30 octubre 2009

Jodiendo con las palabras

Engaño

Philip Roth

Seix Barral, 2009.
ISBN: 978-84-322-2856-8

187 páginas.
17 euros.

Traducción de Jordi Fibla.


Javier Mije

Leí las cincuenta primeras páginas de Engaño y me dije, ah, he aquí el libro de Roth que leen cada otoño los académicos suecos para convencerse de que no merece el Nobel. Imaginé que la reseña sería tarea fácil: un libro menor de un gran autor, una obra sin el vigor, la intensidad y el compromiso con la verdad de sus grandes novelas. Luego recordé que tengo un conocido que es amigo íntimo y editor -¿pero son ambas circunstancias compatibles?- de un Nobel de literatura. “Recibir el Nobel es una catástrofe, una dulce catástrofe” –había referido en una carta a mi conocido que éste me había comentado en un almuerzo-. Veía nítidamente perfiladas las siguientes líneas de esta reseña: ¿merece Roth esa catástrofe?, ¿tiene algún sentido que caiga sobre Roth ese cataclismo –que aquel escritor laureado explicaba en su carta como la interminable Odisea de una vedette por congresos y salas de conferencias a miles de kilómetros de su escritorio?-.No creo que el Nobel sea otra cosa que uno más de los artefactos culturales con los que nos distraemos del paso del tiempo, ni que dependa de una llamada de teléfono con prefijo de Suecia el que las palabras de un autor perduren. Así que dejaría la valoración del libro a un lado –a estas alturas iba ya por la página 70 y la novela seguía sin convencerme- y terminaría mi comentario afirmando que era mejor que otorgaran el Nobel a autores como Herta Müller, no tan populares, o al excelente escritor que resultó ser aquel amigo íntimo de mi conocido, que pudo por fin comprarse una casa y abandonar el piso de treinta metros cuadrados donde vivía muy precariamente. Sin darme cuenta, casi mientras pensaba en otras cosas –en qué capricho iba a emplear los 100 euros que pagan por esta reseña; en mi conocido y amigo del Nobel del que espero una llamada que no termina de producirse, o en aquellos tiempos remotísimos en que existía el otoño- llegué a las páginas finales de Engaño y me di cuenta de que nada en el libro resulta ser lo que parece. No eran varias historias de amor adúltero más o menos convencionales que sólo ocasionalmente habían llegado a interesarme. Era un libro sobre las fuentes de la ficción. Sobre los puentes entre la literatura y la vida; entre la vida y la literatura. Era un libro sobre cómo se construyen las novelas. Entonces me pregunté si sería posible escribir la reseña de un libro que mostrase al mismo tiempo cómo se escribe una reseña.
Un piso sin ascensor en Notting Hill, Londres. Un escritor desempleado llamado Philip. Tres mujeres. Cada mujer un polvo. Cada polvo una Sherezade. Este es todo el entramado argumental de Engaño, una novela experimental, arriesgadísima, construida con las notas para una novela no escrita. La novela son esas mismas notas, una sucesión de diálogos sin apenas acotaciones -“despojada de toda grasa expositiva”, dice el narrador-. El escritor llamado Philip –un écouteur, un audiófilo- hace hablar a sus amantes con el objeto de escribir una novela sobre el adulterio. El narrador de la novela no escrita es Nathan Zuckerman, alter ego habitual de Philip Roth. En el penúltimo capítulo irrumpe la mujer de Philip y le pide explicaciones por haber publicado una novela –la que estamos leyendo- en la que hace exhibición de su infidelidad. Éste niega que la haya engañado: “es la historia de una imaginación que ama”. Es sólo un cuento, es ficción, viene a decir: “no puedo joder con palabras”. Y cuando todos los juegos de espejos parecían agotados -y el mismo camino, me temo, seguirá la paciencia de la mayoría de los lectores- el último capítulo nos reserva otra vuelta de tuerca con la que terminan de encajar las piezas de este cubo de Rubik. Entonces, ¿le ha gustado o no la novela? ¿No iba usted a explicar cómo se hace una reseña? ¿Por qué un libro nos gusta? Estimado lector, ¿qué importa mi opinión? No imagina usted cuánto se miente en estas lides y las inseguridades que sufren los críticos, aunque sean ocasionales como yo. Si quiere leer algo con fundamento espérese a ver qué dice Juan Manuel de Prada, que tanto admira a Roth. Yo creo que es una novela difícil y valiosa, y en cuanto a las formas, una anomalía dentro de la producción del autor de Newark. Contiene lúcidas reflexiones sobre el dolor del adulterio, “en algún punto entre el deseo y la desilusión, en el largo descenso hasta la muerte”, las habituales y deliciosas diatribas anticatólicas, y, entre otras cosas, algunas valiosísimas ideas literarias que interesarán sobre todo a los escritores. Aunque, ya que insiste en saberlo, el libro me ha conmovido sobre todo por una circunstancia personal que me permito contarle. Hace años yo también pasé una temporada en Notting Hill, en el número 44 de una calle llamada Dudley Villas, a sólo unos metros de dónde vivió el protagonista de Engaño. Entonces creía estar escribiendo una novela sobre el adulterio, y también había por allí una voz femenina que insistía en saber, como el personaje de la novela de Roth, quién era aquella mujer con la que me fugaba en la ficción. Así que, y espero responder con esto a su pregunta, quizá los libros nos gusten cuando provocan la ilusión de que hablan de nosotros mismos.

Novela corta de manual



Majarón

Manuel Moya

Baile del Sol, 2009

ISBN: 978-84-92528-59-2

104 páginas

10 €





Daniel Ruiz García

El libro que hoy nos ocupa es prototípico de lo que conocemos como novela corta. A caballo entre el relato breve y la novela, la novela corta se caracteriza por su capacidad de mantener un nivel de tensión dramática sostenido a lo largo de todo su desarrollo, de manera que se lea casi de un tirón, y que las pausas en la lectura dejen al lector con cierta sensación de 'coitus interruptus'. Para mí, una novela corta eficaz es aquella que, después de la última página, te deja cierta sensación de hambre, como cuando vamos a un restaurante de ésos de 'nouvelle couisine' y nos topamos (por fin) con un plato que realmente nos interesa, pero que las buenas formas del minimalismo reducen a una guarnición casi anecdótica. Y para que una novela me deje sensación de hambre, antes tiene que haberme conquistado con su sabor, que en el caso de la literatura está a mi juicio en el estilo, en la capacidad expresiva y cierta propiedad de hipnosis literaria, eso que convierte a un juntador de palabras en un verdadero escritor.

Majarón, de Manuel Moya, se lee de una tacada. Es un libro vibrante, intenso, cuyo principal atractivo reside en su expresividad, en su forma tan intensa de decir las cosas. El argumento es de extraordinaria dureza: un adolescente pasa sus días en una residencia de menores, donde impera la violencia, el abuso de autoridad y las relaciones basadas en la aspereza y en cierta camaradería, lo que se nos antoja muy cercano al ambiente presidiario. El adolescente comparte habitación con el protagonista indirecto de la novela, Medina, al que todos conocen como Majarón, quien da título al libro. Vive en un permanente estado de alerta e inquietud, soñando con salir del centro, mientras entretanto recibe la presión de su familia, de los responsables del centro y de su propia madre. Desde la primera página sabemos que algo ha pasado, y lo que se nos cuenta en la novela es precisamente lo que ocurrió. La narración no está planteada de forma convencional, sino que se desarrolla a través de una mezcla sin transición de distintas voces que van dando cuerpo al libro, hasta desembocar en un desenlace que no por anticipado resulta menos sorprendente. El acierto del libro es que estas voces tienen una dimensión fantasmagórica, vaga, transversal, ya que no se ciñen específicamente a capítulos rígidos donde se dé rienda suelta a una voz concreta, sino que se van entremezclando, a veces en un mismo párrafo. El resultado final apunta a una diseminación en la que al lector le toca hacer el trabajo difícil (aunque muy estimulante): ir otorgando a cada voz una personalidad y un posicionamiento en la trama. Y lo más difícil: determinar, entre tanta carga de voces, cuál es la que está en lo cierto, en cuál reside la verdad. Al final parece estar más o menos claro, aunque la claridad la aporta el lector, y no el narrador, que no se casa con ninguno: la libertad, parece ser la moraleja, es el único camino.

Confieso que no he leído nada de Manuel Moya, pero tengo claro que a partir de ahora estaré al quite. Moya está, en cierto modo, en la tradición de autores comprometidos con la expresividad, con la búsqueda de hallazgos en la oralidad, con el rastreo de sótanos oscuros en los que, debajo de capas de grasa y mierda, entre gatos despachurrados y bicicletas oxidadas, se esconde la belleza.

29 octubre 2009

Cuando Odiseo no sabe si volver

 
Cuaderno de extravíos. Un viaje a Grecia.


