31 mayo 2013

Nuevos caminos para la vieja novela


Historia de una mirada

Rebeca García Nieto

Eutelequia, 2013

ISBN: 978-84-9404-124-2

328 páginas

18 €




Daniel Ruiz García

Hay muchos aspectos interesantes en Historia de una mirada. Además de estar muy bellamente escrita, con momentos de una sensibilidad deslumbrante (creo que Rebeca García Nieto está especialmente dotada para la metáfora), me ha interesado de forma especial porque plantea una propuesta sólida del género novelístico para este siglo XXI, que asume y recoge la herencia de la novela arquetípica incorporando elementos propios de los nuevos tiempos.

El planteamiento de partida, de hecho, no puede resultar más clásico: narrar la historia  intergeneracional de una familia (los Montaraz), para más inri enclavada en el escenario terruñero de la Castilla rural de Delibes. Lo que viene siendo una novela decimonónica de las de toda la vida. Sin embargo, aunque no pueda decirse que no estamos ante una historia realista, al mismo tiempo es una historia muy moderna por el enfoque y la forma de la narración. Porque hay naturalismo a raudales, pero es un naturalismo muy impresionista y caprichoso, que rehúye la forma convencional de narración (presentación-nudo-desenlace), y que plantea una linealidad con una diacronía totalmente disfuncional. Es una novela con un empaque clásico pero con una forma muy moderna, que evita los planteamientos iconoclastas o postmodernos tan propios de la nueva novela “que se lleva” en beneficio del armazón estructural y la sustancia narrativa.

En cierta medida, ocurre con Historia de una mirada lo que ocurre con las novelas de Rafael Chirbes: aunque aparentemente en las novelas de Chirbes no se percibe una estructura, la intensidad narrativa y la densidad derivada de la superposición de los flujos de conciencia acaban desprendiendo una sensación lectora muy cercana a la que nos reporta la lectura de una novela clásica. En Historia de una mirada hay de hecho algún personaje que parece arrancado de Crematorio, y el gusto por la digresión intelectual tan propio de Chirbes también está presente en esta novela. Pero comparten algo más, y es, me atrevo a afirmar, cierta concepción de la novela como instrumento contenedor de una forma de ver y de explicar el mundo, con un pie puesto en la Historia y otro pie en lo social.

Como en las novelas de Chirbes, cada personaje de Historia de una mirada representa una actitud frente a la vida, una concepción ideológica, una forma de estar en el mundo. Los personajes están muy bien perfilados y contribuyen a dar solidez a la narración, que está rociada, como toda buena novela naturalista, de un fuerte psicologismo. Así, la abuela Nieves tiene un dibujo tan intenso y matizado como su nieta Sara y como sus dos hijos, que representan cada uno dos formas de ver y de entender el mundo. Sobre estos personajes se construye una historia que revela, sobre todo, la existencia de una voz narrativa de gran originalidad, madurez y carácter, a la que merece seguir la pista muy de cerca. 

30 mayo 2013

Los crímenes de Oxford hacen una carrera de letras

La juguetería errante

Edmund Crispin

Impedimenta, 2012

ISBN: 978-84-15130-20-8

320 páginas

22,20 €

Traducción de José C. Vales



El canto del cisne

Edmund Crispin

Impedimenta, 2013

ISBN: 978-84-15578-22-2

280 páginas

19,95 €

Traducción de José C. Vales



José María Moraga

La editorial Impedimenta viene haciendo una más que encomiable labor si no de arqueología sí de antropología (robo la metáfora a Stephen Thomas Erlewine) al rescatar algunos títulos que se encuentran entre los más celebrados de su tiempo pero que en algún momento del siglo pasado cayeron en la oscuridad y que, francamente, a día de hoy resultaban desconocidos en España, incluso para gente más o menos puesta. Este es el caso de las novelas detectivescas de Edmund Crispin (pseudónimo de Bruce Montgomery, 1921-1978), que vienen a unirse a otros “rescates” sonados como los de los libros de Stella Gibbons, Terry Southern, Joan Lindsay o E. F. Benson, por citar algunos casos espigados (casi) al azar de entre el catálogo de la casa.

Por el momento, dos son los títulos que han aparecido en España: La juguetería errante (primera edición de 2011, original de 1946) y El canto del cisne (2013, de 1947). En ambos casos se trata de “Un misterio para Gervase Fen” -como rezan sus subtítulos- curioso detective aficionado, que entre caso y caso enseña Literatura en la universidad de Oxford, cuando la universidad de Oxford era la universidad de Oxford y cuando “literatura” se escribía con mayúscula. Estas novelas no marcan la aparición del detective (que tuvo lugar en 1944 con The Case of the Gilded Fly) pero La juguetería errante sí es su aventura más famosa y desde luego más recordada. El canto del cisne, ambientada en la segunda posguerra mundial, supone una dignísima continuación a la anterior, y me atrevería a decir que si no resulta más memorable que su predecesora al menos sería lícito decir en su favor que está mejor escrita.

