30 junio 2009

La simpatía del vencido

La mano de Fátima

Ildefonso Falcones

Grijalbo, 2009
ISBN: 978-84-253-4354-4

955 páginas

24.90 euros




Jesús Cotta


Si no abundan en nuestra literatura obras que traten el drama de los mozárabes en la España musulmana, el de los moriscos en la España cristiana ya fue tratado por Cervantes en el Quijote y en sendos dramas por Martínez de la Rosa y Villaespesa. Ildefonso Falcones también intenta sacar partido literario a ese filón histórico novelando en casi mil páginas los encuentros y desencuentros de los moriscos en España, desde la rebelión del controvertido Abén Humeya hasta la triste expulsión de los moriscos bajo el reinado de Felipe III.
La mano de Fátima es, pues, una novela histórica cargada de datos y documentación y a la vez repleta de guerras, peripecias, berberiscos, lances, reencuentros, traiciones, vueltas de tuerca, criptomusulmanes, conversos, hidalgos lampones, inquisidores, prostitutas y giros de la fortuna.
Se trata de una obra de estructura lineal que tiene por protagonista a Hernando (o Ibn Hamid), hijo de una musulmana violada por un cura. Su carácter de medio cristiano medio morisco le acarreará problemas ante unos y ante otros hasta que él aprende a sacarle partido y sentido a esa doble cara. El autor ha dado con el personaje ideal para una recreación literaria de la fascinante falsificación histórica de los Plomos del Sacromonte, ese supuesto quinto evangelio dictado en árabe por la Virgen y que presenta una especie de cristianismo islamizado, donde ella, tan venerada por Mahoma, es el elemento común de un posible ecumenismo entre católicos y musulmanes. A este propósito, uno no puede dejar de recordar a la célebre Zoraida de la primera parte del Quijote, la musulmana que llega desde Argel a España para conocer a Lela Marien, como ella llama a la Virgen.
En la segunda parte del Quijote, Cervantes casa a la hija del morisco Ricote con un cristiano, contra la orden de expulsión de los moriscos. Con este matrimonio mixto y feliz, Cervantes, que conocía el asunto de primera mano, nos ofrece una sociedad de buenos vecinos, acostumbrada a convivir, amiga de llevarse bien y ajena a la decisión política de expulsar a los moriscos, porque sabe, contra el parecer del poder político, que la mejor alianza de civilizaciones es el roce y la cama y no las expulsiones o las conversiones forzosas.
Falcones sigue en parte la estela genial de Cervantes y por eso no incurre en la simpleza de mostrarnos a unos como buenos y a otros como malos, porque ha escrito una novela donde no son buenos o malos los grupos, sino las personas, cuyas vidas se entrecruzan como vecinos que son. Pero no logra escapar de algunos tópicos literaria y comercialmente rentables, como el de exagerar el odio y la intolerancia entre cristianos y musulmanes, o el de presentar a los moriscos como unos expertos amantes frente a unos cristianos remilgados y reprimidos, como si el puritanismo que nos llegó del norte europeo mucho después hubiese inficionado ya la alegría de alcoba propia de todos los pueblos mediterráneos, tan dados siempre a la juerga y al carnaval.
La novela, pues, es más histórica en el decorado que en el alma de los personajes, los cuales son demasiado planos y parecen hechos para satisfacer el gusto y los intereses del lector actual. Así, por ejemplo, un personaje afirma que “Almanzor fue un fanático religioso” (página 582); y los amantes llegan juntos al orgasmo. Y resulta casi anacrónica esa escena de cama en que un morisco le dice a una cristiana cohibida: “Libérate.... Siénteme. Siéntete. Siente tu cuerpo” (página 629).
Uno echa además en falta en la novela la voz personal de un autor, un estilo, un lenguaje más elaborado y literario, que, sin ser un calco del que se hablaba entonces, no parezca un calco del que se habla hoy. Ése es uno de los retos que debe afrontar toda novela histórica para ser literaria y no quedarse en un producto de consumo que da al lector su dosis de cultura y de entretenimiento.
Pero en ese sentido, La mano de Fátima es interesante no sólo para conocer el pasado, sino para conocer de qué manera nuestra época lo interpreta: si antes un criptomusulmán era un quintacolumnista, ahora es un mártir de la intolerancia luchando por su identidad; si antes los Plomos del Sacromonte eran una herética impostura, ahora son un noble intento de hermanar dos civilizaciones; si antes los moriscos eran aliados de los piratas berberiscos que asolaban nuestras costas, hoy gozan de la simpatía con que el vencedor, después del tiempo, contempla a los vencidos. Así miraba Homero a los troyanos vencidos y así ha tratado tantas veces la literatura española la figura del moro y de la mora.
En fin, si uno quiere saber qué ocurrió con los moriscos y por qué y, a la vez que aprende, entretenerse con peripecia, exotismo, erotismo, intriga y manuscrito secreto, éste es su libro. Además, si la historia es la maestra de la vida, que decían los romanos, La mano de Fátima nos invita a no cometer los mismos errores que se cometieron con los moriscos, que eran tan españoles como los cristianos.

29 junio 2009

Hacia la novela punk

Rompepistas

Kiko Amat

Editorial Anagrama. Colección Contraseñas
ISBN: 8433923951.

