooshuu, que recoge poemas de los siglos VII y VIII).

El ''haiku más conocido de la poesía japonesa es el de Bashoo que hace referencia a una rana que se sumerge en el agua de la charca. Es interesante ver cómo lo traduce Carlos Rubio y cómo lo hicieron algunos autores antes que él:

El espejo de la fontana,
al zambullirse una rana,
¡hace zas!


(Trad –o versión- de Ramón María del Valle Inclán. Fernando Rodríguez Izquierdo cita en su libro una frase de Farsa y licencia de la Reina Castiza, que es exactamente de Bashoo, probablemente tomada de una traducción francesa. Luego cita esta versión versificada.)

Un viejo estanque
salta una rana ¡zas!
chapaleteo.


(Trad. –o versión- de Octavio Paz)

Un viejo estanque;
al zambullirse una rana,
ruido del agua.


(Trad. de Fernando Rodríguez Izquierdo)

Un viejo estanque.
Se zambulle una rana:
ruido del agua.


(Trad. de Antonio Cabezas)

Un antiguo estanque
Se oye una rana
Al zambullirse.


(Trad. de Carlos Manzano, de una traducción previa de Kenneth Rexroth)

Un viejo estanque
salta una rana
¡plof!


(Trad. de Francisco F. Villalba)

El viejo estanque.
Se zambulle una rana.
Ruido de agua.


(Trad. de Carlos Rubio)

La poeta que cierra esta antología es una de las más interesantes: Akiko Yosano. Vivió entre 1878 y 1942. La poesía japonesa retoma con ella el pulso de las mujeres que tanto contribuyeron a hacerla grande. En castellano tenemos publicado recientemente una antología de su obra: Poeta de la pasión (Hiperión, 2007), traducida por José María Bermejo y Teresa Herrero. Así la traduce Carlos Rubio:

“La primavera
es tan corta…”, le dije,
y entre mis pechos,
rebosantes de vida,
enterré yo sus manos.

Es un motivo de alegría acabar con este poema, la reseña de El pájaro y la flor. Mil quinientos años de poesía japonesa, de Carlos Rubio, una antología necesaria que va a seguir ayudándonos a conocer algo más de la literatura japonesa.

10 junio 2011

Todos somos espías


El espía

Justo Navarro

Anagrama, 2011. Colección “Narrativas hispánicas”

ISBN: 978-84-339-7226-2

212 páginas

18 €



José M. López

En pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial, un poeta americano se dedica a enviar mensajes de propaganda fascista desde Radio Roma, peroratas cargadas de un antisemitismo extremo que incluso superaban los excesos oratorios mussolinianos. Estas oratorias radiofónicas estaban, a su vez, impregnadas de tal excentricidad que hacían sospechar a los mandatarios italianos que eran, en realidad, misivas cifradas que desvelaban asuntos de alto secreto del Gobierno italiano al enemigo americano. El locutor del que hablamos, el supuesto espía que da título a la novela, es Ezra Pound (1885-1972), poeta estadounidense que terminó forzado a un internamiento en un centro psiquiátrico por el Gobierno del Tío Sam, que, finalmente, no se atrevió a condenarlo por alta traición, a pesar de su amplia labor de propaganda al servicio del régimen ítalo-fascista.

Tomar un personaje real y convertirlo en personaje de ficción es un recurso tan viejo como el propio arte de narrar, y bien lo sabe el autor de El espía, Justo Navarro, que, además de utilizar este consuetudinario ardid narrativo en varias novelas anteriores, también lo ha sufrido en sus propias carnes (él mismo fue un personaje importante de la novela El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas).

