28 febrero 2013

Ligereza y profundidad


Después del terremoto

Haruki Murakami

Tusquets, 2013. Colección "Andanzas"

ISBN: 978-84-8383-449-7

192 páginas

17 €

Traducción de Lourdes Porta



José Martínez Ros

Los protagonista de Después del terremoto, este -extraordinario, ya lo podemos indicar- libro de relatos de Haruki Murakami no son lo que podríamos llamar “gente especial”. Más bien, todo lo contrario. Puede ser un joven oficinista que sigue viviendo con su madre, una señora muy religiosa y ligeramente desequilibrada. Puede ser una chica que, de repente, decide abandonar su entorno familiar, sus estudios, el lugar en el que nació e instalarse en una pequeña localidad costera. Puede ser un ejecutivo cuya mujer primero se obsesiona con los reportajes televisivos acerca del terremoto de Kobe de 1995 (al que se alude, de una forma u otra en cada uno de los seis relatos que componen el libro) y, finalmente, sin ninguna explicación, lo abandona. Puede ser un escritor sin éxito que rememora un fallido primer amor de sus años de universidad…

Son personas con las que cualquiera de nosotros podemos sentirnos identificados, que padecen una cierta, pero nada anormal, melancolía o tristeza o alguna de las múltiples formas de la soledad contemporánea, pero que, sobre todo, experimentan una sensación de vacío, de estar incompletos, aislados, inarticulados que todos conocemos, ¿verdad? Y que de repente se topan lo extraordinario, con una visión, un hecho, una epifanía privada que de repente ilumina la penumbra monótona de su existencia, que les permite, por primera vez, a menudo de manera dolorosa, comprender su propia vida. Una técnica que hace que este libro de cuentos nos recuerde, y mucho, a los famosos Nueve cuentos de Salinger, y percibamos una vez más la gran influencia que ha tenido el autor norteamericano sobre el japonés.

Por supuesto, “lo extraordinario” tiene distintos rostros para cada uno de ellos. Un anciano pintor que tiene la inexplicable costumbre de encender hogueras por la noche, en una playa solitaria. Un desconocido al que le falta el lóbulo de la oreja y que tal vez sea el padre que nunca llegó a conocer el protagonista o el propio Dios. Incluso, una rana gigante de dos metros de altura que se presenta en tu casa, te sirve un té y te anuncia que debes ayudarla a salvar Tokio de una catástrofe inminente y sobrenatural (este relato, "La rana que salvó Tokio", el único puramente fantástico del libro, nos trae a la memoria, inevitablemente, a alguna de las películas de otro genio nipón, Hayao Miyazaki, el director de La princesa Mononoke, El castillo ambulante y El viaje de Chihiro). Murakami desarrolla cada una de sus historias con una prosa depurada y limpia que se adecua al contenido, a una narrativa compleja y multidimensional que sabe adoptar la máscara de la sencillez.

En su combinación de ligereza y profundidad, en la absoluta perfección de cada uno de los relatos que lo forman, este pequeño libro, de apariencia modesta, es una de las obras mayores de Haruki Murakami y una nueva prueba de que se ha convertido en uno de los más grandes artífices de la literatura contemporánea.

27 febrero 2013

Acierto pleno


Hijos de Babel. Reflexiones sobre el oficio de traductor en el siglo XXI

VV. AA.

Fórcola, 2013

ISBN: 978-84-15174-73-8

176 páginas

17,50 €




Antonio Rivero Taravillo

Son catorce los participantes en este volumen, y como en mi infancia (no tengo ni idea de cómo será ahora) componen una quiniela en la que todas las casillas -uno, equis, dos- son un acierto. Abordan lo que promete el subtítulo: "Reflexiones sobre el oficio de traductor en el siglo XXI", y lo acometen desde diferentes ángulos y sobre distintas trayectorias. Como es lógico, y en el ámbito de la traducción literaria, que es el que me importa, las páginas que resultan interesantes son las que firman los traductores que son a su vez escritores, ya sea en prosa (Mercedes Cebrián, Amelia Pérez de Villar, Juan Arnau, Berta Vías Mahou y Pablo Sanguinetti ), ya en verso (Xavier Farré, Eduardo Moga, y Martín López-Vega). Uno de ellos, Eduardo Iriarte, que lo es en ambos géneros, escribe acerca de la rara integración del creador y su recreador: "Hay ocasiones, tal vez no tan frecuentes como sería de desear, en que autor y traductor llegan a ser uno y lo mismo. Stephen Spender, poeta que vertió al inglés obras de autores como Rilke, Altolaguirre y Lorca, lo sintetiza a la perfección en unos versos dedicados a su traductor al japonés", y cita los emocionantes versos del autor de Mundo dentro del mundo: "Mi escritura inglesa asciende por tus ojos / luego reaparece por las yemas de tus dedos / [...] A medio camino entre ambos, nuestras lenguas / nos transforman a ti en mí y a mí en ti."

Farré se ocupa lo mismo que de poetas rusos (los casos de Nabokov y Brodsky) que de Yourcenar o del traductor polaco Stanisław Barańczak, cuyos dos preceptos que reproduce ("No traduzcas la poesía a prosa" y "No traduzcas buena poesía en mala poesía") parecen perogrulladas, pero no siempre fue así. Y es que como se cita en otro lugar del volumen, «la significación no es de ningún modo lo que constituye un poema» (Yves Bonnefoy). El cómo es, en definitiva, tan importante como el qué. La prosificación de un poema es la formación de un trombo, de un coágulo espeso que atasca lo que fluía naturalmente, y que suele ser mortal para el cuerpo que latía vivo. Puede llegar a contar, como una lápida funeraria, las hazañas del difunto, pero no nos engañemos: separada del ritmo, de la presentación versal, de sus blancos, ahí lo que hay es un cadáver. Una traducción que no atienda a la forma (la cual no necesariamente ha de ser la misma que la de partida, pero sí operar en la misma onda), incluso si el original es de prosa, será una traducción malograda. Cuántas veces un mal traductor afea, haciendo que el invitado, el texto que lo visita, se tienda en el lecho de Procusto. El traductor no tiene que embellecer, pero sí evitar que, como en esos programas de distorsión de voz propios de las películas con secuestro, quede amortiguado, irreconocible el tono, el decir del autor, aunque el mensaje sea el mismo.

