31 julio 2012

Vaya fauna, joé


El caso del bar Balto

Faïza Guène

Funambulista, 2012

ISBN: 978-84-9398-551-6

168 páginas

17 €

Traducción de Alicia Huici Montagud




Ilya U. Topper
Por fin un libro que sirve para llevárselo a la playa. Porque es pequeñito, cabe en el bolso de rafia, el sol de agosto contrarrestará su humor marrón oscuro tirando a negro, y casi ocurren cosas, esa insuperable definición de la novela clásica que le debemos a Luque.

Digo casi, porque en realidad no ocurren. La novela no tiene narrativa, entendida en el sentido de enlazar acciones, sino que se compone de una serie de monólogos de diferentes personajes que van componiendo algo así como un álbum familiar de instantáneas. Desde luego, de ese álbum se desprende una acción, o más bien una serie de acciones que conducen hacia el muerto, ahogado en su sangre en el suelo de su propio bar, al que nos encontramos en el primer capítulo.

¿Un arranque bastante negro? Sí. Sirve para aglutinar alrededor del muerto -Joël Morvier, alias Jojo, alias bola de billar: todos los personajes disfrutan de un nombre y dos motes en este libro- una serie de personajes que se nos revelan sospechosos del asesinato, y tanto más sospechosos cuanto más avance la historia. Todos tienen derecho a tres pases -una presentación, una declaración y una puntualización, para aportar lo que se han callado -ante un supuesto comisario que es la figura ausente de la novela.

Y vaya fauna: Madame Yéva, a la que su hijo desprecia porque es una mujer moderna, impropia de su edad (piensa el hijo); el hijo: Taniel, al que su madre trata como un inútil, porque lo es y al que los demás llaman Quetur, o sea El Turco, porque es armenio; el padre, que es aún mucho más inútil y además ludópata; el otro hijo que es inútil de verdad, porque resulta que es deficiente mental... El cuadro familiar va completado por la rubia del barrio, alias la chati de Quetur, una tipa que se las da de pija sin recursos para serlo, y el amigo de ambos, un tal Alí de Marsella (y su hermana).
Sí, sí, lo han adivinado: en el fondo es una sarta de clichés. La típica rubia, el típico inmigrante, el típico chaval macarra de barrio, el típico padre-pegado-a-un-televisor, el típico dueño de bar racista. Desde luego, la literatura es otra cosa. La literatura es trazar personajes, no clichés, categorías. En una novela de verdad, el macarra ése, Taniel, tendría, aparte de su mote Quetur y su procedencia armenia, algo único, algo que lo convertiría en personaje. Aquí es figurante: en todos los barrios hay un macarra, y  aquí se llama Taniel. En todas las barriadas hay una adolescente rubia que se cree una niña bien, y consumada seductora y vive a través del lenguaje de Facebook y SMS, con sus abreviaturas inglesas... y aquí le ha tocado a Magalie hacer de tonta. Sin más explicaciones. Cuando se hacen caricaturas, no se puede matizar mucho: las caricaturas consisten en dibujar un cliché. En eso reside la gracia. Y la novela de Faïza Guène no pasa de ser una caricatura, divertida, mordaz, sin llegar a ser despiadada.
Eso sí, hay profesionalidad en el trazo. Cada figurante tiene su voz personal, su manejo del argot. No sé si en la traducción queda muy normal, es un decir, el del deficiente mental, pero en general, la traductora, Alicia Huici, ha resuelto con bastante acierto el desafío de trasladar al español el casi cheli de una barriada francesa. Hasta donde se pueda. En español queda raro meter palabras inglesas en medio sin necesidad, pero parece ser la moda en Francia (hasta el punto de que se ha prohibido por ley, fíjense). Y a juzgar por mi uso personal del Facebook, casi ningún español escribe "lol" ('laughing out loud': me troncho de risa), pero entre franceses (o magrebíes que hablan en francés) es tan habitual como cierre de comentario como el "joé"en una conversación de bar español.
Muy bien resuelto no está el final, no, todo sea dicho. Es más: no me lo llego a creer como novela de whodunnit, de quién ha sido. Pero a estas alturas, qué importa. Ya hemos recorrido el álbum de familia de un pueblo suburbano de París, en esa frontera gris en la que un núcleo urbano deja de ser un barrio de la ciudad pero aún no alcanza ser un pueblo. Hay un único bar. Con eso se lo digo todo.
El escenario recuerda, en este sentido, un poco las novelas de Daniel Pennac y el ambiente en el que vive Benjamine Malaussène, este detective involuntario al que las circunstancias siempre le arrastran a las desgracias. Si bien Pennac trata a sus personajes con bastante más cariño. Guène procura que nadie nos caiga bien. Aunque yo tengo simpatía por Madame Yéva, alias la cacatúa. Aunque sólo sea por aguantar a semejante hijo. O hijos. Y marido. Y novia del hijo. Y a semejante dueño de bar. A semejante barriada. Joé.

30 julio 2012

'Lost' en La India

Delhi no está lejos

Ruskin Bond

Automática, 2012

ISBN: 978-84-1550-903-5

142 páginas

16,50 €

Traducción y prólogo de María López González


José Martínez Ros

Delhi no está lejos es una magnífica novela corta en la que, superficialmente, no ocurren demasiadas cosas, aunque en realidad sí pasa una, y muy importante, la vida. Ruskin Bond (1934), un escritor de singular destino (de padres ingleses, pero nacido y educado en la India, donde ha transcurrido prácticamente toda su vida, hasta el punto de haberse convertido en uno de los patriarcas de la literatura del subcontinente), nos describe certeramente a tres personajes, tres supervivientes que se refugian en sus sueños y su amistad, atrapados en un pequeño, asfixiante, ámbito que capta con exactitud y emoción: una pequeña ciudad de provincias en el norte de la India donde nada parece haber cambiado demasiado con el paso del régimen colonial a la independencia.
Creo que odio a las familias”, nos dice Arun, el narrador, un aspirante a escritor que malvive plagiando noveluchas de misterio a autores ingleses. “El sentimiento de seguridad, de interdependencia que transmiten me enfurece. Para todas las familias soy un intruso porque yo no tengo una. Un hombre sin familia es un descastado social”. Por esa razón, debido a su aislamiento y soledad en un ambiente limitado, los tres protagonistas acabarán construyendo su propia familia, un pequeño mundo privado, unidos por la fantasía de escapar hacia la gran ciudad más cercana, Delhi. Junto a Arunestá Suraj, un estudiante huérfano y enfermo que intenta prepararse para los exámenes oficiales sin morirse de hambre en el camino y Kamla, una joven y bondadosa prostituta vendida por sus propios padres.
El cuarto protagonista y, sin duda, el más importante, es esa diminuta ciudad que los aprisiona, mediocre, gris, con sus terratenientes, sus mendigos, sus habladurías y su sopor. En ciertos momentos, nos parece encontrarnos en una de esas películas neorrealistas del primer Visconti, De Sica o Juan Antonio Bardem -o en las primeras novelas de Ana María Matute o Alberto Moravia- en las que se expresaba el doloroso choque entre la resignación y el tedio diario y el deseo de huir tras un destino propio, pero al párrafo siguiente volvemos al corazón de la India eterna, con sus -desde nuestra óptica- extrañas ceremonias religiosas, donde todo se rige por el ritmo de los monzones.
Esa mezcla de universalidad y tradición es sólo uno de los encantos de esta novela, que además nos descubre a un gran narrador bastante desconocido lejos de su país. A destacar, igualmente, el excelente prólogo de María López González.

