28 septiembre 2012

Arte de compartir


Palabras con alas
Luis Alberto de Cuenca
Isla de Siltolá, 2012. Colección "Inklings de Siltolá"
ISBN: 978-84- 15422-60-0
176 páginas
13 €




Alejandro Luque
De una recopilación de artículos publicados en Mercurio solo cabe esperar, al menos en las propias páginas de Mercurio, una reseña elogiosa. Las líneas que siguen, bajo sospecha de corporativismo, están dictadas no obstante por una sincera y hasta entusiasta aprobación. Ahora que acaba de ver la luz en Visor la poesía completa de Luis Alberto de CuencaLos mundos y los días, 1970-2005–, podemos empezar constatando que las piezas incluidas en Palabras con alas constituyen, de un modo inconsciente, un compendio de sus constantes como escritor, desde el espíritu aventurero a la pasión por las viñetas o la cultura grecolatina.
En la estela de Borges, a quien guiña en numerosas ocasiones, De Cuenca es un decidido defensor de incorporar al canon clásico géneros tradicionalmente preteridos, como la ciencia-ficción o la novela policiaca, lo que no le impide abordar lecturas más o menos sagradas, de Montaigne a Pound y de Catulo a Tanizaki. Sin embargo, lo más gratificante de estas páginas tal vez no resida en el heterogéneo espectro de sus temas y protagonistas, sino en el hallazgo de un tono desafectado y cómplice, muy alejado del lenguaje ensayístico al uso.
El autor de La caja de plata entendió muy bien que Mercurio, revista de libros para todos los públicos, no pedía voces desde el púlpito o la cátedra, sino más bien un perfil de lector generoso. Un modelo de crítico que ejerce su oficio no como un alarde de erudición –aunque la posea, siempre tendrá la elegante deferencia de dosificarla–, sino como un modo de compartir: lo que sabe, lo que ha vivido, lo que con más celo atesora en casa.
Esto da licencia a De Cuenca para salpimentar sus observaciones con anécdotas personales. Habrá quien piense que para analizar a un autor no es necesario decir quién te regaló un libro suyo, o en qué librería de viejo encontraste tal o cual edición, o si encabezaste un poema propio con una cita de éste o de aquél. El madrileño sí lo hace, y con la suficiente naturalidad como para enriquecer el texto sin distraer la atención sobre su objeto central. Esto, inadvertidamente, achica la distancia entre el crítico y el lector, hasta reducirla a las dimensiones de una virtual mesa de café. Incluso para los lectores que, como es mi caso, podemos sentirnos ideológicamente muy alejados del autor madrileño.
Pero la generosidad de Luis Alberto de Cuenca se revela en Palabras con alas en otro aspecto digno de señalar. Junto a Coleridge y a Kipling, el crítico no se olvida de ocuparse de jóvenes talentos, nombres todavía por descubrir como León Arsenal, Víctor Conde, Diego Medrano o Daniel Sánchez Pardos, como una manera de señalar que la literatura es algo más que un polvoriento panteón de antepasados ilustres, sino también algo vivo y en movimiento. Así, frente a la crítica profesoral, tan dada a las lecturas obligatorias, De Cuenca defiende la literatura como un lugar de encuentro lleno de gratos azares. 
[Publicado en Mercurio]

27 septiembre 2012

Un Mike Hammer castizo

Tom Z Stone

J.E. Álamo

Dolmen, 2012

ISBN: 978-84-15-29602-7

320 páginas

18,95 €

Premios Pandemia 2012 y Torno Negro 2012



Joaquín Blanes

¿Quién recuerda a Stacey Keach y su inseparable bigote dando vida a Mike Hammer? ¿Quién recuerda la trompetita del 'opening' con esa tonada 'sweet jazz'? ¿Quién recuerda cómo amartillaba la pistola, cómo echaba humo como una fogata hecha con leña húmeda? Aquello sí que era un tipo duro y no lo que se ve ahora en los gimnasios. Tanto duro de proteína y aminoácidos sin un pelo en el pecho que llevarse a la boca. ¿Cómo olvidar el Philip Marlowe creado por Raymond Chandler, que interpretaran Humphrey Bogart en El sueño eterno o Robert Mitchum en Adiós muñeca? Esa dureza reflejada en la piel tosca, agrietada y curtida, esos rostros impasibles ante un revólver que les apunta a la cabeza, esa desgana e ironía natural a la hora de hablar, esa misoginia atávica que les llevaba a detestar a cualquier ser humano, salvo a las mujeres de piernas afiladas y generoso escote enarcado en un vestido sugerente a modo de rica ofrenda. Y es que hay que ser muy hombre para enfrentarse a la muerte, hay que ser muy varón para sobrevivir a los ataques y encerronas de los villanos, soltando una deslenguada frase que termina en bronca, tortazo, cabezazo o patada en las costillas.

J.E. Álamo recupera a ese tipo de detectives, pero no deja que la dureza sea sólo cosa de investigadores privados o de salvajes psicópatas capaces de meter en una alfombra persa el cadáver de uno de los suyos; también Mati, la ayudante de Stone, tiene los mismos modales que un doberman en ayuno. Aquí todos tienen unas maneras y unos protocolos más propios del Príncipe Harry que de casta nobleza.
 
J.E. Álamo los recupera de forma original, porque el protagonista es un Zeta, un reanimado, un muerto que ha vuelto a la vida, como los Beatles o como el mítico futbolista George Best, todo después del FR, el Fenómeno de Reanimación, al que diversos científicos quieren aplicar la lógica de probetas y manuales, mientras Tom Z Stone, se enfrasca en un complicado caso de chantaje, secuestro y, como no, asesinatos. 

Lo más destacable de este personaje, lo más destacable de la novela, es la fugacidad con la que se deja leer, el gozo con el que uno recupera a esos detectives imposibles. Todos sabemos que la mayoría de detectives son personas familiares, con una desarrollada alopecia difusa a modo de cartón o frente despejada, que sufren de varices, halitosis, aerofagia, hernia de hiato, dispepsia, cólicos nefríticos, alergias a los ácaros o a los pijamas de franela… en definitiva, que son mortales y por ende humanos. Pero Stone, amigos míos, no lo es, y por eso le trae al pairo lo que piensen los borregos, digo, las personas comunes, las que siguen vivas. Él es un muerto viviente y tiene un carácter que da gusto, llama a las cosas por su nombre, al gato lo llama Gato, al Gran Louie orangután y a Garrido, gilipollas, pero con cariño.

La trama es de lo más interesante, agarra, aprisiona y atrapa, además, el autor, va colgando algunos detalles que hacen sospechar al lector ducho en este género de quién es el culpable de todo y en este caso, lo siento mucho, no es el mayordomo, a ese se lo cargan.