En cierto modo podríamos hallarnos ante el último gran exponente de la novela detectivesca clásica, la novela de detección propiamente dicha, de historias que empezaron acaso con Poe y Conan Doyle, y que alcanzaron la perfección con Agatha Christie. No conviene olvidar que al otro lado del Atlántico hacía tiempo que se estaba desarrollando la edad de oro de la novela negra; baste apuntar que para 1938 (año en que se desarrolla La juguetería errante) D. Hammett y R. Chandler ya habían dado a la imprenta lo mejor de su producción. Crispin el autor no es ajeno a esta revolución, y en ocasiones algunos de sus personajes tratan, en plan de broma, de parodiar el lenguaje bronco de la ‘hard-boiled fiction’, retienen a alguien a punta de revolver o entran en un cine en el que se proyecta una película que claramente pertenece al género negro. Pero así y todo, y a pesar también de algunas (post)moderneces narratológicas (como por ejemplo el hecho de que el propio Gervase Fen piense en posibles títulos para los libros que recogerán sus aventuras), tanto La juguetería errante como El canto del cisne pertenecen de lleno a un imposible mundo de la “Inglaterra que se nos fue”: esa a la que tanto cantaron los Kinks, la de los ‘village greens’, las tazas de té a las 5, los ociosos paseos en automóvil, esa en la que las buenas gentes sencillas se conocían todas entre sí y dejaban la puerta abierta porque se fiaban del cartero, el lechero o el policía del pueblo. La Inglaterra soñada y nostalgizada que acaso nunca existió en realidad.

Es en este contexto de ingenuidad el que los personajes de La juguetería errante florecen. El mencionado Fen y su amigo y “Dr. Watson” el poeta Richard Cadogan, Hoskins: el estudiantillo salido, el Dr. Wilkes: anciano profesor con una botella de whisky por biberón, Sally: la pizpireta dependienta a dos segundos de convertirse en un “tipo” (solo una problemática inteligencia la salva del rol de guapa tonta) y toda la galería de secundarios, incluido el asesino, que pueblan el Oxford de postal de esta novela. En una época en la que la policía británica no llevaba armas (¡ah, que sigue sin llevarlas!), en la que los 'pubs' solo vendían alcohol en un horario muy estricto, en la que la gente escolarizada citaba a Shakespeare y a Milton de memoria, un crimen resulta ante todo una falta de cortesía. Y un asesinato supone una atrocidad apenas imaginable. Lo mismo podría pensarse de El canto del cisne, en el que un doble asesinato cometido durante los ensayos de una ópera de Wagner es resuelto por Fen (esta vez sin compañía de Cadogan pero con otra nutridísima galería de secundarios entre los que destacan el tenor Adam Langley, la escritora Elizabeth y el inspector de policía Mudge) exclusivamente gracias a sus dotes clásicas de detección analítica y a unos dudosos experimentos químicos de última hora que hacen pensar al lector en Sherlock Holmes jugando al Quimicefa. El idílico mundo inglés sí se percibe levísimamente resquebrajado en este segundo libro al tratarse el tema de la ópera wagneriana y su relación (o no) con el nazismo, algo un poco manido hoy día pero valiente en 1947.

¿Qué hace de La juguetería errante y El canto del cisne novelas tan memorables y perdurables, aparte de su estricta trama policiaca (del tipo problema insoluble o asesinato en una habitación cerrada)? Tal vez sea por la más o menos rocambolesca desahogada resolución de los misterios, donde no faltan pasajes deductivos, persecuciones a pie, en bicicleta y automóvil, actos de violencia bastante brutales y pasiones humanas narradas con la sorna y ligereza de una retransmisión de cricket pero escasean los ingredientes sexuales (la época y el público al que iban dirigidas estas obras no daban para más). Pero si tengo que apostar (¡algo tan británico, pardiez!) diría que el caballo ganador de esta serie de libros de Edmund Crispin es sin duda la figura del detective. Gervase Fen, un hombre que bebe whisky como quien lee un soneto, no como esos huelebraguetas del otro lado del Atlántico. Gervase Fen no fisga: él detecta (permítaseme el anglicismo). Gervase Fen es un tipo cáustico, un sabio despistado y ajeno al estilo a no ser un dandismo muy particular de bufandas y pelos de punta. Y pese a ser británico (o a lo mejor por eso), su extrema cortesía puede rayar en la mala educación, pero es un águila. No solo trabaja “de salón” sino que -igual que su predecesor en la melancolía y la detección del 221b de Baker St.- es capaz de darnos escenas de acción trepidante como esa del tiovivo de La juguetería errante que dicen que un tal Alfred Hitchcock plagió años después en su película Extraños en un tren (1951).

29 mayo 2013

Colección de desengaños

La vida alrededor (Cuentos de cine)

VV. AA.

Zut, 2013

ISBN: 978-84-616-3074-5

220 páginas

15 €

Edición de Miguel Ángel Oeste

Prólogo de Antonio Garrido


Fran G. Matute

Toda colección de relatos compuesta por varias voces debe enfrentarse inexorablemente al mismo dilema: el de su coherencia interna. En el caso de La vida alrededor diríamos que ese es casi su único objetivo, pues la solvencia de los autores que componen esta edición está mas que asegurada. Todos los relatos aquí incluidos son válidos desde el punto de vista literario (bueno, menos uno), están bien escritos, son sugerentes, pero vistos en su conjunto no siempre parten de las mismas premisas. Y tenía uno la sensación, tras la lectura de la presentación que hace Miguel Ángel Oeste (editor de esta edición), de que las coordenadas eran claras: estos cuentos de cine debían retratar, desde la ficción, los recuerdos autobiográficos que los autores eligieran siempre que pusieran de manifiesto el impacto que tuvo el cine en sus vidas.

Así que, si damos por buena la anterior afirmación, nos topamos con que en La vida alrededor los “grandes nombres” han hecho lo que les ha dado la gana. Por ejemplo, ahí tenemos a Juan Bonilla con su “Tú sigue por donde vas que no vas a ninguna parte”, que es pura ficción (sólo que no es cinematográfica, salvo que lo que esté pretendiendo Bonilla sea homenajear películas del tipo De tal astilla… tal palo) pero que contiene cero elementos de realidad (esto, más que una aseveración, es algo que espero de corazón que sea así, porque si no la próxima vez que vea a Bonilla por la calle me va a dar mucho miedo cruzármelo).