Además de novelista, este autor granadino ejerce a la vez de traductor y periodista, facetas que han podido facilitar su labor a la hora de mostrar un esclarecedor cuadro de una época y de un personaje. Y me explico. A lo largo de gran parte de la novela el lector es guiado por una especie de narrador cronista, que nos pone al tanto de los entresijos de la propaganda de la Italia fascista. Prestando siempre una especial atención a su labor de documentación, Justo Navarro nos presenta un lúcido fresco de los, en ocasiones, absurdos entramados de espionaje y contra-espionaje, así como de los grupos encargados de informar de continuos intentos de conspiraciones, descubiertos y delatados por los mismo conspiradores que los cimentaron. Y en medio de todo esto, Ezra Pound: ¿un predicador de las ondas al que no le importa defender a gritos sus ideas en contra de los judíos y de sumisión ante los encantos del Duce? ¿Un espía americano que envía mensajes en clave a los servicios secretos estadounidenses? ¿Un poeta loco al que no le importa morir con tal de ser escuchado, de que su palabra sea oída? Esta ambigüedad del personaje de Pound es uno de los puntos fuertes de la novela, rasgo que se ve reforzado gracias al estilo frío, burocrático, incómodo casi, de este narrador en tercera persona, que, más que contar una historia, parece presentar informes sobre los hechos acontecidos al poeta estadounidense desde sus primeros coqueteos con el fascismo hasta su estancia en una cárcel para soldados americanos en Pisa.

No pretendo aquí desentrañar el contenido de la novela, pero, en un momento dado, el lector se topa con cierto giro narrativo: aparece un trasunto del autor, un traductor granadino al que llaman J.N. - a la manera del personaje K. de las novelas de Kafka-, que viaja a Pisa sesenta años después que Pound, tras ser abandonado de manera traumática por su pareja. A partir de aquí, autor, narrador y personaje se confunden, para dar a luz una nueva novela en primera persona en la que J.N. se verá inmerso en una búsqueda del verdadero Pound, si es que lo hay, que, a su vez, será una búsqueda de sí mismo, en un continuo juego de analogías e identificaciones entre ambos, en un intento de explicar lo que nos rodea, nuestra cotidianidad más nimia, a través de la vida de grandes personajes, reales o ficticios, conocidos o leídos: en definitiva, comprender la realidad a través del mito.

Inteligente, la novela se convierte en un instrumento literario perfecto, que engrana, con astucia y talento, el extraordinario retrato del poeta estadounidense con cuestiones típicas de la novela posmoderna, bueno, de la novela, como la desintegración de la realidad o lo inestable de la identidad. Como dice uno de los personajes, “lo uno, visto bien, siempre es dos”. Sin embargo, esas preguntas simplemente se atisban, son lanzadas al aire por el autor sin permitir siquiera al lector pararse a pensar en ellas, ya que rápidamente se esfuman como pompas de jabón. El personaje de J.N., con sus dudas y sus fracasos, se queda en prometedor cómplice de un lector que está deseando meterse en su pellejo, preocuparse por sus fracasos y plantearse esas mismas dudas, que son las de Pound, pero también las de Goethe, autor del que está traduciendo Las desventuras del joven Werther. Pero el personaje no tiene recorrido, y se queda inmóvil, como mera excusa narrativa para seguir dibujando el cuadro personalísimo e intrigante del verdadero y único protagonista de la novela: Ezra Pound.

En mi opinión, Justo Navarro es una de las voces más lúcidas e ingeniosas de la narrativa actual en español, y para ello pongo en el mostrador su pulido manejo de la técnica, su experimentación invisible, sin exabruptos, o su frase penetrante y precisa. Sin embargo, pienso que a esta novela le falta la víscera narrativa que enganche a todo tipo de público, y no solo al lector culto que aprecia y disfruta los acertados experimentos técnicos. Junto a estos, y no en vez de, echamos de menos una trama que enganche, o un protagonista que seduzca o hipnotice, esbozo de lo que podría haber sido esta novela de espías, subgénero que fácilmente se presta a estas dos exigencias. Lo dicho, El espía es una novela que se paladea con placer como un jugoso producto estético e histórico, que no es poco, pero a la que le falta algo más de corazón o de alma. Y es que pensamos que no es buena señal que, tras leer un libro, pese más el deseo de mostrar tu admiración hacia el autor que el de proclamar las virtudes del libro mismo. Por pedir que no quede, pero de esto y mucho más es capaz este escritor granadino, como ya nos ha demostrado en anteriores ocasiones.

09 junio 2011

¡Por el jodido amor de Dios!