En Miseria y esplendor de la traducción, José Ortega y Gasset escribió que "en el orden intelectual no cabe faena más humilde" que esta que nos ocupa. Es frase que me recuerda al relato que Borges hace en Literaturas germánicas medievales de la muerte de Beda el Venerable. Tras alabar que el autor de la Historia eclesiástica del pueblo inglés muriera traduciendo, glosa el argentino que aquel lo hizo cumpliendo "la menos vanidosa y la más abnegada de las tareas literarias". Puede que Borges leyera el artículo de Ortega cuando se publicó en La Nación de Buenos Aires en 1937 y le quedara un eco en la memoria al escribir su libro, pero desde luego no le hacía falta que el filósofo lo esclareciera sobre ese extremo: él mismo fue un traductor esforzado y humilde, y a veces de lenguas que aprendió para acceder directamente a sus originales, haciendo buena la máxima de que la traducción constituye la más profunda de las lecturas.

Los otros experimentados lectores-traductores y colaboradores de Hijos de Babel son David Paradela, Paula Caballero, Rafael Carpintero, Lucía Sesma y Marina Bornas, que se ocupan respectivamente de las retraducciones (los textos que reencarnan en más de una traducción a lo largo del tiempo), el traslado de los clásicos grecolatinos, el curioso caso del esquizofrénico Louis Wolfson y su distorsión del lenguaje y, 'last but not least', la traducción audiovisual, que cada vez cobra más importancia -ya sea mediante el doblado o con subtítulos-, dada la ingente presencia de películas y series extranjeras.
           
Estoy a punto ya de finalizar esta reseña y a enviarla cuando caigo en algo que me  desbarata su símil quinielístico de la apertura, no sé qué contrariedad conocida como "pleno al quince". Confieso que en juegos de azar me quedé en el golpe de dados de Mallarmé, pero no pasa nada: el decimoquinto en juego es Javier Jiménez, el editor de Fórcola, autor del prólogo.

26 febrero 2013

Verdad de la buena


La herida de abril

Vincenzo Consolo

Traspiés, 2013. Colección "Siete Suelos"

ISBN: 978-84-939505-5-2

124 páginas

16 €

Traducción de Miguel Á. Cuevas



Alejandro Luque

Vincenzo Consolo, el gran escritor de cuya muerte se cumple ahora un año, vivió convencido de que “no se pueden escribir novelas, porque engañan a los lectores”. El conocido argumento de Vargas Llosa según el cual la materia prima de la novela es la verdad de las mentiras, le habría hecho seguramente sonreír. Tal vez por eso Consolo escribió siempre novelas fuera de la norma, que a veces parecen crónicas, otras largos poemas en prosa. La herida de abril, la última de las suyas que quedaba por traducir a nuestro idioma, y paradójicamente la primera que escribió, es un ejemplo de que el arte de la novela también puede ser un arte de la verdad, de verdad de la buena.

La herida... es una historia de iniciación ambientada en una Sicilia todavía sacudida por el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial, abocada a la masacre de Portella della Ginestra, aquel sangriento primero de mayo de 1947 en el que murieron una veintena de vecinos a manos del bandido Giuliano y sus secuaces mientras festejaban la victoria electoral del Bloque del Pueblo. Se trata, pues, de un momento de luz entre dos sombras, la de la dictadura de Mussolini y el conflicto bélico, y la larga sombra posterior a las elecciones del 48 que dieron el gobierno al centrista De Gasperi, apoyado por la Iglesia y por la CIA. El protagonista lo rememora trayendo al presente los aromas del campo, de la leche en polvo americana y los tóxicos inciensos de la doctrina, como del sabor de los cigarrillos clandestinos compartidos y de los primeros besos.

Como explica muy bien el traductor Miguel Ángel Cuevas en su prólogo –al que sólo cabe reprochar que nos ponga tan alto el listón de la erudición–, el título de la obra evoca el famoso verso con que Eliot abría La tierra baldía, “Abril es el mes más cruel”, pero en realidad se lo debemos a un compañero de estudios de Consolo, el poeta Basilio Reale: “Por un árbol que propone el verde/ tras el alto muro del patio/ siento la herida de abril/ de regreso a los montes del Peloro”. Que Consolo tuviera siempre poetas a mano no es nada casual, pues su prosa –y esto eleva la faena de Cuevas al rango de gesta– posee una riqueza léxica, una cadencia y, en fin, una capacidad para crear el mundo nombrándolo que sólo podemos identificar con el arte de los versos, y donde se trenzan maravillosamente la lengua oficial y el dialecto, las palabras de los libros y el habla de la calle, la metáfora barroca y el exabrupto.
           
Las novelas clásicas, y sobre todo el cine, nos convencieron de que nuestras propias vidas eran historias con planteamiento –la cuna–, desenlace –el cementerio– y nudo –todo lo que hay, como decía Borges, entre las dos fechas fatales. Consolo es de los escritores que saben que trasladar la vida al papel, esa vieja ambición de la literatura, no puede reducirse a tales esquemas. A lo más que podemos aspirar es a atrapar momentos, fogonazos de vida, y componer con ellos un mosaico más o menos revelador. Así, la realidad se aviene más al 'sketch', el sainete improvisado, de ahí que el neorrealismo italiano –con el cual La herida de abril tiene notables deudas– echara mano a menudo de esa fórmula fragmentaria, saltarina y caprichosa, la misma que parece regir nuestros recuerdos.

Por otro lado pienso que, si con tanta frecuencia los libros y las películas tienden a mostrarnos Sicilia desde una óptica infantil –Cinema paradiso, Malena, No tengo miedo– es porque en cierto modo relacionamos la Magna Grecia con una infancia ideal de Occidente, con un estado prepúber de nuestra cultura, en el que la ingenuidad aún era posible y la iniquidad era todavía insospechada. También por eso nos conmueve y nos estremece La herida..., con la limpieza de su mirada y su desenlace de Arcadia en llamas.  
    
Gran amigo de Leonardo Sciascia, Consolo toma aquí mucho de la ópera prima de aquél, Las parroquias de Regalpetra, una narración neorrealista, una vez más “carente de argumento” por rehuir la referida estructura dramática. Sciascia, como Consolo –véanse La sonrisa del ignoto marinero, El pasmo de Palermo, Retablo De noche, casa por casa, mi preferida de toda la maravillosa obra consoliana– parten de un retrato de costumbres aparentemente inocente para llegar, a veces sin que el lector lo advierta, a un discurso de profundo aliento cívico y ético. Un discurso invariablemente orientado a señalar a los enemigos de la libertad, es decir, de la vida.

25 febrero 2013

Existe y yo lo conozco...