Juan José Tejero

Point de lunettes, 2009

ISBN. 978-84-96508-35-4

50 páginas

10 euros

Ilustraciones de Nani González



Jesús Cotta
Los helenómanos como yo, que vibramos con el mar de olivos que hay en Delfos o con las alturas místicas de los monasterios de Meteora, nos sentimos, con libros como éste, más europeos y mediterráneos que antes.
Este viaje comienza con viento favorable: el bello prólogo de José María Conget. Y luego nos lleva el autor en la barca del azar a las islas, donde el autor es para los lugareños José, el español.
Este es un libro que habla de la Grecia de hoy, que es la de siempre, pues la lengua, el paisaje y un sentimiento común trazan una línea continua entre Homero y Cavafis, entre Platón y Kazantzakis, entre la columna dórica y la cúpula bizantina.
No sé por qué, pero entre España y Grecia hay un puente de mutua simpatía. En Grecia hay interés por lo español, aunque nuestras relaciones históricas han sido más bien escasas. Y son cada vez más los españoles interesados en la cultura griega. Hay incluso asociaciones culturales dedicadas a aprender y enseñar danzas griegas, como la de Crótalos en Sevilla.
Juan José Tejero, a quien ya conocemos por su magnífica traducción del Epitafio de Ritsos, luego romanceada por Manuel García, nos entrega ahora un libro de un magnífico título. Si casi todos llevamos un cuaderno de bitácoras para no perder el rumbo, para no arrojarnos en busca de sirenas, para volver siempre a Ítaca, Juan José Tejero lo tiene para extraviarse en Grecia, para entrar en las tabernas donde un buzuki llena el espacio y un hombre en trance baila con los brazos abiertos.

“y se tambalea al son de la música como un pájaro herido. Ahora la taberna es un barco y él un capitán que apenas se sostiene en mitad de la tormenta”.

El baile viril de los griegos, espontáneo y popular, que surge cuando hace una visita lo que aquí llamamos duende, es algo que en España no existe, pero necesitamos con urgencia y por eso nos produce tanto asombro.
En la pluma del autor los buzukis, el brandy Metaxá, la retsina, los puertos y los pinos no son una estampa pintoresca, sino una realidad viva y hermosa. Nada de lo que nos cuenta el por fortuna extraviado escritor es folclórico y postizo. No nos muestra la Grecia que el turista o el mitómano de la Antigüedad espera, sino una isla llena de marineros viejos, con el kombolói en la mano, sentados en la taberna mirando al horizonte mientras beben ouzo, una Grecia de mercados y de popes casados y con hijos corriendo de un lado para otro, una Grecia más bizantina y marinera que clásica o turca, que son los dos tópicos que sobre ella pesan en estos lares.

Pero lo mejor del libro es su prosa, delicada, precisa, lírica sin alarde, que nos mete de lleno en el paisaje isleño y los hombres que la pueblan.
Hay estampas especialmente deliciosas, como la que nos emociona ante una hidria del Museo Arqueológico Nacional o ante las tumbas sencillas de los héroes griegos, bajo los pinares.
Quien desee sentarse a tomar un frapé helado con mucha espuma frente al mar, volver al ombligo del mundo, volver a los olivos primeros, a la cratera, al sabor acre de la retsina refrescante, aquí tiene a un Ulises náufrago que no sabe si regresar.
Doy, pues, la bienvenida a un libro lírico, claro y transparente como una fuente que bajara de las nieves del Helicón, en el estilo de Juan Ramón o José Antonio Muñoz Rojas, un libro que no es ni diario ni bitácora ni artículo ni libro de viajes, sino un cuaderno de extravíos.

28 octubre 2009

La tradición del cuento

Quédate donde estás

Miguel Ángel Muñoz

Páginas de Espuma, 2009

ISBN: 9788483930342

154 páginas

14 €


Joaquín Blanes

Tradicionalmente la fama del cuento en español (o en castellano, táchese lo que no proceda) se asociaba con los autores del “cogollito” del boom hispanoamericano (como lo llamaba el chileno José Donoso), sin embargo, en España, hemos tenido siempre una buena cosecha de cuentistas y en el último decenio del siglo XX se abrieron paso narradores que hicieron del cuento una profesión de fe. Si hablamos del sur tendríamos que hablar, entre otros y a bote pronto, del siempre afable Hipólito G. Navarro, con libros como El cielo está López (1990) o El aburrimiento, Lester (1996). Seix Barral recogió en 2005 gran parte de su divertido imaginario en el libro Los últimos percances. Recuerdo también al inigualable Félix J. Palma, con una capacidad para la fabulación extraordinaria y magistral, ejemplo inexcusable del cuento en español (o en castellano, táchese lo que no proceda). Deslumbró con El vigilante de la salamandra (Pre-Textos, 1998) y se fue confirmando en el universo particular de los certámenes literarios porque ha ganado infinidad de ellos (oneroso o envidiable, táchese lo que no proceda).

Siguiendo en el sur, surge en esta década del XXI un cuentista almeriense que no es relevo sino suma de la devoción por el texto breve y los tramos cortos, en ocasiones más difíciles de llevar a cabo que una novela porque no admiten dudas, ni altibajos.

Miguel Ángel Muñoz (no confundir con MAM el de Un paso adelante) se dio a conocer en 2006 con El síndrome Chéjov, entre otras cuestiones por la valiente apuesta que ha hecho Juan Casamayor, editor de Páginas de Espuma, que con perseverancia ha ido editando libros de relatos de autores destacados que, probablemente, otras editoriales no se atrevían a publicar porque, sostienen, que el cuento no vende.

Miguel Ángel Muñoz vuelve a publicar un libro de cuentos con Páginas de Espuma, Quédate donde estás es el título, un libro que intercala relatos de una extensión, digamos, larga, con otros textos más breves que pueden leerse como poéticas particulares del autor o como anécdotas literarias (“Las dos hermanas” o “Vaivén”). Abre fuego una vocacional declaración de intenciones llamada: “Quiero ser Salinger” y le sigue “Ropa de verano”, un cuento sosegado, casi tierno, lleno de nostalgia, una nostalgia triste y metafórica sobre la soledad y el aislamiento. “Vitruvio” es uno de esos relatos extraños e inquietantes que todo cuentista decide acometer con osadía, sin reparar en la dificultad que entraña conseguir que el lector admita la premisa de que a un hombre le injerten dos brazos nuevos, sin prescindir de los que vienen ya de fábrica, con los genes. Una variedad de Shiva dedicada a la escritura. Sin embargo, Miguel Ángel Muñoz, hace que lo fantástico parezca cotidiano, hasta normal, y el cuento sea uno de los más destacables del libro, junto con el entrañable “El reino químico”, evocador de la infancia, retrata los miedos que atormentan la infancia y las relaciones familiares complejas (vamos, las de todo quisque).

Un libro de cuentos, a diferencia de una novela, tiene la peculiaridad de ser un muestrario de historias de las que el lector rescatará del olvido algunos cuentos, no todos, llevado por el arbitrio y la singularidad del que afronta la lectura. Los cuentistas escriben un buen puñado de relatos con la intención de salvar del olvido alguno de ellos, pero nunca se salvan los cuentos del mismo modo; para salvar un conjunto razonable de cuentos hace falta asentarse, lentamente, en la tradición, que tu nombre se vaya sedimentando en el inventario de autores indispensables, como el vino añejo, y el de Miguel Ángel Muñoz, por su tenacidad y su escritura esmerada, comienza a formar parte de esa taxonomía.

Muy recomendable para todo cuentista es visitar su blog: El síndrome de Chéjov.

27 octubre 2009

En busca del lector descreído

Apuntes para un futuro manifiesto

Fernando Luis Chivite

DVD, 2009.

ISBN: 978-84-96328-93-0

76 páginas.

8 €.



Juan Carlos Sierra


Apuntes para un futuro manifiesto de Fernando Luis Chivite se lee como una especie de ajuste de cuentas con el pasado del personaje poético, que mucho nos tememos tiene más de un punto en común con el autor del poemario. En cualquier caso, el individuo que habla en estos poemas no importa demasiado –aunque tenga DNI, hipoteca o nación-, puesto que, afortunadamente para el libro y su perpetrador, los textos traspasan lo meramente anecdótico-confesional para buscar al lector en cualquiera de los pliegues de su propia existencia.

Pero no a un lector cualquiera. Si hay libros que requieren una edad y, sobre todo, un estado de ánimo determinados, se puede afirmar que Apuntes para un futuro manifiesto se encuentra dentro de esta categoría. De modo que aléjense de él quienes aún sigan sintiéndose en plena forma, quienes todavía sean capaces de recuperarse de una resaca a la mañana siguiente, quienes no decoren de momento las estanterías de casa con las fotos de los hijos, propios o ajenos, los sobrinos,… O, dicho de otro modo, probablemente no les interesen nada los poemas de Chivite a quienes sientan que la vida o es extraordinaria o no es, o es exceso o no es, o es promesa y hallazgo… o no merece la pena ser vivida.

