31 mayo 2010

El bostezo del visitante

El museo de la inocencia

Orhan Pamuk

Mondadori, 2009

ISBN: 978-84-397-2205-2

655 pág.

23,90 €

Traducción: Rafael Carpintero





Ilya U. Topper


Un libro capaz de destrozarte la espalda si lo metes en la mochila para leer en el viaje raramente es un buen libro. O digamos: tras esta agresión inicial, muy bueno tiene que ser para que me reconcilie con él.

Cierto: existen libros de quinientas páginas en las que uno no debe tachar ni una sola palabra si no quiere descalabrar su filigrana verbal. Un hombre, de Oriana Fallaci, es un caso de éstos. Pero es raro. A los autores rusos del siglo pasado ―Dostoievski, Tolstoi― podemos disculparlos, porque los libros, entonces, cumplían una función de entretenimiento importante: debían durar en manos de la lectora lo que dura un viaje en coche de caballos de Moscú a San Petersburgo. Hasta la segunda guerra mundial también era habitual que una novela apareciera por entregas en una revista literaria, y el autor, que cobraba por línea publicada, tenía obvio interés de alargar la historia todo lo posible. Reprocharle hoy su falta de brevedad sería negarle el pan.

Hoy, las condiciones son otras. El libro de un premio Nobel tiene la distribución asegurada, y desde el invento del Orient Express, con un libro de 300 páginas se llega cómodamente de Viena a Estambul. Un escritor tiene la libertad, hoy, de planificar el desarrollo de la novela acorde a lo que exige el arte, sin tener en cuenta las condiciones de las caballerizas del zar ni las de los contables de una revista literaria. Y el arte no exige gastar cuatro páginas para describir la función social de un reloj de pared. Lo siento, pero no. Si usted no sabe describir un reloj en una página, dedíquese a otro oficio.

Habrá quien replique que el autor ―en el caso que nos ocupa, Orhan Pamuk― sabe muy bien hacerlo pero no quiere. Puede ser. Pero me parece entonces, más que una incapacidad, una ofensa. ¿Con qué motivo supone el señor Pamuk que yo no tendré nada mejor que hacer en las próximas dos semanas que leerme su novela? ¿No puede imaginar la pila de libros que hay en mi mesilla de noche?

Por supuesto no es algo excepcional: Cuando uno ve los tomos amontonados en las mesas de los centros comerciales ―algunos incluso con las portadas repujadas en altorrelieve, como para aparentar un volumen mayor del que tienen― uno se da cuenta de que las editoriales parece aún creer que los libros, como las patatas, se venden al peso.

Y es una pena, porque tan mal no empezaba la novela de Pamuk. Las primeras cien páginas, divididas en capítulos cortos, tienen un ritmo innegable, cierta agilidad. El planteamiento podría ser de lo más convencional ―chico rico, con novia guapa, inteligente, liberal― se enamora perdidamente de una prima lejana que trabaja de dependienta en una tienda de moda― pero la vida casi siempre es convencional y lo que cuenta es qué hace el escritor con estos mimbres.

El interesado en las culturas mediterráneas seguirá atentamente las agudas explicaciones del autor sobre el concepto de la virginidad en Turquía y otras convenciones sociales y agradecerá al autor que presente a su personaje principal ―Kemal, el chaval rico y enamorado― tal cual es (tal cual son muchos hombres de Algeciras a Estambul), sin añadirle reflexiones lógicas: por supuesto Kemal está enamorado de la dependienta Füsun, por supuesto no piensa romper con su novia Sibel por ella, por supuesto le darán ataques de celos ―a él― cuando imagina que Füsun antes de conocerle se paseaba en coche con otro admirador, y por supuesto le parece totalmente normal estar celoso.

Este trío amoroso patriarcal-convencional con ínfulas modernas y liberales pudo convertirse en un interesante nudo de la historia: ¿cómo afronta un hombre, educado en estas convicciones patriarcales, el dilema entre la cómoda costumbre y el carácter propio, el respeto a la mujer amada, la búsqueda de la confianza? A Kemal no se le ocurre siquiera planteárselo. Se contenta con sufrir (hay ciertos párrafos sobre el dolor de vientre causado por el amor a los que cabe poner nota alta).

Este sufrimiento se va diluyendo en una larga travesía del desierto, de la página 200 a la 550. Si el autor nos quiere hundir en el mismo tedio que tuvo que aquejar a su personaje durante ocho años de rondar a la amada, por supuesto lo ha conseguido. No hay subtramas, ni personajes con gran perfil propio, aparte del propio narrador. Un par de zarcillos que aparecen y desaparecen cada 200 páginas no tienen peso suficiente como para funcionar a modo de McGuffin y crear intriga. Al cabo de ocho años, sólo Kemal aún se emociona al pensar que tal vez Füsun vuelva con él: a mí, como lector, francamente, querido, me importa un bledo.

Uno llega al breve desenlace con la secreta esperanza de que ahora se nos desvela algún secreto, algo que justifique la absurda espera, que arroje luz sobre el carácter de Füsun, que nos quite la sensación de que la chica no es más, en el fondo, que una tipa convencional, que le proporcione, tardíamente, un motivo. Esperanza frustrada.

Tal vez toda la novela se reduzca a la última frase del libro: es perfectamente posible vivir durante décadas enamorado de una tipa que no vale la pena, y estar perfectamente feliz con este amor. De acuerdo. Ramón Gómez de la Serna habría hecho una greguería con eso, Borges un relato corto, Stefan Zweig una nouvelle. Y digan la que digan, en estos casos el tamaño sí importa. Todo celador sabe que al cabo de cuatro o cinco horas, cualquier visitante de un museo acaba bostezando, así se encuentre frente a las Meninas. En los museos, la culpa la tiene el visitante por no saber dosificar su entusiasmo y acortar la visita. En las novelas, la tiene el autor.