Dolmen ha apostado fuerte por una línea Z que está dando gran satisfacción a sus editores y a un buen número de lectores que adoran este género, y es revelador observar las vueltas de tuerca que pueden darse a un tema aparentemente manido y sobado como son el de las madalenas en el desayuno de un niño y el de los Zombis, zombies para los más cultos.

Y lo mejor de todo, es que esto es sólo el comienzo, porque Tom Z Stone, será pronto una serie a tener en cuenta y seguirá dando por saco en la ciudad, resolviendo casos o, en su defecto, metiéndose en fregados que ahuyentarían al más pintado, incluyendo a esos tipos de gimnasio hinchados como el corcho y depilados como una brasileña.

26 septiembre 2012

Una falsificación


Tú y yo
Niccolò Ammaniti
Anagrama, 2012. Colección "Panorama de Narrativas"
ISBN: 978-84-339-3371-3
136 páginas
14,90 €
Traducción de Juan Manuel Salmerón



José Martínez Ros
Mi experiencia previa como lector de Niccolò Ammaniti, sin duda el escritor italiano de la última década de mayor proyección internacional, se reduce a una sola novela: No tengo miedo -que también fue adaptada al cine con éxito-, y que presentaba los que podríamos considerar como principales rasgos de su obra: una prosa minimalista, un protagonista infantil o adolescente desde cuya perspectiva se narra la historia, un escenario claustrofóbico, en aquel caso un pueblo del sur de Italia en el que había más de un -aterrador- secreto que revelar.
Ahora nos llega Tú y yo, una delgada novela -en realidad, teniendo en cuenta la generosa tipografía elegida por Anagrama, podríamos hablar incluso de un relato alargado- precedida de un enorme éxito internacional, coronado en esta ocasión con una nueva adaptación al cine, dirigida nada más y nada menos que por Bernardo Bertolucci, que permanecía alejado de las cámaras desde la sensual y esteticista Soñadores. De nuevo, nos encontramos con un narrador preadolescente, en este caso de una familia pija, ferozmente introvertido, que -incapaz de confesarle a sus padres una mentirijilla: se ha inventado que unos (inexistentes) amigos del instituto lo han invitado a pasar con ellos unos días- se recluye durante unos días, y a escondidas, en el sótano, en compañía de videojuegos, novelas de Stephen King y comida enlatada. De repente, para pasmo de este pequeño discípulo del Holden Caulfield de Salinger, aparece casi por abracadabra una medio hermana, Olivia. Y todo se lía.
Olivia es un personaje cuya existencia se ve amenaza desde un primer momento por un vendaval de tópicos sentimentales y neorrománticos: atormentada (por supuesto) y vitalista, pero con un lado oscuro -se droga, incluso se sugiere que se prostituye-, y bella como un ángel leonardesco. Obviamente, a través de su presencia, el joven Lorenzo se iniciará en algunos misterios vitales (aunque no esperen nada muy atrevido o incestuoso, es una novela para todos los públicos) y, más obviamente aún, tendrá mucho que ver con el lacrimógeno y/o trágico final que, al parecer, ha conmocionado corazones de medio mundo.
Ammaniti es un escritor astuto, pero eso no lo convierte de forma necesario en el gran escritor que nos presentan muchas reseñas extasiadas que califican de “relato perfecto” esta novelilla. Si lo comparamos, por ejemplo, con un libro que tal vez tenga algunos puntos en común (aunque los personajes sean algo mayores, adentrándose en la adultez en lugar de en la primera juventud), entre ellos un fenomenal éxito, Tokio Blues (Norwegian Wood) de Haruki Murakami lo apreciamos con mayor claridad. En ambas novelas, hay una escena importante que transcurre en un hospital, con el protagonista haciendo compañía a un moribundo: no tardamos en advertir la diferencia entre la auténtica sensibilidad y contención del japonés y el desparrame sentimentaloide del italiano.
Seguro que para muchos lectores Tú y yo será una experiencia literaria impactante y emotiva y quizás crean que mi juicio sea injusto. Pero, para ser totalmente sinceros, a mí me ha parecido muy floja y, peor aún, una falsificación: una obra que finge ser algo que nunca llegará a ser. No sé si Ammaniti leía a Stephen King, como su protagonista, en su adolescencia, pero, si hubiera sido el caso, podría haber aprendido unas cuantas cosas acerca de la narrativa del maestro del terror.

25 septiembre 2012

Blanco sustento

El viento comenzó a mecer la hierba

Emily Dickinson

Nórdica, 2012. Edición bilingüe 

ISBN: 978-84-92683-86-4

109 páginas

16’50 €

Traducción de Enrique Goicolea
 
Selección y presentación de Juan Marqués
 
Ilustraciones de Kike de la Rubia

 
Coradino Vega 

Para Dani y Espe

Por más que haya casos parecidos, no deja de sorprender cómo se ha ido agrandando la figura de Emily Dickinson (Amherst, Massachusets, 1830-1886). Recluida por propia voluntad en la casa paterna a los treinta años, escribió con sigilo más de mil cartas y tantos otros poemas (de los que sólo se publicaron en vida cinco, sin su consentimiento o bajo pseudónimo), renegó de toda fama, se enfundó un vestido blanco y únicamente aspiró a que sus paisanos se sintieran orgullosos de ella. Sin embargo, la conciencia poética de esta mujer frágil, hipersensible, tímida y dotada como nadie para ver y decir lo que de sublime y horrible hay en lo cotidiano, fue rotunda: las cartas en las que deja a su preceptor, que no entendió nunca la fuerza de sus poemas, a la altura de un pepino son un buen ejemplo. Porque ese tozudo apartamiento, esa autodenegación con la que esperaba «ganar espíritu de paciencia», no es otra cosa que el correlato de su manera de entender el «dulce tormento» que para ella era la vida y su poesía: si eligió esa voluntaria clausura fue para transformar la aflicción en beneficio, la pobreza en riqueza y la privación en el poder liberador de quien lo pensó todo por sí misma.
 