Y es que desde los primeros poemas de Apuntes para un futuro manifiesto el autor navarro deja muy clara su postura: “… Me he hundido en el horror y he aceptado/ el mundo, (con tristeza lo digo).// Digamos que al final he acabado aceptándolo,/ que viene a ser lo mismo que decir que he dejado/ de creer.// Y no me queda otro remedio que asumir/ que lo que empieza ahora es ya completamente/ otra cosa” (‘Poema del descreimiento’). Este discurso del que ha sufrido en carne propia las frustraciones y los desengaños se va desarrollando y matizando a lo largo del libro con una nitidez y un aparato argumentativo tan irreprochable, que el lector llega a los últimos poemas o plenamente del lado del personaje poético o justo en sus antípodas; supongo que eso dependerá precisamente del punto cronológico y anímico en que se encuentre el lector en su particular recorrido vital.

Este diálogo que establecen los poemas de Apuntes para un futuro manifiesto con el lector es probablemente uno de los mayores aciertos del conjunto del poemario. Otros tienen que ver con el lenguaje y el estilo: claro, directo, versolibrista, sin aparataje lírico artificioso, manejo efectivo del encabalgamiento –especialmente el que los libros de retórica llaman abrupto- y adaptación novedosa del haiku. Sólo un pero en este sentido: el ‘Caligrama de la álgida visión’, perfectamente prescindible por su ineficacia.

Así, pues, quien busque la osadía posmoderna en el lenguaje poético -el discurso fragmentario, la ironía demoledora, la quiebra de la sintaxis y la imágenes imposibles- o quien esté interesado en seguir repitiendo los modelos vitales de la más rancia tradición de la modernidad –especialmente la emulación del héroe romántico-, se puede ahorrar los 8 euros que cuesta el libro o la visita a la biblioteca municipal. O quizá no, ya que en Apuntes para un futuro manifiesto hay una lección de poesía y de vida que puede funcionar como vacuna perfecta para los infectados por la epidemia de gripe A de la eterna juventud, ambas -gripe y juventud- tan ficticias.

26 octubre 2009

A solas con el mundo

Capitanes de la arena.

Jorge Amado

Alianza, 2009

ISBN. 978-84-206-6394-4

400 páginas

10,25 euros


Traducción de Marcos Mayer



Ilya U. Topper

Una joyita. Para que andarse con rodeos. Qué te traigo de Brasil, me preguntó mi amiga N. hace un año, ya camino del aeropuerto. Los capitanes de la arena de Jorge Amado, pedí, sin pensármelo. Había leído el libro una década atrás, prestado, y supe que algún día quería verlo en mi estantería, concretamente en esa balda a la altura de los ojos que reservo para los más mimados entre mis invitados de papel. Lo curioso es que el libro llegó a mis manos la misma semana en que Alianza anuncia la reedición de la novela en su colección de bolsillo.

Una joyita. Una de las obras tempranas de Jorge Amado, publicada en 1937, con 25 años. Escrita con poca técnica y mucha pasión. Con arrojo, con rabia, con cariño, con mucho cariño. Amado traza con brochazos certeros y llenos de lírica la playa nocturna, la ruina portuaria en la que duermen los niños de la calle de Bahía, críos de nueve, doce, quince años, “los que mejor conocen la ciudad, los que más la quieren, sus poetas”. Pero en ningún momento dulcifica su vida o su carácter: estos niños viven del robo, engañan y estafan, se ríen de sus víctimas. No son Robin Hood: son niños de la calle. Con todas sus contradicciones, con el puñal fácil, demasiado fácil incluso para rajar a un compañero, con su desprecio de las chicas que tiene la desgracia de pasar por la playa - ni Pedro Bala, el héroe de la novela, se libra: como todos, también él viola.

Y sin embargo, uno está del lado de los niños, de lado de los malhechores, cuando lee: imposible no estar en su bando, a solas contra el mundo.

La novela es algo más que una joya literaria: también debería ser lectura obligatoria para cualquiera que quiera trabajar con jóvenes marginados. Porque refleja algo que miles de páginas de estudios sociológicos sobre el fenómeno de los niños de la calle nunca consiguen mostrar y que hacen fracasar tantos programas de recuperación: el orgullo de los niños a vivir contra la sociedad, a renegar del cariño que nunca tuvieron, a ser libres, a despreciar el mundo que los expulsó.

Capitanes de la arena, al igual que la aun más breve Cacao, también reeditada por Alianza ahora, pertenece a la primera época de creatividad de Jorge Amado, cuando el escritor era comunista militante: pocos años después tuvo que exiliarse de Brasil. De hecho, el final del libro conduce hacia un desenlace quizás demasiado utópico-ideológico, aunque por supuesto nos lo querremos creer de todo corazón. En la segunda etapa, a partir de 1958, Amado volvería con novelas del volumen de Gabriela, clavo y canela o Doña Flor y sus dos maridos, todos lanzados este año en la misma editorial. Por supuesto, también en Gabriela, el escritor mantiene una marcada línea de crítica social: no es poco dedicar una novela a la erradicación de aquella fea costumbre que es asesinar, por imperativo social, a la esposa infiel. Pero ya no es lo mismo: ahora el escritor se explaya, narra como quien se recuesta en un sillón ante la chimenea, en lugar de lanzar las breves, jadeantes, casi clandestinas arengas de los Capitanes.

Desafortunadamente, el traductor, Marcos Mayer, no ha sabido transmitir el especial acento de los niños de la calle que sí está presente en todos los diálogos del original. No es propiamente un dialecto, no llega siquiera al cheli. Es simplemente el habla popular brasileña... pero es distinta del portugués literario de la narración. Al leerlo, uno cree escuchar el soniquete real de aquellos adolescentes baianos. En la edición de Alianza, los críos se comunican en un lenguaje correcto. Tal vez sea imposible recuperar ese detalle realista y lírico en una traducción. Aunque uno nunca deja de desear que algún traductor se atreva a intentarlo.

23 octubre 2009

Las muescas que deja la vida

Señales de vida

Juan Antonio González Romano

Fundación Ecoem, 2009

ISBN: 978-84-92411-82-5

80 páginas

8 €




Manolo Haro

Afirmaba el crítico literario Cyril Connolly que “los poetas viven bajo la compulsión de escribir poesía, pero nadie está obligado a leerla. Una conspiración une al autor del volumen breve con su lector: ambos se lo pueden permitir”. El azaroso laberinto de los libros que se publican en mi ciudad ha arrimado hasta mi mesa de lector estas Señales de vida de Juan Antonio González Romano, poeta conspirador de un volumen que guarda en su contenido, como ya se avisa desde la bella y sencilla cubierta ajedrezada que lo guarda, un juego de versos que mucho tiene que ver con ésta: peones puestos al servicio de una poesía a caballo entre el juego literario de los homenajes a torres veladas y torres manifiestas, memorias de amor y de damas, y, sobre este fondo, la constancia de que el paso por la realidad nos obliga al recuerdo teñido unas veces por el dolor, otras por el júbilo.
Bajo la advocación de Antonio Machado se abre el pórtico que da entrada a las cinco secciones que componen la obra: “De cadencias”, “Verano”, “Seguidillas”, “Seguidillas (casi) intrascendentes” y “Soleares”. De don Antonio toma el hálito de sabiduría que se esconde tras su heterónimo Juan de Mairena y de sus Campos de Castilla (la vida-camino recorrida con la conciencia de esa doble cara de la memoria: la de la felicidad y la del dolor).
Los ecos machadianos también vienen por la parte de Manuel, más en lo referente a la utilización de moldes de la tradición flamenca (coplas, seguidillas compuestas y soleares), que a su contenido, pues González Romano se aleja de los tópicos y los manidos modismos andaluces, ofreciendo un tornasolado y posmoderno divertimento donde se dan cita Catulo, Berceo, Lope, Don Juan Tenorio, Miguel Hernández, Guillén o Neruda (“No me gustas cuando callas./ Muy poco me importa a mí/ que a Neruda le gustara”). Resulta evidente que estos versos se mueven entre las certezas y mentiras del mundo y el amor, cañamazo en el que bordar historias de despecho, errores y recuerdos, al fin y al cabo, las muescas que deja la vida.

Pienso que más de un cantejondista de magín atrofiado debería de hojear esta obra seriamente, pues estamos ante un poeta que engarza a la perfección tradición y (post-) modernidad con un hilo de sencillez difícilmente alcanzable, ofreciendo vino nuevo en vetustos odres, que tal vez corran el riesgo de no continuar a la búsqueda necesaria de renovadas letras. A este respecto, el propio Manuel Machado decía que “el arte no es cosa de retórica ni aun de literatura, sino de personalidad”. Indudablemente Juan Antonio González Romano la tiene.

Por último me gustaría felicitar a la línea editorial Síltolá Poesía de la Fundación Ecoem por su delicadeza en el trato de esta colección. Bernard Berenson, uno de los últimos estetas norteamericanos, dijo que sólo merecía la pena leer poesía que estuviera bellamente impresa con amplios márgenes. Síltolá Poesía ha cumplido honrosamente con ese cometido, sirviendo en hermosa crátera los poemas de Señales de vida. Amigos, lean y canten.

22 octubre 2009

Maldito parné

Mis premios

Thomas Bernhard

Alianza, 2009

ISBN. 9788420684260

148 páginas.

16 euros.

Traducción de Miguel Sáenz.