La otra modalidad es la de pasarse la ficción por el forro, como hace Marcos Giralt Torrente que nos cuenta la historia de su estrafalaria tía Carmen a la que le gustaban las películas (¿y?) en una especie de apéndice familiar de su laureado Tiempo de vida y cuya única relación con el cine podría decirse que pasa por reconocer que la tía Carmen era verdaderamente un personaje y que tuvo una vida de película.

Luego está Ignacio Martínez de Pisón que en sus “Mayores con reparos” sí que aborda desde un punto de vista autobiográfico una sentida historia relacionada con el cine, con el hecho de crecer en la Zaragoza de Buñuel con el que se establecerá una curiosa relación de admiración en la distancia y la ensoñación. No obstante lo anterior, y ya que estamos en modo tiquismiquis, también hemos echado en falta en el relato de Martínez de Pisón, al igual que en el de Marquitos, esa conexión con la ficción, esa que da al cine toda su razón de ser y fundamental para conformar ese género al que llamamos “relato”.

Sí que se presenta más atinado, al menos se permite la osadía de tocar todas las cuerdas que se requerían en primera instancia para formar parte de esta colección de cuentos de cine, José Antonio Garriga Vela con “El juego del ahorcado”, en un profundo homenaje a esa figura seminal que todos hemos tenido, de una forma u otra, y que es la que te enseña a amar el cine para siempre.

Y sobre el inofensivo texto de Ángeles Caso, la verdad es que me cuesta mucho poder comentar algo.

Muchas menos pegas podemos poner a las nuevas generaciones. Será que el ego o el valor del tiempo no se les ha subido todavía a la cabeza, pero los relatos de José Ángel Barrueco, Sara Mesa y Carlos Pardo son, en nuestra humilde opinión, los más atinados, al menos desde el punto de vista de la coherencia intrínseca de esta obra, pues todos ellos aúnan con gran equilibrio las experiencias cinematográficas con los elementos autobiográficos y de ficción que requiere el texto.

En el caso de Barrueco, reconocido cinéfilo empedernido, su relato “El reino de las arañas” se presenta como una historia evocadora que remite, por un lado, a esa pasión desmedida por el cine que padecemos algunos, en virtud de la cual la verborrea del ‘connosieur’ viene a poner de manifiesto una visión del mundo que confunde realidad y ficción, haciendo que el cine (la ficción), sus frases, sus escenas, formen parte de tu vida con la misma fuerza e impacto que el día a día (la realidad). Y en estos sentimientos encontrados, Barrueco recupera un romance inadvertido de juventud que cuajará -o no- gracias a la pasión por las películas.

De “La niña que vio Los Gremlins con 35 años”, duro pero enternecedor relato sobre una chica aparentemente sin infancia, escrito por nuestra estadista Sara Mesa, no vamos a decir nada para evitar suspicacias corporativistas y/o de otra índole. Si acaso aportar una advertencia: eviten alimentar a la escritora pasada la medianoche…

No deja de resultar curioso que el relato que cierra La vida alrededor, escrito por Carlos Pardo y titulado “Dandis”, haya terminado resultando el más memorable.  Se trata, a nuestro parecer, del texto que mejor integra cine y vida de la colección, en una narración brillantemente escrita con destellos de humor soterrado y cierta visión irónica (como ese hallazgo verbal que es enfrentar la “capa y espada” con la “gabardina y maletín”) propia del hecho de que un joven mileurista pretenda ser un ‘dandy’ en los tiempos que corren. Carlos Pardo es, por tanto, el encargado de poner el gran letrero de “FIN” a esta entretenida pero desigual película de nueve rollos.

Pero vosotros, lectores, que sois de esos cinéfilos que se quedan en la sala hasta que terminan los títulos de crédito, para vosotros os dejo el comentario del relato de Ángel Castro, el más original de todos, y en el que hemos encontrado las mejores reflexiones sobre el cine y la vida, sobre la ficción y la realidad. Disfrazada de última conferencia escrita por un ficticio director de cine español que alcanzará la fama mundial una vez fallecido en accidente -en uno de esos giros del destino tan cinematográficos-, Castro propone una especie de juego metaliterario (un ‘fake’ en términos cinéfilos) a través del cual se explica que el cine es “un sueño prestado, un sueño al revés, porque entras despierto y vives lo que no tienes sin tener que dormir. De la vida entras al sueño y no despiertas de él a la vida” e introduce ese concepto que nos ha encantado, el cine como “colección de desengaños” que es justamente lo que ofrece La vida alrededor: desengaños cinéfilos escritos por autores desengañados que producen, a su vez, (algunos) desengaños en el lector.

28 mayo 2013

Escribir no es necesario

Lago de Como

Srdjan Valjarević

Sloper, 2013

ISBN: 978-84-940204-7-6

184 páginas

14 €

Traducción de Visnja Jovanovic y José Miguel Vilar-Bou



Alejandro Luque

La literatura balcánica vuelve a estar presente con fuerza en los escaparates de las librerías. En los últimos meses hemos visto salir a la luz novedades de clásicos vivos, como Predrag Matvejević, de otros que ya no están, como Aleksandar Tišma o Danilo Kiš, de jóvenes valores como Ivica Đikić, de revelaciones que todavía no habían asomado a nuestro idioma, como Velibor Čolić o Ismet Prcic… Si el tiempo y las fuerzas nos alcanzan, iremos reseñándolas todas, y puede que lleguemos incluso a escribir correctamente los nombres de sus autores sin necesidad de comprobarlos tres veces. Pero para empezar nos ocuparemos de la ópera prima del desconocido –esperen un momento… ajá– Srdjan Valjarević.