28 mayo 2010

El poder del resentimiento




El corazón de los caballos


Miguel Ángel Muñoz

Alcalá Grupo Editorial, 2009

ISBN: 978-84-96806-91-7

145 páginas.

14,90 euros.








Jesús Cotta

Esta novela de título estupendo y ganadora del II Premio Internacional de Novela Rafael Ceballos 2009 está escrita en una primera persona sin velos ni componendas, con una sinceridad que no llega a ser descarnada, pero que sobrecoge. Y la historia que cuenta, cada vez más oscura, la refiere el protagonista, con una voz que ha requerido toda mi atención y de cuyo timbre desnudo y sin engaño sólo he logrado escapar cuando algún personaje nos confía alguna historia distinta. Pero todas las historias de esta novela son inquietantes y muestran más bien nuestro lado oscuro, no el luminoso, no el que nos da ganas de vivir y de querer a la gente.

Se trata de una novela bien escrita y muy bien estructurada, con un final al que se podía haber llegado de muchas otras maneras y por eso está uno desconcertado desde el principio sin saber a dónde nos va a llevar el autor. Uno intuye que algo gordo y feo va a pasar, pero no sabe qué. Y, en efecto, ocurre y es entonces cuando uno comprende el título de la novela y se encuentra además con una sorpresa visual que no es habitual en las novelas, pero que le añade un toque interesante y por el que felicito al autor.

Ninguno de los personajes me cae especialmente simpático, salvo el anciano y, al principio, el protagonista, pero a medida que este, con su voz inquietante, me ha ido refiriendo retazos de su vida, he comenzado a verlo como un tipo peligroso y desagradable y, a pesar de ello, es el más interesante de la novela. Rodeado de personas seguras de sí mismas o triunfadoras, va de un sitio a otro como un juguete de las olas y sólo sabe tomar las riendas de su vida destruyendo algo. Es lo que vulgarmente se conoce como un gilipollas, un resentido que esperaba mucho del mundo y de los demás y se creía con derecho a muchas cosas y entonces se siente herido porque los demás se lo montan mejor que él. Si los demás juegan a veces sucio para triunfar, él acaba jugando sucio para fracasar más aún. No es la suya una gran historia, pero ella lo ha convertido en un tipo peligroso. Y siendo la suya una actitud moral despreciable, no he podido dejar de escucharlo página tras página, porque yo, el lector, sabía que, mientras que los demás personajes lo ven como alguien anodino, yo era el único que conocía de veras el volcán que él es por dentro. Lo sabía mejor que él mismo.

Desde luego, no es una novela para levantar el ánimo y es una pena que en esta posmodernidad abunde tanto la literatura pesimista. Pero, no todo va a ser reír. Y además agradezco al autor el haber surtido en mí el efecto increíble de hacerme entender por fin al malo sin justificarlo un ápice.

De vez en cuando viene bien asomarse a las cloacas interiores, sobre todo si es de la pluma de Miguel Ángel Muñoz.

Esta obra, en fin, me ha sumergido en los abismos de un corazón herido por el despecho que al final acaba atentando contra la alegría y la inocencia. Y por eso me ha dejado tocado. ¿O no es despreciable ese tipo de gente que, por sentirse víctima, acaba siendo verdugo? Así se fraguan los terroristas.

27 mayo 2010

La seducción del lenguaje

Sesión continua


Luis Manuel Ruiz


Editorial Algaida, Colección Calembé, 2010.

ISBN: 978-84-9877-456-6

193 páginas

8 Euros




Javier Mije

Paseaba hace unos días Pérez Reverte por La Caleta gaditana cuando un dependiente salió de su tienda de ultramarinos para rogarle que se dejara de Alatristes y extensos folletines y se atreviera por fin con las formas breves; Dan Brown se ha ingresado una cifra desorbitada ante la inminente publicación en las ciudades con rascacielos del mundo de un centón de microrrelatos; los albaceas de Stieg Larsson, conocido por la trilogía Milenium, han desarmado hasta la última astilla de su escritorio de Ikea en busca de una docena de relatos con la que consagrarle definitivamente en el canon; los escritores primerizos lo saben: ningún editor les publicará una novela si no es con el compromiso de entregar a cambio y en un plazo breve un libro de cuentos. El mismo Andrew Wylie, agente literario conocido con los amables sobrenombres de El Chacal, el Perro Rabioso o Carro de Basura, sólo admite entre la nómina de sus representados a solventes cuentistas. Sí, lo han adivinado, me hallo bajo los efectos de la fiebre. Un síntoma similar al que padecen aquéllos que, periódicamente, proclaman el advenimiento del cuento, su consagración como género de prestigio, su posición de igualdad frente a la novela. Pese a todo, y a la espera incrédula de que estos optimistas vaticinios se cumplan, soy de los convencidos de la extrema dificultad y el valor de cualquier libro de relatos que merezca la pena recordarse. Por eso celebro como una excelente noticia que un autor de la solvencia y trayectoria de Luis Manuel Ruiz nos ofrezca ahora precisamente eso.