Alejandro Luque

Algunos escritores se asemejan a las grandes capitales: todo el mundo conoce (o ha oído hablar de) sus centros históricos, ricos en monumentos de obligada visita. Pero quienes van más allá de ese área de unánime admiración, encontrará casi siempre un extrarradio lleno de sorpresas, de obras menores que no en vano completan el conjunto y ayudan a entenderlo mucho mejor. Como las grandes capitales, también, estos autores son inagotables: cuando crees que lo has visto todo, siempre queda algo nuevo por descubrir. A ese cinturón marginal, a esa periferia reservada a los más ávidos caminantes, pertenece Mis premios, el libro inédito de Thomas Bernhard que ve la luz 20 años después de su muerte precoz, y cuando sus seguidores, que son legión fervorosa, daban por explorado cada palmo de su crudo y fascinante universo. Escrito en 1980, el libro es una colección de historias breves de carácter autobiográfico, cada una de las cuales está relacionada con alguno de los muchos premios literarios que Bernhard recibió entre 1963 y 1979.
Guiados por su prosa sin grasa ni colorantes, asistimos al trance en que el escritor debe buscarse un traje para acudir a la entrega de uno de estos galardones; al accidente que sufre con el coche que se compró con la dotación de otro; a sus planes de comprarse unas contraventanas con uno más; de la noticia de aquel premio que le llegó en la antesala de la muerte en un hospital de tuberculosos; de su desencuentro con un ministro... En casi todos surge el serio problema de los discursos. Y en casi todos, también, el interés económico como única justificación de tantos tormentos.
Porque, mientras la lectura va fluyendo, es fácil empezar a sentir desazón, asco, indignación, angustia, a poco que uno haya vivido, ya sea como ganador, jurado o como simple invitado, la experiencia de comparecer a las ceremonias de entrega de algunos de los 3.500 premios literarios que se convocan anualmente en España. Algunos, los menos, se salvan haciendo gala de sobriedad o elegancia insólitas. La mayoría son lamentables espectáculos, sucesiones interminables de discursos soporíferos, burdas pantomimas rodeadas de falso misterio, concurridas citas para charlatanes casposos e insaciables. Los escritores seguiremos concursando, los informadores seguiremos cubriéndolos, pero la mayoría de los premios de nuestro país seguirán siendo una humillación para quienes suben a recogerlos y para quienes aplauden, por abultados que sean los cheques, por bien que vengan para llenar la mesa o consentirse algún lujo.
“Durante toda mi vida –escribía Thomas Bernhard en su novela El sótano– he sido uno de esos aguafiestas, y seré y seguiré siendo siempre un aguafiestas, como me calificaban siempre (...) siempre fui un aguafiestas, con cada aliento, con cada línea que escribo”. Eso es lo que hace el escritor de Heerlen, partir de la anécdota para aguar la fiesta, abrirse camino en medio de los sagrados ritos de la Cultura a golpes de buena prosa, aun a riesgo de no salir él mismo bien parado. El último texto, el clímax de la antifiesta, es su discurso de dimisión de la Academia de Lengua y Poesía.
El látigo de las conciencias europeas, como se le ha llamado, está de vuelta. Pero, aunque su escritura siga siendo una gozada, este libro plantea también la pregunta de hasta qué punto estamos en disposición de dejarnos fustigar; la duda de si estaremos ya tan maleados, tan curados de grandes provocaciones, que incluso el destroyer Bernhard no pueda aspirar desde el más allá a hacer al hipócrita lector mucho más que cosquillas.

21 octubre 2009

Literatura gonzo

Nueve lunas

Gabriela Wiener

Mondadori, 2009

ISBN: 9788439722038

160 páginas

15,90 €





Carolina León


Hay libros que desean hacerse verdaderos en nuestras manos mientras nos cuentan cosas de otro mundo. Hay libros que explican hechos cotidianos y se nos hacen inverosímiles. Pero hay otros que no necesitan hacerse pasar por nada porque vienen desnudos a nosotros, sin intenciones más que de llevar lo que llevan, y uno no puede oponerles resistencia. Cuando encuentras uno de estos, escritos desde la autenticidad y el arrojo, simplemente te rindes. Pero también disfrutas como un mono.

Es por supuesto a este grupo al que pertenece “Nueve lunas”, un segundo “documento” de la autora peruana -afincada en Barcelona- Gabriela Wiener tras “Sexografías” (Melusina, 2008). No se trata de una novela ni de un ensayo ni de una autobiografía. Tiene de todos. El motivo (¿podemos llamarlo así?) del libro fue narrar los nueve meses de gestación de la autora, hasta el momento de dar a luz a su primer hijo. Nada más y nada menos.

Valiente, porque nada menos “literario” a priori que un embarazo. Valiente porque pone en el papel su propio embarazo, con pelos (de todo tipo) y señales (ominosas). Y valiente por empeñarse en desembarazar (léase como se quiera) el asunto de tópicos y espantosos clichés, de cursilería y ñoñería, por desentrañar el maldito papel de las hormonas y la sociedad y el sistema de seguridad social y el estatus de inmigrante en España y las mitomanías y el proceloso mundo de las experiencias de otras mujeres, la intuición bastarda y la superstición que, sí, también hoy ejercen una destacada influencia.

Pero no es la valentía, no sólo ella, la que da formato al libro. Lo llamo “documento” pero también lo podría llamar “estudio”, porque no tendría el mismo peso específico sin el resto de datos recogidos en torno a las fases del embarazo. Información trenzada con experiencia de primera mano. Documentación rellenando los huecos de la desinformación, la tirana incertidumbre de una (y de uno, también a veces).

Gabriela Wiener recoge, como si se tratase de un diario de viaje, su gestación, y la eleva a la máxima categoría del ensayo. A la manera lúdico-poética de un Peter Handke analizando minuciosamente el “cansancio”, como un Fernando Pessoa elucubrando en torno al “tedio”, pero aquí se habla de, no sólo un proceso psicológico y vital, también un exterminio físico que no se puede pasar por alto.

Si fuese tan sólo un documento del día a día (que lo es, recorriendo los nueve meses que casi ninguna se salta), no tendría la categoría que tiene. Si fuese elucubración poética inspirada por la progesterona, lo archivaríamos con facilidad. Pero Wiener es periodista, acostumbrada a las acrobacias “gonzo” para conseguir buenos reportajes (y, según ella cuenta, subsistir medianamente en el primer mundo). Así que tritura los géneros, desestructura las bases de cualquier texto anterior, funde el manual de autoayuda y ofrece su propio embarazo primerizo para todos, todas, para cualquiera que quiera entender un poco cuán estúpido, feliz, desatinado y hermoso es tener un hijo, así porque sí, en el siglo XXI.

Hay algo que me gustaría dejar claro para quien se acerque a esta reseña -y lo veo, ahí, levantando la ceja, al lector modelo de Estado Crítico-. Con todo lo que queda dicho, que no deja de ser cierto, “Nueve lunas” es literatura de la buena. Generoso en prosa bien delineada, de gusto coloquial y certera, con un entramado estructural atado con ganas y estupendas dosis de tragedia y comedia y todo a la vez. Que sea un documento es, a gusto de cada cual, lo mejor y lo peor que puede encontrarse en él. Sean valientes e introdúzcanse, como lo ha sido la autora.

20 octubre 2009

Maalouf, un paso al frente

El desajuste del mundo.
Cuando nuestras civilizaciones se agotan.
Amin Maalouf
Alianza, 2009
ISBN. 978-84-206-8575-5
317 pág.
19,50 euros.
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.