320 páginas

16,50 euros


Daniel Ruiz

Podrá gustar más o menos, podrá resultar más o menos simpático o agradable, pero de lo que no cabe duda es de que Kiko Amat posee un estilo personalísimo, una forma de escribir distinta a la mayoría, con carácter. Absolutamente autodidacta, y embajador de lo macarra, Amat es uno de esos autores que, al igual que le ocurre a otros como Montero Glez, Loriga o el tristemente fallecido Bolaño –ojo: cada uno de ellos con un sello muy diferenciado-, se han quedado descolgados entre generaciones, en tierra de nadie, a oscuras, buscando siempre su propio faro sin el amparo de grupúsculos y lobbies literarios. De esta forma acaban convirtiéndose en puntos de referencia, en personalidades literarias seminales que abren nuevas puertas hacia pasillos o estancias poco transitadas.
Lo que hace Amat no es nuevo, pero probablemente sí es bastante insólito en nuestras letras. Lo suyo es muy anglosajón, en la línea de autores como Irvine Welsh, Easton Ellis, Coupland o Hornby. Su gran riqueza no radica en un manejo excelente del lenguaje, ni en un estilo especialmente pulido. Lo mejor que tiene es el ritmo, y esa sensación de urgencia, de desmañamiento, que lo convierte en un autor muy punk. Si hay que ir al detalle, destacaría de forma especial el uso que hace de recursos estilísticos como la reiteración o la onomatopeya, así como la habilidad para narrar de forma fragmentaria, sincopada, elíptica. Da la sensación, en muchos momentos, de que Amat es un colega con el que estamos compartiendo una cerveza, y que no deja de hilvanar de forma compulsiva pensamientos y anécdotas en la barra de un bar. En este sentido, la narración recuerda mucho a determinados momentos de Trainspotting. Y toda la novela exuda british: estilo directo, como zarpazos, con estructuras lingüísticas muy anglosajonas, directas y contundentes, y cierto gusto por las alusiones a marcas y referencias culturales británicas.
Es una novela con una pretensión eminentemente estética. Porque aunque cuenta una historia con trasfondo social –el deambular de un grupo de amigos punks menores de edad en el extrarradio de Barcelona a mediados de los 80, y su flirteo con el alcohol, las drogas, la violencia y el sexo-, todo está concebido de forma plástica. El sentimiento de los personajes, las dudas y conflictos, todo está imbuido de esteticismo, todo es susceptible de ser contemplado visualmente, a modo de estampas. Así, cada vez que el personaje central de la novela, que también es el narrador, quiere expresar su reacción emotiva frente a algún estímulo, Amat se vale de un recurso más pictórico que literario: describir la composición de su propio gesto, como si detallara los trazos hiperbólicos de una máscara china. Ejemplo: “Pongo mi cara de estupefacción grande: boca abierta, ojos en blanco, lengua fuera, mandíbula separándose del cráneo, ambas manos con las palmas hacia arriba, casi como un egipcio, interrogándome gestualmente, a mí mismo y al mundo”. Otro: “Pongo mi cara de asco supremo: toda la cara arrugada como un papel de plata reusado, cuello estirado a ambos lados, boca de gárgola, lengua fuera, ojos fuertemente cerrados. Y grito: Puaf.” Como la tendencia a la hipérbole descriptiva es un recurso que se repite constantemente, y no sólo con el propio protagonista sino con todos los personajes que deambulan por la novela, al final la sensación que tenemos es que estamos asistiendo a un cómic narrado. Esto se ve reforzado por las numerosas referencias que Amat hace al universo del cómic y los dibujos animados: Hanna Barbera, Marvel, Ibáñez (el propio apodo del protagonista, Rompepistas, que da título al libro, es una adaptación del nombre del personaje de Ibáñez que se hizo célebre por su presbicia)… Por otra parte, son continuas las alusiones a iconos sentimentales de la cultura pop de los ochenta: los Peta Zetas, los ChupaChups, el programa Un, Dos, Tres… Todo ello conduce, finalmente, a la que a mi juicio es la principal objeción que cabe hacer a esta novela.
Porque indudablemente es una novela punk. El estilo, la actitud de los personajes y del narrador, la rabia, el contexto, todo eso es muy punk. Pero al mismo tiempo es una novela muy pop. Por las referencias culturales de las metáforas, por el estilo narrativo, que parece más bien estar dibujando antes que contando, por el uso de recursos propios del cómic, por todo eso es también una novela muy pop. Esta mezcla de dos tendencias bastante antagónicas es lo que finalmente provoca los principales chirridos para mi gusto en el resultado final. Chirridos que, desde luego, no se hubieran producido sin la mediación de un escritor como Amat, tremendamente creativo y arriesgado. Es fácil no cometer errores si no se asumen riesgos, y me queda claro, por lo leído, que al catalán le pone deslizarse por la cuerda sin red.

26 junio 2009

Sobre el murmullo de las cosas

Entretiempo

Juan Lamillar

Fundación José Manuel Lara, 2009

Colección Vandalia

ISBN: 9788496824461
96 pág.
11,95 €



Antonio Acedo


Vestido de Entretiempo, Juan Lamillar (Sevilla 1957) nos descubre la mística de lo cotidiano, "misterio de la luz cotidiana/ que crecerá despacio”; una poética de las cosas que sustituye a la palabrería del discurso establecido, la banalidad de lo dicho por el entramado de calles laberínticas que crean el instante, el hecho poético “porque abajo gritaban, susurrantes/ la vida y los esbirros disfrazados”.
Es precisamente el instante como lugar poético entre el pasado y el futuro, un Entretiempo que se construye paralelo al presente convirtiéndose en tema propio de su escritura "del que busca/ la incertidumbre de la permanencia/ entre un montón callado de palabras”. Con un ritmo sosegado y un lenguaje sensual, que le permiten analizar la realidad desde el impulso vital de lo vivido, la perplejidad ante el paso del tiempo y la extrañeza del devenir. Lo huidizo del momento, a través del juego entre lo que fue y lo que es, un Entretiempo en el que buscar posibles respuestas: "Aún seguimos buscando/ en el cegado hueco de sus ojos/ las posibles respuestas”.
El rastro de la existencia en lo palpable, un anclaje vital a través de la metafísica de las cosas, de aquello que enraíza: "y yo, callado vivo entre las cosas”. La gravedad de Newton sustituida por la fuerza de atracción de los objetos que nos rodean, creando una dualidad entre noche y día que marcará la vinculación directa del lugar en un tiempo determinado. La materia vulnerable al paso del tiempo y el propio tiempo convertido en materia, "signos rojos aguardando en la noche, /en el naciente día de nuestras manos”.
Por tanto tiempo y lugar estructuran este libro -"El tiempo tiene raíces invisibles/hundidas en la arena de la nada"- en una combinación entre lo cotidiano y lo ancestral, entre lo trivial y lo profundo, creando un espacio lírico con continuas referencias al arte. Un intento de sublimación de lo común por medio de la pintura o la fotografía, como catalizadores en el proceso creativo o como fuente de inspiración. Buen ejemplo es Poeta ante el estanque, construido a partir de una fotografía de Joaquín Romero Murube; también a través de la música como tema propio con un par de poemas dedicados a Bach o el dedicado Mahler por su kindertotenlieder. Un culturalismo en algunos casos forzado y algo gratuito, por lo obvio del planteamiento lírico. La bifurcación entre la experiencia de lo cotidiano y el conocimiento cultural trunca la solvencia poética de Lamillar, demostrada en poemas de libros anteriores como el dedicado al pintor Giorgio Morandi. Quizás único defecto junto al fallido tríptico dedicado a los atentados del 11 de Marzo, en el que la sensual y generosa semántica del autor se vuelve forzada y cargante para un tema que requeriría más austeridad poética.
Entretiempo es un más que recomendable libro que he decidido colocar en mi estantería entre El libro del frío de Antonio Gamoneda y Calor de Manuel Vilas: más allá de lo anecdótico del título, tres generaciones distintas con tres estilos muy diversos que evidencian la débil salud de hierro de la poesía actual a pesar de instituciones, editoriales y público empecinados en condenarla al exilio cultural de unos pocos. Lean poesía, lo agradecerán.