Una peli porno

Terry Southern

Valdemar, 2011. Colección “Intempestivas”

ISBN: 978-84-7702-698-3

360 páginas

20 €

Traducción de Marta Lila Murillo



José María Moraga

¿Una reseña mala en Estado Crítico? También es posible, queridos lectores. Es de todo punto necesaria, si la novela a juicio es mala. Así que dadme las gracias por ahorraros leer un libro que no merece la pena. Más de cuarenta años después, llega a España Una peli porno (1970), novela del contracultural escritor norteamericano Terry Southern. A Southern podéis conocerlo por ser co-guionista de obrones como Teléfono Rojo... (1964), Barbarella (1968) o Easy Rider (1969) y de mierdas como The Magic Christian (1969). También sus libros alcanzaron bastante fama, por ejemplo Candy (1958), el propio The Magic Christian (1959), A la rica marihuana y otros sabores (1967) o este Una peli porno, Blue Movie en el original.

Digo esto para poner al autor en su contexto, lo que creo que merece la pena: si no, no se entiende el libro. En su día Terry Southern (reputado como inventor del “Nuevo Periodismo” para muchos) fue un escritor muy bien considerado. Peter Sellers lo recomendó hasta el ditirambo, y de él dijeron Gore Vidal que era “el escritor más profundamente ingenioso de su generación” y Norman Mailer que tenía “una prosa asesina”. Con este pedigrí diríase que nos encontramos ante un Kurt Vonnegut o un Philip Roth. Pues no, amigos, nos encontramos ante un Fernando Esteso de la literatura.

Una peli porno me parece un ejercicio de desfachatez, un artefacto cultural caduco que solo se comprende como hijo de una década –los 60, a los que sirve de coda- en la que imperaban la contracultura, la provocación gratuita (había motivos para rebelarse) y un cierto sentido estético del “todo vale”. La revolución sexual se pergeñó durante los 60, qué duda cabe que se materializó durante la década siguiente, pero hoy día podríamos llegar a la conclusión de que (gracias a Dios) ya no resulta necesaria.

El único valor que le reconozco a esta débil novela es el de la provocación y el escándalo, pero lo que en 1970 resultaba un escándalo hoy nos hace sonreír. También puede uno acercarse a Una peli porno con la curiosidad de un historiador o un anticuario, para ver lo que resultaba “underground” hace cuarenta años, pero sinceramente dudo que de su lectura hoy puedan derivarse ni mucho goce estético ni una seria reflexión intelectual. No cuela. Aunque la novela esté dedicada “al gran STANLEY K. [Stanley Kubrick], o venga precedida por un epígrafe de T.S. Eliot.

La supuestamente provocadora y desternillante historia es esta: un multilaureado director, Boris o Rey B., y un avispado productor, Sid Krassman, se dan a la tarea de rodar la película X más guarra y con mayor presupuesto de la historia del cine, pero con mérito artístico. (Nótese el juego de palabras del nombre del productor, ya que en inglés “crass man” quiere decir “hombre grosero”). Para lograr llevar a buen puerto la peli, de título Los rostros del amor, se recluta a Angela Sterling, una sex symbol ansiosa por hacer cine serio. El rodaje se lleva a Liechtenstein, ya que el pequeño país europeo financia la producción de la cinta a cambio de los derechos exclusivos de exhibición durante una década (inversión que confían recuperar con el esperado boom turístico de cinéfilos).

La novela trata pues de subvertir las mentalidades pequeñoburguesas y biempensantes de la sociedad sesentera, por lo que no falta una sátira a la religión y la moral hipócrita (solo diré que el Vaticano acaba saliendo a relucir). El problema es que Una peli porno no termina de despegar, y no resulta ni tan ácida como sátira ni tan divertida como libro de risa como indudablemente era su objetivo.

Seguramente leeréis en estos días muchas reseñas que celebren la aparición de esta novela en España, saludándola como una bienvenida aportación a la bibliografía contracultural y sesentera. Estoy seguro de que habrá mucha gente que disfrutará leyéndola, pero pese al relativo interés documental que pueda tener, el que esto escribe no puede recomendarla con la conciencia tranquila. Si queréis leer frases como “¡Méteme el trabuco!” o “¿Alguien quiere catar mi barbacoa?”, adelante. Luego no digáis que no os habíamos avisado.