Muchos de sus poemas oscilan entre la exaltación y el reiterado encuentro con el abismo. De apariencia sencilla, son piezas hondas, enigmáticas, a veces sombrías, de una luminosa belleza. El equívoco y la ambivalencia parecen ser su recurso central. Porque Emily Dickinson no era una esteta: si acude a la metáfora es por necesidad, porque ésa era la mejor forma de cristalizar su visión, su verdad —siempre provisional y precaria—, de ahí que le importara poco retorcer la sintaxis o incurrir en rimas extrañas para el buen gusto de la época. Más cerca del romanticismo oscuro e inquietante de Coleridge o Poe que de la benevolencia ante la naturaleza de Wordsworth o el entusiasmo abarcador de Whitman, Dickinson pertenece a esa nómina de raros americanos que tuvieron el talento de ser artísticamente iconoclastas sin separar los pies del suelo: de Melville a Thomas Wolfe, de Thoreau a William Carlos Williams, de Charles Ives a Edward Hopper. Excéntrica en su propósito de ser poema («Mi Tarea es la Circunferencia»), puede que nadie haya ofrecido tanta esperanza y tanto consuelo de la autoexploración de la angustia y el miedo, del dolor, de la desesperación que ella tildó de «blanco sustento», de esa medianoche que irrumpe de pronto en la claridad del mediodía. Frente al optimismo político de Whitman o el trascendentalismo de su admirado Emerson, a Emily Dickinson le importaban los pequeños detalles a los que extendía los hechos de su interior: «La guerra se me hace un lugar oblicuo», escribió en medio de la contienda. A su manera, fue también una poeta profundamente religiosa, casi mística (en el primer poema de este libro nos dice que el éxtasis se aprende por la agonía), que denostó irónicamente el cerrado calvinismo de su entorno casi tanto como las ideas de familia y Estado. Para ella, el hogar era la casa del corazón. Dios, ese ser supremo que no responde, jamás revelado. La fe, sinónimo de duda. Y el misterio, algo que sólo puede resolver la muerte mientras nos dedicamos a alimentar el interrogante. Su audacia proviene de la desolación; y sus disonancias, de su resistencia al sentido; pues Dickinson supo de lo imposible de decir, de significar e incluso de soportar sin autoengaño. En su poesía, los espacios familiares conducen al lugar terrible pero hermoso de la excepción, revelando su siniestra e incomprensible proximidad. A Dickinson no le daba miedo la muerte —incluso parecía sentir cierta mórbida atracción por su descomposición física—, pero sufrió la inmortalidad como memoria de los suyos, como realización de su pasión por una vida que, como escribió en otra carta, siempre «es muy grande».
 
Esta clarividente selección que ha hecho Juan Marqués constituye una inmejorable introducción al universo Dickinson. Con tino integrador y gusto exquisito, ha escogido un puñado de poemas que focalizan la vertiente más maravillosa (algo minusvalorada por la mayoría de sus precedentes antólogos en castellano) de la autora de Nueva Inglaterra: la síntesis que surge de la oposición entre sufrimiento y exaltación del mundo. En ellos, Dickinson se decanta por el Día, reafirma su enorme amor por la vida entendida como ciclo y renovación, celebra la abundancia de la naturaleza y el solaz de la escritura, ventila telarañas y nos muestra la calma que sigue a la tormenta que inicia el viento cuando comienza a mecer la hierba. Las ilustraciones de Kike de la Rubia captan con elegancia y perceptiva sensibilidad —nubles incluidas— el paisaje mental de la «reina reclusa». Por su parte, la traducción de Enrique Goicolea se atreve a prescindir de los característicos guiones y las enfáticas mayúsculas con un oído musical y una discreción que simplifican de forma admirable lo que de dificultoso puede tener la ortografía dickinsoniana. Si a ello unimos la cuidada labor editorial, el resultado es una joya de una delicadeza que da gusto tener entre las manos. Porque la verdad es que no se pueden hacer mejor las cosas.

24 septiembre 2012

Llegó el barro



Paul Bowles, el recluso de Tánger
Mohamed Chukri
Cabaret Voltaire, 2012
ISBN: 978-84-938689-8-7
216 páginas
18,95 €
Traducción de Rajae Boumediane El Metni
Prólogo de Juan Goytisolo




Fran G. Matute
Siempre resulta peliagudo jugar al “¿y si…?”, pero nos cuesta creer de veras que la obra literaria de Mohamed Chukri hubiera traspasado fronteras de no ser por Paul Bowles. El propio Chukri lo califica de “segundo padre” con independencia de que el semblante que describe en este Paul Bowles, el recluso de Tánger (1996) no sea tan halagüeño como el que se esperase de un progenitor, aunque sea literario.
Así que partiendo de la premisa, indudable a nuestro juicio, de que Chukri le debe mucho a Bowles, ¿qué pretende el escritor marroquí con esta especie de ensayo desmitificador sobre la figura del autor de El cielo protector? La sensación que transmiten sus palabras son las de un mero ajuste de cuentas. Chukri hace público el abuso que sufrió respecto al cobro de los derechos de autor de su obra, que en su gran parte percibía Bowles. De ahí, a su fama de tacaño y su evidente represión sexual, para terminar con una crítica de la visión que el estadounidense ofreció al mundo de Marruecos en sus libros, apoyada sobre todo en la correspondencia que mantuvo con algunos allegados y en el análisis de las opiniones vertidas por los personajes de sus novelas.
Chukri quiere hacer hincapié en que Bowles no se llegó a integrar en la sociedad marroquí, que fue tratado siempre como un extranjero, que nunca llegó a aprender bien el idioma (de hecho entre ellos hablaban en español) y que, por tanto, no era una persona autorizada para hablar de Marruecos y mucho menos para convertirse en el prescriptor oficial de las maravillas que ofrecía Tánger en sus años dorados como ciudad con estatuto internacional.
Resulta evidente que la versión de Marruecos que ofrece Chukri en sus textos es mucho más auténtica, contundente y reveladora que la de Bowles (y me atrevería a decir que hasta superior, literariamente hablando), por muchos años que se pasara allí viviendo. Y puede llegar a resultar hasta legítimo que sea Chukri el que ponga en solfa la visión turística de Bowles. Pero el autor de El pan desnudo comete, en nuestra opinión, los mismos errores que achaca a Bowles a la hora de justificar sus opiniones en este libro. Por ejemplo, Chukri echa a Bowles en cara la imagen que ofrece de los marroquíes, a los que califica en sus novelas de vagos, timadores y pordioseros. Pero si leemos la obra de Chukri, ¿no es acaso eso lo que encontramos en Tiempo de errores o en Rostros, amores y maldiciones? Prostitutas, proxenetas, jugadores, alcohólicos, viciosos… No podemos tampoco decir que el Marruecos que describe Chukri sea muy tentador, así que no entendemos la crítica a Bowles por mostrar lo peor del país africano.
Otra incongruencia que detectamos en el rapapolvo de Chukri a su mentor surge a la hora de valorar la figura de Jane Bowles y su tortuosa relación con su marido -elemento este que utiliza hasta la extenuación para resaltar la incapacidad relacional de Bowles y su egocentrismo-. Lo más sorprendente es que Chukri reconoce que nunca la conoció en persona, por lo que su extensa reconstrucción de las filias y fobias de la escritora está basada, más que nada, en segundas opiniones. ¿Acaso no es eso lo que hizo Bowles toda su vida? ¿Escuchar historias de marroquíes para montar sus novelas? ¿Traducir al inglés dichas historias para hacer perdurar la tradición oral? ¿Introducir así en el circuito literario mundial a autores como el propio Chukri o Mohamed Mrabat? Estoy convencido de que Bowles esquilmó y se lucró a costa de dichas historias que, por derecho, no le pertenecían. Pero no vemos muy distinto lo anterior a lo que hace Chukri en este libro con Jane Bowles, con el agravante de que no pretende convertir en ficción la realidad sino sentar cátedra sobre dicha relación tempestuosa.
Con todo, Paul Bowles, el recluso de Tánger resulta un texto interesantísimo para desmitificar ese Tánger intelectual exaltado no solo por Bowles, sino por William Burroughs, Francis Bacon, Jack Kerouac, Truman Capote o el recién fallecido Gore Vidal. Y más que por el morbo de asistir a ese combate unilateral que propone Chukri contra su “segundo padre”, merece la pena ser leído por el mero hecho de haber sido escrito por uno de los grandes escritores del siglo XX, al cual no hubiésemos seguramente conocido de no ser por Paul Bowles.