25 junio 2009

Especial Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2009: La locura de Kadare

Cuestion de locura

Ismail Kadare

Alianza Editorial, 2008
ISBN 978-84-206-8275-4

315 pág

20 euros

Traducción de Ramón Sánchez Lizarralde




Ilya U. Topper

Reconozco que el primer libro de Ismael Kadaré lo pedí en la ventanilla del bibliometro, -esta estupenda invención del Metro de Madrid para que no se aburran los incautos que han olvidado echarse lectura al zurrón antes de bajar a las entrañas del transporte público- simplemente porque la combinación de un nombre musulmán y un apellido nada árabe me prometía una mezcla mediterránea interesante. Cuando comprobé en la solapa que era albanés, mi reacción fue de grata estupefacción - ¿ah, pero existen escritores albaneses?
Espero que desde ayer, ya nadie se tenga que hacer esta pregunta. Y para quien sospeche que algunos premios se otorgan precisamente para ir eliminando este tipo de preguntas (¿nunca se han imaginado al comité del Nobel colocando banderitas en un mapamundi: este año estaría bien tener a un escritor nepalí o ruandés?) quede dicho aquí que Ismael Kadaré no sólo es albanés sino escritor y de los buenos.
Cuestión de locura es un libro compuesto por cuatro novelas cortas. La última, ‘La estirpe de los Hankoni’, es una saga familiar al estilo de los Cien años de soledad: bien escrito, épico, pero con un regusto de sequedad (y no oculto que tengo cierto repeluz a esos milenios de soledad que resultarían si amontonáramos todas las sagas familiares al estilo de García Márquez, anteriores o posteriores a él). En la primera lectura también me dejó frío ‘Días de juerga’: dos estudiantes dedican unas semanas de su vida a escandalizar a una tranquila ciudad de provincias incumpliendo todas las normas de buena conducta en aras de un fin superior -la búsqueda de un valiosísimo manuscrito- en el que aparentemente no creen ni ellos mismos. En una segunda lectura, no me puedo sustraer al tenebroso encanto de este dadaísmo rural.
‘El desprecio’ es todo lo contrario: la navegación del hombre sin principios entre las tormentas de una época de cambios. Ubicada en la época en la que el comunismo toma el poder y destierra a unas zonas paupérrimas y vigiladas a la vieja aristocracia del país, Kadaré dibuja una lucha de clases a la inversa: la de los pudientes, ahora destronados, que planifican infiltrar al enemigo poderoso -los obreros- para recuperar su poder. Y pese a su absoluta falta de ética o de rasgos atractivos, no deja de fascinar el personaje del comunista al que los suyos consideran traidor y que lleva a cabo su particular guerra equilibrista: avanzar utilizando sin piedad a ambos bandos.
Mi favorita, no obstante, es la primera historia, que da título al libro. Cuestión de locura narra el día a día de un niño que va averiguando los terribles secretos de sus familiares. Kadaré habla sin esos falsos retazos de ingenuidad con que otros escritores intentan asacarinar a veces la infancia, pero con esa finísima ironía que consiste en aplicar la mirada auténtica de un niño a un mundo de adultos. Un caramelo. Según los entendidos, el texto es prácticamente una continuación de su novela autobiográfica Crónica de piedra. Normalmente no soporto las autobiografías infantiles, pero si es verdad ésta se parece a Cuestión de locura, me la pido para Reyes.

24 junio 2009

El hombre perfecto

El rival de prometeo. Vidas de autómatas ilustres
Varios autores
Ed. de Sonia Gómez-Tejedor y Marta Peirano.