27 julio 2012

La era de los descubrimientos


Blues de Trafalgar

José Luis Rodríguez del Corral

Siruela, 2012. Colección "Nuevos Tiempos"

ISBN: 978-84-9841-649-7

176 páginas

15,95 €

Premio de Novela Café Gijón 2011




Fran G. Matute

Han pasado veinte años desde la Expo '92 pero parece que es justo ahora cuando la literatura se ha parado a pensar, por primera vez, qué significó aquello para la sociedad sevillana. Es cierto que la prensa sí se fue encargando, al principio, de ensalzar la capacidad organizativa de una ciudad que, francamente, rozaba el provincianismo en aquel entonces para, posteriormente, desmitificar cuanto se construyó en la Isla de la Cartuja y alrededores, a la vista del legado de pobreza económica y espiritual que nos dejó el evento. También en la calle, entre los corrillos de vecinos, viandantes y parroquianos, se ha debatido largo y tendido sobre el aprovechamiento que se hizo de tantísimos miles de millones de pesetas que se invirtieron a principios de los noventa por la capital. Pero el mundo de la cultura pareció quedarse mudo ante la magnitud de la exposición. Sevilla, capital del mundo. Y ningún artista autóctono fue capaz de sentirse inspirado por la celebración de la era de los descubrimientos, como para retratar el momento.

Será casualidad, quiero pensar, que la generación que más disfrutó de aquel 1992 -estoy pensando en la nacida a principios de los años setenta- esté empezando ahora a coquetear con el momento. Será casualidad que, por ejemplo, Alberto Rodríguez filme una película ambientada en los años de la Expo. Será casualidad que la gente lleve ahora orgullosa camisetas de la mascota Curro, que se venden como artículo 'cool' o 'vintage'. Han tenido que pasar veinte años para que los verdaderos protagonistas de aquel 'boom' digirieran lo ocurrido y se atrevieran a contarlo. Veinte años para poder verbalizar, sin miedo a represalias, que el verdadero descubrimiento que se celebró en aquella época fue el de la corrupción. Y que por un año de celebridad se hipotecaron miles de vidas a costa de unos pocos que se llenaron rápidamente y sin esfuerzo los bolsillos y que hoy día ocupan los asientos del poder.

De esto va, en esencia, Blues de Trafalgar de José Luis Rodríguez del Corral. Una novela corta, con vocación de 'thriller', que pone sobre la mesa, de forma bastante esquemática -todo sea dicho- pero con tino, cada uno de los escalones de putrefacción que se construyeron en Sevilla tras la Exposición Universal. Desde el arquitecto que se hizo de oro gracias a la "modernización" estilística de la ciudad, pasando por el periodista que alcanzó el monopolio audiovisual de cuanto se quiso rodar y emitir por aquel entonces, terminando en el político que supo comprar amistades en el momento idóneo y que se perpetúa en el poder gracias al tráfico de favores e influencias. Sin citar nombres o apellidos -o al menos no reales- no resulta muy difícil identificar a estos personajes con individuos de carne y hueso, si se conocen bien los entresijos mediáticos de Sevilla. Pero ya se sabe que es de mala educación señalar.

Así que lo más destacable de esta obra de Rodríguez del Corral es su atrevimiento a la hora de abordar una temática tan delicada y sobre la que nadie había osado -al menos que yo sea consciente- atacar de forma tan directa. Sí. José Luis lo afirma sin contemplaciones. La generación que construyó la Expo -la del propio autor- se acomodó ante los cánticos de sirena provenientes del poder y del dinero y perdió toda su vocación revolucionaria, que tanto le costó alcanzar.

Pero si bien hemos empatizado con la línea temática planteada por Blues de Trafalgar, curiosamente inspirada en hechos reales, nos ha costado encontrar la misma sintonía con ciertas asunciones estilísticas tomadas por el autor y que, en demasiadas ocasiones, han terminado por enturbiar el resultado final de la obra literaria. A nuestro juicio, la prosa que gasta Rodríguez del Corral en Blues de Trafalgar para contar esta narración sobre la corrupción del alma nos ha parecido bastante plana. No quiere esto decir que el autor escriba mal. No seré yo además el que insinúe tal cosa. De hecho existen pasajes de cierto lirismo, como los dedicados al viento de levante gaditano. Pero acostumbrado -o, mejor dicho, decantado por- a la escritura musculosa, la lectura de muchos párrafos de esta novela se nos han caído, literalmente, de las manos. Si a eso añadimos el tono moralista que contiene la historia del protagonista y algún que otro truquillo narrativo que Rodríguez del Corral se saca de la manga para atar su intrahistoria (esas casualidades del destino tan hollywoodienses, esa historia de amor tan forzada, ese 'twist' final sobre las verdaderas intenciones de la víctima...), la verdad es que el conjunto de todos estos elementos hacen que el relato, en ocasiones, se hunda en su propia simpleza.

Pero Blues de Trafalgar, a pesar de sus flaquezas, se nos ha presentado como un texto lleno de complicidades. Las playas de Cádiz, los barrios de Sevilla, los jardínes de Londres. Estos son los escenarios que utiliza Rodríguez del Corral para situar esta historia y todos ellos nos han resultado afines de un modo personalísimo. Por no hablar de cierta relación personal indirecta con el autor (motivo principal por el que nos hemos decidido a leer esta novela, la verdad sea dicha), cuyas conexiones no desvelaremos para evitar posibles intoxicaciones en un conocido gallinero de la ciudad. Quiero resaltar con lo anterior que muchas veces son otros elementos los que nos tienen que llevar a leer un libro, más allá de su pretendida calidad literaria. Pues Blues de Trafalgar es una obra que, seguramente, era necesario escribirla, sobre todo por la interesante exposición que hace de las ramificaciones sobre la corrupción post-Expo, como indicábamos con anterioridad. Todo ello con independencia de que nos hubiera gustado que se contara de otra forma más atrevida, literariamente hablando.

26 julio 2012

Fábula para un verano caliente


Subte

Rafael Pinedo

Salto de página, 2012

ISBN: 978-84-15065-29-6

92 páginas

13 €





Sara Mesa

Estos no son tiempos para la literatura optimista o evasiva. Las distopías, o las utopías perversas, están de moda. Mundos desolados, destrucción, caos, lucha por la supervivencia… una atmósfera narrativa ante la que hoy estamos quizá más receptivos que nunca (¿o es que antes andábamos dormidos y ciegos?). La cuestión es que esto no es nada nuevo. El argentino Rafael Pinedo, desaparecido prematuramente en 2006, dejó tras de sí una trilogía estremecedora (de la “destrucción de la cultura”, la calificó), de la que Subte es su tercera entrega. Plop, Frío y Subte, títulos contundentes como puñetazos. Estas tres novelas cortas han sido publicadas por Salto de Página y están siendo leídas con entusiasmo: demasiados elementos cercanos a nuestra actualidad, a pesar del barniz de ciencia ficción. Otra vez volvemos al debate sobre los límites del realismo: ¿acaso no hay en estas novelas mucha más realidad que en otras pretendidamente “realistas”?