Limónov

Emmanuel Carrère

Anagrama, 2012. Colección "Panorama de Narrativas"

ISBN: 978-84-339-7855-4

396 páginas

19,90 €

Traducción de Jaime Zulaika

Prix des Prix 2011, Premio Renaudot, Premio de la Lengua Francesa


Sara Mesa

¿Quién es Limónov? ¿Quién es ese hombre que nos mira con severidad desde la cubierta de este libro, con atuendo militar, la mano posada en una máquina de escribir, girado hacia la cámara en un rincón de su desangelado escritorio? Es un personaje real, se apresura a decirnos Emmanuel Carrère desde el primer momento, “existe y yo lo conozco...”, un personaje fascinante, complejo, contradictorio, excesivo, testarudo hasta la idiotez, inigualable en todo caso... La atracción que tal sujeto genera en el autor de De vidas ajenas o El adversario es tan honda que el lector se siente contagiado de inmediato. El resultado es cautivador: el libro se lee más como una novela que como una biografía, y diría más: como una novela de aventuras, una novela apasionante protagonizada por un hombre que, de no ser porque basta con "googlearpara verificar su existencia real, parece sacado de un ejercicio de imaginación extrema.

Biografía novelada o novela biográfica... los libros que cabalgan en la hibridación de géneros suelen mostrar perfiles muy interesantes... En este caso, el propio Carrère, aunque siempre de fondo, se nos presenta también como un personaje de la obra. Carrère, que a principio de los 80 se sintió profundamente atraído por Limónov -cuando el escritor ruso era “el niño mimado del mundo literario parisino (...) nuestro bárbaro, nuestro gamberro: le adorábamos”-, se reencuentra con él años después y decide escribir sobre su agitada vida. De modo que el libro se convierte también en una historia sobre la propia escritura, sobre el por qué de esa fascinación que reside en la personalidad completa de Limónov, con todas sus luces y sus no pocas sombras.

Contradicción pura. Asombro. Admiración, pero también repulsa. Sentiremos todo esto al leer el libro. Carrère y Limónov cara a cara, en un combate desigual en el que obviamente ganará el segundo, el audaz, el apasionado, frente al papel de bobo aburguesado que el francés se atribuye a sí mismo. Pero Carrère se retira pronto y deja todo el protagonismo al ruso, para contarnos su vida en varios capítulos que abarcan desde 1943 a 2003, y que se ubican en diversos escenarios: Ucrania, Moscú, Nueva York, París, Sarajevo... Y en este recorrido, aparecen todos los perfiles de Eduard Savenko, el nombre auténtico de nuestro Limónov: desde fundador del partido extremista nacional-bolchevique, a poeta de vanguardia en sus años de juventud; desde mendigo en las calles de Nueva York, viviendo entre la picaresca y una sexualidad sórdida y desenfrenada, a romántico empedernido capaz de amar intensamente a una mujer durante años; desde escritor de prestigio 'underground' con sus escandalosos libros autobiográficos, a preso en la Rusia poscomunista por tenencia ilegal de armas; desde mayordomo de un millonario, a francotirador ocasional en la guerra de los Balcanes en apoyo de la causa serbia. Violento y místico, ambicioso pero capaz de renunciar a todo si es preciso, siempre franco, directo y a veces, nos da la impresión, llevado más por el instinto que por la inteligencia: así es Limonóv, o así nos los presenta Carrère. Esplendor y miseria se dan la mano en su peculiar vida, “un tipo sexy, astuto, divertido, que tenía a la vez un aire de marino de juerga y de estrella del rock (...) no era raro que al final de una cena, cuando todo el mundo estaba ebrio menos él, que tenía un aguante prodigioso para el alcohol, hiciera el elogio de Stalin, lo que atribuían a su gusto por la provocación (...) Le gustaba la trifulca, tenía un éxito increíble con las chicas...”. La limpidez de la prosa de Carrère -que muestra una vez más su talento para una escritura pulcra, envolvente y plena de matices-, nos absorbe tanto como las peripecias de su personaje. 

A pesar de los muchos episodios cuestionables de su biografía, Carrère afirma que no juzgará a su personaje. Su libro no está para eso. Bucea en las contradicciones más esenciales del escritor maldito y, por extensión, en las nuestras. En este sentido, creo que la orientación del libro no apunta tanto hacia la comprobación de la veracidad de lo contado (en efecto, Carrère no contrasta las fuentes y el punto de vista predominante es el del propio Limónov), sino hacia el análisis, mucho más escurridizo y subjetivo, de la irremediable atracción que se siente hacia los personajes extremos. No está escribiendo Carrère un reportaje periodístico -aunque haya mucho de su técnica-, ni un ensayo -aunque se encuentren densas reflexiones en la obra-, ni una biografía al uso -aunque haya mucho de ella, en efecto-, sino literatura, pura literatura que no se ancla en más limitaciones que las que el propio autor desea imponerse.

Pero además, este magnífico libro es también un relato sobre la convulsa historia de Rusia de los últimos cincuenta años, una crítica soterrada al aburguesamiento de la clase intelectual y a la interpretación unilateral de la realidad, una indagación en la contradictoria naturaleza humana y un paso más en la sólida trayectoria de uno de los escritores franceses actuales más interesantes. Merece, y mucho, ser leído.

22 febrero 2013

Los caminos del Diablo son inescrutables


El diablo a todas horas

Donald Ray Pollock

Libros del Silencio, 2012. Colección "Miradas"

ISBN: 978-84-940156-5-6

376 páginas

22 €

Traducción de Javier Calvo



Fran G. Matute

Que no. Definitivamente, Donald Ray Pollock no me convence. Ya tuve ciertos problemas de "credibilidad" con Knockemstiff (2009), por culpa de aquel supuesto realismo sucio que sabía a plastiquete, por mucha vocación ensayística que tuviera. Pensé entonces que el formato era precisamente lo que chirriaba. Incluso siendo verdad, no había Dios que se creyera aquellos relatos. Demasiado extremos. Por eso confiaba plenamente en reconciliarme con Ray Pollock a través de su primera novela, El diablo a todas horas (2011), un género que permitiría al autor dejar volar su imaginación -esa que presuponía perversa- y que no chocaría con mi aparente estrechez de miras. Quería creer. Pero nos hemos topado ahora con otros problemas mucho más insalvables, a mi juicio, que aquellos (ahora los veo así, en perspectiva) "pecadillos" que Ray Pollock cometió en su primera obra.

Y es una pena, porque El diablo a todas horas comienza de forma magistral. Exponiendo brillantemente una historia potentísima, protagonizada por un padre (Willard) y un hijo (Arvin) rodeados de enfermedades, fanatismos religiosos y violencia salvaje, que prometía enormes cosas. Pero una vez lanzado el anzuelo, a Ray Pollock se le empieza a llenar el bote de agua, poco a poco.

Me gustaría poder achacar los defectos que tiene esta obra a la falta de experiencia del autor. Pero si bien es cierto que El diablo a todas horas es la primera novela de Ray Pollock debería también tomarse en consideración que este señor cuenta con cerca de sesenta años y no creo que haya que estar a estas alturas perdonando pecados de principiante. Porque es precisamente eso, pecados de principiante, lo que percibimos en el texto.