Impedimenta, 2009.
ISBN: 978-84-96550-7-5
400 pág.
22,95 €

Introducción de Patrick J. Gyger



Luis Manuel Ruiz

Si alguno de vosotros visitara el coqueto museo de Neuchâtel, una ciudad suiza que posa para una postal y que mediado el siglo XVIII fue patria de la mayor generación de relojeros del mundo, se quedaría pasmado con sus tres más famosos inquilinos. El primero es un infante de unos seis o siete años, dotado de una espesa melena, que se inclina sobre un pupitre para empuñar una pluma de urogallo y cubrir un pliego de frases; el segundo, hermano gemelo del anterior salvo por el color del cabello (este es rubio), dibuja siluetas con un lapicero en una tarjeta; la tercera, una joven con ese aire lacio de las aristócratas de sangre, interpreta al órgano piezas de una gélida sonoridad. Los tres son hijos de Jaquet-Droz, senior y junior, y de J.-F. Leschot, en su día relojeros de reconocida habilidad a lo largo y ancho de Europa, y fueron protagonistas de un asombrado ensayito de Italo Calvino en su Colección de arena (Las aventuras de tres relojeros y de tres autómatas). Pulsando aquí, podréis presenciar las monerías de estos seres de metal y cerámica, e inquietaros con su similitud con criaturas de carne y hueso y con la desagradable caricatura en que convierten esos actos tan racionales y artísticos que son escribir, dibujar o interpretar una partitura. A ellos, y a la larga estirpe de la misma especie que los precedió, va dedicada esta antología de textos titulada El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres: en concreto a las máquinas travestidas de hombres más populares de la historia y la huella que dejaron en artistas, filósofos, psicólogos y visionarios. En la mayor parte de los casos esa huella consiste en inquietud, cuando no en rencor o en una obsesión disfrazada de interés científico: el hombre artificial repele al intelectual a la vez que lo atrae, que lo arrastra hacia un abismo incierto donde se desdibujan los secretos de nuestra identidad y la tenue línea que nos separa de las cosas inertes y desprovistas de conciencia.La intención de las editoras, Sonia Bueno Gómez-Tejedor y Marta Peirano, al realizar una selección de textos que abarca desde los primeros filósofos racionalistas hasta los últimos teóricos de la computación, ha sido ofrecer una cartografía del recorrido que la imagen del autómata, u hombre mecánico, ha seguido desde sus albores en el siglo XVII hasta nuestros días, y de la influencia que dicho perfil ha ejercido en diversos aspectos de nuestra cultura, señaladamente en la literatura. Podría quizá reprochárseles algo de arbitrariedad a la hora de comenzar su sondeo en la era de Descartes, soslayando a los orfebres del Renacimiento (Salomón de Caus, Juanelo Turriano) o eludiendo directamente la mención de los autómatas antiguos de que se tiene noticia (como la famosa paloma voladora del griego Arquitas); a su favor hemos de alegar que la antología no se pretende exhaustiva y que sólo con Descartes el autómata pasa a consistir en algo más que una mera curiosidad lúdica, un pasatiempo de alta sociedad, para ocupar un puesto de relevancia en la ciencia del momento y en el concepto que el hombre se hace de sí mismo. Fue el autor del Discurso del método quien formuló que el individuo es un espíritu atrapado en una serie de engranajes ("the ghost in the machine", en la expresión de Gilbert Ryle) y que las diferencias entre un perro de carne y hueso y otro fabricado en un taller están sólo relacionadas con la resistencia relativa de los materiales. Siguiendo un escrupuloso programa didáctico, la antología se divide en cuatro partes. La primera de ellas, Las máquinas filosóficas, echa un vistazo a las primeras formulaciones del mecanicismo filosófico y ofrece voz a Descartes, La Mettrie, Diderot y Charles de Vaucanson (el fabricante de autómatas tal vez más afamado de todos los tiempos) para que comparen libremente al ser humano con los artefactos surgidos de las relojerías. En su tiempo, siglos del XVII al XVIII, dicho paralelismo resultaba obsceno, cuando no diabólico: el hombre, colocado por Dios en la cúspide de la creación y agasajado con un alma inmortal que lo equiparaba a los ángeles, no podía ponerse al ras de un burdo muñeco de metal, cuyos movimientos sólo servían para contentar a aristócratas consumidos por el tedio. Sin embargo, la noción de cuerpo como entidad puramente material y la reducción de los procesos orgánicos a sucintas operaciones químicas terminarían por calar en el orbe académico y por permitir las primeras autopsias y progresos en la cirugía traumatológica.La segunda parte se centra en el que seguramente es el más popular (y falso) autómata de la Historia. El turco rastrea los avatares del legendario jugador de ajedrez ideado por Wolfgang von Kempelen en 1769 para la emperatriz María Teresa de Austria y luego heredado por Johann Nepomuk Maelzel, quien lo convertiría en vedette y lo llevaría a recorrer las principales cortes y teatros del hemisferio norte. Se trataba de una figura que causaba impresión, dotado de una barba sarracena y un turbante, y que se presentaba al público con la promesa de derrotar a los escaques a todo aquel que se le opusiera. Casi un siglo tardaron las eminencias grises de la época en advertir que se trataba de un mero montaje y que un hombre (varios hombres, en realidad, entre los que se contaban muchos de los mayores ajedrecistas de la Europa de entonces) se ocultaba bajo el aparato y accionaba los resortes que le permitían jugar. El turco dejó una impronta profunda en el imaginario del siglo XIX, como atestiguan los ejemplos recogidos en la selección: el imprescindible ensayito sobre El jugador de ajedrez de Maelzel, de Edgar Allan Poe, o el relato de Ambrose Bierce El maestro de ajedrez de Moxon.Las máquinas fatales es el título de la tercera parte, seguramente el clímax de la antología y la que contiene sus piezas más reveladoras. Se documenta en ella el giro de la figura del autómata de lo exótico a lo siniestro y su ingreso en el profuso panteón romántico. Es la era del decadentismo, de la femme fatale, de Salomé, la Esfinge, Baudelaire y la belleza depravada, donde todo lo hermoso lo es doblemente si se halla vacío por dentro y construido con cartón y en que Rimbaud confesaba a su amada "Ah! Je ne veux pas ton cerveau torpide!" La misoginia y el amor por las apariencias debían desembocar, inevitablemente, en la exaltación de la mujer objeto, de la muñeca hinchable, el maniquí, la robot. El pico de esta tendencia lo constituye la inevitable Eva futura de Villiers de l’Isle-Adam, construida por un Edison monomaníaco con la exclusiva función de satisfacer al amante, pero tiene un precedente en la que quizá es la narración más perfecta y terrible sobre autómatas que jamás se ha escrito, El hombre de arena, de E. T. A. Hoffmann. La selección presenta una impecable versión (por parte de José C. Vales) de este clásico tan maltratado por los traductores y cuya potencia para inquietar y provocar escalofríos no ha cedido un ápice hasta el día de hoy. Esta tercera parte añade extractos de obras de Freud (su famosa monografía sobre Das Heimlich en que analizaba el cuento de Hoffmann) y de Thea von Harbou, esposa de Fritz Lang y autora de una novela, Metrópolis, sobre la que se edificaría una de los primeros hitos del cine de ciencia-ficción.La conclusión la aporta la cuarta parte, A mí me hizo J. F. Sebastian. Bajo un título prestado de otro imprescindible del cine del mismo género, Blade runner, se ilustra aquí la conversión del autómata en amenaza una vez que comienza su fabricación en serie y se acrecienta su poder tanto física como intelectualmente: es posible que, en un porvenir no demasiado lejano, los hombres artificiales, mecánicos o no (los de Blade runner eran réplicas genéticas) discutan el dominio del universo a su creador. Nos encontramos en la era del robot, no tan servicial ni decorativo como su antepasado dieciochesco, y notablemente más poderoso; esta sección última cuenta con textos de Isaac Asimov (sus repetidas Tres Leyes de la Robótica), A. M. Turing (con pros y contras sobre la posibilidad de conciencia en una máquina) y Karel Capek, inventor, en su obra R.U.R., de uno de los términos más empleados por los autores de fanzines y los amantes insatisfechos, el de robot. El autómata, el hombre artificial, el gólem no están solos dentro de la prolífica camada de rarezas de la literatura fantástica: les hacen compañía seres no menos turbadores como el doble y el alienígena. Todos ellos, criaturas fronterizas, nos mueven al estupor, a la duda: nos enfrentan a nuestros propios límites como seres humanos y nos hacen cuestionarnos en qué consiste exactamente esa esencia escurridiza que nos define como especie frente a las bestias y los ángeles. El autómata o el robot repelen al observador por una razón esencial: porque si son muy perfectos, si imitan con el debido escrúpulo a las criaturas que los han producido, acaban por resultar indistintos de ellas. Los autómatas nos sumen en perplejidad y desasosiego y nos hacen preguntarnos qué nos separa realmente a nosotros, supuestos modelos, seres dotados de moral e inteligencia, de los juguetes generados a nuestra imagen y semejanza; así como cuestionarnos, como ya hacía Descartes en un párrafo revelador de sus Meditaciones, si al fin y al cabo cuantos nos rodean no serán maniquíes disfrazados bajo los que se ocultan tuercas, pistones y engranajes. Mirad bien debajo de las faldas de vuestras novias y la pechera del camarero: quizá os sorprenda el tictac de un reloj escondido.