Hace unos días, leyendo la Ética de la crueldad de José Ovejero, pensaba en Rafael Pinedo como claro representante de lo que Ovejero denomina literatura cruel. Ya aquí se habló de esta etiqueta, pero resumiremos: se trata de una narrativa caracterizada por grandes dosis de brutalidad, retratos implacables del salvajismo y la ferocidad de la vida, historias que nos remueven cimientos, visiones inquietantemente próximas a pesar de su innegable deformación estética. Según todo esto, Pinedo es un autor cruel. Valientemente cruel.

Subte empieza fuerte, a saco. Una mujer embaraza de ocho meses (casi una niña) huye de los lobos a través de un mundo sin asideros ni compasión. No sabemos de dónde parte, por qué está sola. Solo sabemos que no hay más opciones que huir o morir. Lo terrible viene cuando vemos que la posibilidad de su salvación nace del sacrificio de otro: un niño de seis años (“de apenas seis marcas”) que cae en un túnel. Ni siquiera hay misericordia final, no una muerte rápida que ahorre el sufrimiento: “ella decidió que vivo le iba a dar más tiempo que muerto”. Así entramos en la historia, sin consuelo.

Este comienzo no es gratuito, ningún elemento de violencia en Subte lo es: la supervivencia es el concepto clave que define la actuación de unos personajes marcados por su entorno hostil, desalmado y brutal. Personajes acorralados, desprovistos de las garantías de un pacto social: únicamente sobreviven los más fuertes, los más astutos o los más ambiciosos. ¿Qué pasó con el mundo anterior, con “nuestro” mundo? No lo sabemos. Quedan vestigios apenas reconocibles (el ascensor), algún testigo ya próximo a la muerte (el viejo Birm), pero poco más. El pasado se diluye, el futuro no existe: solo el presente se extiende ante nuestros ojos, un presente baldío, sin esperanzas, regido por reglas rudimentarias y supersticiones salvajes. Pero también hay otra lectura: ¿no es esa representación de un mundo futuro, en el fondo, una relectura del actual? La cultura anterior ha sido destruida, ya ni siquiera permanece el recuerdo, pero ha sido sustituida por otra que, en apariencia cruel, quizá es simplemente diferente, o al menos no mucho peor que la anterior. También en ella hay reglas, normas, afectos humanos, creencias y religiones, transgresiones. En Subte vuelven a aparecer las tribus: los sordos por un lado y los ciegos por otro, los que viven sobre tierra y los que viven bajo ella, cada uno con sus ritualidades y sus propias ceremonias. Los ciegos consideran sordos a los que no son capaces de apreciar los susurros: ¿acaso no hay en esa noción una forma de cultura, o de relación entre culturas? Mientras los ciegos miden el tiempo con sonidos, los sordos lo hacen con marcas visuales, cada grupo tiene una sexualidad distinta con tabúes distintos, y sin embargo pueden llegar a alcanzar una amistad, como sucede entre la protagonista, Proc, y su compañera de desventuras Ish.

Subte es una novela breve, quizá demasiado breve, inarticulada, construida con un lenguaje descarnado, mínimo, que excluye casi por completo la introspección en los personajes. En esto, como en las anteriores Plop y Frío, el lector se encuentra también sin asideros ni descansos, sumergido en una prosa abrupta y difícil que debe reconstruir como si lo que estuviese leyendo fuese solo un borrador formado por súbitos fogonazos. Pero en Subte hay además complicaciones añadidas: como su propio título indica, la acción sucede en la oscuridad, en túneles, en un mundo subterráneo donde los pocos referentes que le quedaban a la protagonista también se disuelven, incluido el del paso del tiempo. En ese escenario claustrofóbico la acción avanza solo a través de sensaciones táctiles, sonoras y olfativas, ocasionalmente de sus recuerdos. Alimentarse de ratas crudas no es una concesión a lo gore: es simplemente lo que permite el contexto. La lógica se altera, o es sustituida por otra lógica. Únicamente subsisten las nociones más primarias: el dolor, el hambre, el miedo y, cómo no, la supervivencia, la necesidad de seguir viviendo, y también, sobre todo, la necesidad de perpetuación: no olvidemos que nuestra protagonista está embarazada.

El principal tema de Subte es precisamente el de la maternidad. Ya a Plop lo vimos nacer de la manera más primitiva posible (su nombre recoge el sonido de su cuerpo al caer en un charco), pero ahora se explora más a fondo qué significa eso de perpetuarse, e incluso se indaga en la resbaladiza noción de amor maternal. En el mundo de Subte, la maternidad supone una entrega del alma y del nombre al recién nacido a través de la muerte de la madre: pura tierra quemada. Lo diferente, el parto natural y el amamantamiento, es considerado animal, más propio de las perras que de las mujeres. La historia de esta chica embarazada que lucha contrarreloj contra su propia naturaleza resulta, dentro de la dureza del relato, una hermosa fábula dotada de una simbología poderosa. Por eso no es cierto que Pinedo se limite a narrar con asepsia. Su narración seca y desapegada en realidad está pidiendo la colaboración al lector. La pide casi como en un grito agónico. Y es en esa zona de diálogo, o de reconstrucción, donde se halla siempre el sentido de la fábula. Y ahí también su hondo mensaje ético.

Después de todo esto, ¿qué más decir? ¿Es una buena opción leer a Rafael Pinedo en verano? ¿Y por qué no? ¿Demasiado deprimente? Bueno, al fin y al cabo este verano se nos presenta más que movido. Mucho mejor entonces si nos pilla sobre aviso.

25 julio 2012

Agítese antes de usar

Getting up / Hacerse ver. El grafiti metropolitano en Nueva York

Craig Castleman

Capitán Swing, 2012

ISBN: 978-84-940279-0-1

264 páginas

18,50 €

Traducción de Pilar Vázquez Álvarez

Introducción de Fernando Figueroa Saavedra

Manolo Haro

A mediados del siglo XVI, el poliartista Giorgio Vasari quiso contribuir a la historiografía de las manifestaciones estéticas de su tiempo con una portentosa obra que dio en llamar Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos. En ella recogía la vida y legado de los mayores creadores que había visto la 'Bella Italia' desde Cimabue hasta Michelangelo Buonarroti. A pesar de no observar con demasiada atención los límites de parcelas tan distantes como la historia y la recreación ficcional –la falta de datos llevó a entender la Biblia como una fuente de documentación al historiador Alfonso X el Sabio–, la obra de Vasari constituye un documento de época esencial para rastrear los latidos del corazón del Arte en el Renacimiento. Evidentemente la velocidad del tiempo para Vasari era muy diferente a la que marcaba allá por los 80 el tictac de la muñeca de Craig Castleman, autor de Getting Up / Hacerse ver. El grafiti metropolitano en Nueva York. Su libro hace lo propio con los "artistas" urbanos de la Nueva Florencia pero sólo con afán de recoger al vuelo –apenas una década– todo lo que estaba pasando dentro de una forma de expresión a la que aún las cátedras universitarias –si es que sabían de su existencia– no habían sabido si quitar el marchamo de gamberrada o colocarle el de arte. Precisamente el valor del libro reside en ser un material cercano cronológica y físicamente al momento de explosión del grafiti en Nueva York. Su publicación en USA supuso uno de los primeros espaldarazos al movimiento y, a su vez, la consecución de un estatus inicial que con el paso de los años y su paulatina e imparable expansión a todos los confines del mundo post-industrial le ha valido la atención del mundo académico.