La cuestión es que, una vez presentada la durísima historia de Russell y Arvin (que hubiese sido, por sí sola, un magnífica adición a su Knockemstiff) que, de alguna forma, es el eje principal de toda la novela, Ray Pollock se ve como obligado a recubrir dicha historia incluyendo personajes sin ton ni son. Personajes que, al final, se verán inexorablemente unidos a la tragedia de la forma más burda que existe. Piénsese, por ejemplo, en la pareja de 'psycho-killers' que van atemorizando las carreteras secundarias. ¿Cuántas historias se han visto ya como esa? Por no hablar del predicador que abusa sexualmente del rebaño infante de feligreses. Son caricaturas de escaso interés literario (al menos para principios del siglo XXI), forjadas por el cliché más irritante.

Esta situación es la que provoca, a nuestro entender, el gran desequilibrio que encontramos en El diablo a todas horas. Se dedican excesivas páginas a estos personajes sin enjundia -y que terminan siendo más circunstanciales que otra cosa- con el ánimo de engordar la novela, de hacer una obra coral. Y en el ínterin, se pierde la fuerza expresiva de la premisa, de ese eje central que es el que el lector quiere leer (o, al menos, el que a nosotros nos hubiera gustado seguir leyendo) y al que se acude en las últimas veinte páginas para proporcionar un cierre simplón y obvio. 

¿Cuál se supone que debe ser la lectura de la novela, su mensaje, su intención última? ¿Ofrecer una parábola de las consecuencias nefastas que tiene el fanatismo religioso en las mentes no educadas? Eso era, desde luego, lo que nosotros pretendíamos encontrar leyendo El diablo a todas horas. Y en sus primeras cien páginas se expone la cuestión perfectamente. El resto, es caída libre. Insistimos en que el verdadero problema de El diablo a todas horas son sus supuestas ansias de ambición. Seguramente piense Ray Pollock que a su edad ya va siendo hora de poner toda la carne en el asador. Pero al autor parece que se le olvida por el camino que una novela no es una mera acumulación de historias que se entrelazan de forma casual en el último instante, en un simple giro del destino. 

Hay una poética, evidentemente, detrás de todo lo que Ray Pollock escribe. Y es una que nos interesa, al menos, sobre el papel. Ese Medio Oeste fantasmagórico, paleto y abandonado a su suerte, que es el verdadero protagonista de esta obra. Nos recuerda al gótico sureño, que tanto nos gusta. Nos reconcilia con el ‘white trash’. Su obra parece contener todos los elementos necesarios para que nos encandile. De hecho, nos hubiera encantado colocar a Donald Ray Pollock al mismo nivel que, por ejemplo, James Dickey o Harry Crews. Pero si los caminos del Señor son inescrutables, no me quiero ni imaginar cómo serán los del Diablo. Y bien podría ser esta novela la prueba. Pues parece que, al escribirla, Donald Ray Pollock se haya metido en ellos para perderse, completamente, en su interior.

21 febrero 2013

Un 'blockbuster' global



El atlas de las nubes

David Mitchell

Duomo, 2012. Colección "Nefelibata"

ISBN: 978-84-9272-3-799

608 páginas

21 €

Traducción de Víctor V. Úbeda


José Martínez Ros

Incluso antes de que se anunciara su adaptación al cine por los responsables, respectivamente, de la Trilogía de Matrix Corre, Lola, corre, la novela de David Mitchell El atlas de las nubes estaba destinada a convertirse en una de las más extrañas criaturas de pueblan el mundo editorial: un 'best-seller' de culto, una de esas raras obras que son devoradas casi compulsivamente por cientos de miles de lectores y alabadas por su complejidad y una escritura que, ciertamente, está por encima de la media. Muy, muy por encima. Una novela de la misma especie que, por ejemplo, La insoportable levedad del ser de Milan Kundera o La conjura de los necios de John Kennedy Toole.

Quizás la clave se encuentra en la propia personalidad literaria del autor: si uno ha seguido la carrera de David Mitchell, desde su magnífico debut, Escritos fantasmas, en el que ya ensayaba una descripción de las marañas de un mundo global, a la más reciente, Mil otoños, una melancólica novela histórica ambientada en el Japón del siglo XVIII que devuelve su dignidad a un género que suele presentar un devaluado, subterráneo, nivel literario, comprende que por encima de su admirable capacidad de experimentación con distintas voces y técnicas, lo que es Mitchell es, ante todo, lo que se suele llamar “un narrador nato”. Normalmente, esa expresión se utiliza para definir a un escritor para el que la narrativa no ha evolucionado ni un ápice desde Tolstoi, cuando no desde el anónimo (o no) autor de El Lazarillo, pero que en el caso de Mitchell adquiere todo su sentido: Mitchell es un escritor postmoderno, incluso cabría decir que muy postmoderno, que ha leído -y asimilado-, por decir dos nombres, a Thomas Pynchon o Vladimir Nabokov, pero que emplea todas sus argucias y trucos postmodernos con el noble fin de seducir y atrapar al lector.

El atlas de las nubes está compuesto de seis historias sutilmente entrelazadas que abarcan del siglo XIX a un futuro aún lejano y apocalíptico, todas ellas narradas en primera persona por una serie de personajes que van de un joven notario que viaja por el Pacífico y se topa con los devastadores efectos de la colonización europea a uno de los últimos supervivientes de la humanidad, reducida a habitar en un estado de poco más que tribal unas pocas islas dispersas por el globo cuando el resto del planeta ha sido devorado por las radiaciones nucleares y otros desastres ecológicos. Un conjunto de protagonistas que también incluye, entre otros, un compositor bohemio y bisexual, un anciano editor encerrado contra su voluntad en un asilo e, incluso, una clon. Con el salto de historia a historia, muta igualmente la voz narradora, que pasa de los ecos de Melville Conrad de la primera secuencia a disfrazarse de Evelyn Waugh, Nabokov, J. G. Ballard o, incluso, ¡John Grisham! (si, una de las historias imita de forma consciente el estilo de las novelas de los 'best-sellers' de suspense, y no lo hace nada mal). Quizás el único problema sea que, al colocar en paralelo seis historias, unas compiten involuntariamente con otras en la mente del lector, algo casi inevitable.

No quiero desentrañar la clave de su particularísima estructura: sólo afirmar que Mitchell, a pesar de sus continuas metamorfosis narrativas, consigue convencernos de que todas las mininovelas que conforman El atlas de las nubes están entrelazadas en una unidad mayor que, además, comparte una serie de temas: la solidaridad entre los seres humanos, el amor a la naturaleza, la libertad de pensamiento frente a la opresión del hombre por el hombre, el consumismo desaforado y la adoración de la tecnología. Es probable que Mil otoños sea una mejor novela, pero, desde el punto de vista estrictamente literario, un libro como El atlas de las nubes es una pequeña hazaña.