23 junio 2009

Un jilguero contra las tinieblas

Cómo hacer versos


Vladimir Maiakovski



Mono Azul Editora, 2009
Colección Vuelapluma
ISBN: 84-936469-0-3


124 pág.
15 euros

Traducción de Ismael Filgueira Bunes.
Jesús Cotta

Con Vladimir Maiakovski (Georgia 1893-Moscú1930) se viene abajo el prejuicio según el cual el poeta comprometido es más comprometido que poeta. Maiakovski fue las dos cosas y hasta la muerte y para eso hay que tener genio y agallas.
Cómo hacer versos es no sólo una confesión recia y sincera de su alma, sino también un estupendo manual para escribir poesía, y surte efectos sanadores en cuantos consideran la poesía pose de melancólicos, altar de exquisitos o reglas de dicción. Poeta no es quien escoge tema, metro y rima para acabar diciendo “dulce embriaguez” en vez de “borrachera”. Poeta es un incansable buscador de la belleza y para ella hace y deshace normas.
En Cómo hacer versos, Maiakovski juega limpio. No se guarda los secretos del oficio. Nos los confía todos. Nos revela que un poema sólo está justificado cuando un problema requiera con urgencia una solución poética y ésa sea la única forma humana de resolverlo. La fragilidad, la fugacidad, las tinieblas, la limitación humana y la muerte, ¿quién sino la poesía las resuelve? Contra la cárcel y contra el hambre de un hijo, sólo Las nanas de la cebolla. Si ése no es su cometido, se queda en hablar bonito. El poeta escribe porque no le queda más remedio.
Para ello cuenta con lo que Maiakovski llama reservas poéticas: el poeta no es aquel que se sienta a veces a escribir a ver si cae algo, sino el que consagra tiempo y energía a sentir y pensar poesía y entonces ésta lo va inundando hasta que, en el momento menos pensado, le rebosa un verso como un géiser.
Uno de esos problemas que sólo la poesía resuelve fue el suicidio de su amigo el poeta Esenin. Maiakovski llora en un gran poema su muerte, pero le reprocha haberla preferido a la lucha de la vida. Por entonces quizá no sabía que él acabaría tomando ese mismo camino pocos años después y se descerrajaría un tiro, cuando los burócratas de Stalin pretendieron dirigirle a él también la poesía y la revolución, convertirlo en coreador de consignas oficiales. Entonces, cuando la poesía no le sirvió para resolver ese único y gran problema, no encontró más salida que la muerte. Ésa es la prueba definitiva del poeta: o vuela libre hasta morir o vive en una jaula. O jilguero salvaje o loro domesticado.
Maiakovski superó esa prueba que lo ha convertido en un mártir de la poesía. Murió porque el poeta sólo puede crear en libertad: si vive en una jaula ideológica, no canta, sino que se acaba destrozando contra los barrotes. Su canto sólo espanta a las tinieblas si es libre y suyo, porque para crear hay que volar. Y ahí está su grandeza.
A la obra de un poeta, su muerte le quita o le da valor. Y a Maiakovski le ha dado un valor objetivo, porque su obra es buena y está firmada con su sangre. Él mismo se convirtió en un poema. Y justo es decirle, como él a Esenin:

Infinito,
vuela,
hasta las estrellas.

Sobran los detalles. Como él escribió justo antes de morir, “Nada de chismes. Al difunto no le gustaban”.

22 junio 2009

El outsider sin rencores

La canción del outsider
Álvaro Salvador
Visor, 2009
ISBN: 978-84-9895-725-9
88 pág.
10 euros
XI Premio de Poesía Generación del 27.


Juan Carlos Sierra

Si uno se acerca al último libro de Álvaro Salvador con la ligereza a la que parece obligarnos el ritmo frenético de los tiempos que nos han tocado vivir, puede salir de él con cierta sensación de vacío, de caos, de obra deslavazada. Sin embargo, la poesía –y el resto de géneros literarios- no casan bien con las premuras y las prisas, con el estrés de los horarios laborales y los atascos. Por eso, este libro, como cualquier otro, se merece cierta lentitud en su lectura, incluso una segunda vuelta, y un tiempo pausado en la creación del poso que todo poemario deja en el lector. Una vez cumplida esta condición, las conclusiones apresuradas empiezan a tomar cuerpo y coherencia.
La canción del outsider es también el título de uno de los poemas de la última sección del libro de Álvaro Salvador, que funciona como hilo conductor del volumen. Se podría afirmar que la filosofía del outsider es la que recorre todo el poemario de Álvaro Salvador, pero el outsider considerado –según define cualquier diccionario de la lengua de Shakespeare- como aquel que no pertenece o no es aceptado como miembro de una sociedad, un grupo, etcétera o como quien, en una competición, no es precisamente el que se espera que llegue en primer lugar.
En este sentido, las caras que muestra el outsider son muy variadas –y de ahí quizá esa sensación de caos que una primera lectura apresurada puede producir-. En primer lugar, el personaje poético, que perfectamente podría interpretarse como el trasunto biográfico del autor, se siente outsider, pero sin rencores, en el mundo de la poesía, como deja claro en ‘La canción del outsider’, el único poema en prosa del libro: “…detrás de algún proyecto que aportó algo definitivo a nuestra historia más reciente, estabas tú discretamente oculto, entre bambalinas. Así fue siempre y así te complace”. Pero también alejado de ciertos tonos poéticos, como queda dicho en el poema breve ‘Elogio del bolero’. Asimismo, hay que destacar un más que probable homenaje a Javier Egea, otro célebre outsider compañero de viaje poético de Álvaro Salvador, en el poema titulado ‘Príncipe de la noche’.
Esa conciencia de extranjero en tierra propia también tiene su vertiente político-social, de justicia poético-histórica con los parias de la Tierra en, por ejemplo, el tercer poema de la sección titulada ‘Estación de servicio’.
Si hasta ahora podemos entender que nos hemos movido en el terreno de lo público, el discurso poético-literario y el político-social, hay secciones que progresivamente se van acercando a lo más íntimo, personal y privado. El outsider también lo es en el discurso sentimental contra la melancolía –‘Luz de agosto’-, contra las convenciones erótico amorosas –en la sección titulada ‘El pornógrafo’-, en la vida familiar –magníficos los poemas en memoria del hermano muerto- y, en general, en lo que se espera de la vida. En este sentido, es muy clarificador el poema que cierra La canción del Outsider titulado ‘Nocturno de Nueva Inglaterra’ y sus versos casi finales: “…Nada puede/ temer quien nada tiene, quien nada/ espera tener, apenas tiempo:/ calor en los inviernos impacientes,/ en los cortos veranos, sólo sombra”.
Esta variedad temática que recorre el libro de Álvaro Salvador se corresponde con la misma diversidad formal a la hora de abordar los poemas, que va desde el haikú al poema narrativo, de la vertiente figurativa al horizonte que Luis Antonio de Villena llamó en su antología órfico.
En definitiva, como apuntábamos al principio, la aparente falta de ilación del libro se resuelve en el fondo siguiendo el rastro de la figura y la filosofía del outsider a lo largo de los poemas y en la maestría formal de Álvaro Salvador para concederle a cada poema el ritmo y la estructura métrica que necesita.