El contenido del libro se plantea como una crónica vivaz entreverada por las voces de protagonistas de muy distinto signo. Además, cuenta con un interesante 'corpus' terminológico para los no iniciados en el asunto. No hay enjuiciamiento alguno por parte del autor; sus principales actores hablan directamente: "escritores" (así se les llama a los grafiteros), policías, detectives, operarios de la empresa de la Metropolitan Transit Authority, periodistas, el alcalde Lindsay, etc. narran en primera persona sus causas y azares en aquel New York donde un primigenio Basquiat –por cierto, la voz del artista no pasó por la grabadora de Castleman en un momento donde todavía no había saltado al lienzo– grafiteaba también y los Talking Heads ya estaban dando señales de su talento musical. El autor no se para a dirimir si el grafiti que tapiza los vagones del metro por dentro y que los decora por fuera son una manifestación cultural o un producto de individualidades atenazadas por su color o condición. De hecho, algún testimonio policial recogido en el libro deja claro que ni raza, nacionalidad, estatus económico o social determinados esclarecen nada acerca del fenómeno, pues todos los adolescentes pintan por igual sin que se puedan adscribir a unas determinadas coordenadas socioeconómicas. Sí que es cierto que el grueso de los que se aventuran a garabatear en la red del metro provienen de barrios como el Bronx, Brooklyn o Queens, en donde residían muchos desheredados.

Taki 183 fue el descorche del movimiento grafitero en N.Y.C. Un joven parado de Washington Heights llamado Demetrius colocó en 1971 así su firma en el metro. El New York Times mandó a un periodista en el verano de ese año a investigar sobre el jeroglífico. El reportaje convirtió de la noche a la mañana a  Demetrius en un héroe popular fácil de emular con la mera ayuda de un simple rotulador Unis más tinta Flowmark. Las cuitas de estos jóvenes seguidores de Taki 183 iban desde el diseño de las pintadas a la organización silenciosa para decorar un vagón o un tren entero, del robo masivo de pintura a la búsqueda del reconocimiento de sus pares. Los más espabilados quisieron ver en tales trabajos una forma manifiestamente original de arte urbano, por lo que el nacimiento de organizaciones que dieran cobijo y formación a tal cantidad de artistas –a la manera de los talleres de pintura en el París de la bohemia– suponía un paso determinante. Hugo Martínez con la UGA ('United Graffiti Artist') y Jack Pelsinger con la NOGA ('Nation of Graffiti Artist') dieron la posibilidad de que una cierta normalización llegara a una actividad totalmente criminalizada por la Alcaldía de la ciudad. De hecho, será John Lindsay, alcalde en activo en ese momento, el auténtico cruzado contra un fenómeno que era tan difícil de erradicar como una plaga de insectos. En 1972 la alcaldía neoyorquina estaba en bancarrota; las medidas como la aplicación de sustancias como el Hydron 300 para combatir las pintadas en el metro, el uso de perros adiestrados, las vallas de espinos o el aumento de vigilancia estaba saliendo por un pico cuando había que recortar de todos sitios. Se creó una 'Transit Police' en la que destacaron auténticos cabrones como el agente Schwartz, que era capaz de rociar con spray rojo incautado el pelo afro de un muchacho y esperar hasta que se le secara. Lindsay mostró su absoluta gratitud hacia este prohombre. O los agentes Kevin Hickey y Conrad Lesnewski, auténticos superpolicías para los grafiteros de toda la ciudad.

En fin, como dijo en su momento Jack Pelsinger, fundador de la NOGA, “todo el mundo necesita ser alguien, sentirse importante y ser importante para los otros. El arte es la manera más rápida de conseguirlo y estos chavales lo necesitan. ¿Por qué no pueden verlo así esos burócratas que lo controlan todo?” Controvertidas palabras que contienen la semilla de lo que aún hoy, a pesar de la absorción social e institucional del movimiento en algunos trances de nuestro tiempo –sólo hay que ver cómo la aceptación del grafiti "controlado" deja huella en nuestras ciudades–, sigue suscitando pasiones encontradas. Cerner lo tosco de lo sublime en este arte resulta interesante todavía. Quede el libro de Craig Castleman como arqueología necesaria para seguir preguntándonos acerca del tema y felicitaciones a Capitán Swing por correr riesgos editoriales propios de un grafitero en tiempos de Lindsay. Salud y al spray.

24 julio 2012

Y luego pasa lo que pasa



Vuelos de victoria

Ernesto Cardenal

Visor, 2012. Colección "Visor de poesía"

ISBN: 978-84-7522-191-5

90 páginas

10 €





 Alejandro Luque

Hace unos meses, con motivo de la concesión a Ernesto Cardenal del premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, escribí un texto de defensa de la obra del nicaragüense frente a sus detractores, que protestaron enérgicamente el galardón. Lo que venía a decir es que, aunque me pillan muy lejanos, los epigramas de Cardenal fueron una lectura alentadora de mi juventud. Aquella mezcla de amor y fervor político era justo lo que necesitaba a mis 17 años. Luego me ha divertido reconocerlos, versionados, en lugares tan distintos como un libreto de chirigota, un libro de Juan Bonilla o un muro pintarraqueado, lo que me da a entender que esos poemas han quedado felizmente disueltos en el imaginario popular, son ya de todos. Luego, leí con gusto otros libros suyos, especialmente El estrecho dudoso, que engarza la tradición del Canto general de Neruda con las Crónicas de Quiñones. Su dimensión antropológica, plasmada en títulos como Los ovnis de oro o Quetzalcóatl, también le dan en mi opinión categoría de poeta mayor.

Pero, apenas había terminado de romper esa lanza por el anciano Cardenal, cayó en mis manos un libro suyo, Vuelos de victoria, que data de 1984, aunque no se especifique en la edición de Visor, y que me ha parecido sencillamente infumable. El camarada estadista Jesús Cotta y yo discutimos a menudo sobre el compromiso político en poesía: él cree que en general es un lastre, más pesado cuanto más "progre", yo creo que a veces es indisociable de la vida. Pero en el caso de estos panegíricos a Ortega y la revolución sandinista no puedo sino darle la razón. No los salva ni el fervor del momento histórico, ni el justificado odio al dictador Somoza. Rozan el crimen de lesa literatura, ése que, lejos de prescribir, adquiere agravantes con el paso del tiempo y el decaimiento de las militancias.

En nombre de la celebración del sandinismo, Cardenal descuida el oído, el ritmo (“Y las azafatas/ comienzan a servir la comida de plástico como que si nada”), deja que el prosaísmo ramplón lo invada todo, pero sobre todo incurre en ejercicios de propaganda más bien burdos, hasta casi entrar en el terreno Disney, donde incluso los pececitos y los pájaros saludan al comandante Ortega: “Antes esta belleza estaba como abochornada”, dice sobrevolando el lago de Managua. “Qué bello se ve ahora el país/ Qué hermosa ahora nuestra naturaleza sin Somoza”. E insiste más adelante sobre el mismo escenario, en otro poema: “La liberación no sólo la ansiaban los humanos./ Toda la ecología gemía”.