Un escritor es la suma de un estilo y un mundo. Pocos escritores conozco que manejen con mayor soltura el lenguaje que Luis Manuel Ruiz. No parece una confesión encubierta del autor la duda que atosiga al narrador de uno de estos relatos, cuando se pregunta a qué impresión debe acogerse para hallar una comparación adecuada. Ruiz es un maestro en combinar imágenes de una feroz plasticidad, en la atención que presta a los detalles y en eso que parece haber aprendido de un póquer de grandes cuentistas –Poe entre otros– y que suele definirse como creación de atmósferas (como ilustración de este último aspecto léase Carretera secundaria). Si el arte es seducir, etimológicamente, llevar al camino de uno, el lector de estas ficciones tendrá probablemente la impresión de que podría acompañar a Ruiz a cualquier sitio al que éste quisiera llevarle por el puro placer de abandonarse a un lenguaje; de que Ruiz podría escribir ese libro sostenido por la mera herramienta de las palabras con el que soñaba Flaubert.

Es imposible reseñar Sesión continua sin referirse a Borges. Algunos de los relatos de esta colección son borgianos de una manera frontal. Los mundos paralelos que establecen curiosas sintonías con la realidad, las citas filosóficas, los lugares apócrifos o el tema del doble resultarán familiares a los lectores del escritor porteño. Borges postuló que la literatura es la promesa de una revelación que no se cumple. Los cuentos de Ruiz encajan bien en esta definición, no porque el autor no resuelva sus tramas y las lleve a un desenlace –sobrecogedor en ocasiones, como ocurre en La otra– sino por la información que Ruiz aporta como de pasada, en los flecos de la página, y que sin embargo parece haber determinado de forma definitiva el carácter y el destino de sus personajes. ¿Qué llevaría a la mujer del narrador de El caso Lagos a suicidarse? ¿Qué desgracia impulsó a Ventura a alquilar una habitación en La casa blanca? ¿Qué provocó “el llanto de Amparo vuelta hacia la pared” en Carretera secundaria? No son datos cenitales para comprender nada esencial, son como el ruido de fondo de la vida que transcurre paralelamente a estas historias. Y es así como escribe Luis Manuel Ruiz, contando una cosa que a veces puede parecer un juego (porque nos entretiene), desarrollando una intriga o llevándonos por las esquinas de algún misterio para decirnos cosas fundamentales. Que todos somos sustitutos de otros, que la felicidad es un sueño frágil, que la muerte no es la estación final de nuestro destino sino el légamo que respiramos y entorpece nuestros planes, que quizá ya estamos muertos sin percatarnos de ello mientras nos solazamos con un mediocre puchero de guisantes.


Sesión continua obtuvo recientemente el VII Premio Iberoamericano de Relatos Cortes de Cádiz.

26 mayo 2010

Cinco traductores para una geisha

La Judith de Shimoda

Bertolt Brecht

Alianza, 2010

ISBN: 978-84-206-6878-9

Páginas: 200

Precio: 16 €

Traducción: Carlos Fortea



Ilya U. Topper

Japón, 1856: La geisha Okichi apacigua al cónsul norteamericano e impide que la ciudad de Shimoda sea bombardeada por los buques de guerra. 1929: Un dramaturgo japonés publica una tragedia en doce escenas que refleja la triste vida de esta heroína tras el acto que le dio fama. 1935: Un profesor británico traduce el drama japonés al inglés y lo publica. 1940: Una escritora finlandesa planifica elaborar una versión finesa con aportaciones propias. Se lo comenta a un poeta y dramaturgo alemán, de visita en su casa. A éste le gusta la idea y encarga a su secretaria (en realidad coautora y amante) una versión alemana de la obra. En colaboración con la autora finlandesa añade un ‘marco’, en el que varios espectadores ven y comentan el drama japonés, insertando breves interludios; además reemplaza una escena por otra de su propia cosecha.

El trabajo se queda a medias ―sólo se completan 4 escenas de las 11 que deberá tener, y la mayor parte está redactada por la secretaria-coautora― y se olvida más o menos. 2004: Un filólogo alemán encuentra un guión completo en finés en el legado de la escritora finlandesa. Lo traduce al alemán, lo utiliza para completar el fragmento, crea una versión coherente en 11 escenas con interludios y lo publica. 2010. Un traductor español nos ofrece una versión en castellano de esta obra. Pregunta: ¿quién figura como autor en la portada del libro?

Si les digo los nombres ―Yamamoto Yuzo, Glenn W. Shaw, Hella Wuolijoki, Bertolt Brecht, Margarete Steffin, Hans Peter Neureuter, Carlos Fortea, por orden de aparición― ustedes tampoco lo dudarían. Ni siquiera dudarían en poner el nombre de Brecht más grande que el título en la portada. Por una vez que existe un escritor que vende, para qué pensar más.

El libro se lee con cierta fluidez (son apenas 110 páginas de drama, se hace corto). La triste historia de la geisha Okichi, empujada, casi obligada a salvar su patria y luego denostada, despreciada por hacerlo ―no hay nada peor que ser tocada por un extranjero, en la concepción del Japón decimonónico― puede muy bien animar a reflexionar sobre la vida de los héroes: ¿por qué una persona acomete algo que la convierte en héroe ante los demás? ¿Y qué ocurre si luego no responde al papel de héroe? Esta reflexión en realidad no está siquiera presenta: a Okichi la expulsan de la sociedad nada más cumplir su cometido, que es el de salvar la piel de los demás. Sólo décadas más tarde la convierten en heroína, pero entonces ya es tarde para la Okichi real.

Esta escena es una de las más emocionantes de la obra, y es la única que corresponde a Brecht: la del cantante de baladas que glorifica la heróica Okichi mientras que ésta, borracha y derrotada, escucha entre el público y protesta porque así no fue su historia, no. Muy brechtiano.