08 junio 2011

El mundo de otra manera


Breve teoría del viaje y el desierto

Cristian Crusat

Pre-textos, 2011

ISBN: 978-84-15297-13-0

112 páginas

10 €

Premio Internacional de Relato Manuel Llano, 2011


José Martínez Ros

Se pueden escribir relatos de otra manera. Se puede contemplar el mundo de otra manera. La mayoría de los libros de relatos que se publican por autores de lengua española se adscriben a uno de estos dos modelos -en algunos casos de curiosa amplitud de miras, a los ambos-: a) la escuela realista-chejoviana, que ha más presente en España, país refractario donde los haya a todo lo relacionado con la imaginación, cuyos seguidores suelen copiar, en las últimas décadas, no tanto a Chéjov como a sus principales prosélitos actuales, casi todos norteamericanos (Carver, Richard Ford, John Cheever, Peter Stamm, Lorrie Moore y Tobias Wolff, por sólo citar a algunos) y que, en su actual versión degenerada que hace furor en los talleres literarios, se caracteriza –resumiendo- por estar escritos con el vocabulario de un graduado de primaria, con personajes que beben y fuman demasiado y están muy deprimidos; y b) la escuela del fantástico, con una legión de saqueadores de los tres grandes argentinos, Borges, Bioy Casares y Cortázar, que carecen del aliento metafísico del primero, la elegancia irónica del segundo y de la incesante capacidad para la invención y el juego del tercero y que, en la mayor parte de los casos, se reduce a fuegos artificiales: algo de magia, una pizca de mitología, algún pequeño juego formal y, al final, nada de nada, puro vacío. También están los microrrelatistas, pero a esos mejor ni nombrarles.

Por fortuna, libros como Breve teoría del viaje y el desierto de Cristian Crusat, Premio internacional de relato Manuel Llano, nos convencen de que aún hay esperanza para el cuento y evitan, en el último momento, que nos nacionalicemos suizos. Los relatos de Cristian Crusat rechazan orgullosamente ambos modelos, en lo que supone todo un desafío a la mayoría de las convenciones acerca del arte del relato. Por un lado, evita cuidadosamente las poses fatalistas y el neocostumbrismo de los pseudochejovianos actuales: sus personajes, extraídos de un mundo global, y que pueden vivir en una caravana en el desierto norteamericano, recorrer una carretera de Almería o hablarnos desde las páginas de un cuento ajeno son presentados desde una cotidianeidad que no tarda en iluminarse con el resplandor pentescostal de la epifanía y sufrir una revelación que, en la mayoría de los casos, los obliga a enfrentarse al auténtico rostro de su soledad o a unos sentimientos difíciles de asumir, como ocurre con los jóvenes enamorados del relato que da título al libro.

Por otro, Crusat construye sus historias –excepto la protagonizada por la encantadora Lena que, sin duda, está narrada desde un ensueño centroeuropeo- a partir de una realidad reconocible y espesa que todos conocemos, aunque no siempre nos detengamos a observarla: la de las urbanizaciones turísticas, los enormes aparcamientos y los hoteles abarrotados. Como todo autor realmente original, no duda en inventar su propia tradición, en la que conviven presencias tan singulares como las del cuentista peruano –uno de los más grandes y más ignorados- Julio Ramón Rirbeyro, el extravagante Salinger o Milorad Pavic, el genial autor del Diccionario Jázaro. Del primero, sin duda, toma la perspectiva irónica y el interés por los personajes en quiebra, del segundo su hipersensibilidad urbana y del tercero las piruetas metanarrativas.

Breve teoría del viaje y el desierto es un libro especialmente recomendable para aquellos que deseen saber por dónde irá el relato del siglo XXI: no cabe duda de que Cristian Crusat es uno de sus más intrépidos pioneros.

07 junio 2011

Poesía de hoy para siempre



Después de la noticia

José Julio Cabanillas

Editorial Metropolisiana, 2011

ISBN: 978-84-614-7934-4

64 páginas

14 €




Jesús Cotta

De libro en libro, los temas de José Julio Cabanillas son los mismos, pero su voz es cada vez más nítida y hermosa y los hace nuevos cada vez que los canta. Y ahora nos obsequia con este libro de vuelo de pájaro, de imágenes sorprendentes y siempre naturales y, sobre todo, de emoción honda. Y la alegría lo preside, porque, aunque la muerte está presente en todo el libro, la infancia la viste de primavera y esperanza. De los misterios gozosos de la infancia a los misterios gloriosos de la muerte. Y al revés.