No se sabe si son peores los comienzos (“Estamos todos muy ocupados/ la verdad es que estamos todos tan ocupados…”) o los finales: “Girando en el espacio negro/ dondequiera que vayamos, vamos bien./ y también/ va bien la Revolución”. Ahorro detalles de los poemas que hablan de la pura actividad política como el titulado "Reunión de gabinete", que describe un consejo de ministros en torno a la amenaza de una plaga de mosquito, o "Reflexiones de un ministro": “Qué se va a hacer. Soy Ministro de Cultura/ y voy a una recepción a la embajada tal…”.

Disculpe el amable lector de Estado Crítico el rotulador grueso con el que voy tachando estrofas enteras de este libro, pero es que de veras no veo por dónde cogerlo, y además estoy a punto de irme de vacaciones. Eso sí, nada más lejos de mi intención desacreditar, también de un plumazo, el hecho histórico de la Revolución nicaragüense. En mi opinión se trató de una necesaria respuesta a una dictadura feroz, apoyada por los intereses de los Estados Unidos, que acabó viendo cómo sus sueños de justicia social degeneraban en una nueva e indefendible oligarquía militar. Tan lógico me parece ilusionarse con los albores de aquella emergente Nicaragua como rechazar su actual deriva, rechazo que por cierto también ha manifestado en numerosas ocasiones un desengañado Ernesto Cardenal.

No todo fue malo, desde luego, en la producción poética de la llamada generación del 40: curioseen entre los poemas de Claribel Alegría, lean a Ernesto Mejía Sánchez, a Joaquín Pasos o a Carlos Martínez Rivas, y no les costará llenarse el bolsillo de perlas. Busquen sobre todo en José Coronel Urtecho, algo así como un hermano mayor de todos los mencionados, para entender que la utopía también ejerció un impulso notable sobre los creadores. Lean al mejor Cardenal, el de los libros citados al principio de esta reseña, muy alejados de la consigna sorda.

Lo que queda patente después de leer estos Vuelos de victoria –vuelos en todo caso bajos, y victoriosos a lo sumo en lo castrense– es aquello que decía el antes mencionado Quiñones: que el talento de la poesía se puede apoyar sobre unas ideas y unos anhelos, pero no ponerse al servicio de un carné ni unas siglas. Porque se empieza escribiendo para ellas, luego se acepta un cargo, se obliga uno a escribir un poco más y más fervorosamente, y luego pasa lo que pasa.

23 julio 2012

Inanidad de la preceptiva

Escribir ficción

Edith Wharton

Páginas de Espuma, 2011

ISBN: 978-84-8393-082-3

172 páginas

16 €

Traducción y prólogo de Amelia Pérez de Villar


Coradino Vega

Desde el inicio de este conjunto de ensayos publicados por primera vez en la revista Scribner’s a mediados de los años veinte, habita una paradoja de difícil solución, un equilibrio precario que no deja de tener presente Edith Wharton: la conciencia de que la teoría literaria es tan necesaria como inevitablemente vacua. Han sido muchos los escritores que se han aventurado a escribir sobre cómo hay que escribir, desde sus coetáneos Henry James y E. M. Forster, hasta David Lodge, pasando por Eudora Welty o Vargas Llosa. A este elenco cabría añadir el sobrecitado manual de ese crítico con alma de novelista que es James Wood, Los mecanismos de la ficción, el cual rebate máximas y moderniza diversos aspectos pero sin embargo no aporta nada en esencia distinto a lo conjeturado, explícita o implícitamente, por los anteriores autores. Y es que quizás no pueda ser de otra forma. Decir lo que se puede o no se puede hacer —viejo vicio compartido por clásicos, vanguardistas y posmodernos— en un proceso creativo que por naturaleza es el reino del instinto, la intuición, el impulso soberano, la libertad y la imaginación individualizada, resulta cuando menos problemático. Aunque las posibilidades del aprendizaje sean casi infinitas, su enseñanza siempre se topará con un límite controvertido, ese “algo” que algunos llaman talento o genio o inspiración (“la cuestión principal [que] se nos sigue escapando”, como reconoce la misma Wharton) y que tarde o temprano contradirá la premisa a priori más sensata: que con esfuerzo, dedicación y entusiasmo cualquiera podría convertirse en Flaubert o Cervantes. Imagino que ese conato de estafa presidirá las sesiones de muchos seminarios de ‘creative writing’. Edith Wharton fue muy consciente de tal contradicción y, sin embargo, escribió este libro. De ahí que su “ángulo muerto”, por no salirnos de sus cautelosas categorizaciones en forma de atinados símiles, sea precisamente la incapacidad de resolver lo que no puede ser resuelto; y su mayor acierto, acercarse en la medida de lo posible a un criterio con el que refutar el relativismo basado en el gusto que convalide cualquier cosa encuadernada en forma de libro: “La combinación de un pasado lo bastante nutrido para extraer algunos principios generales con un futuro pleno de posibilidades sin explorar”. Las normas generales son necesarias para guiarse, dice la neoyorkina, pero es un error profesarles un respeto excesivo. Y aun así, hasta su sentido común resulta resbaladizo pues, en arte, no hacer dogma de la opinión viene a ser de lo más complicado. Hay sin embargo raras excepciones, buenos maestros que, en lugar de imponer sus particulares opiniones a sus discípulos e instilar una adherencia a sus procedimientos técnicos, ayudan a sus aprendices a descubrir sus propios medios de expresarse, a contemplar cuanto les rodea, leer con atención y amar la literatura incondicionalmente. Wharton no lo es o, si lo es, lo es sólo parcialmente. Como decía en una carta Saul Bellow, la gente que escribe tiene sus fuertes e inflexibles concepciones sobre cómo deberían hacerse las cosas, y lo que viene a hacer en estas páginas la autora de La edad de la inocencia, por más que repita lo contrario y jamás se tome como ejemplo directamente, es apuntalar una poética que parece no diferir demasiado de la suya. Por lo que llegado el caso, a uno sólo le queda mostrarse o no de acuerdo.