Por lo demás, poco de Brecht hay en esta obra. Los interludios, que presenten breves debates entre un magnate japonés, una periodista norteamericana, un orientalista inglés y un poeta nipón, apenas tienen interés, más allá de cumplir el típico cometido ―típico de Brecht― de recordar al espectador que lo que ve es una obra de teatro y de crear distancia entre el patio de butacas y el escenario (efecto de alienación lo llaman los expertos).

Por supuesto se encuentran algunas frases citables: “El patriotismo no es un negocio para los patriotas sino para otra gente”. “Habría que fundar una asociación de protección de los héroes”. “Insistimos en que el Estado sólo puede ser salvado por hombres intachables”. “Somos muy exigentes y severos para con la gente que hace algo”.

Ésta última sentencia quizás la quisiera aplicar Brecht a sí mismo, porque no falta quien piensa que este gran poeta y dramaturgo tuvo mucho morro al tomar prestadas sus materias de todas partes y hacer que otras ―Margarete Steffin, la ‘secretaria’, por ejemplo― hicieran parte del trabajo.

La ‘Judith’ (perdone usted, lector agnóstico, el nombre hebreo de la geisha: en Alemania, la fe cristiana está tan arraigada que hasta el ateo Brecht cayó en la trampa de recurrir a una historia bíblica para explicar un drama japonés), la 'Judith' tuvo muy poca suerte entre los críticos de teatro alemanes (“van a escenificar cualquier lista de la compra en la que Brecht hubiera garabateado un par de palabras”).

¿Tan mala es? No, mala no es la obra de Yamamoto, es más, la recomendaría, pero Brecht, en alemán, es otra cosa: la traducción de Neureuter de una traducción de Wuolijoki de una traducción de Shaw de un original japonés no tiene nada que ver con el idioma del “único creador de lenguaje alemán del siglo XX”, gracias al que “el idioma alemán permite hoy expresar cosas que no supo expresar antes de que Brecht escribiera poesía” (Lion Feuchtwanger dixit). Quien va al teatro para escuchar a Brecht tiene derecho a esperar ese nivel; ofrecerle Neureuter-Wuolijoki-Shaw-Yamamoto bajo la firma de Brecht es un fraude.

Reflexiones, éstas, que apenas afectan al lector español, que conoce a Brecht más por su ideología marxista que por su increíble dominio del lenguaje (haría falta un Brecht español para traducirlo). Aun así, uno desea que la editorial española hubiera tenido la elegancia (que no tuvo la alemana) de colocar en la portada del libro el título que la escritora finlandesa puso a su guión: “Un drama de Yamamoto Yuzo. Versión occidental con interludios de Hella Wuolijoki y Bertolt Brecht”.

(Según cuenta el traductor Shaw, Yamamoto Yuzo fue conocido por defender los derechos de los dramaturgos japoneses y demandar a quien escenificara sus obras sin pagar el canon correspondiente, no por pesetero sino por difundir el respeto a los derechos del autor. La Historia, esa maestra de la ironía).

25 mayo 2010

Entre la tesis y el drama

El sueño de Whitman

José Luis Ferris

Fundación José Manuel Lara, 2010

Premio Málaga de Novela 2009

ISBN: 978-84-9682-58-4

285 páginas

19,90 euros




Jesús Cotta


Como hizo el rey David con Urías para beneficiarse a su esposa Betsabé, el capitán Zaldívar manda fusilar en julio del 36 a su gran amigo el brigada Gadea, por desafecto a la sublevación militar, y así se beneficia a su esposa, que se le entrega creyendo que su esposo está vivo y que de ella depende salvarlo. Le es, pues, infiel al esposo por amor al esposo y es una pena que el autor no le saque más partido a este embrollo psicológico y se contente con el papel que la esposa desempeña de víctima absoluta.

Meses más tarde, nace de ella una niña, Paulina, que sesenta y cinco años después protagoniza esta novela de búsqueda, pues no sabe si su padre es el verdugo o la víctima ni dónde está enterrado su padre, si es que lo es.

Lo más interesante de esta novela es ese punto de arranque. Por desgracia, dado que el autor pierde parte de su energía en mostrar cuán necesaria es la Ley de Memoria Histórica y no en construir una novela válida en sí misma, la obra deriva hacia el drama y pierde fuelle, pues el afán, justo por lo demás, de Paulina por poner las cosas en su sitio y por encontrar el cadáver de su padre me interesa menos, al menos a mí, que el misterio que se plantea al principio: ¿Zaldívar, ese falangista malvado pero cada vez más descontento con Franco y enamorado de los versos de Whitman, es tan rematadamente malo como parece o esconde un secreto dolor que de alguna manera lo redime?

Me habría encantado que el autor no nos lo hubiese mostrado sólo desde fuera y desde alguna carta que otra, sino que se hubiera adentrado en su mundo interior y en las razones que lo llevaban a actuar como actuó.

Y la que me parece menos interesante es precisamente la protagonista, Paulina, que se ve reducida a su papel de búsqueda, desagravio y de recuperación de la memoria. Personajes secundarios como Ramírez o Fany o el editor que se enamora de ella se me antojan más frescos e interesantes.

Y por eso uno está deseando que el autor deje de hablar de Paulina y del editor y de sus pesquisas y su paseos exóticos por Marruecos y su idilio y que vaya directamente al grano: la resolución del misterio acerca del malo. En literatura los malos suelen ser más interesantes que los buenos.

Los ingredientes de la novela son, pues, la intriga de una investigación, una historia de amor y una grave enfermedad para producir la compasión final y urgirnos a recuperar la memoria antes de que mueran los que aún la tienen. Podría decirse, pues, que se trata de una novela de tesis, cuyo fin es ilustrar con un personaje concreto la importancia personal e íntima de la recuperación de la memoria colectiva.