21 septiembre 2012

Sotanofsky y el ardor



Un jamón calibre 45

Carlos Salem

RBA, 2011. Colección “Serie Negra”

ISBN: 978-84-9006-110-7

304 páginas

18 €





José María Moraga
Que Carlos Salem es un autor polifacético y prolífico es algo sabido que no merecería mayor comentario en este blog. Pero la memoria es corta, y a lo mejor muchos lectores no recuerdan sus anteriores novelas, poemas, relatos e incluso obra de teatro de 2011, reseñada aquí. También es un escritor de talento, aunque su condición de prolífico pudiera amenazar con restarle credibilidad, baste recordar el refrán castellano “Quien mucho habla mucho yerra”, que me permito sacar a colación a cuenta de la fascinación del autor argentino afincado en España por las variedades de nuestra lengua de ambos lados del charco.
Un jamón calibre 45 es la última novela de Salem: novela negra, se publica en la Serie Negra de RBA, lo que le asegura el sambenito/marchamo (táchese lo que no proceda) del género policial. Alguien más cínico que yo se atrevería a decir que lo mejor de la novela es el título, al menos lo más ingenioso. Verdaderamente, este tipo de hallazgos lingüístico-conceptuales son muy del agrado de Carlos Salem, y los narradores de sus novelas usan a menudo de ellos, igual que de muletillas o estribillos que sirven para dar continuidad (Recordemos el excelente “Si hay miseria, que no se note”, ‘leitmotiv’ de Camino de ida, 2007, acaso heraldo de la actual crisis).
Nicolás Sotanofsky, protagonista narrador de Un jamón calibre 45, no es una excepción, se trata de una conciencia cínica, atormentada en sus condiciones de argentino emigrado a España (“falacia biografista”, 'anyone'?) y de bohemio de la vida. Se trata de un mujeriego con una brillante capacidad lingüística (no en vano es periodista, y novelista, y poeta…), capaz de describirte un polvo tórrido con divertida precisión a la vez que extrañamiento. El problema no es que se dedique a contar polvos en vez de a reflexionar sobre, digamos, el Sentido de la Vida, el problema es que en la novela nos cuenta muuuuchos polvos. Y no crea el lector, también hay filosofía en las páginas de Un jamón…, pero es de marca blanca, baratita, como el whisky que consume en cantidades industriales Sotanofsky, este detective a medio camino entre Philip Marlowe y “El Nota” Lebowsky.
La referencia al personaje de los Coen no es ociosa (¿he querido ver un guiño en el apellido?), Sotanofsky es un detective a su pesar, de esos que se ven envueltos en una trama que ni ellos mismos medio terminan de entender, un 'amateur' endurecido a base de palizas y encuentros fatales con mujeres o polis corruptos, que investiga como quien necesita sacar la cabeza de debajo del agua, para seguir viviendo. Los engaños se superponen, las identidades falsas dan lugar a otras caretas, y así se desarrolla la novela en una rueda de borracheras, revelaciones y escenas de sexo más cercanas a Sangre a borbotones (2002) -por lo ibérico, se entiende- que a El sueño eterno (1939) o El halcón maltés (1930), por citar a dos de los puntales del ‘noir’.
Para ser sinceros, a los dos tercios del libro ya me daba igual quién era el malo, cuál era el misterio o dónde estaba Noelia (enigmática y sugestiva chica cuya desaparición pone en marcha la trama). Lo realmente importante era disfrutar con la prosa de Salem, con las ocurrencias de Sotanofsky y con la galería de personajes secundarios, ayudantes o antagonistas del protagonista, que dotan a Un jamón calibre 45 de su mejor fuerza cómica, a base de protagonizar situaciones disparatadas, de comedia absurda. Empezando por el causante del título de la novela, un sicario sentimental apodado “Jamón” y de apellido Serrano. Otro secundario en que se deja ver el homenaje al ‘noir’ clásico es el detective-perdedor Felipe Mar López, cuyo nombre levantará una sonrisa en los lectores de Chandler, aunque el personaje más parecido a Philip Marlowe (por lo irónico, por lo borracho, por lo filosófo, por lo poeta) siga siendo Nicolás Sotanofsky, quien al empezar la novela se define a sí mismo como “jodido pero contento”.
Detecto en Salem una apuesta fuerte por presentar una reflexión sobre la argentinidad, el exilio y otros temas de hondo calado difícilmente casables con el lanzamiento de mierda de vaca, los polvos en la piscina y los gatos parlantes. O tal vez sí, esa chufla sea la única manera posible de acercarse a tan sesudas cuestiones en estos tiempos de cambalache, y de “Biblia junto al calefón”, pero yo -sintiéndolo mucho- no se lo compro. Salem lleva en España una burrada de años, pero por mucho que lo intente, tampoco me creo el lenguaje castizo de algunos de sus personajes. En cuanto a la Cuestión Argentina, supongo que será un tema candente, pero la verdad disfruté más con Camino de ida y aquellos pasajes sobre Carlos Gardel (bueno, aceptamos “Gardel” como argentino, ¿no?).
La yuxtaposición de tonos es una cualidad netamente postmoderna, pero en Un jamón calibre 45 en ocasiones la falta de transición entre lo cómico y lo serio, entre un polvo y una bofetada, entre una borrachera y un poema me resulta un poco desconcertante, mejor tomar la novela como un entretenimiento que como una obra seria, y si la recomiendo es en este sentido. Pensad en una película divertida, pensad en una lectura para pasar el rato, que también hacen falta. Pensad en coños. Pensad en dinero. Pensad en Madrid con acento porteño. Pensad en Carlos Salem. Mientras tanto, yo me quedaré pensando que me encanta Salem, pero que a lo mejor me gustaría ver en los anaqueles menos productos suyos, pero más depurados.