19 junio 2009

La escritura sutil

Monstruos cotidianos

Cristina Gálvez

Editorial Traspiés, 2008

14€

ISBN: 84-935427-9-5

Joaquín Blanes

Monstruos cotidianos es un legajo de cuentos escritos con una prosa delicada y hábil. Delicada porque Cristina Gálvez posee imágenes tan sugerentes como frágiles, imágenes quebradizas como el cristal de Bohemia o como un recorte de oblea. Esa fragilidad y delicadeza es la que tienen muchos de sus personajes, perseguidos por el desconcierto de lo extraordinario en el orden de lo mundano. Hábil porque su lectura es siempre fluida, ágil y amena, con destellos inquietantes al estilo de Cristina Fernández Cubas.

Hace años Cristina Gálvez publicó un pequeño volumen de cuentos ex aequo con Tomás Conde, un librito llamado Afinidades (editado por Siete Suelos en 2002). Desde entonces he sufrido el cautiverio de su prosa sutil, alejada de la tosquedad literaria de nuestros días, de la simpleza narrativa que nos domina en descomunales ejemplares con los que resulta imposible leer tumbado en la cama bajo la fatigada incandescencia de las bombillas de bajo consumo; salvo que uno desee, por encima de todo, dos cosas: quedarse ciego y sufrir una fractura pectoral.

De Afinidades recuerdo con claridad todos sus cuentos y aquel entrañable “El mar tierra adentro”. Monstruos cotidianos posee la misma virtud en su escritura y tiene cuentos de una elegancia virtuosa, otros tienen la impudicia de un Bartleby, como en “El traje nuevo de Horacio Kepler”, alguno contiene un claro homenaje al universo de cronopios y famas (“Conducta reprochable”), otros albergan un glosario de inseguridades frecuentes en nosotros ("Escena").
Aparte de su escritura musical e impecable, Cristina Gálvez destaca en la ironía. Los cuentos que llena con esa lucidez aguda y traviesa son los más entretenidos y, casi siempre, los más logrados: “Escritores”, “Votación”, “El problema de ser azafata”.

Cristina es una cuentista natural, es su género predilecto, y con los cuentos nos hace disfrutar de una lectura cercana, emotiva, precisa y hermosa. Lo demostró en Afinidades y lo confirma con Monstruos cotidianos.

18 junio 2009

Un pasaporte norteamericano al cuento

Tobias Wolff

Aquí empieza nuestra historia

Alfaguara, 2009

ISBN 978-84-204-2274-9


472 pág.


22 euros


Javier Mije


"Es horrible a lo que nos acostumbramos", afirma una de las atribuladas criaturas de este libro, compilación –realizada por el propio Tobias Wolff (Alabama, 1945)- de toda una carrera como cuentista que, paradójicamente –si admitimos que la costumbre y el embotamiento de la percepción suelen ir de la mano-, puede definirse por su extraordinaria habilidad para hacernos sentir las cosas. Asociado habitualmente al dream team del realismo sucio norteamericano, epígono de Hemingway por su querencia por la ambigüedad y lo elíptico, estos relatos -absorbentes, soberbios casi todos ellos- recuerdan aquella vieja afirmación de Chéjov –"es mientras estamos almorzando cuando sentimos que la vida se derrumba o cuaja nuestra felicidad"- que legitimaba definitivamente la trivialidad como materia literaria. A partir de conflictos en ocasiones ínfimos –que focalizan en la mayoría de los casos la institución familiar en lo que constituyen soterradas experiencias hacia la madurez- Wolff levanta historias de gran intensidad. Elaborados con una enorme economía expresiva, atentos a la minucia deliciosa de los detalles que son la fibra de toda gran literatura –"se echó hacia delante y se puso a jugar con el salero y el pimentero, haciéndolos sonar y deslizándolos como si fueran una pareja de baile" (pag. 180)- estos relatos –son palabras del propio autor que pueden suscribirse una por una- “captan las sutilezas, las fracturas y el desarraigo de la vida norteamericana”. De cualquier vida. Lo hacen además sin cargar las tintas en el patetismo, sin juzgar ni tomar partido por unos personajes que nos transmiten sus dudas -¿por qué hacemos lo que hacemos?- ante las encrucijadas en que se ven envueltos, y que en mitad de la tormenta luchan siempre por mantener su dignidad. Wolff tiene la rara virtud de escribir las palabras justas sin desdeñar por ello el lenguaje metafórico –el desierto, la autopista o El Dorado traído a uno de los cuentos son algo más que el simple telón de fondo de sus fábulas-, superpone el pasado y el presente rompiendo la linealidad temporal, construye muy eficaces diálogos cargados de ironía, y nos lleva de la mano hacia desenlaces llenos de ambigüedad donde intuimos, sin llegar a asirlo plenamente -¿no es la literatura la promesa de una revelación que no se cumple?- la presencia de algo profundo y decisivo que nos afecta (hay mucha emoción en esos finales que a veces parecen desenfocar la historia principal para crearnos una intensa sensación de extrañamiento). Todo para revelarnos la fragilidad de las relaciones humanas, las trampas de la impostura, la impiedad y la incomprensión del entorno –léase atentamente Avería en el desierto, 1968- en fin, nuestra soledad y desasosiego. Dice Wolff que el cuento es la forma norteamericana perfecta. Carver, Ethan Canin, James Salter, John Cheever y él mismo parecen demostrarlo.

17 junio 2009

La novela bizantina de Belmonte


Juan Belmonte, matador de toros

Manuel Chaves Nogales

Libros del Asteroide, 2009

ISBN: 978-84-936597-9-0

376 páginas

17,95 €

Prólogo de Felipe Benítez Reyes



Manolo Haro

La sinuosa recuperación editorial que en los últimos años se está llevando a cabo con la obra de Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944) extrae del limbo del olvido a una de las plumas más versátiles del reportaje periodístico español. A pesar de contar con diferentes títulos publicados en ediciones de bolsillo (Alianza y Espasa-Calpe) y de haber visto la luz su obra narrativa (felizmente reeditada) y periodística (recién salida de imprenta) completas ambas gracias a la Diputación de Sevilla, es ahora cuando Chaves Nogales llega a las mesas de novedades, vistoso y apetecible, de la mano de Libros del Asteroide con El maestro Juan Martínez que estaba allí y con el volumen que nos ocupa, Juan Belmonte, matador de toros.

La génesis de esta obra puede rastrearse a partir de una pregunta que el diario madrileño Ahora, del cual era redactor jefe el autor, lanzaba a sus lectores a finales del año 1934: “¿Recuerda usted cómo era la vida en España a principios de siglo?”. Entre las muchas respuestas que llegaron al rotativo, estaba la de Juan Belmonte. No resulta difícil imaginar, tras la lectura de esta genial biografía, lo que llevó a Chaves Nogales hasta su paisano: Chaves Nogales sabía del tamaño humano, de la personalidad y de la vida de un mito vivo del toreo; también sabía que la cita con Belmonte le regalaba la posibilidad de volver a recrear una Sevilla que uno y otro compartieron separadamente. El fruto de estos encuentros vio la luz en forma de “folletín-reportaje” con 25 entregas de la revista Estampa entre junio y diciembre de 1935.