Llévenselo a la playa este verano. No creo que se arrepientan. Compite en una categoría donde no hay nadie mejor.

20 febrero 2013

La gran cosmópolis


Geometría y angustia. Poetas españoles en Nueva York

VV. AA.

Fundación José Manuel Lara, 2012. Colección "Vandalia"

ISBN: 978-84-96824-95-9

336 páginas

19,90 €

Edición de Julio Neira



Antonio Rivero Taravillo

Aunque no fue publicado en vida de su autor, Poeta en Nueva York (1940) es el Rubicón (con la mezcla de aguas del East River y del Hudson) que delimita como una baliza el interés por la megalópolis estadounidense en nuestra poesía. Antes de ese libro hay textos de desigual valía y difusión; después, el inevitable magnetismo de un título emblemático y poderoso, que puede llegar a erigirse no tanto como acicate como obstáculo: remontar el gigante Federico García Lorca, también él mismo un rascacielos.

Como bien señala Julio Neira en su extensa y documentada introducción "Fabulosa como un Leviatán" (palabras que toma de Luis Cernuda en Ocnos), varios factores han contribuido a que Nueva York haya concitado toda una montaña de poemas: el exilio de la Guerra Civil, la oleada de jóvenes poetas profesores que fueron allí a ganarse la vida y, de paso, salir de un país alicorto durante los años del franquismo, la relativamente generalización de los viajes por avión, el prestigio literario adquirido por la urbe y, hace poco más de una década, el suceso de impacto mundial, contemplado por no pocos en directo, que fue el atentado terrorista contra el World Trade Center.

Una y otra vez hace mención Neira en su estudio preliminar al capitalismo deshumanizador del que es protagonista Wall Street, sinécdoque de Manhattan y, en suma, de toda Nueva York, y de cómo muchos poetas han reaccionado a esa contradicción entre la riqueza rampante y la reptante miseria de la gran ciudad, casi siempre desde posturas independientes (como José Moreno Villa), a veces afines al marxismo (Rafael Alberti) e incluso, caso curioso, desde un falangismo como el del poeta onubense Jesús Arcensio, un raro que para muchos será uno de los descubrimientos de este libro. "El planteamiento es coherente con el obrerismo del ideario joseantoniano de este poco conocido autor, que pretendía una revolución contra la opresión capitalista y la defensa del valor individual de los trabajadores", observa Neira. Y habría que añadir que Arcensio poesía un extraño tinte profético, por lo que respecta a la caída de las torres gemelas. En el poema aquí incluido escribe: "De tus escombros de sangre, ya con sangre / saldrán los hombres -rojos, negros, blancos- / en hermandad de pulso y oraciones. / De entre tus derrumbados rascacielos, / vuelo alzarán la flor, la mariposa, el ave..."

Muchas cosas se han dicho de la ciudad que conocemos como "la gran manzana", y aquí hallamos varias de estas fórmulas de variada expresividad e invención: "El marimacho de las manos sucias" la llama Juan Ramón Jiménez, "el mayor decorado de los siglos de los siglos" Abelardo Linares o "la gran cosmópolis", Rubén Darío. Neira, que también ha firmado recientemente una Historia poética de Nueva York (Cátedra), como todo antólogo se ha visto obligado a escoger y deja claro su criterio: "La calidad y relevancia de los poemas de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Rafael Alberti o José Hierro justificarían una presencia más amplia en el índice, pero son sobradamente conocidos y he preferido que dejaran espacio a otros textos mucho más difíciles de encontrar, bien por la juventud de sus autores bien por su publicación fuera de los canales de distribución habituales".

Solo lamento que "Réquiem" de Hierro, aunque es mencionado por Neira, no forme parte de la selección. Con el fondo de bajo continuo del rito en latín, se trata de uno de los poemas más conmovedores del santanderino, escrito tras la lectura en un periódico neoyorquino de la esquela de un compatriota llamado Manuel del Río, cuyo cadáver está depositado en la funeraria: "Y en D'Agostino lo visitan / los polacos, los irlandeses, / los españoles, los que mueren / en el week-end." Pero no es un poema para citar versos aislados.

"La llegada", "Geografías", "La ciudad del cheque", "Culturas y "Despedida" son las cinco secciones que cobijan los textos (algunos en prosa como los del juanramoniano "Espacio") de las varias decenas de poetas representados, que llegan hasta alguno nacido en los años ochenta, como Nacho Escuín. Dejando aparte lo más insustancial y postalístico (permítaseme el neologismo), que lo hay, también hallará el lector momentos de íntimo lirismo, como lo que se entrevé en la relación clandestina de uno de los grandes ya citados o en la pincelada final del malogrado José Elías, quien, tras serle solicitadas noticias y detalles de un viaje a NY confiesa que los otros nada entenderían: "Pues yo hubiera callado el nombre clave / de mis desorientadas andanzas", el nombre que pronuncia nada más regresar asiendo por primera vez el teléfono. Y no falta tampoco la fina observación, uno de los ingredientes de la buena poesía. Así, la profusión de rótulos luminosos de Broadway hace que Juan Ramón Jiménez se pregunte ante la visión de la luna entre dos rascacielos: "¿Es la luna, o es un anuncio de la luna?". Y siguiendo con la mirada a lo alto: "Nuestro apego a la tierra / hoy se afianza, en este carecer / de un vértigo hacia arriba", descubre Lorenzo Oliván.

Pero también hay otros tonos. En su habitual versículo que tan bien se presta a lo narrativo se presenta el extenso "Nueva York" de Manuel Vilas procedente de Resurrección, con el exceso, la virulencia y la incorrección política o moral que son ya marca de la casa. Y con toque de humor, jugando con la proporción, escribe Rafael Guillén al sobrevolar en avión la ciudad: "Como es de noche, desde aquí no veo / a los negros. Da risa. / Si yo fuera gaviota, dejaría / caer un huevo sobre Brooklyn. Pienso / lo fácil que fue aquello / de Hiroshima. Inclino el ala izquierda / y se encogen de miedo veinticinco / rascacielos. Con el dedo meñique / podría desviar el East River".

No faltan el jazz, Walt Whitman, el recuerdo del propio García Lorca, el metro, los museos, Central Park o el cinematográfico puente de Brooklyn. No sé si la distribución comercial de este libro alcanzará a los Estados Unidos, pero yo creo que se vendería entre los españoles ilustrados (algo que cada vez más va a tender a ser un pleonasmo) que estén de paso. Lo comprobaré en la Barnes and Noble de Union Square o en The Strand la próxima vez que pase por allí a darme un garbeo. Uno, como el autor de Nadie conoce a nadie, puede afirmar, o casi: "Me llamo Juan Bonilla / y vivo en las afueras de New York / (para ser más exactos en Sevilla)." Y, naturalmente, también yo escribiré mi poema. No iba a ser menos.