20 septiembre 2012

¿Preparado para la realidad?

Cristianos

Jean Rolin

Libros del Asteroide, 2011

ISBN: 978-84-9266-346-0

166 páginas

16,95

Traducción de Fernando González

Ilya U. Topper


Monsieur,

Es usted uno de los periodistas más celebrados de Francia, con una extensa obra de reportajes, ensayos, también novelas, y varios premios, entre ellos el Albert Londres, en homenaje a un excelente reportero del que hablamos aquí hace poco, con ocasión de su viaje por el mundo judío que lo llevó hasta Palestina. Resulta que usted ha ido a la misma Palestina, 70 años más tarde, pero para buscar el mundo de los cristianos, casi olvidados en esa tierra.

En esto tiene razón: los cristianos de Oriente Próximo están olvidados. Casi nadie habla de ellos. Hasta el punto de que muchos creen que “árabe” y “musulmán” son sinónimos. Y al paso que vamos, algún día lo serán, porque el número de los iraquíes, sirios, palestinos y jordanos cristianos no para de reducirse, sin gallo que les cante.

Y usted monsieur Rolin, tiene claro quién tiene la culpa: los musulmanes. Para demostrarlo, ha viajado a Palestina -a Belén, Ramalá, Gaza; hablamos de finales de 2002- donde espera escuchar de boca de los cristianos lo perseguidos que se sienten y lo mucho que sufren bajo el yugo musulmán. Pero se ha quedado usted estupefacto al oír que todos los cristianos le aseguran que sufren bajo el yugo israelí, no el musulmán, y que si hay milicias integristas musulmanas es porque hay una ocupación y que esta ocupación es el problema, y no el islam.

Esto no puede ser verdad, decide usted, y rebusca frases sueltas, muecas o gestos que demuestren su tesis: que en realidad, los cristianos sí se sienten amenazados por los musulmanes, pero que están tan aterrados que no se atreven a confesárselo a nadie. Un dato incontestable: muchos han emigrado y los demás quieren hacerlo; si el cónsul norteamericano repartiera visados en la plaza del pueblo, no quedaría ni uno, asegura. Pero usted no se pregunta, evidentemente, qué harían los palestinos musulmanes si alguien les repartiera visados. Ni, por si acaso, averigua si quizás las embajadas europeas y americanas dan efectivamente visados con mayor facilidad a los cristianos, lo que explicaría su mayor tasa de emigración (o si Israel les franquea con más facilidad el camino al aeropuerto, condición esencial para poder emigrar).

No, no: usted no trata de averiguar sino de demostrar. Si recibe respuestas que no encajan, es porque sus interlocutores falsean la realidad o no quieren verla; cuando una cristiana condena el asedio israelí a la Iglesia de la Natividad, pero no el hecho de que un grupo armado palestino (musulmán) se haya previamente refugiado en esta iglesia, lo achaca a la fe demasiado fervorosa de la muchacha y la imagino cantando feliz en el foso de los leones. Los leones, en esta metáfora, son los musulmanes, cabe colegir.

Desde luego, usted da con hechos que desmienten la buena convivencia: ataques a comercios cristianos tras una pelea, la prohibición no oficial pero ineludible de organizar cotillones en fin de año, la erradicación del alcohol en Gaza... Veamos: si usted quiso denunciar que al amparo de la ocupación israelí, grupos islamistas radicales están hostigando y aterrando a la sociedad palestina, le doy toda la razón. Es un hecho terrible y que merece una condena rotunda. Pero si usted cree que este hostigamiento sólo hace sufrir a los cristianos, y no a los musulmanes, se equivoca. ¿O piensa que los musulmanes no beben alcohol? ¿no celebran fiestas en fin de año? ¿no tienen miedo a las pandillas radicales?

No: usted tiene claro lo que son los musulmanes o lo que deberían ser. Cuando su conductor “aprecia y comenta con animación” el que en Beit Sahur las chicas vayan “vestidas a la occidental y con la cabeza desnuda”, usted infiere inmediatamente que aún así “debe de considerarlo un signo de depravación”. Porque es musulmán, claro, así milite en un grupo comunista, y ningún musulmán puede pensar que esté bien verle el pelo a una chica.

Usted prefiere imaginar, no saber. Cuando se encuentra usted con un cristiano condenado por los tribunales israelíes por “actos de resistencia”, usted, Jean Rolin, periodista, toma la decisión de “no interrogar nunca” a sus interlocutores “sobre la naturaleza exacta de sus actividades políticas” (aunque éstos consten en una sentencia de un tribunal, de dominio público).

Recuerde: no hablamos de un reportaje con un ramillete de entrecomillados que podría haber hecho cualquier becario en sus vacaciones, sino de un libro para el que usted se preparó durante dos meses (afirma) antes de pasar otros dos en Palestina. Con tanto tiempo y páginas a su disposición, usted podría habernos ofrecido una obra de referencia sobre quiénes son y cómo viven los cristianos de Tierra Santa. Pero es que ni se le ocurre hablarnos del principal Patriarcado palestino, el greco-ortodoxo, ni de sus obispos, que siempre son nativos griegos, ni de las tensiones entre esta cúpula espiritual (y económica) y su grey árabe, ni de las ramificaciones que esto tiene en la diplomacia israelí-griega.

Es cierto que cuando usted viaja a Jerusalén, en 2002, aún faltan dos años para que el sínode depusiera al patriarca Ireneo I por, supuestamente, vender tierras de la Iglesia a Israel, pero ya desde 2001 se acusaba a su predecesor, Diodoro, de actos similares. Pero usted prefirió cambiar el oficio de periodista por el de paisajista: de las 166 páginas de libro, un lector interesado en saber algo de cristianos deberá  restar al menos 45 en las que usted se dedica únicamente a describir la geografía de los lugares por los que pasa, con los nombres de todas las bocacalles y el aspecto de cada colina.

Una imagen de Palestina para la que yo no estaba preparado”, concluye usted el libro. Permítame que le diga: usted no estaba preparado porque no quiere admitir que la realidad le estropee una buena ideología. Siento decirlo, 'monsieur' Rolin, pero usted comete el mayor delito que puede cometer un periodista: hacer que la realidad en su cabeza prime sobre la que tiene ante sus ojos. Es como cuando nos quieren convencer de que las armas químicas de Sadam Husein existen sí o sí, y que “si los inspectores de la ONU se empeñan en no encontrar nada, a la larga resultará dificil defender la vía de las inspecciones como alternativa a la solución preconizada por los estadounidenses”.

Cuando usted le dijo esta frase a un cristiano palestino -“si los inspectores se empeñan en no encontrar nada”- , éste comenzó a mirarle con desconfianza, relata usted. ¿Sabe una cosa? No me sorprende.