Comentar un libro de una editorial de la que lo ignoro todo, Sloper, y de un autor del que no dispongo de ninguna referencia, es una sensación de libertad poco frecuente. Empiezo, como está mandado, por el título: Lago de Como. Los títulos que tienen nombres de lugares, y de lugares de resonancias más o menos sugestivas, me hacen de entrada levantar una ceja. Tiendo a pensar, malévolo que es uno, que o bien quieren aprovecharse del prestigio de los lugares –siempre recuerdo el morro que echó Aristarain titulando una película suya Roma, donde Roma era una señora– o son tan perezosos que titulan con lo más a mano, es decir, el nombre del protagonista o el del escenario.

Lago de Como. Con fotografía de portada del Lago de Como, ese magnífico rincón de la Lombardía, tan lleno de ecos manzoninianos. Pasemos deprisa, pues, al contenido. Valjarević escribe con frases cortas y secas, casi telegráficas, con ese estilo que tanto irrita a José María Conget cuando habla de una generación de escritores que desconoce el subjuntivo. Yo creo que el autor belgradense sabe usar el subjuntivo, pero lo cierto es que hace notables esfuerzos por disimularlo.

En seguida sabemos del personaje casi todo lo que tenemos que saber: que es un joven escritor serbio, amigo de los alcoholes, que ha recibido una beca Rockefeller como quien no quiere la cosa, como por accidente, pero no parece nada dispuesto a aprovecharla para escribir ninguna obra maestra. Lo vemos llegar a la residencia en la que se alojará, relacionarse con otros personajes más o menos pintorescos, y tenemos la sensación de que hemos asistido a esa escena muchas veces, en otros libros, en infinidad de películas. Y sin embargo, seguimos leyendo, porque Valjarević ha sabido despertar nuestra curiosidad con muy pocos mimbres, y porque esperamos que la historia cobre algún giro inesperado.

Sin embargo, en Lago de Como prácticamente no sucede nada. El narrador visita el pueblo (el señorial Bellagio) para comprar tabaco o calcetines, tiene algún romance, manifiesta su gusto por el fútbol, bebe cuando puede, y muy poco más. A lo largo de treinta capítulos, correspondientes a otros tantos días, seguimos a este escritor por su registro notarial de la nada cotidiana, tratando en vano de asomarnos a algún abismo, alguna herida, algún vértigo, algo que matice la calma chica por la que discurre el relato. No dudo que los editores que han llevado a esta obra a seis o siete idiomas, o los jurados que han hecho recaer sobre ella importantes premios, hayan columbrado destellos de ese tipo. Yo no.

Ni siquiera el socorrido recurso de la guerra –el autor tenía unos 25 años en el conflicto de los Balcanes– parece darle juego. “Sentado en mi cuarto, bebía cerveza y escuchaba las perturbadoras noticias de Serbia, ese pequeño país de donde soy y donde vivo, ese pequeño país donde vivir se ha puesto tan jodido. Eso venían a decir las voces en el transistor, eso pensaba yo. Cambié de emisora”. No, Valjarević no quiere sacudirnos por las solapas.

No obstante, mentiría si no dijera que no he encontrado mérito alguno en las páginas de Lago de Como: hay en ellas un enorme afán por no posar de escritor en ningún momento, por demostrar que escribir no es necesario –aunque lo demuestre escribiendo–, mientras que vivir, observar, escuchar a los demás, reflexionar, sí lo es. En un momento dado, el protagonista enumera a sus escritores favoritos: “Robert Walser, Thomas Bernhard, Walter Benjamin, Robert Musil, Milos Crjanski”. Acaso se olvida de Carver, en cuyo nombre se cometen (¡ay!) tantos crímenes.

[Publicado en M'SUR]

27 mayo 2013

Ruinas


Los inquilinos

Bernard Malamud

El Aleph, 2012

ISBN: 978-84-15325-18-5

192 páginas

20,50 €

Traducción de José Miguel Velloso



José Martínez Ros

Un escritor judío treintañero obsesionado con terminar su -interminable- tercera novela, una novela sobre el amor en la que lleva trabajando más de un lustro, vive en un edificio en ruinas, semiabandonado, en una Nueva York atemporal (y apocalíptica) que puede ser la de hace unas décadas o la del presente. El dueño del edificio ha tratado una y mil veces de convencerlo para que se marche ofreciéndole dinero, contándole toda clase de peregrinas historias acerca de sus dificultades: hasta que el último residente no se vaya no podrá derribarlo y reconstruirlo. Pero el escritor, convencido de que es el lugar donde tiene que acabar su libro, se resiste.

Un día su soledad se esfuma. Otro escritor “ocupa” uno de los muchos apartamentos vacíos, un escritor negro que también escribe una novela, en este caso impregnada de política, de las ideas del nacionalismo negro, de la reivindicación de su raza y, todo hay que decirlo, de bastante antisemitismo. Aunque al principio hay una cierta desconfianza entre ellos, con el tiempo se hacen amigos. El narrador judío es mucho más experto y “profesional”: se interesa por las dudas literarias del autor negro, le deja libros, lee su manuscrito, lo ayuda en lo que puede. El escritor negro lo anima a salir un poco más, a “disfrutar de la vida”.