19 febrero 2013

Siempre con ganas de más


El sentido de un final

Julian Barnes

Anagrama, 2012. Colección "Panorama de Narrativas"

ISBN: 978-84-339-7852-3

192 páginas

16,90 €

Traducción de Jaime Zulaika

Premio Man  Booker 2011


Rafael Suárez Plácido

Al final todo cambia. Cuando conocemos todos los detalles de una historia —y me pregunto si llegamos a conocerlos alguna vez—, lo que antes nos parecía inequívocamente que era de una manera, pasa a ser de otra. Probablemente, incluso se trate de todo lo opuesto. ¿Hay alguna defensa ante esa continua posibilidad de errar? No estoy demasiado seguro, pero hablaría del criterio, de una suerte de improvisación, cierta intuición con las personas y las situaciones, o de la experiencia, o de algún modo de inteligencia.

La última novela publicada en España de Julian Barnes (Leicester, 1946) parece interrogarnos sobre este asunto. Y lo hace de la mejor manera posible. Nos cuenta una historia deliberadamente sesgada (no hay mejor manera de manipular una historia que en una novela, ¿qué es el periodismo actual sino una mala novela?) en la que va introduciendo pequeñas variables que nos llevan de aquí para allá. Llegamos a sentir cierta compasión por la vida del narrador, Tony Webster: un ser completamente anodino que en algún momento de su vida llegó a tener sueños de cierta grandeza, la esperanza de que iba a vivir una vida plena de aventuras, cuando era un joven adolescente que había leído a Orwell y a Huxley, y formaba parte de un grupito de cuatro amigos con delirios de cierta grandeza, o cuando se alejó de su confortable casa-nicho en la Inglaterra de los setenta y viajó a Estados Unidos y allí su vida pudo cambiar y ser vida.

Cuando Tony Webster comienza a contarnos su historia, tampoco es que nos engañe. De hecho, él mismo nos advierte que se trata de “algunos recuerdos aproximativos que tiempo ha deformado y transformado en certeza. Aunque ya no tengo la seguridad de que algunos sucesos fueran reales, al menos recuerdo con claridad las impresiones que dejaron. Es lo más lejos que llego.” Y todo es válido, porque de lo que se trata es de hacer vivir al lector las sensaciones que vivió el narrador en cada momento. De hacerle dudar cuando él dudó o creer que había llegado al final del enigma cuando él lo hizo. Aunque él ya conocía todo lo que había pasado y el porqué de las cosas, desde la primera línea de la novela, nos toma de la mano y parece que nos invita a un viaje por su tiempo y nos dice algo así como: “Acompáñeme. Esto es lo que yo he vivido en cada momento: tal cual.” De todas formas, lo que más me ha interesado no es la trama principal de la novela: la relación entre el narrador, Tony, y Verónica, y la posterior de esta con su mejor amigo, Adrian. Esa es la excusa, el viaje que nos lleva por las páginas de El sentido de un final, buscando comprender ese final. Pero lo que realmente nos interesa es eso mismo, el viaje. Y a la manera de Cavafis, el autor nos lleva por lo que fue la vida de Tony Webster, por unos paisajes humanos y urbanos muy próximos a los que debió vivir el propio Julian Barnes. Una época —los años 60, los primeros 70—, en la que era posible que cuatro jóvenes escolares adolescentes se caracterizaran por sus lecturas, muy diferentes de las que leerían los jóvenes lectores actualmente: “Si Alex había leído a Russell y a Wittgenstein, Adrian había leído a Camus y a Nietzsche. Yo había leído a George Orwell y Aldous Huxley; Colin, a Baudelaire y a Dostoievski.”

Estos jóvenes veían pasar el tiempo esperando que llegara un tiempo en el que realmente les pasaran cosas excitantes, y no dándose cuenta de que aquel era el tiempo en el que estas cosas podrían pasar. En algún momento, sin embargo, tendrían que cortarles las alas, y ese momento fueron los años posteriores de juventud: sus veinte años, en los que su único interés, y lo único que les estaba vedado, era el sexo.

Este momento de la historia de Inglaterra es el mismo que nos cuenta Ian McEwan en su Chesil Beach. Dos novelas diferentes con un mismo protagonista subliminal: el sexo o, para ser más exactos, su permanente ausencia fuera del matrimonio. Inglaterra, aunque no sólo Inglaterra, era un país lastrado por este problema que en Estados Unidos estaba ya bastante superado. De hecho, los dos protagonistas, el de Chesil Beach y el de esta novela, tienen viajes por Norte América que les aportan un poco de aire fresco y les abren al mundo, aunque sólo sea para regresar de nuevo a él.

El hecho es que Tony Webster se casa, tiene una hija, se separa y mantiene una relación más o menos afectuosa con su ex, sin saber muy bien por qué hace todo esto. Podría decirse que sin querer o que por no salirse demasiado de una norma que ha venido siguiendo toda su vida: su deseo de llevar una vida anodina. Es que, en realidad, Julian Barnes, ya desde su primer gran éxito, El loro de Flaubert, que no recuerdo demasiado, aunque sí recuerdo la grata, gratísima sensación que me dejó, no hacía demasiado hincapié en los detalles de la trama, sino más bien en una serie de reflexiones que parece que son lo que realmente desea contarnos. Así ocurre también en El sentido de un final: uno sabe que ha sido zarandeado de un lado a otro de la cubierta del barco, y al final todo ha salido como queríamos demostrar. Es posible que siempre ocurra así cuando se trata de los libros de Julian Barnes: siempre consigue lo que se propone. Aunque eso no quite que lamentemos quedarnos siempre con ganas de más. Así estamos ya: esperando por la próxima novela.