José Luis Ferris mismo considera que la literatura es una buena arma reivindicativa. Pero yo opino que, cuando se usa la literatura como arma reivindicativa, por muy noble que sea la causa, la literatura se resiente, a no ser que uno sea un genio como Einsenstein y realice una obra genial como El acorazado Potemkin. En esta novela de diseño, sin embargo, la causa reivindicativa se acaba merendando intriga y personajes. Y a los personajes de diseño yo prefiero los que deslumbran a su creador y acaban haciendo lo que tienen que hacer o, al menos, los que producen esa impresión fresca y libre en el lector.

Habría sido quizá más acertado dar con un personaje tan vivo como bien recreado literariamente y que sea el lector, y no los protagonistas, el que esté deseando descubrir el enigma del pasado. Por desgracia, lo interesante de Paulina no es Paulina, sino que su madre haya sido víctima de un falangista sin escrúpulos y que ella esté muy interesada en que eso se sepa por una cuestión de justicia. La causa es justa, pero la novela, al menos esta novela, no es el lugar ideal para concienciarnos de ello. Para concienciar o reivindicar es preferible un ensayo, género en el que el autor está ya avezado y que por increíble que parezca da más libertad y juego literario para las reivindicaciones que las novelas.

Eso sí, escrita en un lenguaje correcto, con algunos chispazos de brillantez, esta novela se lee de corrido y es una lectura ligera y amena para el verano y, además, apoya una causa noble, razones por las que creo que se le ha concedido el premio Málaga de novela 2009.

24 mayo 2010

De viajes y espirales

Percusión

José Balza

Paréntesis, 2010

ISBN: 978-84-9919-057-0

230 pág.

13 euros.

Prólogo de Toni Montesinos


Rafael Suárez Plácido

A veces uno reconoce entre sus manos una perla. Eso me pasó, en 2002, con un libro de relatos que editó el Ateneo de La Laguna. Se llamaba La mujer de la roca (y otros ejercicios narrativos). Era de un escritor venezolano del que no sabía nada entonces, y recuerdo que la joven editora, que fue quien me lo ofreció en el transcurso de una conversación interesantísima sobre los cuentos y las pequeñas editoriales de provincias, me comentaba que se lo habían enviado a muchos medios y críticos, pero que no se habían hecho eco de él. No había vuelto a encontrar libros de José Balza (Delta del Orinoco, 1939) hasta que me topé con Percusión, entre las novedades de la editorial Paréntesis. Habría mucho que hablar sobre esta editorial sevillana y, muy especialmente, sobre la colección Orfeo que nos devuelve la posibilidad de leer buenos libros agotados e inencontrables. Como botón de muestra: Todas las mujeres de José María Conget, o la antología de la poesía de Pessoa, El misterio del mundo, traducida por José Luis García Martín. Pero este es el momento para hablar de Percusión, de José Balza.

Lo primero es señalar es que la novela se publicó por primera vez en Seix Barral, en 1982, y desde entonces no se había vuelto a reeditar. En este caso, además se incluye un prólogo de Toni Montesinos, de donde entresacamos la frase que inicia la carrera literaria del autor. Es el principio de Marzo anterior, su primera novela, escrita con unos sorprendentes diecinueve años: “En el fondo ni siquiera esto es válido, porque en alguna vuelta de la espiral volveré a encontrarme: yo mismo ante mí.” Y es doblemente sorprendente porque esta frase, escrita sobre 1960, resume toda la trama de Percusión, publicada más de veinte años después. El narrador es un hombre de sesenta y cinco años que regresa, de un larguísimo viaje de más de cuarenta años, a su ciudad, Caranat, donde vuelve a encontrarse con él mismo rejuvenecido. Después de un viaje resuelto en espirales alrededor de sí mismo se reencuentra con ese jovencito que marchó de la ciudad en busca de una estabilidad seriamente truncada por una frustración amorosa. La frase que inicia la novela es también de las que te arrastran a seguir leyendo: “El hombre más bello es quien llega desde el lugar más lejano dices al verme, como si yo hubiera partido ayer, como si este encuentro no ocurriese con cuarenta años de separación.” Otra frase que resume toda la novela, que nos promete que a partir de ahora nos señalarán paisajes diferentes, personajes encontrados, más o menos amables, situaciones o peripecias personales que nos llevarán a reflexionar sobre la vida y las relaciones. Pero todas irán formando círculos concéntricos, en espiral, en los que seguiremos encontrándonos al protagonista enfrentándose a las mismas preguntas de siempre: ¿en qué ciudad vivir? ¿Con quién vivir? O incluso: ¿merece la pena vivir siempre, en cualquier circunstancia?

En el viaje del narrador, un compañero de excepción: Giordano Bruno. Memoria y vida van a estar marcadas por las lecturas del filósofo italiano que murió en la hoguera inquisitorial. La observación gozosa de la naturaleza, de las ciudades, de las personas y sus sistemas, y su deseo de ser parte activa de ellos, van a mover al narrador que sale con veinticinco años de Caranat (trasunto de Caracas), donde ha sufrido un desengaño amoroso con Nefer, pero donde además no encuentra acomodo, ni personal ni laboral.