Es fascinante cómo Bernard Malamud refleja perfectamente el comportamiento, la forma de ser de la mayoría de los narradores (cuando no casi todos los artistas merecen de verdad ese calificativo): sus temores, sus vacilaciones, sus problemas para integrarse en la sociedad, sus habituales manías y obsesiones antisociales, su propensión a la soledad, así como su innegable dificultad para hallar una pareja capaz de entender su modo de vida. Sin embargo, la amante del escritor negro, una -blanca, algo neurótica- aspirante a actriz, pronto se interpondrá entre ellos, resquebrajará la amistad de esos dos individuos separados por múltiples motivos, pero unidos por la dedicación a la escritura que sobreviven como pueden en ese edificio que se cae a pedazos… 

Los inquilinos es, en su superficie, una novela social y política, y una pesimista reflexión acerca del presente (y quizás el futuro) de su país. Pero esa es sólo la superficie. Bajo ella, late una desconcertante fábula que habría gozado, sin duda, de la aprobación de Jorge Luis Borges o Julio Cortázar sobre el arte y la identidad. De un modo sutil, pero increíblemente persuasivo, Malamud nos sugiere que esos dos protagonistas son dos caras de la misma moneda, y que su lucha por llevar adelante su obra, así como su fatal destino, es el mismo (idea que también hubiera encantado a Shelley, quien afirmaba en su Defensa de la poesía que todos los poemas, a lo largo del tiempo, eran, en el fondo, obra de un mismo autor inmaterial).

En tres palabras: una obra maestra.

24 mayo 2013

To er mundo é güeno II




Lo que mueve el mundo

Kirmen Uribe

Seix Barral, 2013

ISBN: 978-84-3221-547-6

240 páginas

19 €




Jabo H. Pizarroso

(Para leer en voz alta y pausao) 

Sho de loh vahcoh no eh que zepa musho, pero me zuele guhtá entendé zuh cosah y anque no zepa mú bien de toa la hijtoria de zu paí, ziempre ehtoy atento a toa lah cozá que ze disen de eshoh. Al Kirmen éhte no le conosía, pero vaya usté a sabé por qué mi niña que ehtá ehtudiando en Zan Zebahtián me trujo la semana pasá un libro entitulao Lo que mueve er mundo, “¡pa que lea un poco uhté, padre!, En dohzienta y pico página que tié va y ze cuenta una hihtoria mu bonita. Sho no zabía que hubo shavalilloh que ze loh llevaron en barco en la guerra y ze loh shevaron dehde Birbao deshpué de lah bombas aqueshah que esharon loh alemaneh por zobre zima de Guernica y mataron a cientoh y mile. Pué azí mihmo fue. Arrecogieron a toó loh que puieron y a loh metieron en un barco y aluego ze loh shevaron pa Bérgica, pa Fransia y pa otroh paíseh que ehtán por ahí. Tuvo que ze algo terrible pa loh shiquilloh, porque una coza é un viaje zin má, pero otra mu dihtinta é que te sheven zin tú quererlo y má cuando uno tiene la edá eza tan tierna en la que no zabe uno qué coza todavía é er mundo. En er libro ze habla variah vese de un lendakari, que é algo que a mí ziempre me deja ennubilao, porque ehto vahcoh da igual de qué coza hablen pero en ziempre acaban hablando de argún lendakari de ezo que por lo que ze ve ha habido mushoh y yo zolamente ziempre me recuerdo del garacochea eze, pero en fin, que tengo que leé má.

También ze habla de un tal musche, que quiere desí gorrión en flamenco, váshate por dió, en flamenco. Uno sae de Morón y tó es paresío, como le susedió a mi Candela que en pá dehcanse, que también ze marschó pa Bérgica pero ellsa ze fue a serví y lah pasó de arre que no veah. Eze musche ez el que ze quea con una niña de lah que ze shevan pa fuera y ehtá con esha hahta que tié que devorverla pa Birbao. Aluego ze acordará en toa la vía de ella pero tuvo otra niña, que la puzieron iguar que ehta. Musche tiene un amigo y ze aziente que zon bujarrone loh doh, pero como mu templao, como mu poco bujarrone, porque en zupongo que loh maricone tienen zi ze gughtan, digo, tié que notarze zobre tó cuando hasen lah coza  que toe er mundo zabe que coza é. Pero lo que eh aquí, loh bujarrones ehtoh ehtán como mu azuhtao, como mu poco maricone, que a ver, sho no digo que zepa muscho de ehto pero a mi me da que debería notarze algo máh lo guarrete de ehte azunto. Pero no zolo el musche eh bujarra, también le guhta la hembra y ze namora de doh y a mí me shocó una coza pero que mucho me schocó. Cuando deja empreñá a la que va a zer zu mujé, dize lah coza que hay que dezí en ehta situasione pero dize algo mu arremilgao. Nozotro que no hablamo de ehtah cosas azí como azí, pero que lah hazemo como tó er mundo, entendemoh que zi uno habla der seso tiene que zer un echao palante y llamarle ar vino vino y ar pan mendruga. Pero aquí ar vino ze le shama de otra maera y ar pan no se le shama pan. A vé zi me ehplico. En er momento der coito er musche ehte se dise que “se derrama”. Ezo quea como mú de zeñoritoh, yo y toó loh que zon como sho no noh erramamoh en el seso, yo no zé qué palabra habrase que utilisah pero no eza.

Haber hay muscha coza en ehte libro. Y habé hay musho musche. Aluego el musche habla del esilio y de la resistensia en la zegunda guerra mundiá. De ezo yo ze mu poco y el libro no me ha dao mucha luses tampoco pa saber má.