De entre los distintos y reiterativos volúmenes del “arte de la escritura según Wharton” que han publicado este año diferentes editoriales españolas, Escribir ficción es el más fiel al original y completo. En él se recopilan cinco ensayos sobre el oficio y la práctica de la creación literaria más el artículo “El vicio de leer”. Redactados todos con sencillez, rigor, elegante ironía y valor didáctico, ofrecen sin embargo un resultado dispar. Mientras en el primero (titulado “En general”) y el tercero (“Construir una novela”), Wharton despliega su penetrante inteligencia crítica tomando como referentes a los grandes novelistas del siglo XIX y ayudándonos, si no a escribir como ellos, sí al menos a leerlos mejor, el dedicado al cuento y el denominado “Personaje y situación en la novela” se tornan por momentos tan insustanciales como anacrónicos. Por otro lado, cuando Wharton da lo mejor de sí, ofrece una catarata de aseveraciones que sorprenden por su pertinencia y actualidad: “El recelo hacia la técnica y el temor a no ser original —síntomas ambos de cierta carencia de riqueza creativa— nos están llevando hacia la pura anarquía de la ficción, y uno se siente inclinado a afirmar que, en determinadas escuelas, la ausencia de forma se considera la primera condición de la forma”. Como reflexionaba en su clarividente diario poco antes de morir Sándor Márai, para Wharton lo importante no es el tema, sino escribir bien. Los mayores peligros para el joven escritor son el pánico a repetir lo que ya se ha hecho antes (indicio “habitual de inmadurez”), la mala imitación, el hábito indolente de ornamentar la superficie y la falta de paciencia, que si no es el genio mismo sí es uno de los principales logros del genio: “Sea lo que sea lo que un ser humano lleva dentro, para mostrarlo bien tiene que trabajar en ello con una persistencia indestructible”. Asimismo, se nota que a la glamurosa, adinerada y cosmopolita mujer que fue Edith Wharton le gustaba por igual la pintura, pues recurre a menudo a términos como “perspectiva”, “trazo” o “colorido” para ilustrar sus explicaciones, que la arquitectura o la música: su decidida apuesta por la economía de medios recuerda, como bien apunta en el prólogo Amelia Pérez de Villar, al “menos es más” de Mies van der Rohe o al afán de Brahms por eliminar cada nota superflua. Por otro lado, se muestra del todo crítica con quienes aprovechan la moda como fin en sí misma, como el camino más corto o más fácil de recorrer, y no como —hablando del “flujo de conciencia”, por ejemplo— un simple recurso que utilizar sólo cuando sea pertinente. También alerta de la nocividad de la prisa y, así, para solucionar el arduo problema técnico del efecto del paso del tiempo aconseja:

“… perder el miedo a ir despacio, mantener el ritmo que impone el tono narrativo, y ser tan incoloro y tranquilo como es a veces la vida en ese tiempo que transcurre entre los momentos culminantes”.

En una de las pocas elaboraciones conceptuales que le permite su prudencia definitoria, alerta además de la trampa de dejarse llevar por el afán de complacer, ya sea al público lector, al editor o al crítico, y pide a los escritores que escriban para ese “otro yo” con el que el artista convive en misteriosa, feliz o incluso tormentosa correspondencia. Toda obra debe obedecer a una necesidad y requiere una selección presidida por la relevancia. El drama se logra exponiendo los conflictos que se producen entre el orden social y los apetitos individuales. La verdadera originalidad no busca una nueva forma, sino una nueva visión, personal, que se logra sólo mirando al objeto durante el tiempo suficiente para que el escritor lo haga suyo. A veces es necesario dedicarse a un cultivo más modesto, de manera más concienzuda y minuciosa, en lugar de abordar uno más ambicioso sin profundizar. Buscar algo que arroje luz sobre nuestra experiencia moral, un chispazo, algo que emocione. Lo mejor que se puede decir de una novela o de un personaje no es que sean vivaces sino que estén vivos. Contemplar la vida es incluso más necesario que contarla con pelos y señales. Cada método tiene que justificarse por sí mismo. La única recompensa que vale la pena es la calidad del trabajo realizado.

Pero hay otros momentos en el que Edith Wharton se deja de preceptivas (“la verosimilitud es la verdad del arte”) y nos sumerge de lleno en una lectura gozosa de los grandes libros, como hace cuando analiza el comienzo de la novela y nos lleva de Guerra y paz a Los hermanos Karamázov y de La feria de las vanidades a El rojo y el negro, o al valorar su longitud, mientras alaba el sentido de la proporción de La muerte de Iván Ilich y Otra vuelta de tuerca o la precisión de Flaubert o Jane Austen. En esos momentos, uno olvida que está ante una especie de “manual de escritura creativa”, como pretende la contracubierta, y disfruta sin más de la exuberancia y la amplitud de miras de la buena literatura.

Pero, de repente, es la propia Edith Wharton la que nos saca de ese estado de placer y embelesamiento. En el ensayo dedicado por entero a Marcel Proust, tras conectar y analizar de manera magistral las claves de la escritura del autor de En busca del tiempo perdido, arremete contra su debilidad moral, contra su falta de valentía, y eso, unido al elitista y en cierto modo soberbio artículo final sobre la lectura, hace que uno se quede con un regusto de antipatía, con una incomodidad que nada tiene que ver con la agudeza de quien se atreve a voltear lo comúnmente aceptado, sino con la altivez del implacable ojo crítico que no se permite mostrar ni un solo síntoma de duda.   

20 julio 2012

'Non serviam'

Calibán y la bruja

Silvia Federici

Traficantes de Sueños, 2011. Colección "Historia"

ISBN: 978-84-96453-51-7

367 páginas

25 €

Traducción de Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza



Carolina León

“El mundo entero necesita una sacudida”, así se llama el primer capítulo de Calibán y la bruja. Y no, no se refiere al momento presente. El resto del título reza: “Los movimientos sociales y la crisis política en la Europa medieval”. Eso es, un libro de historia, uno que cuenta algunas cosas sobre ese momento llamado de “transición al capitalismo” de una forma en la que probablemente nunca te las han contado.

Su autora, historiadora y pensadora feminista desde los años 70, nos dice que pretende con este ensayo repensar esa primera fase del capitalismo desde el punto de vista feminista “evitando las limitaciones de una historia de las mujeres separada del sector masculino de la clase trabajadora”.

Y su propósito, a decir de quien escribe, lo consigue incorporando en su diseño no solo la historia de cómo las mujeres (pobres, proletarias) son sistemáticamente torturadas y quemadas en la hoguera (proceso de caza de brujas al que, en realidad, dedica un capítulo de los cinco); también relata y muestra el progresivo cercamiento de los bienes comunes de la población rural en los últimos siglos de la Edad Media; las luchas campesinas del siglo XV y la aparición de sectas herejes como últimos bastiones de la oposición popular a las políticas que imponen los Estados modernos; el proceso de acumulación de trabajo -vigorosa exposición en la que desentraña algunos olvidos de la historia desde el relato marxista- y la progresiva diferenciación sexual del trabajo, mientras la mujer es separada no solo de los medios de producción, como el hombre, sino además de la vida pública, las economías de subsistencia o la noción de sujeto legal de pleno derecho.

Esto es, el proceso de establecimiento del capitalismo patriarcal. Pero quizá -dejando para luego el tema de la caza de brujas- los dos grandes hallazgos de esta forma de repensar la historia están en el análisis del cuerpo y en la ampliación de esta revisión a la América colonial. Por el primer asunto, analiza el cuerpo y su función en la consolidación de nuevas formas de relaciones de las personas con el poder, y para ello realiza una crítica al pensamiento de Michel Foucault y su descripción del “biopoder”. Federici toma a la filosofía mecanicista para contar cómo el capitalismo -y su ciencia y su medicina- producen un disciplinamiento nuevo del cuerpo para convertirlo en una máquina de trabajo. Un cuerpo “divorciado de la persona, literalmente deshumanizado”. Es el mecanicismo, a decir de la autora, el que está detrás del nacimiento del uso científico de la tortura que se da entonces, por ejemplo.