[publicado en Mediterráneo Sur]

19 septiembre 2012

Más armas que letras


Lawrence y los árabes
Robert Graves
Península, 2011
ISBN: 978-84-9942-123-0
352 páginas
22 €
Traducción de Juan Antonio Gutiérrez-Larraya

 

Alejandro Luque
Según relata en sus memorias, Adiós a todo eso, Robert Graves conoció a T. E. Lawrence, el legendario Lawrence de Arabia, hacia 1920, siendo aquél un joven de 25 años. ”Usted debe de ser el poeta Graves, ¿no es cierto? Leí un libro de poemas suyo en Egipto en 1917, y me pareció bastante bueno”. Ése fue el comienzo de una amistad duradera, la de dos ex soldados volcados en una nueva batalla: llevar su talento como escritores lo más lejos posible.
Un libro titulado Lawrence y los árabes, escrito además por uno de los poetas y prosistas británicos más grandes del siglo XX, ejerce de entrada una atracción bastante irresistible. A cualquiera le consta que la compleja personalidad de Lawrence llegó a un conocimiento del mundo árabe, ya fuera de su arqueología y su historia –se graduó con la aplaudida tesis La influencia de las Cruzadas en la arquitectura militar europea– como de su orografía, su lengua y sus peculiaridades culturales. Seguramente hubiera bastado dejar correr un magnetófono ante él para obtener una narración llena de pasión y erudición. O remitir directamente a sus famosos Siete pilares de la sabiduría.
Sin embargo, después de un par de capítulos presentados a modo de breve semblanza biográfica, Graves entra de lleno en la materia que parece interesarle más: la experiencia de Graves como estratega y asesor en las revueltas árabes frente al imperio Otomano, es decir, su estricta dimensión militar. Para decirlo más claramente, quienes gusten de seguir el relato desplegando un mapa en la mesa y volcando sobre ella la caja de soldaditos de plomo, encontrarán en estas páginas varias horas de gozo. Pero aquellos que no hayan hecho ni la mili, o simplemente tiendan a aburrirse con el baile de avances y retrocesos de tropas sobre el tapete, sentirán más de una tentación de cerrar el libro y dedicarse a otra cosa. La lección de Historia acaba invadiendo el curso casi entero.
Y no es que sea un relato mal escrito, ni mucho menos. Aunque la traducción adolece de algunas llamativas imperfecciones, no cabe duda de que Graves saca a relucir su estilo y, a pesar de la aridez de algunos pasajes –para no desentonar con la atmósfera del desierto–, el hecho de recurrir a fuentes diversas, entre cartas, libros y otros testimonios de primera mano da cierta viveza a la historia. A menudo, sentimos que el narrador aporta detalles que, si bien parecen imposibles de constatar, aportan verosimilitud al conjunto –“Majaron café en un mortero (lo perfumaron con tres granos de cardamomo), lo hirvieron y colaron con una esterilla de palma…”– o se permite reproducir largas conversaciones como si hubiera estado presente en ellas. Es escritor, es su trabajo.
Tampoco es del todo cierto que el volumen no contenga impresiones e ideas de Lawrence sobre la exótica y convulsa realidad árabe de la época. Pero éstas se dosifican de un modo tan avaro, que se antoja insuficiente. Apenas empieza a entrar en materia, el hilo se interrumpe con alguna voladura de puente o alguna mediación entre tribus. “Es una civilización antigua, muy antigua, que se ha refinado hasta liberarse de los dioses lares y de la mitad de los jaeces que la nuestra se apresura a adoptar”, explica en una carta a su amigo Oxford V. Richards, para añadir más adelante, en las antípodas del colonialismo que acabaría repartiéndose el pastel de Oriente Medio: “Soy y seré extranjero para ellos, pero no los creo peores, ni intentaría cambiar su manera de ser”.
Hacia el final del relato, Graves dedica generosas líneas a consignar la pasión de Lawrence por las motocicletas. Éste se jactaba de haber roto una vez el velocímetro de su Brough-Superior, y en su correspondencia asevera: “Podría escribir páginas enteras sobre la lujuria de moverse aceleradamente”. Ninguno de los dos imaginaba que la aventura de Lawrence de Arabia, el héroe que sobrevivió a los disparos de los turcos, a las picaduras de escorpión y a las inclemencias del desierto, pondría fin a su aventura en una carretera próxima a su casa de Clouds Hill. Tenía sólo 47 años, pero llevaba mucho tiempo viviendo instalado en el mito, del que no saldría jamás.
Él mismo sugirió que este libro llevara un encabezamiento en latín, una cita de la Vulgata difícil de traducir: Onager solitarius in desiderio animi sui attraxit ventum amoris. “Asna montés acostumbrada al desierto, que en su ardor olfatea el viento…”. Viento fragante a pólvora, seguro.
[Publicado en Mediterráneo Sur]

18 septiembre 2012

Negro despanzurrado



Noir
Robert Coover
Galaxia Gutenberg, 2012
ISBN: 978-84-8109-9-683
152 páginas
18 €
Traducción de Benito Gómez Ibáñez

 
José Martínez Ros
Robert Coover (1932) es un postmodernista ejemplar. Durante su ya larga carrera literaria, se ha dedicado básicamente a recoger diversos géneros literarios -los cuentos de hadas tradicionales en Azotando a la doncella o El hurgón mágico o la novela política en Public Burning, en la que Eisenhower sodomizaba a Richard Nixon- para parodiarlos, despanzurrarlos, abrirlos en canal, exponiendo sus trucos y clichés a los ojos de un horrorizado o divertido lector.
Compañero de generación de John Barth o Donald Barthelme, es la clase de escritor que no se conforma -o no quiere- con escribir una buena historia del mejor modo posible, sino que tiene la malévola necesidad de susurrarte todo el rato: todo esto no dejan de ser un montón de palabras, un juego, una jodida ficción, una tendencia muy en boga desde los sesenta, resultado probablemente de un exceso de lectura de Barthes, Derrida y otros teóricos y farsantes de los que nadie, tal vez con justicia, se acuerda ahora y que la aguda crítica (y otras muchas cosas) Camille Paglia condenaba memorablemente a revolverse durante toda la eternidad en su propio fango textual... Por fortuna, hubo otro tipo de escritor postmodernista: aquel que utilizó el cuestionamiento de los géneros literarios y de las formas narrativas para revolucionarlos y demostrarnos que no todas las historias están contadas y que la imaginación siempre podrá alcanzar lugares que nadie había visitado antes: para contarnos, en suma, historias que no habíamos oído de un modo que desafiaba cualquier expectativa: como Thomas Pynchon, Don DeLillo o William Gaddis. Pero estamos hablando de Robert Coover.
En su venerable ancianidad, el escritor norteamericano continúa siendo un implacable parodista, como muestra esta curiosa Noir en la que juega con el género policíaco con bastante gracia. Crea una ciudad corrupta y oscura, New London, llena de personajes estrafalarios, que por momentos recuerda a la Sin City de Frank Miller, y allí suelta a Phil M. Noir, un detective privado que se muestra incapaz de seguir la más mínima pista ya que dedica todo su tiempo a beber whisky, devorar comida grasienta, reunirse con misteriosas 'femmes fatales' y, sobre todo, recibir monumentales palizas por diversos motivos. Hay un comisario de policía muy duro decididito a acabar con el detective, hay una bella viuda que contrata sus servicios y le enseña su opulento escote, hay una astuta secretaria empeñada en que utilice su ropa interior… Pero no intenten encontrar una mínima coherencia argumental: lo que nos ofrece Robert Coover es un pequeño carrusel de golpes de efecto, una fantasmagoría negra como el alma de Phil M. Noir. Concluyendo, este Noir es una lectura curiosa, en especial si quieren echarse unas risas a costa de los tópicos del género, para pero si lo que buscan es una novela policíaca al uso (o incluso una novela, simplemente, al uso), huyan, huyan de ella.