Pero ya, que no me quiero reliá. Lo que también quiero desi eh que ze nota que er libro habla de una hihtoria mu terrible pero que a mi me deja como me deja una jerveita caliente, el libro me deja que ni fú. Y yo ehperaba que hablara de lo que parese que habla er libro, del doló de ezo niñoh, de la duresa de la pohguerra y de la pérdida de lo que uno máh quiere y mira que tiene er tío oportuniaes pahserlo, digo er tío en refiriéndome ar que lo ha ehcrito tó ehto, pero en mi humirde opinión no ehtá aproveshao. Zé que ehto debe zer mu difisi, pero en dozienta página tiempo ha tenío el schiquillo, vamo a ver, que yo no zé, pero lo que ziento en azí como lo ziento lo digo.

Y en úrtimo lugá me guhtaría desi algo má. Que quieo leerme otro libro de ehte zeñó, el anterió no, porque er jabo eze que ehcribió er comentario sobre er otro libro no me gugta como ehcribe,  porque é un zieso, el prózimo que ehcriba ehte autor, er Kirmen, porque zi que veo que eh un buen ehcritor y que tiene musha voluntá y que, como eh que diría yo, que anda como por ensima de lo que quié contá pero no ze embarrona en lo que quié contá y ezo debe zé como el que esha un cante que zi no ehtá sentrao é como aquel que mea zin gota, vamo, una coza en parecía. Y pacabá quieo mandale un abraso fuerte ar ehcritor, ar Kirmen ehte, que me lo pazao mu bien leyendo zu libro, aunque tenga zuh cozah, que como tó, lah tiene, ¡Ahí é ná!

23 mayo 2013

Devorar un corazón


El problema de Spinoza

Irvin D. Yalom

Destino, 2013

ISBN: 978-84-233-4614-1

464 páginas

19,50 €

Traducción de José Manuel Álvarez-Flórez



Luis Manuel Ruiz 

En la pequeña población de Rinjsburg, a cuarenta kilómetros de Amsterdam, hay una casita de grandes adoquines con tejado a dos aguas y ventanas emplomadas que contiene un museo. Las dos salas de que consta ofrecen al visitante detalles nimios de la vida tal y como tenía lugar cuatrocientos años atrás: una cama con dosel y sábanas de Holanda, jofaina, espejo, escabel; un conjunto de útiles de aspecto desconcertante que, si el profano no lee el prospecto que recibe a la entrada, jamás llegará a reconocer como herramientas para la manufactura de lentes; un escritorio con candil y un armario donde se acumulan centenar y medio de libros gruesos como sacos, todos ediciones originales del siglo XVII y anteriores, en seis lenguas, holandés, portugués, español, hebreo, latín y griego. Es la biblioteca de Spinoza: una radiografía, como si dijéramos, del interior de su cerebro, una imagen al trasluz de la mente que alumbró el sistema metafísico más detallado y sorprendente de la historia de las ideas. Poseer la biblioteca de Spinoza significaría algo así como apropiarse de su alma, de los prodigios y vislumbres que llegó a contener: sería el correlato más acabado de ese viejo ritual mediante el cual las tribus del pasado pretendían asumir el valor o la fuerza del rival devorando su corazón. Un hombre quiso devorar el corazón de Spinoza, es decir, robar su biblioteca. Fue Alfred Rosenberg, ideólogo nazi, miembro de la plana mayor del NSDAP y uno de los responsables directos de la masacre de seis millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial. Rosenberg detestaba a los judíos, pero admiraba a Spinoza. Eso le ponía en un aprieto: en un dilema insoluble entre cuyas aguas se mueve la novela de Irvin Yalom que reseño aquí.

El nudo gordiano que Yalom ha elegido tiene su enjundia. Un filosofastro mediocre deslumbrado por la claridad de un pensamiento como no se ha visto jamás; un huérfano necesitado de aceptación social siguiendo los pasos de un hombre que renunció a la sociedad para poder entregarse a la búsqueda de una certeza; un fabricante de prejuicios, abatido él mismo por un montón de ideas heredadas sobre un pueblo que no tiene derecho a la vida, enfrentado a alguien que dedicó toda su vida, o gran parte de ella, a la destrucción de los prejuicios. Yalom sabe explotar esta veta de contradicciones con tino profesional: no en vano ejerce la psiquiatría en Stanford y sabe lo suyo de explorar los recovecos más laberínticos de la duda y el vértigo. El método que el autor elige para aproximarnos a este choque entre dos mentalidades imposibles de reconciliar es uno que también empleó en títulos anteriores dedicados a otros ancestros filosóficos de la Modernidad. Si en Un año con Schopenhauer (The Schopenhauer Cure, 2005) revelaba las posibilidades salutíferas del gran pensador alemán y calvo, y en El día en que Nietzsche lloró (When Nietzsche wept, 1992) retrocedía al historial sentimental del autor del Zaratustra para explicar su rebelión contra el universo, nos propone ahora un sesgo psicoanalítico que explique, a la par, la huida de Spinoza del medio en que creció y se educó y el odio y la adoración alternativos de Rosenberg frente a ese medio, que pretende aniquilar.