Alejandro Luque
Conocido como autor de novelas de corte histórico, el escritor libanés Amin Maalouf creyó que estos controvertidos albores del siglo XXI exigían de los intelectuales dar un paso al frente y arrimar el hombro. La respuesta a esa llamada es El desajuste del mundo, un ensayo aparentemente sencillo que desarrolla, no obstante, un buen hatillo de ideas dignas de consideración.
Lo primero que llama la atención del volumen es cuestión es su ambicioso propósito de atacar los muy diversos males que sacuden al mundo actual: conflicto de identidades, desbarajustes económicos y financieros, crisis de valores, convulsiones climáticas... Sin embargo, muy pronto su discurso va a deslizarse hacia la búsqueda de soluciones en el entendimiento y convivencia de los pueblos del mundo, y muy concretamente en la resolución del veterano conflicto árabe-israelí.
Maalouf señala como posible punto de partida a los azotes de la sociedad contemporánea la caída del Muro de Berlín y la sustitución de las identidades ideológicas por las identidades religiosas. Recuerda que en la Guerra Fría el islamismo radical estaba más cerca del capitalismo que del marxismo, y que al final de ésta sus defensores estaban en el grupo de los vencedores. El gran pecado de aquel Occidente victorioso en lo militar, lo económico y lo moral, nos dice Maalouf, fue entonces no saber exportar la prosperidad más allá de sus demarcaciones culturales, y ceder siempre a las tentaciones de dominación. En resumen, su manifiesta incapacidad para aplicar a los demás pueblos sus propios principios.
En este punto introduce el autor un concepto a menudo olvidado, el de legitimidad de los gobernantes, que no siempre coincide con los resultados de las urnas o los atributos de autoridad. Para explicarlo echa la vista atrás y repasa, de un modo muy didáctico, los ejemplos de Atatürk en Turquía y de Nasser en Egipto, aquél como paradigma de nacionalismo laico y maduro, éste como último naufragio del panarabismo y germen de una inconsolable conciencia de derrota y frustración que se ha revelado como el mejor polvorín de los extremismos.
Estos vaivenes históricos, salpimentados por la erosión de los valores políticos y morales, sólo pueden corregirse en opinión de Maalouf no a través del rescate de puntos de referencia perdidos, sino de una verdadera reinvención de los dichos referentes. Frente a las dramáticas involuciones que ha venido sufriendo en las últimas décadas el mundo árabo-musulmán, a esa “pérdida de brújula” que es el primer síntoma del nuevo siglo, el escritor preconiza la salvación por la cultura. Después de todo, el saber tiene recursos inagotables y para todos: el XXI se salvará por la cultura, o sucumbirá. Algo que entronca, por cierto, con una idea de Mahoma plasmada en el libro: “La tinta del sabio vale más que la sangre del mártir”.
Resulta interesante el modo en que Maalouf evita caer en la socorrida contradicción entre cultura y religión. El caso de la sociedad soviética o de todas las tiranías laicas basta para apaciguar el entusiasmo de quienes ven en el laicismo por sí solo la llave de todas las soluciones. Por otro lado, Maalouf señala agudamente el papel desempeñado por los papas, paradójicamente, en el desarrollo de libertades y progresos incluso a su pesar, como contrapeso a ciertos arbitarios poderes terrenales: con exasperante lentitud y todas las reservas, acaso el Vaticano haya evolucionado más de lo que cupiera pensar conociendo a quienes hoy ostentan su púrpura.
No se trata, pues, de excluir a las religiones de los desafíos para el nuevo milenio, sino de neutralizar su hegemonía y evitar que se erija en el único elemento integrador e identitario de las sociedades actuales. La cuestión que se plantea a las sociedades musulmanas, apunta Maalouf, “no es tanto la relación entre religión y política como la de la relación entre religión e historia, entre religión e identidad, entre religión y dignidad”, dice. “El problema no está en los textos sagrados, ni la solución tampoco”.
Estas y otras ideas de Amin Maalouf se van abriendo paso hacia una doble conclusión. Por un lado, la disolución de la noción de choque de civilizaciones en beneficio de una civilización, la civilización humana, que sólo unida –o convergiendo en acuerdos elementales pero imprescindibles- podrá afrontar los retos del futuro inmediato. Por otra parte, la necesidad de que Estados Unidos esté a la altura del momento y juegue el papel que cabe exigirle.
En este sentido, la fe de Maalouf en la figura del presidente Barack Obama no tiene límites, y cabe imaginar al escritor celebrando con entusiasmo el reciente Nobel de la Paz. Si es demasiado peso para los hombros de una sola persona, el tiempo lo dirá, pero nada exime al resto de los gobernantes ni ciudadanos del planeta de asumir su cuota de responsabilidad. Maalouf, en el ejercicio de la suya, ha escrito un ensayo que, con todos sus discutibles puntos de vista, rezuma humanidad, claridad y compromiso.

19 octubre 2009

En busca de los clásicos


El inspector.

Nikolai Gogol

Alianza Editorial, 2009

ISBN: 978-84-206-8254-9

264 páginas

8€

Traducción: José Laín Entralgo




Joaquín Blanes

Es natural que una obra se convierta en clásica cuando mantiene su vigencia por encima del tiempo, cuando se puede decir que está de rabiosa actualidad (mostrenca frase periodística que traigo aquí para que vean su efecto demoledor). Es cierto que una obra clásica ha de ser inmortal porque posee una lectura profunda que nos hace reflexionar, hayan pasado tres años, cinco lustros, una década o incluso un puñado de siglos. También es cierto que no es muy complicado crear una obra que perdure a lo largo del tiempo si se plantea en ella alguna de las constantes del ser humano: el poder, el honor, el amor por encima de los prejuicios, la duda metafísica, etc. Pero un clásico debe tener, además, una cuidada escritura y una aceptación generalizada por parte de la crítica o del público, porque el público también genera clásicos y si no que se lo digan a Georgie Dann y su barbacoa.

El inspector es una obra dramática de Gogol (Mogol para el corrector de Word) y Gogol es un clásico después de su prolífica obra y su ingenio peculiar para ironizar sobre la sociedad burguesa del momento (de su momento y del nuestro).
La historia cuenta la visita de un inspector a una pequeña localidad donde, hasta el momento de la llegada de dicho inspector, los tres poderes del estado municipal han hecho lo que les ha venido en gana, disfrutando de una grata impunidad que se verá coartada con la llegada del inspector, del que sospechan que viene a pedir cuentas de una mala gestión. Es curioso como la sola noticia provoca la inquietud en los mandatarios que comienzan a acusarse unos a otros porque saben que todos han actuado de manera indecorosa con los bienes públicos. Mucho antes de la presencia física del inspector, el temor se adueña de ellos, mostrando al público su evidente culpabilidad.

En el teatro hay, en esencia, dos formas de plantear la situación: de una manera seria que arrastre a los personajes a la tragedia o de un modo caricaturesco que ironice la situación. Gogol opta por la diversión, que es la mejor manera de entretener al espectador para que la galleta que le vas a dar no le duela demasiado. Además, los temas políticos casan muy bien con el tratamiento sarcástico, porque no hablamos de cuestiones individuales sino de cuestiones colectivas que están, por desgracia, en el pan nuestro de cada día.

¿Y dónde reside el elemento clásico, lo universal de la obra? ¿Qué permite la permanencia de esta obra a través de los tiempos? Es suficiente con recuperar aquí una parte de la conversación entre dos protagonistas.

Ammós Fiódorovich
¿Qué entiende usted por pecadillos, Antón Antónovich? Hay pecadillos y pecadillos. Yo no me retraigo en decir que acepto presentes, pero ¿De qué presentes se trata? De galgos jóvenes. Eso es completamente distinto.

Corregidor
Tanto da que sean galgos como otra cosa. Todo es cohecho.

Ammós Fiódorovich

No, Antón Ivánovich. Por ejemplo, si alguien le regala a usted un abrigo de pieles de quinientos rublos, o un chal para su esposa…

Corregidor
¿Y qué importa que usted no acepte más que galgos jóvenes?

Nada más leer este fragmento en seguida vienen a la mente acontecimientos muy concretos, de candente actualidad (por continuar con el estilo periodístico), que ruborizan la conciencia ciudadana, porque no es de recibo que tengamos que mantener políticos, asesores y consejeros como parásitos (Scardias, Capillarias, Tremátodos o Coccidios), para poder disfrutar de una democracia. Es un estigma que, por desgracia, en nuestros días, en lugar de ser la excepción comienza a ser la regla.

Otro parlamento sobre la gestión política, el de un comerciante quejándose a Jlestakov, el supuesto inspector, del corrupto Corregidor:

“Nunca se vio un Corregidor como él. Nos hace objeto de tales atropellos, que nadie podría describirlos. Las cargas nos abruman. Nos ha llevado al borde de la ruina. No obra conforme es debido. Le agarra a uno de las barbas y le cubre de insultos. ¡Pongo a Dios por testigo de que lo que digo es cierto! Si es que no le guardásemos la consideración debida… Nosotros nos portamos siempre como corresponde. No nos negamos a regalarle un corte de tela para un vestido de su mujer o de su hija. Pero a él todo le parece poco, como lo oye.”

Cuando decimos supuesto inspector, significa que esa suposición es la clave de la obra. El malentendido de tomar a un joven amigo de las juergas y el desatino por el serio inspector que viene para ponerlos en su sitio. Desde luego que intentar agasajar a un joven licencioso da siempre buen resultado y lleva a los personajes a situaciones muy divertidas.

El inspector es una pieza que podría perfectamente ponerse en escena hoy en día y funcionaría con la misma eficacia con la que funcionó en su época. Aunque Gogol no pensara lo mismo.


Completan el libro unos textos del propio Gogol con motivo de la representación, para él fallida, de El inspector, en los que analiza y propone, con una serie de “Advertencias a los que quieran representar como es debido El inspector”, la manera correcta de poner en escena su obra. Con una advertencia inicial muy precisa que lanza como una amenaza: “Hay que evitar, sobre todo, el caer en la caricatura”. Esto genera un conflicto esencial entre autor y director de escena. La virtud del teatro reside, precisamente, en la multiplicidad de interpretaciones que se pueden hacer de un texto dramático, que no deja de ser una herramienta para poner en escena. Si el autor quiere que se represente la obra tal y como él establece, entonces tendrá que ser el autor el que asuma la dirección. De otro modo, tendrá que permitir que sea el director el que imagine y confeccione la puesta en escena. Habrá ocasiones en que el universo creado a partir de su texto le guste y otras veces no, pero en el terreno de la representación, el autor deja de serlo para convertirse en espectador y ahí, claramente, es una cuestión de gusto.