El otro aspecto que comentaba antes consiste en hacer una historia inclusiva, y no separada, de las clases trabajadoras y esclavas en las colonias, y observar así una serie de fenómenos que se importan desde Europa, y otros que se llevan desde la experiencia de la esclavitud de vuelta al continente. Haciendo un grueso resumen, se puede decir que demuestra cómo el disciplinamiento de indios, europeos enviados a las colonias por crímenes o deudas y esclavos de África genera el racismo y la segregación de una forma impuesta, del mismo modo que se genera el patriarcado: a base de batalla, tortura, muerte y poder. 

Aunque el aspecto que realmente aparece con una luz nueva (y es un tema que recorre el libro) se refiere a la “caza de brujas”, episodio de los primeros siglos de la Edad Moderna que la mayoría de nosotros habremos estudiado en una línea a pie de página en el libro de Historia de la secundaria. Y recordaremos como algo anecdótico, probablemente asociado a las persecuciones de la Iglesia intentando dominar sobre toda otra creencia.

Dejar de ver la caza de brujas como un proyecto religioso y asomarse a la dimensión política y económica de la tortura y asesinato de miles de mujeres en toda Europa -que se dio, masivamente, en los siglos XVI, XVII e incluso XVIII- no es tampoco del todo nuevo en la historia revisitada por los feminismos. Claro que Calibán y la bruja, al incluirlo en un todo y recorrer con minuciosidad y relato exquisito las otras formas de dominación -el campesino, el cuerpo proletario, el rebelde insumiso, el esclavo Calibán- le da una dimensión nueva, aplastante y reveladora.

Y, aparte de sus valores como libro de historia, solo una cosa más: su lectura asegura repetidos fogonazos de reconocimiento en muchas de las situaciones narradas. Como si el proceso de “acumulación originaria” del que nació el capitalismo estuviera aquí, entre nosotros, vivo y coleando.

19 julio 2012

Naturalmente, la vida

Deseo

Liam O’Flaherty

Nórdica, 2012

ISBN: 978-84-92683-94-9

183 páginas

18 €

Traducción de Antonio Rivero Taravillo



Sara Mesa

Había oído hablar muy bien de este libro, una de esas publicaciones especiales que nos ofrecen a veces las pequeñas editoriales cuando se atreven a desempolvar aquellas obras que no tuvimos siquiera la oportunidad de leer. Porque este volumen de relatos del irlandés Liam O’Flaherty (1896-1984), más conocido por su novela El delator (que inspiró la película homónima de John Ford), fue escrito originariamente en gaélico, nunca había llegado a traducirse al español, y según leo, tampoco se había publicado antes fuera de Irlanda. Además de la editorial Nórdica, el responsable es Antonio Rivero Taravillo, que firma la traducción directa del irlandés.

Deseo: así se titula este conjunto de 18 relatos, algunos brevísimos, que han sido calificados como sencillos, profundos, epifánicos, poéticos. Sí, estoy de acuerdo. El lirismo recorre todos y cada uno de ellos, los cose y hace de este racimo una lectura intensa, más compleja de lo que pudiera parecer al principio. Porque incluso hasta en los más humildes se masca una tensión de fondo, la violencia de la naturaleza, la dificultad de cada paso de la vida, las relaciones entre seres humanos y animales, entre seres y objetos, entre seres y paisajes.

Esto quizá no tiene nada que ver, pero me acordé varias veces durante la lectura de Deseo de aquella frase inquietante en El silencio de los corderos, cuando Hannibal Lecter afirma que se codicia lo que vemos todos los días y que es esta codicia lo que marca nuestros actos, nuestra vida entera. Pues eso. Los personajes de Deseo -tanto animales como personas- se mueven por la codicia de lo más elemental, de lo más cotidiano: el bebé codicia el rayo de luz, el perro el conejo, el niño un traje nuevo, la vaca su ternero muerto. Estas relaciones tensivas configuran un universo hostil, desolador, pero también, a veces, tierno y melancólico.

Lo rural, la naturaleza, el paisaje abrupto y rocoso (el mar, el mar, como diría mi querida Iris Murdoch) están presentes en todos los relatos. También la lucha por la vida, las escenas de cacerías y cortejos, las envidias, los rencores, la miseria. Los temas se mantienen; varían sin embargo los tonos, desde la desolación de “Pobres gentes”, un relato bello y triste sobre una familia que pierde a su hijo, a la textura poética y fabulística de “La laguna encantada”; desde el humor de “La estafeta”, con sus personajes entrañables, los diálogos vivos y las situaciones hilarantes, a la sutileza de “Un roce”, un relato sobre el deseo y el amor, las conveniencias sociales y la cobardía. Por supuesto, hay líneas comunes: las revelaciones o epifanías que tienen los personajes en algún momento de la historia (en el mencionado “Un roce”, o en “El golpe”); la simbología de los animales, que aparecen en narraciones solo en apariencia inocentes (“El halcón”, “La caza”, “El ratón”, “La focha”); la crueldad de la vida y su aceptación natural (“La muerte de la vaca”, “La vida”).

Habría que destacar la brillante construcción de los relatos, con una estructura muy medida. Un acontecimiento (por ejemplo la muerte accidentada de un hombre, en “Venganza”) es el detonante que utiliza el autor para trazar un relato de odios enconados en el mundo rural; en “La feria”, estampa costumbrista en principio, se parte de la descripción de los ruidos del ganado (“Un chasquido sordo de grandes pezuñas…; una gran masa roja y recia que se movía, pisando y mugiendo; el sonido de la respiración de las reses como un tronar, mezclado con la voz áspera de los hombres que las guiaban como varas…”) para concluir en una crítica social nada soterrada (“No tardarán en recibir un tiro en la frente y se harán trozos jugosos de su carne, para llenar el estómago inglés, pero ellos no lo saben”). De este modo, lo particular conduce a lo general, aunque de un modo absolutamente apegado a la tierra, tangible, con predominio siempre de una textura objetivadora, que pareciera funcionar como mera registradora de los hechos descritos pero que, en realidad, conduce al lector hasta un sentido más profundo de las cosas. El estilo se adecua perfectamente a este propósito, con preeminencia de frases cortas y concisas y cierta tendencia al impresionismo, algo que, según explica el propio traductor, se corresponde con la propia naturaleza de la sintaxis y el vocabulario del gaélico irlandés.

No sabría decidirme por una historia en concreto, entre otras razones porque Deseo es el tipo de libro de relatos que posee una estructura orgánica, que alcanza su pleno sentido al leerlo en su conjunto, pero me gustaron especialmente “El golpe”, una historia de enfrentamiento padre-hijo contada a través de la escena de compra de unos lechones, y “Un trastorno”, que es el único narrado en primera persona, en el que se presenta al enloquecido dueño de un bar que busca la culpa de su soledad en la modernidad (ilustrada en el cine) frente a la cerrazón del mundo rural.

A pesar de la finura del conjunto, en Deseo no hay estampas idílicas sobre la naturaleza o la vida sencilla de los pueblos, sino más bien un despiadado -y al mismo tiempo aséptico- retrato de su brutalidad y su bronca belleza. Muy simbólico es, en este sentido, “La roca negra”, un cuento que carece de personajes humanos: solo la costa, el viento, el temporal, los animales, dotados de personalidades ambiciosas, salvajes y despiadadas, en lucha siempre por la subsistencia. En resumen: la vida, naturalmente.