18 febrero 2013

El tábano de Ío


Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin

Bruce Chatwin

Sexto Piso, 2012

ISBN: 978-84-15601-16-6

556 páginas

28 €

Selección y edición de Elizabeth Chatwin y Nicholas Shakespeare

Traducción de Ismael Attrache y Carlos Mayor


Coradino Vega

En las anotaciones del que fuera director de la escuela en la que cursó su enseñanza primaria, aparece un rasgo definitorio del carácter de Bruce Chatwin que cualquier psicopedagogo actual diagnosticaría como trastorno por déficit de atención hiperactivo. Y es que la idea de su viuda y su biógrafo, al agrupar y comentar estas cartas que abarcan desde que el autor de En la Patagonia tenía ocho años hasta un mes antes de morir sin cumplir los cuarenta y nueve, parece pasar por que nos fijemos en la cartografía interior de quien fue uno de los escritores más itinerantes que se hayan conocido. Irresistible y seductor, tan consciente de su ingenio como de su atractivo, de una temprana cultura exuberante, fetichista, esnob, cariñoso, egoísta hasta la irritación, reservado, mordaz con tendencia a una agudeza ácida cuando no directamente cínica, de brillante sentido del humor y una locuacidad ciclotímica tan estimulante como exagerada, Chatwin despliega en su correspondencia un grado más del álter ego que aparece en sus principales libros sin entrar en los chismes íntimos que sí revelaron su biografía: “Yo no creo en eso de confesarlo todo”, le dijo a su amigo Paul Theroux. Pero si hay un cariz que presida en todo momento su temperamento, ése es el mismo que dirige sus pasos en zigzag por el mundo y que se torna en la propulsión de la mayor parte de su obra: la curiosidad por lo desconocido, por ir más allá, por penetrar en el misterio para extraer su belleza; la incapacidad de estarse quieto mucho tiempo en un mismo sitio; el ansia de busca, de huida y de intensidad, bajo la que subyace, según Enzensberger, “una presencia turbadora”, algo sobrio, solitario y conmovedor que hace que cada vez que releamos sus libros encontremos siempre una prueba de innovación, otro detalle de su genialidad, una veta que nos pone en la pista del poderoso legado de lo que dejó escrito.     

Con sólo veinte años controlaba los departamentos de antigüedades, impresionismo y arte moderno de Sotheby’s, donde conoció a su esposa, y viajaba por media Europa, Nueva York o las excavaciones de Oriente Próximo como si fuera un profesor universitario. Precoz fue también su hartazgo del mundo de las subastas y el coleccionismo y, aprovechando el diagnóstico de un oculista, huyó a Sudán para estudiar arqueología a su regreso en la Universidad de Edimburgo. Duró poco. Pronto detestó la academia tanto como trabajar o volver a su Inglaterra natal, el único país en el que nunca se sintió en casa. De esa época data su matrimonio con Elizabeth Chanler, la compra de Holwell Farm —una granja con ovejas en la que al cabo de un solo día le entraban “temblores causados por el malestar del sedentarismo”— y el proyecto de escribir un ambicioso ensayo sobre el nomadismo, cuya sinopsis detalla minuciosamente en una carta dirigida a su editor fechada el 24 de febrero de 1969. En la primera concepción de ese libro que pensó titular The Alternative Nomad y que sólo diecisiete años después vería la luz convertido en Los trazos de la canción, estaba ya todo Chatwin. La solución a la eterna pregunta de por qué el hombre, desde el principio de los tiempos, se debate entre el ansia de explorar y el anhelo de mantenerse en la civilización sólo era la forma que tenía de explicarse a sí mismo. Mientras, los viajes son constantes y se suceden a un ritmo vertiginoso. Hay cartas remitidas desde Afganistán, Níger, París, Punta Arenas, Camerún, Patmos, Nepal, la Toscana o Provenza, Ronda, Alice Springs, y un largo y heterogéneo etcétera. Chatwin siempre está pensando en su próximo destino, ideando planes: “El cambio es lo único que le da sentido a la vida. No te la pases delante de un escritorio. Puedes acabar con úlceras y cardiopatías”. Su avidez oscila de la paleontología hasta la antropología, pasando por la botánica y la obsesión por adquirir y vender antigüedades u objetos exóticos: una cabeza maorí que —según decía él— había pertenecido a Sarah Bernhardt, un símbolo sintoísta del siglo XVII que le parecía un brancusi, una mesita marroquí, un metro de tela de seda persa, las mancuernas de un marajá, una capa de plumas peruana, una figura mesopotámica de hematita que representaba la imagen de un pato. Siempre preocupado por la cuestión económica, cuando decide al fin que su vocación es escribir, Chatwin manda a su mujer a visitar posibles casas en la que retirarse a trabajar alejado de “las bibliotecas y la obra de los otros hombres” y poder “mirar con ojos nuevos”. Pero antes entraría en nómina en The Sunday Times Magazine, para la que entrevistó entre otros a Malraux, Indira Gandhi o a la viuda de Ósip Mandelstam, uno de los escritores que más admiró junto a Isaak Bábel. De la revista se despediría con una escueta nota: “ME HE IDO A PATAGONIA CUATRO MESES”.

Alentado por la diseñadora de interiores Eileen Gray, y obsesionado con la historia de un tío bisabuelo, decidió llegar al “punto más lejano al que el hombre ha llegado a pie desde su lugar de origen”: al Cabo de Hornos, a la isla de Tierra del Fuego. El resultado sería su primera publicación, su primera obra maestra, ese libro maravilloso e inclasificable titulado En la Patagonia. A mitad de camino entre la crónica de viajes, el periodismo literario, la llamada autoficción y la novela, es todo eso a la vez y nada de eso exclusivamente. Según el propio Chatwin, que se quejará de lo mal que la crítica iba a comprender “esas cosas tan extrañas” que escribía, se trataba de un símbolo de la necesidad de estar siempre en movimiento, de un viaje alegórico siguiendo el esquema clásico (“el narrador sale a buscar a la bestia, etcétera”). Según W.G. Sebald, la originalidad de Bruce Chatwin radicó en derribar las barreras impuestas por editores, libreros y críticos, en sus estructuras e intenciones enigmáticas, en su promiscuidad, en cómo rompió el molde del libro de viajes para introducirse en el ámbito de lo metafísico y lo milagroso. “La búsqueda de los nómadas es la búsqueda de Dios”, escribiría años después el propio Chatwin en una de estas cartas. Las disputas con sus editores por la clasificación genérica de sus libros, por escapar de “la horda cada vez más populosa de escritores de viajes”, fueron tan frecuentes como los litigios con los albaceas de los modelos reales de sus personajes. Tras la Patagonia, vendría Benín, que daría lugar a El virrey de Ouidah, la historia de un traficante de esclavos bajo el modelo del Flaubert de Salambó y los Tres cuentos; las fronteras de Gales, en la reacción a la indiferencia con la que fue acogido su libro anterior que es Colina Negra, una novela-novela bajo el influjo de Thomas Hardy; Checoslovaquia en retrospectiva para Utz; o la Australia aborigen para la de nuevo heterodoxa Los trazos de la canción. “No puedo escribir sobre lo que no conozco”, confiesa en otra carta Chatwin. Pero no hay lugar en el mundo que escapara a su obstinado conocimiento, podríamos responderle.