El primer destino del viaje es Dawaschuwa, “tan diferente de Caranat, nuestra ciudad modernísima (…) la dulzura de sus gentes me decidió”. La presencia en esta ciudad, que es Managua, y en sus alrededores; el trato con sus gentes y con sus paisajes; el uso del lenguaje tan trabajado, tan propio de esta zona del mundo, me evocó inmediatamente al Carpentier de Los pasos perdidos, ese otro viaje iniciático al centro del mundo. Eran los años finales de la dictadura de los Somoza. En la novela asoma la figura de Cardibal (Ernesto Cardenal), que ya iba forjándose como la figura que luego fue, que ahora es. La revolución sandinista es la música de fondo para mostrarnos las relaciones personales con Harry, un joven al que instruye y transforma de un buen salvaje en un prometedor licenciado, y que finalmente casi le lleva al suicidio, y a abandonar la ciudad. El segundo destino será “la Isla”, que trata de ser una imagen más o menos utópica de Cuba. Toni Montesinos encuentra referentes en Jonathan Swift. Yo hablaría también de Huxley. El narrador sabe que allí nunca encontrará su sitio. De hecho es el único lugar donde no encuentra el amor, porque todo está demasiado reglado: también el sexo. El tercer lugar es Shamteri, que nos recuerda a Nueva York. Los círculos concéntricos nos muestran lugares opuestos. Las demás ciudades están citadas explícitamente: La Haya, Erevan, Samarcanda. La novela termina en un 2005 con un mundo desquiciado, con amenazas exteriores y con la necesidad de volver al principio de todo: Caranat.

“El hombre más bello es quien llega desde el lugar más lejano.” La belleza es el conocimiento, la sabiduría que da haber conocido tantas situaciones diferentes y a tantas mujeres. Las mujeres son parte esencial de cada ciudad. El único sitio donde no se cita expresamente a ninguna es “la Isla”. Pero las mujeres, el amor, el sexo, el desengaño… son motivo para ser feliz o no serlo en algún sitio. El narrador nos cuenta que no se puede enamorar de quien se le entrega totalmente. Así, los amores felices no existen, o no duran. En el momento en que la mujer se le entrega, deja de tener interés. Diferente es el caso de Harry: Harry es su obra. Ver cómo se aleja de lo que había previsto para él le causa un daño que bien pudo haber sido irreparable. El amor es entrega, es pulsión, es percusión: la música que mueve el mundo.

La editora del Ateneo de La Laguna me decía que veía a José Balza entre los grandes autores hispanoamericanos actuales. No lo sé. Aún conozco demasiado poco de él para asegurar eso, pero sus relatos son muy buenos y Percusión es una buena novela que hay que leer.

21 mayo 2010

Lucha de clases

Las grandes superficies

Juan José Téllez

Visor, 2010

ISBN. 9788498957525

76 pág.

10 euros.

XXIV Premio Unicaja de Poesía




Alejandro Luque

Juan José Téllez fue el primer poeta al que conocí en persona. Vino al instituto donde yo estudiaba a dar una charla, y para mí supuso una revelación. A él le debo descubrir que la poesía, más allá de los bécqueres y los esproncedas de los manuales, también podía oler a gasolina y saber a ron, tener la luz de los días azules como de los sórdidos callejones de los barrios conflictivos, y sobre todo cantar al amor en un tono más cercano al del cine negro o el rock que al de la eterna primavera de los tópicos románticos.

Lo malo fue que, como con todas las primeras influencias, cuando se tienen muchas ganas y todo el tiempo del mundo, me dediqué a desmontar y a montar cada uno de los engranajes de los poemas de Téllez, pieza a pieza. Me aprendí varios poemas suyos de memoria, y los recité a menudo en noches de pleamar etílica. Creo que aprendí mucho, pero llegó un punto en que su poesía no podía depararme ninguna sorpresa. Ese momento, además, coincidió con un momento de consolidación de la poética del algecireño, fijada definitivamente en Transatlántico (2000) y Las causas perdidas (2005), y de mi creciente interés por otras formas de expresión. Si como autor y lector fuéramos un matrimonio famoso, habrían cundido rumores de separación entre los paparrazzi.

No sé si Téllez merecerá un lugar en el Olimpo entre Darío y Vallejo, pero de lo que no me cabe ninguna duda es que al menos un libro suyo, Daiquiri (1986) merece estar entre los grandes títulos fundacionales de lo que luego llamaríamos poesía de la experiencia, junto a El jardín extranjero de García Montero, La caja de plata de Luis Alberto de Cuenca o Los vanos mundos de Benítez Reyes. Incido en ello porque los cronistas de esa época suelen olvidarse algunos nombres con demasiada ligereza, pero también porque el último libro de Téllez, Las grandes superficies, recupera y pone al día aquella sensibilidad.

Aquí concurren todas las señas de identidad de su poesía: el ritmo regular y constante, los plurales mayestáticos, las enumeraciones, las imágenes exóticas y cinematográficas, los finales rotundos e incluso sus famosísimas erratas, si bien muy reprimidas en esta edición. Pero lo que de veras conecta al citado libro de los 80 y a éste del siglo XXI es precisamente el tiempo transcurrido entre ambos, ése en el que nuestro país salió del subdesarrollo para entregarse a una borrachera colectiva cuya resaca pagamos ahora, después de jugar durante demasiado tiempo a que éramos ricos y eternamente jóvenes.

Algunos versos son como baldes de agua directos a la cara del lector dormido: "Al salir cargados los carros de la compra/, quizá nos detengamos a reparar que fuimos/ forajidos sin guarida y amazonas intrépidas,/ cuando los corazones galopaban salvajes/ y las costumbres solían ser atrevidas/ como una mano lasciva sobre un escote palabra de honor.// Vino después a domarnos la gente de orden,/ a ceñirnos la brida de un empleo honrado/ y enseñarnos el rumbo de las compras a plazos,/ de las ideas baratas y las horas extraordinarias,/ mientras el alma se llenaba de grandes superficies".