La fascinación literaria por la figura de Spinoza, ese santo laico, no es nueva. De 1837 data el texto pionero de Berthold Auerbach Spinoza: Ein Historischer Roman, continuado a finales del siglo XIX por la pieza teatral de Israel Zangwill The Lens Grinder, y, ya en 1913, por Amor Dei: Ein Spinoza Roman, del propagandista del racismo biológico y futuro nazi Erwin Kobenheyer. Entre las aproximaciones más recientes se cuentan las de Isaac Bashevis Singer (Spinoza of Market Street, 1963) y Goce Smilevski (Conversation with Spinoza, 2006), o, por citar un par de ejemplos de aquí cerca, Ricardo Menéndez Salmón (La filosofía en invierno, 1999) y Juan Arnau (El cristal Spinoza, 2012). Escritores del más diverso pelaje han dedicado poemas, obras de teatro y novelas, sobre todo novelas, a este hombre sin sustancia, de biografía inequívocamente tediosa, que revolucionó el panorama de la filosofía moderna con sus premisas, a saber: que Dios no mora en las alturas, sino en la casa de al lado; que no tiene sentido rezar porque no nos oye; que nuestra alma y nuestro cuerpo son lo mismo y que un picor en el talón también tiene reflejo en una idea, una sospecha, un miedo; que cambiar el mundo significa cambiarte a ti mismo; que la alegría es el sentimiento obligatorio de cualquiera que se encuentre responsablemente en el mundo y pretenda medrar en él. Yalom rastrea algunos de los hitos de este ideario a través de los sucesos más reseñables de la existencia de quien lo engendró, que son pocos: el hérem o excomunión que lo alejó de la comunidad judía de Amsterdam en 1656; la puñalada trapera con que un integrista portugués intentó poner fin a sus herejías dos años después; el paciente, infinito pulido de lentes en una trastienda; las discusiones con Van den Enden y los colegiantes; la exuberancia de la vida interior, secreta, invisible, por debajo del rostro de un hombre acusado de frialdad y a menudo incomprendido. Alternando capítulos pares e impares, Yalom combina la vida de Spinoza con la de su némesis: así, en escenas que ganan sabor con el contraste, asistimos también a la incompetencia de Rosenberg en el instituto de bachillerato en que estudia, a sus primeros escarceos con el partido nacionalsocialista, su amistad con Eckart y Hitler, la depresión final en que le hunde el fracaso de su indigesto El mito del siglo XX, obra de lectura obligatoria en las escuelas arias donde se revela que la causa de la degeneración mundial radica en el judaísmo. El problema de Spinoza al que hace referencia el título se plantea, así, del siguiente modo: cómo es posible que una raza degenerada y nociva produjera la mayor mente que ha conocido la humanidad. Pero, aplicando las herramientas psicoanalíticas de las que el autor se sirve tan a gusto, el problema puede llegar más lejos e interrogar directamente al lector: ¿cómo es posible despreciar a quien no se conoce? A menos, claro es, que el desprecio no sea sino otra versión u otro nombre de la propia ignorancia.

[Publicado en La Tormenta en un Vaso]

22 mayo 2013

Llega un jinete libre y salvaje

Fran G. Matute

A veces resulta algo frustrante constatar que las grandes lecturas del año son, esencialmente, rescates editoriales. Ocurrió no hace mucho con las exquisitas Stoner (1965) de John Williams y Dura la lluvia que cae (1966) de Don Carpenter, dos novelas que fascinaban por su sencillez y que compartían entre sí muchas equivalencias filosóficas y estilísticas propias, por otro lado, de lo mejor de la literatura norteamericana, sobre todo cuando se trata de reflexionar sobre los grandes temas de nuestra existencia a través de personajes secundarios que o bien son perdedores o sus vidas no muestran, aparentemente, nada fuera de lo común.

Enmarcada dentro de dichas coordenadas temáticas nos llega ahora, rescatada con buen tino por la editorial Gallo Nero, la obra de Larry McMurtry. En concreto, su primera novela, Hud, el salvaje (1961) y, su obra maestra, La última película (1966), ambas exitosamente traspasadas a la gran pantalla a cargo de Martin Ritt y Peter Bogdanovic, respectivamente.

Si bien estamos ante dos novelas que, a primera vista, no comparten excesivas similitudes (hablamos de un debut frente a una obra de consolidación, de una historia rural con escasos personajes frente a una urbana y coral… hasta podríamos afirmar que el tono con el que están escritas difiere sustancialmente), sí que nos ha parecido interesante realizar una recensión conjunta de ambas, pues algunos temas que interesan al autor confluyen en los dos textos.


Hud, el salvaje

Larry McMurtry

Gallo Nero, 2013

ISBN: 978-84-938569-7-7

235 páginas

18 €

Traducción de Regina López



A pesar de ser McMurtry uno de los escritores más populares y laureados de los Estados Unidos -basta recordar que recibió el Pulitzer en 1985 con el ‘best seller’ Paloma solitaria y en 2006 el Globo de Oro y el Oscar por la adaptación cinematográfica de Brokeback Mountain- su obra no había estado bien defendida en castellano. No es que no se hubiese traducido anteriormente pero sí que no se había hecho ni con el mimo con el que Gallo Nero lo está recuperando ni con su intencionalidad. Pues la parte de la bibliografía que ha llevado a McMurtry a ser una figura en su país mucho nos tememos que no es la más interesante desde el punto de vista literario, de ahí que la jugada de Gallo Nero parece ser la de recuperar, precisamente, sus títulos más enjundiosos literariamente hablando desde una perspectiva diferente, cercana a una sensibilidad ‘pop’.

Bajo dicha premisa resulta, por tanto, refrescante enfrentarse a un debut tan sólido como Hud, el salvaje que introduce un personaje incómodo como es el Hud que da título a la novela y al que es imposible no ponerle la cara de Paul Newman, por culpa de la magnífica adaptación cinematográfica que se hizo en 1963. Así, en el marco de una historia de vaqueros localizada en una apartada zona rural en el corazón de Texas a principios de los años 50, McMurtry ofrece, con escasos recursos, una sentida reflexión sobre el paso del tiempo y la obsolescencia de un mundo abocado a la desaparición.