Empieza el libro con un poema fundacional, mítico, feérico, un cuento infantil que parece rememorado en el último instante de la vida, como un 'Rosebud' salvador, misterioso y dador de sentido, con el poeta niño como protagonista, a quien la poesía misma, que es la que habla, ha investido de niño y de poeta para siempre.

El poema "En tanto" es una honda prueba poética de que un tema tan habitual como la fugacidad del tiempo se torna nuevo y novísimo en la boca de un buen poeta, que logra esa proeza, para más inri, con una imagen tan clásica como la rosa. “Te coronan tus pétalos: tú eres, rosa, tu reina”. Enhorabuena.

"El sol del unicornio" es un poema grabado en nácar y plata, un canto bellísimo y esperanzador para quienes desesperan ante la muerte.

Y con "La nube" uno tiene la sensación de que los recuerdos más vívidos de la infancia nos regresan hasta las manos como estrellas fugaces. Y uno se queda sin comprender cómo es posible que hayan desaparecido si uno es esos recuerdos, si la felicidad y el sentido total estaban en ellos.

Con "Nadas" dan muchas ganas de creer en Dios, porque, si existe, se transfigura de pronto incluso lo más insignificante en algo importante y único, como, según dice María Zambrano, hace también la poesía, que rescata las cosas de su insignificancia. En este poema, Dios y poesía se juntan para convertir en maravilloso lo cotidiano y en grande lo diminuto.

Y "Marzo" es una ventana privilegiada que el poeta nos abre al “agua del mil brotar que nadie estanca” y hay que guardar un silencio atónito ante la revelación de toda esa belleza que está a nuestro alcance, pero que nos pasa inadvertida y que la poesía rescata para aumentar el número de cosas hermosas en el universo. Cada vez que uno esté triste y piense que la vida no vale la pena y que el mundo es un asco, lea esta hermosura de soneto. Lo recomiendo.

Nos contaba hace poco un amigo, que ha sido prejurado en varios premios, que, para ganar un premio de poesía, uno debe abstenerse de estrofas clásicas, de titular los poemas, para que parezca un libro unitario, y que es bueno citar a algún poeta venerado entre los entendidísimos y, por supuesto, nada de referirse a Dios y a lo espiritual, sino a lo que, dentro de lo material, parece menos material: aire, luz, ámbito, espacio, agua... En fin, libros de tema y verso blancos (aunque también se valora mucho un toque de realismo sucio).

Pues bien, este libro no cumple ninguno de esos requisitos: junto a los endecasílabos blancos, hay algunos sonetos estupendos y algún romance, y los poemas están titulados y aun así el libro es unitario y no hay ningún poeta citado y aun así bebe de toda una tradición milenaria y no solo toca todas las cosas que se pueden tocar sino que además habla de Dios sin pudor ninguno, es más, va “de la mano caliente del Dios vivo”. Qué descaro. Y todo eso es lo que hace que este libro valga realmente la pena.

Y, bueno, después de llevarnos en un vuelo de águila caudalosa al nisporero, a los grillos, a la luna, a la gata Jueves, a la niña que murió, a las calles que pasaba el Divinísimo “montado en su carroza de frágil tintineo”; después de mostrarnos al ciervo que viene a llevarse a su amado fray Juan a otro reino, después de presentarnos a “loco enero de pelo en remolino”, este libro delicado, intenso, labrado, precioso y personalísimo acaba con una conversación de vencejos. ¿Qué más se puede pedir?