Javier Marías ha afirmado que esta biografía se lee como una novela. Cierto. Tal vez tenga incluso que sumársele al título de novela el marchamo de bizantina, cuajada como está de aventuras y viajes por la Península y por América. Detrás de un riquísimo anecdotario, unas veces amargo, otras hilarante, está un tipo humano que nunca se vio a sí mismo como un héroe. El estilo vital y taurino de Belmonte, como él afirma, deviene en espiritualidad: surge de la oscuridad de la muerte entrevista de niño en forma de hombre ahorcado en su barrio; del babero negro colocado a la pérdida de su madre y de la consiguiente soledad; de las noches en las dehesas tentando toros invisibles; y del hambre y la racanería de la fama.

El escritor ha desaparecido, ha sabido templar su pluma y darle todo el protagonismo al torero. Por ello esta obra sobrecoge y nos emociona. No hay truco. La escritura borbotea con una naturalidad implacable. Pero, además, leer estas páginas a la luz del suicidio de Belmonte le otorga un sesgo extraño. Hay en ciertos pasajes un aviso de este inapelable 'fatum', donde las palabras del diestro se conforman como su propio coro griego, por ejemplo, en sus maneras de torero y, aunque resulte insólito, en su enfermiza relación con la lectura. De niño, las novelas de Salgari lo llevaron a fugarse de su casa de Triana junto a un amigo en dirección a África para matar leones; una vez visto el mar de Cádiz, se amedrentaron y volvieron. Una chiquillada. Pero allá por 1915, los libros le llevaron a la monomanía de la autoinmolación con una pistola que había comprado en París. Uno de sus autores de cabecera en aquellos días fue D'Annunzio, del que tomó este adagio como forma de vida: “El peligro es el eje de la vida sublime”.

Tal vez en la figura de Ernest Hemingway haya algo que nos recuerde a los dos sevillanos. El periodismo y el flirteo con la muerte en todas sus formas son un binomio presente en la vida del norteamericano: las corresponsalías de guerra, el amor por la Fiesta, los safaris africanos, la pesca extrema, las armas y el suicidio.

Chaves Nogales perteneció a una estirpe de escritores que creían en la literatura comprometida. “Andar y contar es mi oficio”, decía. De ahí que cubriera la revolución bolchevique, la gestación de los fascismos o los albores de la Segunda Guerra Mundial. Hemingway también confió en que esa relación entre la historia y la escritura era la única forma de entender la labor periodística.

La parte belmontiana de Hemingway está alejada de la prensa. El autor fue sometido a una terapia de electrochoque en la clínica Mayo dado su estado depresivo. “¿Qué sentido tiene destrozarme el cerebro y aniquilar mi memoria, que es el único capital que poseo y retirarme de la escritura de por vida?”, afirmó en cierta ocasión. Antes de todo esto, cuenta Herrera Sotolongo, su médico personal en Cuba, en la finca Vigía el escritor se sentaba descalzo en una poltrona, colocaba la culata de la Mannlicher Schoenauer 256 sobre la alfombra y se inclinaba hasta apoyar el cielo de la boca en el cañón del fusil. Sonreía y decía: “El paladar es la parte más blanda de la cabeza”. El suicidio del escritor tuvo lugar en julio de 1961. Cuentan que Belmonte cuando se enteró manifestó: “Bien hecho, Ernesto”.

Al final de Belmonte, matador de toros figuran estas palabras. “Todo esto que he contado es tan viejo, tan remoto y ajeno a mí, que ni siquiera creo que me haya sucedido”. En la remota mañana del 8 abril de 1962, el torero se descerrajó un tiro en la cabeza en su finca de La Capitana. No duden en leer “todo esto” que ocurrió antes.

16 junio 2009

El estilo frío de Yehoshúa

Una mujer en Jerusalén

Abraham B. Yehoshúa

Anagrama, 2008

ISBN. 8433974823

296 pág.
16,2 €

Trad: Sonia de Pedro
Título original: Shlihuto Shel Ha-memouneh Al Mashabei Enosh (La misión del director de recursos humanos)


Ilya U. Topper


Una mujer -limpiadora en una empresa de panificación, inmigrante semilegal, a todas luces ni siquiera judía- muere en un atentado y nadie la reclama en el depósito de cadáveres. Hasta que alguien utiliza su caso para denunciar la “falta de humanidad” de la empresa en la que trabajaba hasta poco antes de morir y se pone en marcha una impresionante maquinaria para repatriar el cadáver a su país.

Éste es el planteamiento de Una mujer en Jerusalén, última novela de Abraham B. Yehoshúa (Jerusalén, 1936), uno de los escritores israelíes actuales más aclamados. El título original concuerda mejor con el contenido: “La misión del director de recursos humanos”. Una frase anodina, fría, en consonancia con el estilo frío de la novela. La muerta, Julia Ragayev, es el único personaje del libro con derecho a un nombre propio, a todos los demás los conoceremos sólo por sus cargos (el director de recursos humanos, el dueño de la empresa, el periodista, la cónsul...). Un distanciamiento buscado -que también se expresa en los escasos diálogos- que dificulta la identificación del lector con los personajes y lo convierte en espectador de una película muda.
Yehoshúa ejecuta su obra con precisión y una correcta factura (aunque no queda claro para qué sirven los párrafos intercalados en cursiva, que describen la acción desde un punto de vista distinto al del director de recursos humanos: ¿reculó ante el riesgo de aburrir al lector con el estilo gris que asignó a su protagonista?). Pero el argumento no resuelve una pregunta esencial: ¿qué nos quiere contar el autor? ¿Adónde quiere llegar relatando que una gran empresa, y de paso un ministerio, se impliquen para hacer los honores a una inmigrante anónima por morir en un atentado, es decir “en una guerra que no era la suya”? Con algo de humor, la novela podría ser una comedia de enredo, con un trazo más emotivo podría convertirse en una reflexión sobre el compromiso con el prójimo, pero carece de ambos elementos.
Tampoco verá cumplidas sus expectativas quien abra el libro simplemente para acercarse a un país y ver reflejada la sociedad israelí. No hay rastro de Israel en esta novela, excepto el nombre de Jerusalén y el de dos o tres tipos de pan. Podría desarrollarse en cualquier lugar del mundo. Quizás creyera el autor que esta impersonalidad -omite incluso el nombre del país de origen de Julia Ragayev, a todas luces una república ex soviética- hiciera la novela más universal.
Me desdigo: sí hay un elemento característico de la literatura y la sociedad israelí en la novela, y es la total ausencia de cualquier mención al conflicto palestino. Puede parecer llamativo, teniendo en cuenta que el arranque del hilo narrativo es un atentado suicida. Pero un accidente de tráfico podría haber servido para el mismo fin. Israel vive de espaldas al conflicto y Yehoshúa no es una excepción. Aunque se le suele encuadrar dentro del campo pacifista israelí, en realidad, su ideario parece corresponder bastante bien al de esta inmensa mayoría de israelíes que considera el bombardeo y la muerte de palestinos civiles algo inevitable y moralmente justificado. En enero pasado, el escritor publicó una carta abierta en la que, tal y como resume su destinatario, el periodista israelí Gideon Levy, asegura que Israel “bombardea y mata a los niños de Gaza porque le preocupa su suerte” y quiere evitar que sigan estando sometidos a los insensatos milicianos de Hamás. Evidentemente, todo escritor es libre de elegir su tema, pero al hablar de Israel, uno no puede evitar recordar las palabras de Bertolt Brecht: “Qué tiempos éstos / en los que una conversación sobre árboles es casi un crimen / porque implica callar tantas injusticias”.