16 octubre 2009

Martina

Deseo de ser Punk

Belén Gopegui

Anagrama, 2009

ISBN: 9788433971951

192 págs.

15 €




"Quiero la luz y los cuerpos que producen
las sombras y no sólo la porción de oscuridad.
La luz, los principios, la bondad, como
queramos llamarlo, cuando no son una efusión pasajera, conducirán,
más temprano que tarde, a lo político, a la lucha contra la explotación, si es que no es ya su consecuencia, pues no hay bondad privada posible en una organización económica, social
y política estructuralmente injusta"

"Un pistoletazo en medio de un concierto"
Belén Gopegui
Jabo H. Pizarroso


Henry Miller aseguró alguna vez que la literatura del futuro sería autobiográfica o no sería nada. Juan José Millas no se cansaba de repetir a sus alumnos en la escuela de Letras de la calle Factor número ni me acuerdo que la voz narrativa no es otra cosa que la determinación explícita del lugar desde donde se cuenta algo. Deseo de ser punk, es una voz narrativa, el lugar mental y físico de una chavala de dieciséis años, un espacio iluminado con tal decencia narrativa que esta novela establece una coherencia que en raras ocasiones se da en la literatura española.


Los yanquis son otra cosa. Sobre todo porque tienen el inquietante Guardián entre el centeno, de ese Salinger oculto, extraño, esa ausencia que remató la feana cuando escribió el cuento sobre el Pez Plátano. La novela de Salinger es para Martina y para Belén Gopegui una referencia textual insoslayable. Lo es también Mersault, el protagonista de El extranjero, de Albert Camus. Pero algo muy leve y a la vez radicalmente frío separa estas propuestas literarias de la novela que estamos reseñando.


Martina, es una joven adolescente que se refugia en el rock primero para entender el mundo que le rodea y segundo para no acabar hundida por el mundo que le rodea. El rock es visto por una chica que ha interiorizado el ascenso y caída de los cedés, de los ipods y de toda la cacharrería tecnológica con la que han tratado de aturdirle la cabeza a ella y a otros adolecentes.


Me quedé con el disco en la mano y pensé que los vinilos eran como los cuadernos, que se acaban (...) La gente se muere, las cosas terminan, un disco es un disco. Cuando yo acabe este cuaderno dejaré de hablar contigo y si no he conseguido hacerte pasar aquí dentro, habré perdido mi oportunidad.


Martina escribe una carta larga a un amigo, a un ser que ella adora y quiere y que ella necesita traer hasta su espacio, que no es otro que el de su voz, el de sus reflexiones. Empapada de música rock, la música que le atraviesa y le parte por la mitad, Martina no sucumbre a la majadarería de los cueros y los snobismos pret a porter de los que han enterrado uno de los gritos más crudos y verdaderos de la clase obrera de muchos lugares. Liverpool, Bilbao, Madrid, Los Sex Pistols, Eskorbuto y hasta Leño no han perdido ni una sola gota de sudor en lo que llevamos de tiempo desde que escupieron al mundo la mierda que el mundo utilizó para enterrar la ilusión y la inocencia de multitud de jóvenes comiditos por el paro, la exclusión y la falta de futuro. Martina lleva a cabo ella misma su educación sentimental. Musicaliza su bildungsroman particular. Y también recibe colaboraciones de otros. Se sirve de la ayuda del padre de Vera, su mejor amiga, y dos chicos mayores que ella que regentan una tienda de vinilos en una céntrica calle de Madrid.


La humildad de esta chica está trabajada con clase y tino, mucho oficio, mucho, y llegamos a ella como lectores con una sobreabundancia de rigor narrativo envidiable. Hay quien ha criticado por falta de madurez esta voz narrativa y ha desechado la novela por tratarse de un texto escrito desde la sencillez de una voz adolescente. Hay quienese con cuarenta eligen como mejor libro de su vida el de Harry Potter. ¡Qué le vamos a hacer! Hay de todo.
A Belén Gopegui le piden ser Belén Gopegui según lo que muchos entienden por eso. Empiezan a atascarse cuando tras un dominio narrativo formidable, como el que Belén despliega esta novela, el lector puede pulsar con sus propios dedos los resortes causales de una situación política y social bochornosa que destroza el vigor punki que todo adolescente fomenta y disemina por el mundo para poder posibilitar así futuros donde persista la alegría y el desenfado ritual que todo crecimiento humano necesita. Martina es explícita y nada destructiva, es coherente y se aclara ella misma y trata de aclarar a los demás, es generosa, y sobre todo es una chica que se resiste a ser pasto de los gusanos bochornosos que a todos y a todo gobiernan. Y no se amilanen porque también es una mujer de acción. La coherencia de su pensamiento así nos lo propone y asi nos lo muestra la novela. Llegar a Martina es sencillo, porque lo hace sencillo Gopegui. Desprenderse de ella es mucho más difícil.

15 octubre 2009

Sólo falta el aplauso

Ulises y las sirenas. El dilema de la infidelidad

Jesús Cotta

Paréntesis, 2009
ISBN: 9788499190327

170 páginas
13 €

Daniel Ruiz García


A lo largo de las dos semanas de lectura del libro que nos ocupa, y dada la diversidad de espacios en los que lo he abordado (vagón de metro, sala de espera del médico, almuerzos, cama de matrimonio), he tenido ocasión de llevar a cabo un desmañado trabajo de campo que, aunque poco riguroso, me ha permitido extraer algunas conclusiones bastante interesantes: la infidelidad, rotundamente, es algo que sobrellevamos en nuestra vida cotidiana como un elemento incómodo, un tabú al que es mejor no enfrentarse. El interés por la infidelidad es algo que llama poderosamente la atención en la gente, y que te convierte de inmediato en alguien más bien desagradable. En la cama de matrimonio, en el trabajo, con gente conocida, la excusa de una reseña en ciernes me ha servido como justificación para paliar la inquietud de todos aquellos que me veían con el libro entre las manos. En el metro, por ejemplo, ha sido mucho más divertido. No estoy de coña: uno de los días, tuve que sufrir el gesto de despecho e indignación de una chica con la que compartía vecindad en los asientos. Al ver la portada del libro, la joven se levantó y me lanzó una mirada que tenía toda la textura de un escupitajo de desprecio. Creyó ver junto a ella a un crápula en proceso de ilustración para justificar su incontenible querencia por las faldas ajenas.

En Ulises y las sirenas. El dilema de la infidelidad (Editorial Paréntesis), el escritor Jesús Cotta se atreve a hurgar en la llaga de uno de los aspectos menos verbalizados pero más asumidos en la cotidianidad de las relaciones personales: la tentación del cuerno, la posibilidad de ser infieles, la cana al aire, bien de forma ocasional, bien como hábito sistemático. Y lo hace de la forma más inteligente que se me ocurre: a través del humor, y de un lenguaje cercano y simpático, como lo haría cualquiera en un desayuno con compañeros del trabajo, o en la cerveza posterior al cine.


Al leer este libro he tenido muy presente aquello que el gran Montaigne decía en su carta a los lectores en el preámbulo de sus ensayos, cuando matizaba el propósito de su obra: “Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto”.

En buena medida, hay que entender a Cotta como un heredero de Montaigne, al que sin duda ha leído. Su forma de abordar el género, sin grandilocuencias, sin ostentación de eruditismo, de una forma llana, cercana, directa, acerca a Cotta al moralista francés. También, desde luego, y sobre todo, el humor. Porque Cotta resulta, al fin del libro, un verdadero humorista literario, que construye todo su discurso sobre unos cimientos basados en la risa. Este punto de vista, nada fácil, es a mi juicio uno de los principales valores de este ensayo, que se lee perfectamente como un monólogo de largo aliento. Es, sobre todo, un libro divertido, ameno, que fundamenta sus reflexiones sobre la infidelidad sobre personas de carne y hueso: amigos, compañeros de trabajo, gente del entorno del propio Cotta a los que el autor –y este sería otro de los grandes méritos del libro- transforma en personajes de ficción, a los que uno, al cabo, acaba tomando cariño. Personajes como Manolón, el memorable profesor de gimnasia, o la pareja formada por Roque y Encarnita, que a lo largo del ensayo se van revistiendo de atributos, de forma que cuando damos fin al libro deseamos que estos personajes sigan viviendo más allá de las páginas del libro.

Cotta es profesor, y eso se nota. Tiene una forma de decir muy didáctica, sin que en ningún caso parezca pedante, sin que tengamos la sensación de que está sentando cátedra con cada frase. Él te cuenta las cosas con sencillez, con humildad, dejando al lector que él llegue a sus propias conclusiones. En este sentido, también se le nota que es un amante de la cultura clásica, ya que su método nos resulta cercano a la mayéutica socrática. Siempre, desde luego, con mucha pimienta: a lo largo de todo el libro, son habituales las tipologías, los inventarios, las enumeraciones, las clasificaciones, algunas de ellas completamente hilarantes. Entre todas, me quedo con las que ocupan el tercer capítulo, donde Cotta despliega toda su pirotecnia verbal para describirnos todos los tipos de amante. Y así descubrimos, por ejemplo, que al igual que hay un amante sofista, hay un amante kantiano, un amante nietzscheano o un amante postmoderno.