17 septiembre 2012

La sordidez que acecha

Los mutilados

Hermann Ungar

Siruela, 2012. Colección "Libros del Tiempo"

ISBN: 978-84-9841-589-6

158 páginas

16,95 €

Traducción de Ana María de la Fuente



Sara Mesa

Expresionismo y sordidez. O sordidez representada mediante el lenguaje del expresionismo. A Esmé, la protagonista del relato de Salinger, tan seducida ella misma por la sordidez, le hubiese encantado la historia de Franz Polzer. En ella están no solo la oscuridad o la truculencia: también lo conmovedor, lo patético. Pobre Polzer. Un personaje al vaivén de circunstancias cuyas reglas desconoce, como el Joseph K. de El proceso. Una marioneta desmembrada por recibir tirones de tantos lados. Una víctima, pero también un borrego, incapaz de tomar ni una sola decisión que lo libere de sus yugos. Un personaje de su época, sometido a los brutales imperativos de la industrialización y el crecimiento económico. 1923. Entreguerras. Una Europa escindida, en ebullición, calentándose para otra gran guerra. Hermann Ungar, escritor checo, judío, cercano pero lejano del círculo de Max Brod y Kafka, publica Los mutilados, una novela brutal y descarnada como pocas. El universo Grosz llevado a la literatura.

Es sorprendente cómo en una novela de apenas 150 páginas pueden aparecer tantos temas, todos ellos bajo la misma visión de lo grotesco. El trabajo. El sexo. El dinero. La violencia. La amistad. La religión. La maternidad. La familia. La posición social. El odio a los judíos. Nada queda indemne. Personajes esquemáticos, acciones rápidas, diálogos secos y certeros y no pocas cercanías con nuestra estética del esperpento. Suciedad y crueldad: el señor Ungar no nos ahorra ningún mal trago. La historia comienza con sencillez, y luego se precipita mientras devoramos las páginas. En realidad podría resumirse en lo siguiente: el oficinista Franz Polzer, empleado de banca que lleva una existencia rutinaria y sin ambiciones, temeroso siempre de que le roben, lo asalten o se le acerque una mujer, no sabe decir no, desconoce el concepto de resistencia. No sabe decir no a una relación de sumisión e indignidad con su casera, la viuda Klara Porges; no sabe decir no a sus compañeros de trabajo, que lo asedian y se burlan de él; no sabe decir no a la lascivia que lo acecha, al robo, a la crueldad; no sabe ni siquiera escapar de su propio miedo. Bien pensado, sí hay algo a lo que dice no -un no titubeante-, en la medida en que no desea perder el mundo de seguridad que él cree que domina. Pero no lo diremos. No es conveniente contar la historia de Los mutilados; es mucho mejor enfrentarse al libro sin saber demasiado de ella. O simplemente destacar la naturaleza deforme de los personajes: Karl Fanta, amigo de la infancia del protagonista que padece una enfermedad que lo condena a la mutilación paulatina de sus miembros; el enfermero Sonntang, un matarife arrepentido que vive una religiosidad perversa; el médico, el estudiante, el apoderado, el hijo de Fanta… toda una galería de secundarios que lo sumergen en acciones que no comprende, reglas sin determinar, la turbiedad de lo que no se ve pero se presiente repugante. Franz Polzer es, sin duda, un fantoche.

Los mutilados es una novela plagada de símbolos. El sexo siempre se presenta como carne cruda; la visión de la mujer desnuda es cercana a la de un animal abierto en canal. Polzer, profundamente misógino, piensa: “La desnudez de la mujer era repelente…. Le horrorizaba pensar que aquel cuerpo no estaba cerrado. Que tenía un corte, una abertura insondable. Como la carne desgarrada, como una herida”. Sin embargo es incapaz de sustraerse al embrujo de ese cuerpo: “Ella se abrió. Polzer no se movía. El cuerpo de la mujer brillaba de sudor. Encima de los ojos tenía la raya del pelo. Le relucía el blanco cuero cabelludo. Sus pechos gordos caían, flácidos, hacia los lados”. La raya del pelo en la viuda parece un símbolo terrorífico de la vagina; es una obsesión en el protagonista: “Por la noche, Polzer veía relucir la raya del pelo. Ella dormía. Él deseaba levantarse y borrar la raya. Entonces todo se arreglaría, estaba seguro”. La raya del pelo adquiere los tintes obsesivos del borde de la falda de Teresa, la mujer del doctor Kien en el Auto de fe de Canetti: algo de lo que el hombre no puede escapar. Y sin embargo, Polzer asume su suerte como justa: “Él quería apartar la manta y mirarla. Ver el vientre hinchado, los pelillos entre los pechos que colgaban hacia los lados cuando ella estaba echada, la cara gruesa, las manos que habían tocado a todos los hombres, por todas partes. Ella era horrible y estaba profanada. Tenía el cuerpo amarillo. Ahora bien: así debía ser”.