06 junio 2011

La verosimilitud de la forma


Brooklyn

Colm Tóibín

Lumen, 2010

ISBN: 978-84-264-1770-1

315 páginas

18,90 €

Traducción de Ana Andrés Lleó



Coradino Vega

Quizás toda forma de literatura sea un artificio, una mentira, pero hay obras que lo aparentan menos y otras que lo aparentan más. Por otro lado, la tarea de narrar una historia acaecida en un tiempo remoto a la experiencia del novelista corre el riesgo de la insinceridad. También puede que todo esto no sea más que prejuicios tan generalizados como relativos, asentados fundamentalmente en parte de la crítica y en las escuelas de escritura creativa. De ser así, Brooklyn sería un magnífico ejemplo para romper con la tentación de cualquier tipo de amordazamiento previo. Contada de un modo completamente lineal, desde un punto de vista en tercera persona apoyado en la protagonista que nos sumerge de lleno en su conciencia al tiempo que guarda una distancia exacta de seguridad, la última novela de Colm Tóibín pone de manifiesto cuán importante es la forma para que lo que se cuenta sea lo que se quiere contar.

A priori estaríamos ante un relato 'déjà vu': Eilis Lacey, señorita de un pueblo del sudeste irlandés, emigra a Estados Unidos a principios de los cincuenta para encontrar trabajo; es decir: típica historia de viaje en barco, llegada a Nueva York, dificultades de adaptación, relación sentimental, paulatina transformación y conquista del sueño americano. Situado su inicio en España pasaría, para algunos, por una novela sospechosamente costumbrista. Y sin embargo, por más que la trama sea a grosso modo ésa (final escatimado, no se preocupe el lector), todo en Brooklyn resulta original, verdadero, de una autenticidad vital sobrecogedora, magistral, de una templanza, un virtuosismo técnico y una perspicacia psicológica a la altura del protagonista de una anterior novela de Colm Tóibín titulada The Master: Henry James. El secreto radica precisamente en la verosimilitud de su forma. Cómo contar la emancipación de una mujer que nos evoca a Jane Austen además de a James, con una sobriedad contemporánea como de entre Alice Munro y J. M. Coetzee. Cómo lograr esa sustancia y esa solidez con una superficie tan difícil de ligera, con un estilo tan limpio, suave y contundente al mismo tiempo, de una ―podríamos decir― sofisticada contención, que provoca en sí la placidez del que lee lo muy complejo escrito de modo muy sencillo. No hay un solo detalle que denote voluntad de estilo en esta obra de Tóibín, ostentación, gesticulaciones ni grandilocuencia. A la humildad de su propósito inicial (contar simplemente lo que le pasa a Eilis) se le suma el deliberado paso atrás que da el autor hasta hacerse invisible. Así, nos muestra todo de manera transparente sugiriendo lo justo, siendo explícito sin incurrir en ningún exceso explicativo: el pasaje en un camarote de tercera a través del Atlántico, la casa irlandesa en Brooklyn de la señora Kehoe, el oficio de dependienta en unos grandes almacenes, los cursos nocturnos de contabilidad, el noviazgo, un suceso trágico, la vuelta a Irlanda, los factores que alimentan la indecisión. Una historia sobre el exilio y el arraigo, tremendamente emotiva, que no cae en ninguno de los clichés del sentimentalismo. Porque no debería confundirse el estilo despojado de Tóibín con cierto minimalismo que sólo oculta la incapacidad de transmitir emociones, conmover al lector, estrecharle la mano y reconciliarlo con el mundo como se hacía antes de la pérdida de la inocencia literaria. Brooklyn demuestra que no hace falta una mirada oblicua para ser original, ni una voz empoderada, ni tan siquiera el sobrevaloradísimo talento, sino que basta el oficio de contar muy bien esta deslumbrante historia sobre el destino y la fatalidad, poblándola de unos personajes dotados de una dignidad y una inteligencia que evitan todo tipo de condescendencia.

De entre la proliferación de títulos con referencias a Nueva York que últimamente ocupan las mesas de las librerías españolas, muchos situados del lado por el que sopla el viento de la moda y otros al calor del oportunismo comercial, merece la pena acercarse a Brooklyn por la honestidad de su planteamiento, por la comprensión de algo tan complejo como el haz de verdades y mentiras y azares y contradicciones y decisiones y determinismos que forma la vida, y porque rehúye precisamente de eso que parece ir asociado a una novela sobre la conformación de Nueva York: los aires de grandeza épica de la llegada a Ellis Island cuando, desde el barco, el inmigrante vislumbra la Estatua de la Libertad.

[Publicado en La Tormenta en un Vaso]