15 junio 2009

Tres traidores y un novelista



Anatomía de un instante

Javier Cercas

Mondadori, 2009

ISBN: 9788439722137

463 páginas

21,90 €



Jabo H. Pizarroso


De primeras uno se reserva muy mucho para libros como este que suponen un acontecimiento mediático de primera magnitud. Y digo esto porque las reservas aparecen cuando existe una confusión medida entre literatura y objeto de consumo masivo a tenor de la campaña y el marketing que anteceden a la salida al mercado de Anatomía de un instante, de Javier Cercas. Todo hay que decirlo, la excesiva reserva a veces provoca insospechados síndromes de Estocolmo. Al escritor lo conocíamos todos bien, o creíamos conocerlo bien. Sobre todo por Soldados de Salamina.

Pasó de ser el bicho desconocido de una caseta en la Feria del Libro de Madrid a la que nadie se acercaba para pedir un autógrafo Mont Blanc o Bic en las páginas de cortesía de su novela El móvil, a las colas interminables de lectores a los que enganchó esa relato bien trabajado, escrito con el tino polosteriano de las narraciones limpias y llevaderas, pero que pecaba a mi entender de un exceso de revisionismo posguerracivilesco, el miedo de los primeros aciertos. Los tiempos demandaban eso. Estábamos en los umbrales de los laberintos de la Memoria Histórica. Estaban muriendo los generalotes, había muerto Gutiérrez Mellado, aquel que le dijo a Felipe González que no tocara el tema de la guerra y la memoria hasta que los jerifaltes franquistas fueran pasto de gusanos. Y en ese Cercas estábamos, algunos con él y otros contra él. Algo que no cambió cuando publicó La velocidad de la luz.

Ahora llega Anatomía de un instante. Libro que según el propio autor pensó titular “La ética de la traición”. Y con él descubrimos y nos reconciliamos con un autor que ha dado un paso de gigante para la narrativa española. Tocar la política desde la ficción es mentar al diablo en España. Nadie se atreve. Tocar los mitos transicioneros también puede quemar al que ose hacerlo. Pero esto lo hace un Cercas valiente y lo hace desde un texto que es el epitafio de una muerte sorpresiva. Anatomía de un instante se inicia con el epílogo de una novela. Cercas se planteó escribir una novela sobre el 23 F, pero se dio cuenta de su fracaso y así lo indica en ese epílogo, porque en el 23 F la realidad superaba a la ficción.

Cercas se da cuenta de que no puede escribir una novela al uso y escribe una nueva novela contando todo el 23 F, y lo hace porque “tal vez lo verdaderamente enigmático no es lo que nadie ha visto, sino lo que todos hemos visto muchas veces, y pese a ello se niega a entregar su significado”. No esperen encontrar en este libro, sobre todo los apuntaladores de estanterías con libracos del 23 F, teorías nuevas, luces al final del túnel o revelaciones impactantes. Que si Alfonso Armada tenía el beneplácito de muchos representantes democráticos de partidos políticos para tirar por la calle de en medio, sí, eso ya se sabía. Que el Rey se reunió con Alfonso Armada y más o menos sabía lo que estaba tramando, sí, eso era conocido. La lectura y la grandeza de este libro vienen de otro sitio. He dicho previamente que es una novela. Es cierto. Lo es porque ordena una realidad y rescata de esa realidad lo que pocos han visto, pero lo rescata desde una palanca novelística y porque trabaja con personajes de ficción. Y ahí radica su temple y su importancia. Cercas no es el relojero suizo que juega con cartas trucadas y guarda ases bajo la manga. No puede. La realidad tramada se lo impide. Aunque muy pocos hayan visto la grabación completa del asalto al Congreso de los Diputados que estructura los bloques narrativos de este libro, en ese documental, en ese documento, están los clavos chejovianos que impulsan la narración de Cercas. Ahí está ese instante, ese gesto de Suárez sentado, impasible y enigmático, preparado toda la vida para ese momento sin saberlo, como un personaje de novela, mientras una ensalada de tiros le rodea como un enjambre de avispas. Ahí está también el gesto de Gutiérrez Mellado, cuando impide que le zancadilleen los golpistas. Y ahí está también el de Carrillo, que no se mete bajo el escaño y permanece impasible frente a un Congreso inhóspito. Esos gestos reales tienen tanta fuerza magnética que son ya ficción, la mayor verdad posible. Con ellos trabaja Cercas esta historia del 23 F, y lo hace desde la humildad y desde el rigor, lo hace desde la búsqueda de un saber desconocido para él y hasta cierto punto sentimental. Cercas se pregunta ¿Por qué mi padre y mi madre confiaron en Suárez? ¿Por qué lo hizo todo el país?, y la novela es eso. La novela es la certeza de que Suárez es un personaje de ficción. Es la búsqueda de una respuesta a esas preguntas. No revelo nada. Porque esto es una novela y hay que llegar al final para encontrarse en el camino con el recorrido experiencial, narrativo y vital que ha desplegado el autor en casi quinientas páginas. Valoraciones políticas, sociológicas e históricas hay muchas. Pero yo me quedó con que Anatomía de un instante es la novela de tres traidores que destrozan su pasado para posibilitar el futuro de un país. Tres hombres destinados a traicionar su vida entera para abrir espacios en la democracia española. La ética de un narrador tan contundente como Javier Cercas es haber calado el gesto de tres personajes que son tan reales como ficticios, Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo, y con ese gesto descubrir lo que todos habíamos mirado y uno sólo ha visto.

La cita de Borges que Javier Cercas utiliza en el epílogo es magnífica: "Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es". Los dos lados del espejo no están tan separados. La Anatomía de un instante es el análisis narrativo de todo lo que rodea y precede al momento en el que un personaje real, Suárez, sabe para siempre quién es y por eso mismo, por esa conciencia momentánea, por ese tiempo de ausencia cognitiva, salta de la realidad a la ficción. Gracias, Javier.