A partir de la publicación de En la Patagonia, esta correspondencia deja testimonio de cómo Chatwin suda tinta en el proceso de cada uno de sus libros, de sus voluntariosas exploraciones para dotar a una historia de “veracidad”, de lo arduo de su investigación y el montaje y la reescritura de numerosos borradores. Aficionado a citar los aforismos de La tumba inquieta de Cyril Connolly, Chatwin también creía que “en un mundo en el que todos los años se imprimen millones de páginas llenas de tonterías, acaba constituyendo un deber salir al mundo, observar y condensar lo visto para lectores del futuro de una fecha desconocida”. Sin embargo, a pesar de la autoconfianza que destila su prosa chispeante, hay momentos en el que la vulnerabilidad del desaliento sale a la luz sin deshonestidades: “No le des demasiado importancia a tu inseguridad: la mía está en un momento álgido”, le escribe al joven periodista indio Sunil Sethi; o a su editor italiano, Roberto Calasso: “Al final llevabas razón, lo mejor es aplicar tu ‘método tijera’”.

El talento de Chatwin para contar anécdotas reales, exagerándolas hasta cruzar la línea de la ficción, queda desparramado a lo largo de este libro. Tras el brío y la vitalidad del desparpajo con el que está escrita, por ejemplo, la larga carta a Elizabeth fechada en Viena en julio del 67, y que más bien parece un relato de Saul Bellow, está la urgencia de captarlo todo, el continuo estado de ansiedad que le impele a convertir la vida en una eterna juventud dorada: historias rocambolescas, personajes estrambóticos y la continua y casi infantil expresión del mismo deseo: “Quiero ir a Níger, ver más nómadas: la tribu de los peul bororo”. La postal es el espacio ideal para lo que mejor parecía dársele: contar algo de sopetón, sin preámbulos; la carta, el lugar en el que su prosa eléctrica, de una visualidad arrebatadora y prístina a la vez que densa, encuentra mejor acomodo. Ser el niño bonito de las damas neoyorkinas de la alta sociedad e ir un jueves a la ópera con Jackie Onassis, bucear en Kenia por arrecifes de coral o hacer windsurf en la Martinica, apenas distrae el conflicto entre lo que Chatwin quería ser y lo que realmente era. Llegó a ser un escritor prestigiado y renegó en todo momento de la figura pública de escritor. Se separó de Elizabeth Chanler, vendieron Holwell Farm, tres años después se reconciliaron en Katmandú y, a los pocos meses, le confesó a una amiga que, sin ella, se había sentido terriblemente deprimido. En ese periodo pasó una temporada en la colonia de escritores de Yaddo y no dejó de ansiar escaparse de aquel “entorno de cartón” privilegiado. De sus pullas no se escapó V.S. Naipaul, a quien consideraba precisamente un quejica, pero tampoco su amigo Salman Rushdie. Lo mismo soltaba que “el infierno es una casa, cuyo perro se llama Cerbero”, que daba la razón a Connolly cuando decía: “Dentro de todo viajero hay un anacoreta que anhela quedarse en casa”. Se pasó la vida siendo un hipocondríaco supersticioso, mentiroso y exageradamente cómico y, cuando realmente llegó la enfermedad, empleó ese mismo talento para camuflarla. No le tembló la pluma a la hora de prescindir de su amiga Deborah Rogers para fichar por la agencia literaria de Andrew Wylie, alias ‘El Chacal’ a partir de ese momento. Se mostraba más cariñoso con Susan Sontag, a quien sólo vio una vez, que cuando escribía a su esposa. Pedía a sus amantes (como James Ivory) que fueran a verle, pero se preocupaba en todo momento de que no estuviera Elizabeth —que sabía y consentía sus relaciones homosexuales— o, cuando le diagnosticaron el VIH, de que su padre no se enterara de su doble vida. Tras conocerlo en La Alpujarra, Gerald Brenan dijo de él:

“Es un hombre encerrado en sí mismo, como un insecto bajo una capa de quitina; no le importan nada los demás y tiene que estar todo el rato hablando (…) No puedo decir que me caiga bien, es un chavalillo que sólo va a lo suyo, pero tiene una energía impresionante”.

La edición de estas cartas por parte de Elizabeth Chatwin y Nicholas Shakespeare gravita entre la mitificación del genio y un retrato moral que a uno no le queda claro si parte de la admiración o del ajuste de cuentas. Pero puede que en esa ambigüedad radique en parte la riqueza subyugante del libro. Cuando a Chatwin le comunican que tiene sida, éste no se cansa de publicitar que ha sido infectado por un hongo extrañísimo detectado en unos campesinos chinos, en una cueva de murciélagos o en una orca varada en la India. Conforme avanza el deterioro físico, alcanza un estado de hipomanía en el que la aceleración mental acentúa los rasgos más atrayentes de su carácter: se vuelve cada vez más locuaz, delirantemente imaginativo, un torbellino de la naturaleza que no se correspondía con la parálisis nerviosa que ya había afectado a sus piernas. Conmueve la última carta que le escribe Michael Ignatieff en la que le pregunta hacia dónde se está escapando ahora. Conmueven las cartas previas a su muerte dictadas a su mujer en las que Elizabeth añade posdatas para explicar cuál es la verdadera situación de su marido. Conmueve el cuarteto que compuso Kevin Volans basándose en Los trazos de la canción y ante cuya audición Chatwin sólo fue capaz de articular una palabra: “precioso”. Hasta conmueve su acercamiento final, medio alucinado medio místico, a la fe ortodoxa griega tras ver un pantocrátor. En el último libro que leyó aparecían estos versos:

“A todo renunciamos menos a nosotros mismos:
el egoísmo es lo último que se pierde;
nuestros suspiros son exhalaciones de la tierra,
nuestras pisadas dejan un rastro en la nieve”.  

Bajo el sol puede ser leído por los iniciados en la obra de Chatwin como una comprobación o refutación del personaje que protagoniza En la Patagonia, Los trazos de la canción o ¿Qué hago aquí?, pero también por cualquiera como una autobiografía fragmentada o una conversación con uno de los escritores más excepcionales de la segunda mitad del siglo pasado. Incluso cabe la lectura de una obra de imaginación en la que Bruce Chatwin se nos revele como el ser de ficción que construyó de cara a los demás. En cualquier caso, y aunque estas cosas dependan mucho de las condiciones materiales (en contra de lo que pudiera parecer, Chatwin no fue rico) o la configuración genética,  yo me quedo con el entusiasmo incontenible que desbordan sus páginas, con la intensidad contagiosa que destilan sus cartas, con el triunfo de la amplitud apasionada sobre la languidez de quien ni siquiera intenta vivir como quiere y con el drama de quien siendo consciente de que, como dijo Pascal, toda la desgracia de los hombres es resultado del no saber permanecer en reposo en su cuarto, no pudo hacer nada por evitarla. Su obra trató de arrojar por todos los medios cierta luz sobre la naturaleza de la inquietud humana.