Téllez propone una reflexión que pasa, necesariamente, por echar una mirada atrás. El poeta que creyó en las utopías sigue enarbolándolas, aun con todos sus desengaños, 25 años después. Sin embargo, del mismo modo en que no podemos (ni debemos) enamorarnos como cuando éramos quinceañeros, es preciso ajustar nuestras emociones y nuestras revoluciones al tiempo presente. Tal vez la poesía, como sugiere este libro, sea una herramienta imprescindible en la exigente revisión que nos toca afrontar.

PS.- Las grandes superficies resultó ganador de un premio convocado por una entidad bancaria. Me divierte imaginar que, a la entrega del galardón, los poderes económicos creyeran que estaban domesticando al poeta a golpe de talón, en tanto éste sonriera al culminar su acción quintacolumnista. Acaso la lucha de clases no se haya resuelto, pero, ¿quién dice que no ha ganado en elegancia y civilización?

20 mayo 2010

Ponte en su lugar

Escribir en la oscuridad

David Grossman

Debate, 2010

ISBN. 9788483068786

144 pág.

16,90 euros

Traducción de Roser Lluch




Alejandro Luque

En términos históricos, hablamos de las luces para referirnos a un periodo –por lo general delimitado por el siglo XVIII francés e inglés– en el que la razón se impuso a la ignorancia y la superstición, al oscurantismo. El título de esta colección de conferencias y ensayos breves de David Grossman (Jerusalén, 1954), Escribir en la oscuridad, alude al ejercicio de la escritura en tiempo de guerra, que es el de la razón derrotada; concretamente, en la guerra no declarada que desde hace décadas mantiene su país, Israel, con los países de su entorno y consigo mismo.

Grossman muestra cómo, del mismo modo en que los conflictos que reflejan las noticias se desarrollan en un plano territorial –construcción de nuevos asentamientos aquí o allá, desplazamientos de tropas, incursiones en tal o cual ciudad–, hay un territorio interior en el ser humano que padece análogas convulsiones. El autor de La vida entera y Tú serás mi cuchillo lo ilustra a la perfección con el ratón de Kafka, que acechado por el gato y atrapado por la trampa lamentaba que el mundo se le hiciera cada día más estrecho. Ningún centrifugado encoge tanto los tejidos del alma como el del miedo. Y merced a ese miedo, cada individuo permite ser confiscado por su propio Estado y convertido en “zona militar cerrada”.
No obstante, Grossman prefiere mirar hacia fuera que ensimismarse en sus propios traumas; frente al individuo absorto en su ombligo, embelesado en su mitología, asume el reto de comprender al otro (¡ah, los infernales outres de Sartre!), lo que no necesariamente supone un sacrificio, sino incluso una liberación. Porque a veces los otros también están dentro de cada uno de nosotros, y negarlos da mucho trabajo: “¿Quién sabe el esfuerzo constante que hacemos para salvaguardar esos rígidos marcos internos, los cercos en los que está atrapada –a veces atada– nuestra alma multifacética y llena de artimañas?”, se pregunta con extraordinaria claridad.
El autor tiene una providencial herramienta para abordar este empeño: la escritura. Y, para seguir con Sartre, un único tema: la libertad. El caso es que es imposible ser libre bajo el peso asfixiante del miedo, acosado por la presencia permanente y ubicua del enemigo, de ese enemigo que acaba siendo todo el prójimo, todo aquello que pueda englobarse en la hospitalaria categoría de la otredad.
"Identificarme con el punto de vista ajeno", escribe Antonio Tabucchi en La oca al paso, "quizá sea ése mi modo de comprometerme". El secreto consiste, simple y llanamente, en ponerse en el lugar del otro. Para ello hay que intentar, de entrada, reconocer su existencia. Y aceptar que tenga creencias distintas, otro color de piel, otras tradiciones, una ideología que acaso no compartamos. Y apartar los obstáculos de la convivencia pacífica. Asignaturas chupadas que los israelíes no se cansan de suspender con las peores notas.
Lo grandioso del caso es que, al tiempo que Grossman se pone en el lugar de los inveterados enemigos de su pueblo, los palestinos, consigue –acaso sin pretenderlo– que nosotros como espectadores nos pongamos en su lugar. Que dejemos de ver al israelí de a pie como el sionista sin escrúpulos, para entender el drama atroz de su día a día, atrapado entre la permanente sensación de asedio y una identidad hipersensible, entre una memoria colectiva abrumadora y un futuro enfermo de provisionalidad.

Avergonzado con las arbitrariedades de su país, decepcionado por el hecho de que los judíos, “que siempre hemos sido recelosos y cautelosos con el poder, en cuanto lo hemos ostentado se nos ha subido a la cabeza”, Grossman le habla a los suyos con una contundencia tan inusual como admirable. Pacientemente, desmonta una a una todas las coartadas de este pueblo al que durante casi dos mil años “se le ha denegado su humanidad mediante toda clase de medios sofisticados, desde la demonización a la idealización, que son las dos caras de la deshumanización”.

Resulta muy difícil no emocionarse ante las palabras lúcidas y valientes de Grossman, y más aún entender que el Gobierno de su país se permita el lujo de desoír a intelectuales de esa talla. Pero este libro no sólo habla de y para Israel. Ni siquiera se dirige únicamente a ambos lados de la frontera. Se trata de un manual válido para todos aquellos rincones donde el sentido común haya sufrido un apagón, donde la incapacidad para ponerse en el lugar del vecino imponga la oscuridad por decreto. Y nos devuelve la fe en que, incluso en medio de las tinieblas más compactas, haya siempre alguien dispuesto a hacer saltar una chispa que alumbre y dé calor.