El terror se extiende a los sueños. Polzer se obsesiona con el orden en el trabajo, con los pasos nocturnos, con los ruidos y los olores. A veces la novela apesta. La habitación de enfermo de Karl Fanta desprende un hedor insoportable al que todos parecen acostumbrarse pronto. La fealdad es el único reino posible. El propio Fanta, al que la mutilación conduce al cinismo -pero también a la lucidez- es duro al plantearlo: “En el mundo, hay sibaritas y hay glotones. Polzer, ¿comprendes? La belleza es algo superior. Tú no puedes sino contemplarla… Pero los glotones prefieren atracarse de carne de cerda, en lugar de degustar exquisiteces…”

El mundo del trabajo, de la oficina, es descrito con más crueldad aún que en El proceso. Los compañeros de Polzer y sus jefes parecen confabulados contra él. Él está en sus manos; debe someterse a designios cuyos fines no conoce. El ascenso social es contemplado con deseo, pero también con miedo. La forma de vestir es importante, demasiado importante. Polzer se avergüenza de sus manos enrojecidas, que delatan su origen humilde. Es un simple contable, su misión es contar, pero a veces no sabe qué está contando. El dinero se revela fundamental, pero nadie confiesa de dónde proviene ni con qué fines: “Dinero, dinero, de todas partes, dinero (…) para qué el dinero, siempre el dinero, de todas partes, dinero”. El enfermero ex matarife, que conserva su gran cuchillo manchado de sangre de ternera, predica que los pecados han de repetirse para poder obtener el perdón, “porque no hay más expiación que la de responder nuevamente de tus pecados, porque la expiación nunca termina (…) no nos es dado abandonar nuestro camino ni nuestros pecados”. Todo es enfermizo, está viciado, se pudre.

Leer este libro es zambullirse en una estética de lo feo y lo perverso. Una estética de lo deforme, también, que afecta a las breves pero efectivas descripciones de espacios: claustrofóbicos, asfixiantes, casi sobrenaturales. Tres años antes de la aparición de Los mutilados, en 1920, se estrenaba El gabinete del doctor Caligari. Hace mucho que no veo esa película, pero sus imágenes volvieron a mi mente con este libro: personajes acosados entre muros que se retuercen, sombras que acechan y un horror incomprensible para las leyes del racionalismo. Hay quien huye de esto: otros lectores, sin embargo, nos sentimos irremediablemente atraídos. A estos, el libro no les defraudará, estoy segura.

Nota: Cabe añadir que, al mismo tiempo que esta edición de Siruela, ha aparecido otra en el sello Backlist de Planeta, con prólogo de Ricardo Menéndez Salmón.

14 septiembre 2012

Antropofagia literaria


El caníbal

John Hawkes

Libros del Silencio, 2012. Colección "Miradas"

ISBN: 978-84-939433-7-0

256 páginas

17 €

Traducción de Jon Bilbao



Fran G. Matute

John Hawkes defendía que la trama, los personajes, el escenario y el tema eran los mayores enemigos de la novela. Y bajo esta premisa está construida El caníbal (1949), su debut editorial, escrito a la tierna edad de 24 años. Estamos, por tanto, ante un texto atípico y una lectura difícil que muestra al escritor como un deconstructor narrativo, un diseñador más que un arquitecto, que se empeña en jugar con las posibilidades del relato de ficción para transformarlo en una fábula en la que todo parece que vale.
Disfrazada de novela de género (bélico, para más señas), El caníbal es más un conjunto de descripciones y sensaciones que de acciones, de ahí que sus pocas más de 200 páginas se queden en un suspiro tras su lectura. Pero el fuerte de Hawkes es la forma. Armado de una prosa potente como pocas, las duras y contundentes imágenes narradas en este relato se incrustan en el subconsciente como el cemento. El caníbal cuenta la historia de un pueblo alemán que prepara en la sombra un levantamiento contra los aliados, en la que deambulan los pocos supervivientes autóctonos tras los bombardeos, una patulea de personajes fantasmagóricos que mal conviven con espectros, traidores y, sí, un caníbal. La desolación, la miseria, los horrores de la guerra, los vestigios de un pasado de esplendor. Todo queda reflejado en las precisas y sombrías descripciones que Hawkes nos brinda de su imaginario Spitzen-on-the-Dein, su particular Dresde.
Podríamos definir a Hawkes como un escritor para intelectuales. De hecho las loas a su habilidad como prosista nos llegan de autores afines a esa corriente académica tan estadounidense que promueve la escritura como impulso creativo -de la que Hawkes fue alumno aventajado en Harvard y posterior profesor- como los postmodernistas Donald Barthelme, John Barth o el mismísimo Thomas Pynchon. Éste último siempre ha reconocido que El caníbal sirvió de fuente de inspiración para su imbatible El arco iris de gravedad (1973) aunque dicha afirmación haya que tomarla con toda la prudencia del mundo pues, si bien podemos encontrar ciertas conexiones estéticas entre ambas obras, decir que El caníbal fue simiente de la pieza maestra de Pynchon es tan acertado como perjurar que el celebérrimo relato de Monterroso sobre el dinosaurio fue la base del Parque Jurásico (1990) de Michael Crichton.
Pero al margen de virtuosismos formales y habilidades prosistas, sería injusto negarle a El caníbal un mensaje, una intencionalidad temática. Pues encontramos en sus páginas una reflexión paralela a la que ofrecía, por ejemplo, Michael Haneke en su película La cinta blanca (2009), sobre los orígenes de la sociedad que apoyó el nacional-socialismo. La xenofobia del orgulloso y derrotado pueblo alemán hacia sus supuestos libertadores, ese ejército aliado que nunca ha sido retratado de forma tan caústica como en esta novela (cosificado en la imagen de ese motorista misterioso que recorre las afueras del pueblo) es el motor de una intrahistoria que incluye, casi imperceptiblemente, saltos en el tiempo entre las dos guerras mundiales, mostrando el pasado clasista de algunos de los personajes principales y configurando así las líneas de pensamiento de esa Nueva Alemania que pretende ser construida a golpe de manifiesto y atentado. Hay por tanto una vocación de fábula -ya lo mencionábamos al principio- a la hora de contar una historia mil veces narrada -la caída del nazismo y sus consecuencias- desde una nueva perspectiva: los habitantes que sufrieron los daños colaterales de la contienda bien podrían ser el origen de un nuevo brote de totalitarismos.
Esperamos, por tanto, que el dietario poético que proclamaba John Hawkes respecto a los elementos que deben conformar una novela no les haya hecho perder el interés en el autor, pues aunque difíciles, sus textos son como perlas literarias que deben ser saboreadas por el lector avezado. No nos queda más remedio, entonces, que agradecer la impagable labor de Jon Bilbao, promotor y a la postre traductor de la obra de Hawkes, por recuperar al castellano el cuerpo literario de este olvidado pero imprescindible autor norteamericano que estiró los géneros hasta la saciedad (y si no me creen, les invito también a leer su segunda novela, esa suerte de ‘western’ crepuscular titulado La pata del escarabajo, publicada recientemente por la editorial Meettok y que, a nuestro juicio, ofrece una parábola mucho más enfocada e inquietante que la de El caníbal) y exploró los confines de la novela como lienzo sobre el que pintar con palabras, fagocitando su estructura y canibalizando la ortodoxia clásica. Postmodernismo, sí. Vale. Pero les aseguro que con mucha literatura a sus espaldas. Que tengan buen provecho.