Para ello propone una suerte de perpetuo enfrentamiento entre la tradición y la inminente modernización, entre el anciano trabajador que no quiere romper con el pasado y el joven ambicioso que pretende hacer rápida fortuna para dedicarse a vivir la vida. Y para ello somete la acción de la novela a una serie de tensiones narrativas (la epidemia del ganado, la violación, la muerte del anciano...) que se entrelazan con el lirismo de un paisaje que pronto perecerá, todo visto a través de los ojos de un chico.

Hud, el salvaje es un texto con fuerte arraigo en la tradición ‘western’ (como casi toda la obra de McMurtry) pero es cierto que introduce elementos extraños, que tienen que ver con esa modernidad que parece amenazar la inmutabilidad de la tradición, como cuando nos muestra a ese vaquero que, cuando no transporta ganado, trabaja en la factoría de Dr. Pepper que se ha instalado en la zona; o como cuando observamos a los jóvenes del pueblo devorando hamburguesas en un restaurante en cuya ‘jukebox’ cada vez es más difícil encontrar temas de Hank Williams pues el ‘rock and roll’ ya ha reclamado su trono.

Son estas contraposiciones -marca de la casa, por otro lado, como veremos al repasar La última película- las que dan vida al texto de McMurtry ya que permiten introducir interesantes reflexiones acerca de esos dos mundos que parece que terminarán colisionando irremediablemente. A modo de ejemplo rescatamos el siguiente párrafo que el autor pone en boca del joven narrador, que observa desde la distancia un baile celebrado en la feria del rodeo: “Me sentía ajeno a todo el mundo, ajeno a mí mismo también, allí tumbado sobre una lona en medio de un pastizal de vehículos. Solamente alcanzaba a oír la melodía, pero con eso bastaba: aquella canción se amoldaba a la perfección a esa noche, a la comarca y a mi estado de ánimo. Las pocas historias que los bailarines tenían que contarse ya quedaban dichas en las arrastradas letras de canciones como aquella; y su modo de vida, las pocas cosas que habían vivido y conocido, residían en esa melodía triste y estridente.  A la gente de ciudad tal vez le costara creer que existieran personas tan simples como para nutrirse de tales sentimientos; pero ellos no podrían entenderlo.” (página 197)

A nuestro juicio, el párrafo anterior representa a la perfección toda la imaginería que McMurtry utiliza en Hud, el salvaje para plasmar una historia simple y llana sobre el paso del tiempo incorporando, a su vez, una nueva sensibilidad acerca del ‘cowboy’ moderno y su necesidad de adaptación. Y para reforzar el mensaje se atreve a introducir un personaje odioso como Hud, verdaderamente atípico en el género y que de alguna forma viene a representar también una obsolescencia de los valores que conformaron la vida rural en el Oeste.


La última película

Larry McMurtry

Gallo Nero, 2012

ISBN: 978-84-938569-4-6

328 páginas

19,95 €

Traducción de Regina López



Para el joven narrador de Hud, el salvaje, el único horizonte existente más allá de las hectáreas en las que pasta el ganado de su abuelo es la ciudad de Thalia. Y en ella se desarrolla la acción de La última película. Pero resulta curioso comprobar cómo si para los habitantes de las zonas rurales de Texas la ciudad más cercana es el punto de fuga con el que soñar, para los vecinos de Thalia no hay tampoco mucho futuro al que mirar a la cara.

Es este un punto de conexión entra ambas novelas. Pues si bien Hud, el salvaje lidia con el fin de una era que aspira a migrar a las ciudades, en La última película se ofrece, precisamente, un retrato sobre la vacuidad de los habitantes de dichas ciudades. De un lado, jóvenes atrapados en un presente inapetente y sin voluntad de progresión. De otro, adultos acostumbrados ya a vivir en un anhelo perpetuo por culpa de una juventud perdida. Y en la intersección de ambas realidades es, de nuevo, donde McMurtry encuentra el lienzo perfecto para desgranar, con ese ojo clínico que parece tener para dotar de psicología a sus personajes, el día a día de una pandilla de chavales literalmente atrapados en las calles de Thalia.

Aún no tratándose de un tema estrictamente literario, como elemento externo que puede llegar a moldear el impacto de la lectura, resulta casi imposible leer Hud, el salvaje y La última película sin recurrir a sus equivalentes cinematográficos. Pero en el caso de la película de Bogdanovic fascina comprobar la fidelidad de la adaptación. Pocas veces nos hemos topado con un texto tan exquisitamente filmado, conservando todos los matices de los personajes y plasmando en imágenes, con toda su fuerza expresiva, las escenas tan memorables que McMurtry, con su prosa limpia y directa, escribió en esta novela.

Sin embargo, el paso del tiempo sí que permite realizar una lectura más actualizada del legado de La última película. Nos ha venido a la memoria, mientras revivíamos en el papel las añoranzas de Sonny, Jacy y Duanne, aquel serial majestuoso que produjo la NBC titulado Friday Night Lights (2006-2011), basado en el libro de H. G. Bissinger que, en esencia, desarrolla los mismos temas que McMurtry expone en su novela, poniendo de manifiesto que la vida urbana en la Texas profunda no ha cambiado gran cosa en los últimos 40 años. 

Cobra así vida esa sensación de inmutabilidad que desprenden los textos de McMurtry. Ese apego a una tierra que no ofrece estímulos, que seca los sueños de sus habitantes a cambio de ofrecer una vida sencilla carente de emociones fuertes. Sólo los más atrevidos, los más sensibles, serán capaces de romper con ese yugo mental. Como hizo en su día Larry McMurtry, ese jinete de las letras, libre y salvaje, cuya vuelta ahora celebramos.