Libro, por tanto, altamente recomendable, y sobre todo saludable, capaz de acercarse a un tabú del tamaño de la infidelidad y de manosearlo sin que en ningún momento nos sentamos violentos, sin que el tecnicismo ni la profusión de datos científicos o eruditos nos haga caer en el aburrimiento, sino todo lo contrario, haciéndonos disfrutar con la infidelidad transformada en un largo monólogo escrito, al que lo único que le resta es un aplauso final.

14 octubre 2009

Un novelista en pijama

El umbral de mi blog.

María José Hermida Castro

Séneca, 2009

ISBN. 978-84-936204-6

211 páginas

16 euros



Javier Mije

Lo fragmentario, el discurso corto y cambiante, sin otro nexo que el entramado de experiencias entrecruzadas al modo en que la favorecen nuevos formatos como el blog, ha sido postulado como la forma con que la novela se adaptará a la era tecnológica. Para confirmar dicha tesis este libro no reproduce el formato de un blog –no es una novela en forma de electrónico cuaderno de bitácora-: es un blog, o más exactamente, una excerpta de los comentarios que se sucedieron en el blog que su autora creó en diciembre de 2005. ¿Qué justifica entonces su trasvase a la imprenta y su difusión en forma de libro? Un hecho insólito que, si nos encontráramos frente a una obra de ficción, hubiera requerido de Hermida Castro (Lugo, 1978) una pericia estratosférica para hacerlo pasar por verosímil: el descenso a ese foro de aficionados de un Dios de la literatura.

Para no tomar esta afirmación por una estafa no hay mejor medicina que, parodiando el dicho popular, “leer para creer”. Lo que escribió Francisco Umbral –porque, como delata el título, de él se trata- en el blog de esta joven gallega es de una calidad literaria incontrovertible. Sus intervenciones relatan experiencias relativas a su trayectoria como escritor y columnista, describen –con una franca mala leche que hará salivar de fruición a los más morbosos- el panorama político y sociológico español, y entre otras perlas (que las hay para infinitas cuentas), desgranan en un par de textos de asombrosa intensidad las ideas literarias –eso que suele llamarse poética- de uno de los autores cenitales de nuestra lengua. Pero hay aún otra circunstancia que hace de la publicación de estos documentos un acontecimiento notable: el hecho de que, mientras duró su intervención en el blog, Umbral jamás llegó a desvelar –como parece que sí hizo a Hermida Castro por otros medios- su verdadera identidad, y sobre todo, el corolario que de ello se desprende: la despiadada honestidad con que este anonimato –el pseudónimo de Ibis tras el que se oculta- le permite expresarse. No se muerde la lengua –ni elude mirarse valiente, dolorosamente al espejo el autor de Mortal y Rosa cuando siente que nadie le ve. Atención a los aficionados al voyeurismo y las biografías: he aquí el retrato de un autor sin los disfraces a los que su pública condición lo restringe.

[Publicado en la revista El libro andaluz, septiembre de 2009]

13 octubre 2009

La hija de Ferrer Guardia

De Humanidad y Polilla.
Todas las caras de Ferrer Guardia

Julián Granado

Anagrama, 2009

ISBN 9788433971944

462 págs.

21,60 euros.



Jabo H. Pizarroso


Se cumplen hoy, a estas horas más o menos, cuando la luz del día pelea con los pocos mosquitos que moribundos dejó el verano pulular como fantasmas permitiéndoles el hálito primero de los atardeceres que se convierten en hoja seca y otoño, cien años del fusilamiento de García Ferrer en el foso de Santa Elena de Montjuic. A este centenario entre otros fastos y recuerdos ambigüos y engañosos llega con dureza y estilo, con un vigor sólido, el paginar, el argumentar coherente de estas casi quienientas páginas de una novela escrita por Julián Granado, médico residente en Sevilla y autor con éste de su tercer libro.

De Humanidad y Polilla
es un argumento que parte de la pura y obligada necesidad. El autor ,siguiendo el juego propio de cualquier relato, y no de todos y sí de éste, descubre la historia y las máscaras de uno de los mitos del anarquismo libertario y del credo librepensador de comienzos del Siglo XX. Ferrer Guardia, acusado en 1906 de ser uno de los inspiradores intelectuales del atentado con bomba contra Alfonso XIII, cuyo autor material la Historia nombró casi siempre como Mateo Morral. Ya desde el inicio, como ocurre en las historias bien trabadas, se expone el sentido y el deber de estas páginas. "Sobre el anarquista Francisco Ferrer Guardia, fusilado en Montjuic en el año 1909, su hija Sol publicó dos biografías. La tercera y definitiva no la escribiría jamás".

La primera sensación de un lector ingenuo, como debemos serlo casi todos hasta que topamos con una mala novela, que no es el caso, le lleva a ese lector a entender que ésta es la novela de la vida de Sol Ferrer, el libro, la autobiografía que el tiempo y la memoria le impidieron escribir a esta mujer. Con esa dosis de fraternidad y solidaridad que a veces convoca a escritores a una historia, con ese extraño retumbar de fantasmas y necesidad que siempre llega de manos de un personaje, Julián Granado se pone manos a la obra para conseguir que una hija huérfana, sin padre, con un padre maniatado por la historia y por sus propias convicciones descanse en paz con sus recuerdos una vez que éstos se extiendan a lo largo de un sinfín de páginas con el engrudo propio de las historias que son verdad, sin miramientos y sin remilgos. Sol Ferrer lo intentó durante toda su vida y prueba de ello son las dos biografías que publicó en vida acerca de su padre, el anarquista Ferrer Guardia. Esta novela de Julián Granado es un regalo para con Sol Ferrer, un personaje real cuyo destino en vida estuvo marcado por la imposibilidad de conocer física e imaginativamente a su padre. Una niña huérfana de recuerdos y para quien trabaja esta novela. Ese autor omnisciente y decimonónico tan vilipendiado desde hace muchas dećadas, se viste de nuevo con frescura en un libro como este.

Y la búsqueda documental, rigurosa y memorial de los datos que descubren y encubren los telones de la vida inquietante de Ferrer Guardia tiene como objetivo regalarle el paquete de recuerdos y memoria que conforman la historia de Ferrer Guardia a su hija, a Sol. Hay como una necesidad perentoria que convoca al narrador desde el inicio de esta novela hasta el final, momento en el que se produce un vuelco real inaudito y el propio autor en boca de un investido poeta confiesa sus intenciones a su mujer en el momento en el que la historia de Sol Ferrer llena ya sus deseos y puebla sus sueños:

-Son los fantasmas, explica el poeta. Me calientan la cabeza. -¿Y qué vas a hacer con ellos?, -¡Qué voy a hacer? Encontrarles acomodo. Es la única manera de que la dejen descansar a ella.

La única manera de que descanse Sol Ferrer pasa porque un narrador encuentre acomodo a todos los recuerdos que Sol Ferrer intentó rescatar en vida, recuerdos de su padre, de ella misma repartida en decenas de pedazos, en internados en Paris y en un balcón frente al ayuntamiento de Madrid donde un tipo que luego se nombró como Mateo Morral salió de una casa mascullando palabras en polaco. No descansó esta mujer ni siquiera en el delirio. Intentó por todos los medios encontrar acomodo a su mutilación, a su desconocimiento paterno. Julián Granado en esta novela real, en esta ficción real, nos regala a nosotros como lectores un pedazo fundamental de la historia de nuestro país, pero se lo regala en primer lugar a Sol Ferrer, el personaje real que implosiona esta narración, y con eso al autor le vale. Es como si esta novela estuviera escrita única y exclusivamente para el solaz y el descanso de una única persona, en esta caso de una muerta, una niña huérfana que trató siempre de entender a su padre, de descubrir por qué lo ajusticieron una buena mañana hace hoy cien años exactamente. Novelas de este calibre donde la historia se hace pulcra, cercana y táctil, nos reconcilian otra vez con la imaginación y nos abren de nuevo espacio vacios y ciegos en la realidad histórica.

Si en muchas ocasiones el novelista es el padre de sus personajes, en este caso lo es mucho más. Julián Granado se convierte en el padre adoptivo de Sol Guardia, en la persona que es capaz de recomponer los trozos perdidos de la memoria de Ferrer Guardia para que un fantasma, su hija huérfana y muerta ya, deje de pelearse con la tierra y con el mundo en busca de las huellas de su padre. Confundidos y bellamente mezclados se encuentran aquí dos de los grandes mitos fundacionales de nuestra civilización, el de Edipo y Antígona. Esta novela que es histórica y policiaca y mucho más, está escrita con una minuciosidad intensa, con un rasgueo suave y táctil y con un cariño desbordante. Está este cariño por otro lado oculto, agazapado, pero surgen destellos de él a cada poco. Y esos destellos no hacen otra cosa que impulsar al novelista en su empeño que va más allá de escribir una historia, qué va mas allá del narrar y hacer literatura, que se enfrenta a algo casi imposible, dar recuerdo a un muerto para que su muerte se confunda en la limpieza exacta de la verdad asumida y por fin encontrada. lLs parecerán reflexiones un tanto extemporáneas que de seguro no lo serán tanto cuando abran el libro y tras unos días de inmersión afloren al cabo de las páginas con éstas y otras interpretaciones entre los dedos húmedos. En ese tránsito les recomiendo entre otras muchas cosas que disfruten también con las apariciones estelares de Baroja y de Tolstoi, dos de los espejos anarquizantes de Ferrer Guardia que también tienen su acomodo en estas páginas. Nace el día. Acaban de fusilar injustamente a Ferrer Guardia. Su hija, gracias a Julián Granado, descansa en calma.