18 julio 2012

'Hot'

José Martínez Ros
Crisis, rescates financieros, paro, caos... Es obvio que necesitamos un pequeño respiro, y el verano nos invita a ello. Las editoriales españoles así parecen haberlo entendido, y nos ofrecen una nueva generación de novelas eróticas. Aquí  me permito seleccionar tres de ellas, para que podáis elegir el destino literario y carnal que sea más de vuestro gusto: sociología sexual del XIX -Lolita secreta-, el archianunciado “porno para señoras” -Cincuenta sombras de Grey- o el erotismo intelectualoide de nuestros vecinos galos -El sistema Victoria-. Haz el amor y no la crisis.
El abuelito de Lolita

Lolita secreta
Anónimo
melusina [sic], 2012
ISBN: 978-84-1537-300-1
184 páginas
10 €
Traducción de Elisabeth Falomir Archambault




Este curioso libro -'Confesion Sexuelle d´un Ruse du Sud'- fue publicado anónimamente en París en la década de los años veinte del pasado siglo. Recogido mucho tiempo después en los apéndices de un monumental estudio de psicología sexual editado en el mundo anglosajón, fue redescubierto por el distinguido crítico y literato norteamericano Edmund Wilson, quien se la envió a uno de sus mejores amigos, un exiliado ruso llamado Vladimir Nabokov que, por aquel entonces, sobrevivía en los Estados Unidos dando clase en un instituto femenino. El texto presenta algunas curiosas similitudes con la mundialmente famosa novela que ese mismo exiliado ruso publicaría seis años más tarde y que convertiría el nombre de su precoz protagonista, Lolita, en un santo y seña del erotismo -y la tragedia contemporánea-. Pero más allá del hecho de que Nabokov lo utilizara como fuente o no, posee valor en sí mismo.
A través de esta Lolita secreta recuperado ahora por Melusina conoceremos la iniciación sexual -bastante patológica- de un joven ruso a finales del siglo XIX y, por lo tanto, entronca con una fértil corriente narrativa dedicada a revelar el transfondo oscuro de la sociedad burguesa de la época, con ejemplos como Pétalo Carmesí de Michael Faber o Falsa identidad de Sarah Waters. Nos muestra un mundo desconocido y casi asombroso en el que, bajo el ominoso régimen zarista, las pulsiones sexuales se desarrollaban con asombrosa libertad, aunque con un claro ingrediente de depredación de las clases favorecidas por la fortuna sobre criadas, campesinos y desheredados varios. Resulta especialmente interesante la relación que mantiene el anónimo protagonista con Nadia, la prometida de un joven desterrado en Siberia por formar parte de uno de los partidos revolucionarios que proliferaban en el país, así como sus obsesivas reflexiones, cargadas de fatalismo decimonónico “doctoievskiano”.
La obra adquiere tintes dramáticos en su último tramo, con el personaje perdido en los vastos lupanares del sur de Europa, realizando lo que ahora llamaríamos turismo sexual, indicándonos de paso que para un europeo de finales del XIX España o el sur de Italia representaban algo parecido a Tailandia o Senegal para el imaginario contemporáneo.
Sexual Personae

Cincuenta sombras de Grey
E. L. James
Grijalbo, 2012
ISBN: 978-84-2534-883-9
544 páginas
17 €
Traducción de Pilar de la Peña Minguell y Helena Trías



Cincuenta sombras de Grey, ¡el libro del que habla todo el mundo! Bueno, a lo mejor no-todo, pero casi: el primer gran éxito global de la Era del e-book comenzó, paradójicamente, como un modesto homenaje a la saga Crepúsculo para, al final, independizarlo sus orígenes de fanfic, adquirir su propia categoría de fenómeno superventas y, quizás, inicio de una nueva tendencia "best-sellera".
Por un lado tenemos a Amanda, una estudiante de una universidad de élite norteamericana, virginal (se nota que no estudio en la misma facultad que la protagonista de Yo soy Charlotte Simmons de Tom Wolfe) y notablemente ingenua; por el otro, Christian, un multimillonario de gustos refinados -¡incluso toca el piano!-. Ella se enamora (por supuesto) de él, pero hay un problema: él. Su alma llena de demonios, producto de toda una serie de traumas infantiles, le lleva a que sólo esté dispuesto a iniciar una relación con ella con sus propias condiciones, que incluirán generosas dosis (bueno, a decir verdad, no tanto) de sumisión y sadismo.
Cincuenta sombras sobre Grey ha sido machacado por buena parte de la crítica feminista anglosajona, aunque no estoy muy seguro de que tengan razón: su, a ratos simpática, a ratos tontorrona, protagonista, no sólo procede de Historia de O, 9 semanas y media y otros clásicos del subgénero, sino también de un linaje literario mucho más honroso. A su manera, es una lejana, remota, vástaga de las grandiosas heroínas de Clarissa, La letra escarlata, Retrato de una dama o Jane Eyre. ¿Por qué? Porque, como ella, son mujeres indomables, animadas por una fe en sí mismas capaz de transcender cualquier circunstancia adversa y transformar al más satánico de los amantes en un santo varón, aunque sea en el lecho de muerte. E.L. James está lejísimos, por supuesto, de esos referentes -la novela oscila entre una prosa telegráfica y un estilo pseudo-gótico a lo Anne Rice bastante risible-, pero si es el inicio de una nueva moda me parece más respetable y simpática que los vampiros metrosexuales, cementerios de libros, códigos lo-que-sea, catedrales marinas y demás bazofia que ha copado las listas de ventas en los últimos años.
Ella lleva los pantalones

El sistema Victoria
Éric Reinhardt
Alfaguara, 2012
ISBN: 978-84-2041-141-5
432 páginas
19,50 €
Traducción de Manuel Serrat Crespo




El sistema Victoria es una novela muy francesa: hay mucho sexo, pero también mucha política, a ratos resulta brillante, en ocasiones excesivamente farragosa y un pelín plúmbea; y de fondo, sentimos constantemente la sombra del novelista francés de más éxito de los últimos años, el gran Michel Houellebecq.
El autor nos sitúa en un París distinto al que conocemos por tantas novelas y películas -nada que ver con Amelie o Los amantes de Point Neuf-: estamos en La Defense, el distrito financiero, uno de los centros nerviosos del capitalismo global, y los protagonistas se conocen en un centro comercial, lo que ya es sintomático de todo lo que vendrá a continuación: David es un arquitecto casado, con niños, un izquierdista sentimental que vive en su pequeña burbuja familiar; Victoria es una superejecutiva de una multinacional, una mujer sin raíces que se encuentra a sus anchas en un universo de salas VIP, hoteles de lujo, limusinas y viajes constantes. Rodeada de escenarios en fuga, por supuesto, su relación tendrá consecuencias catastróficas. La novela está bien escrita: Éric Reinhardt es un narrador meticuloso y elegante, aunque sus diálogos son algo plomizos. Pero la sombra de Houellebecq es demasiado alargada: a la hora de describir la “economía sexual” de nuestra época El sistema Victoria no admite comparación con Plataforma o Ampliación del campo de batalla que, además, son mucho más divertidas, y a ratos lamentamos que lo mejor de la novela, la propia Victoria -una semidiosa del capitalismo, “facha”, orgiástica, neocom, ardiente, desprejuiciada y cruel- no apareciera en ninguna de esas novelas.