12 octubre 2009

Wallander toca fondo

El hombre inquieto

Henning Mankell

Tusquets, 2009
ISBN. 9788483831809

464 páginas.
20 euros.
Traducción de Carmen Montes.

Alejandro Luque

Esta novela, digámoslo de entrada, incurre en un pecado imperdonable para el género negrocriminal: se hace larga. El planteamiento de la trama prácticamente demora 200 páginas. El lector se cuela en la 300 con la sensación de que no ha avanzado mucho más... Y poco después llega a la sospecha de que la resolución del enigma es lo de menos, que el verdadero caso no es sino el ocaso del inspector Kurt Wallander, de cuya serie es ésta, según se anuncia, la última entrega.
Hace ya 18 años que Henning Mankell hizo debutar a este policía en Asesinos sin rostro, a la que sucederían diez entregas más. Mucho antes de la saga Milennium y de toda la ola nórdica por venir, el escritor sueco concibió a un personaje tremendamente humano y lo enfrentó a complejas investigaciones. Uno de sus grandes hallazgos era el medio: Wallander no trabajaba en las urbes duras y masificadas de un Hammet o un Chandler, ni siquiera en la Sicilia salvaje y canicular de un Camilleri, sino en la antípoda de la barbarie, en la Escania fría y civilizadísima. Concretamente en una ciudad, Ystad, que en la vida real tiene un envidiable porcentaje de asesinatos: uno cada siete años. A partir de ahí, Mankell demostró una enorme capacidad para articular tramas y subtramas, combinando con pericia acción e intriga psicológica, y el desarrollo de las pesquisas con las inquietudes íntimas del protagonista.
En El hombre inquieto encontramos a un Wallander que por primera vez abandona su apartamento de la calle Mariagatan para preparar su retiro campestre. Su hija acaba de hacerle abuelo y los achaques, desde la diabetes a las primeras alarmas cardiovasculares, empiezan a acosarlo. Su consuegro, un alto mando de la Marina sueca, desaparece misteriosamente, no sin antes confiarle unos hechos que le tienen obsesionado desde hace años: la violación de las aguas territoriales suecas, hacia 1982, por parte de submarinos rusos que nunca llegaron a ser investigados -nunca mejor dicho- a fondo.
La posterior desaparición de la esposa de este militar servirá en bandeja un escenario que bien podría haber dado para una novela de Guerra Fría al más puro estilo Le Carré. No obstante, el menos interesado en cargar las tintas sobre dicho episodio es el propio Mankell, que en cambio parece embelesado con la vejez de su célebre inspector y lo somete una y otra vez a pruebas de memoria –algo siempre presente en las novelas de Wallander, pero que llega a ser un poco pesado– y a reencuentros que rayan en la afectación sentimentaloide: su ex esposa, Mona, abandonada a la bebida, o su gran amor de Los perros de Riga, Baiba Liepa, enferma terminal de cáncer.
¿Significa esto que estamos ante una obra fallida? Tratándose de Mankell, sería mucho decir. Está tan por encima de la media actual de la literatura policíaca, tiene tantos recursos para camelarse al lector, y está ya tan maduro el universo wallanderiano, que aunque no golpee para el K.O. sí logra llevarse el combate a los puntos. Digamos que, para culminar una serie tan brillante como la de Wallander, quizá cupiera exigirle al autor una última entrega más rotunda. Puede que no nos resignemos, pero nos gustaría creer que, aunque sea con carácter retrospectivo, todavía no hay caso cerrado.

09 octubre 2009

Una lectora poco común

El lector común

Virginia Woolf

Lumen, 2009

ISBN: 9788426416995

288 páginas

21.90 €

Traducción de Daniel Nisa Cáceres


Ningún autor cree en la crítica, a menos que
ésta sea elogiosa para él o contraria a sus colegas.
Augusto Monterroso
Para Carolink
Manolo Haro


La esfinge que vigila el pórtico que da entrada a este libro atrapa entre sus garras la siguiente cita del doctor Johnson: “me regocijo de coincidir con el lector común; pues el sentido común de los lectores, incorrupto por prejuicios literarios, después de todos lo refinamientos de la sutileza y el dogmatismo de la erudición, debe decidir en último término sobre toda pretensión a los honores poéticos”. No es casual que Virginia Woolf (Londres, 1882- Lewes, Sussex, 1941) eligiera esta cita para el breve artículo introductorio que le da nombre a este libro y que se erige como una poética precisa para el que lee –como ella misma hace – sin los condicionamientos del crítico ni la erudición del académico.
La escritora, a pesar de lo que pueda parecer a partir de su producción novelística, es, para cualquiera que se haya adentrado en, por ejemplo, su ensayo Una habitación propia, de un didactismo lleno de entusiasmo, inteligencia y perspicacia. Sus destellos de lectora nos ofrecen una visión personalísima de la tragedia griega; de la difícil viscosidad con la que ciertos personajes se pegan a las vidas de sus autores, eclipsándolos tal como hizo Robinson Crusoe con Defoe; del sonido de la risa en la oscuridad de Jane Austen; de los matices simbólicos de las Brönte; de la velocidad de los latidos del corazón de George Eliot, etc. Virginia Woolf nos lanza a las bibliotecas, a las librerías, en busca de los libros que comenta; nos apetece cerciorarnos de que todo lo que cuenta es cierto, maravillosamente cierto. Pero no todo es complacencia; también acomete contra las flaquezas creativas de señalados escritores como Thomas Hardy o la citada George Eliot.
Incitación, guía de lectura, paseo entre bastidores para ver la tramoya de los grandes autores, caja de herramientas para los aprendices de brujos, ya sean críticos, profesores de talleres literarios, novelistas, poetas o meros letra-heridos. Resulta difícil dar la medida exacta de lo que esta obra puede regalar a los que se acerquen a ella.
Remarco, por su especial interés para aquéllos que buscan respuestas certeras a preguntas incómodas, los artículos “La narrativa moderna”, “Joseph Conrad”, “Cómo le choca a un coetáneo” y “¿Cómo debería leerse un libro?”. Con ellos se podrían cimentar un edificio en cuyas plantas convivieran respetuosamente, pero siempre sabiendo en qué cordel tienden su ropa cada uno de ellos, el escritor materialista, el escritor espiritualista, el editor, los espíritus insomnes de los canonizados, el crítico y el lector común que aguarda en la puerta de la librería a que lleguen las novedades. El inquilino del bajo, siempre pendiente de cómo respira el mercado, sería el escritor materialista, ese que “escribe sobre cosas sin importancia, empleando una inmensa destreza y laboriosidad para hacer que lo trivial y transitorio parezca verdadero y perdurable”. El vecino del primer piso es el escritor espiritual, aquél que quiere revelar a toda costa los parpadeos de esa llama recóndita que transmite como una centella sus mensajes por el cerebro con gran valentía, haciendo caso omiso a lo que Nabokov llamaba “el monstruo ceñudo del falso sentido común”, el que nos pregunta si la obra se V-E-N-D-E-R-Á. El editor habita de alquiler en el entresuelo que separa el bajo y el primer piso; su responsabilidad es grande y sus opciones se dan la mano con la materia que paren sus vecinos escritores. Su elección a la hora de pedir sal a uno u a otro mediatizará, junto con lo que diga sobre ellos el vecino del penthouse, el crítico, qué leerá el joven apostado en el zaguán. La fórmula Woolf para los críticos se asienta en que han de leer las obras contemporáneas como si fueran cuadernos que el tiempo enmendará o emborronará, sin contribuir por ello a lo que Julian Gracq ha llamado “la literatura del bluff”. El paciente lector, independiente y lleno de curiosidad, a pesar de la comunidad de este edificio, es el que tiene la última palabra. Sólo le basta con algo de imaginación, inteligencia y curiosidad. Si el cosquilleo de la espina dorsal sube hasta el cerebro (Nabokov again), con eso basta.
Este arte ancilar de la crítica literaria tiene, para mí, los portaestandartes incuestionables de Cyril Connolly y Edmund Wilson. A ellos habría que sumar el nombre de Virginia Woolf. Su estilete no es complaciente, es certero, por eso nos atrapa. Sirvan las mismas palabras que le dedicó a George Eliot para agradecerle a la soberbia Virginia este volumen: “Se hundió exánime, debemos depositar sobre su tumba todo el laurel y todas las rosas que esté en nuestra mano ofrecer”. Disfruten.