[Publicado en MediterráneoSur]

19 mayo 2010

La horma de mi zapato

Exhumación

Antonio J. Rodríguez y Luna Miguel

Alpha Decay, 2010

ISBN: 978-84-937269-1-1

60 páginas

6,50 €






Carolina León


Las cosas pequeñas brillan más, pero los libros pequeños son más difíciles de defender. No sé ustedes, yo soy una maniática del objeto libro y, como en materia de hombres, me gustan los delgados, elásticos, estilizados. Así que suelo aplaudir colecciones como la de los barceloneses Alpha Decay en formato "mini". Más si se trata de una colección en la que caben, además de pequeñas joyas de la tradición literaria, intentos contemporáneos de acceder a esa categoría, la de la alta joyería, en el que el valor de una pieza no tiene demasiado que ver con su tamaño y/o extensión. ¿Demasiada pedantería? ¿Ambiciones desmedidas para cuarenta o sesenta páginas? Depende.

Se mire como se mire, éste de los libros pequeñitos resulta ser un vehículo muy apropiado para empaquetar propuestas de "fuera" de los circuitos: de nuevos, de gente desconocida, de firmas que aún deben concretar su apuesta; de tal forma que se crea una cuña, sobre el corte longitudinal del ecosistema literario -en un momento, en un lugar determinados-, y quizá se logre cambiar su fisonomía. Buscando... ¿la legitimación? A Luna Miguel, los lectores del diario Público y los lectores de blogs literarios la deben conocer. Quizá no tengan tan presente quién es el otro 50 por ciento: Antonio J. Rodríguez se debate como Ibrahim Berlín haciendo lo mismo que aquí hacemos, crítica literaria, en su blog. Son dos jóvenes muy jóvenes, en el caso de Miguel ni siquiera ha cumplido los veinte años: y esto lo digo a pesar de que, como el sexo del autor/a, debería ser un dato que no estuviera ni mínimamente presente en las valoraciones de la crítica; se trata de un condicionamiento autoimpuesto, en la creencia de que en el texto debe estar la clave para leer el texto, y no en nada más.

Vayamos, pues, al texto: en las escasas páginas de Exhumación, el lector corriente (yo misma) se va a sentir perdido prácticamente en cada página. Desde el mismo párrafo inicial:

Afuera, Los Mundos colisionan; perduran las Guerras entre Hades y Eros. Entre los Muertos Vivientes por la Música de Club y las milicias que defienden los Viejos Valores del Humanismo. Estupor, incomprensión.

Se acabó la política -ay, muy poco cool, ¿a quién le importa ya? Tomaron los Dioses el Parlamento. Luego llegaron al Club. Extrañeza, pasmo.

We are your friends, dice el tema de Simian Mobile Disco y Justice que repiquetea en tu tímpano. (¿De verdad sois mis amigas?). Desarraigo, desorientación.

Podríamos seguir extrayendo, sacando de contexto pasajes del mismo cariz, y quedando igual de descolocados: nombres, entrecomillados, cursivas, referentes que sólo serán reconocibles con un diccionario de las artes de vivir del post-adolescente actual en la mano. Porque el cuento tiene la osadía de hacer literarios el "chino de Plaza España" y el "club Zombie" (aquí Rostro Expresivo). Porque tiene la garganta profunda de poner a dos personajes amantes, uno defensor de los "viejos valores del humanismo", es decir, se contenta con un tarro de Häagen Dazs y una buena conversación, y otro adicto a la música, la fiesta y la moda. Una vez, un amigo me dedicó un libro en extrañas circunstancias (durante un concierto de instituto), y escribió algo así como: "Escribir una dedicatoria en un concierto de rock es como rezar en una caseta de feria". Pues bien. Miguel y Rodríguez se han dedicado a "rezar" literariamente en las noches madrileñas, entre zombies y amantes del estertor sonoro, a ritmo de música electrónica, sintiendo los abrazos resbalosos de la entropía que está echando a perder nuestro mundo.

Pero es un libro -un cuento- éste tremendamente autoconsciente. Relleno, a pesar de su apariencia inconexa. Exhumación parece estar escrito por un Lynch (si éste hubiese sido escritor) adolescente, y no drogado, que imaginara cómo se ha de escribir drogado.

Así que estos jóvenes jovencísimos saben de lo que hablan. Disparan, pero previamente prepararon la munición. Cuando el lector común (yo misma) logra entrar en aquellos referentes y cruzarlos con estos referentes, está ante esa colisión, la de los "muertos vivientes" contra los "defensores del viejo humanismo", y el cuento en sí contiene, en sus sesenta páginas, una historia de amor (Amanda versus Djuna), pero quizá más propiamente hay una historia del horror. La historia de cómo el ocio y el negocio entraron a tropel en los anaqueles de los clásicos y desbarataron la seriedad de los cánones literarios. La historia de cómo aquello que importaba a los celadores de la cultura se vio, sin remedio, dominado por la Moda.

Lo confieso, al leer Exhumación no entendí un pimiento. Pero intuía que había algo ahí para extraer.

Volviendo a lo de arriba: leer estas sesenta páginas sin conocer a estos autores, sin entender las claves contemporáneas a ellos, insertadas por ellos, y sin atenerse a la circunstancia de su muy exquisita juventud, sinónimo de osadía, irreverencia, desapego de la norma, contestación, burla o directamente lucha, puede ser una tarea estéril, y bastante absurda. Cerré el libro aquel día (hace ya bastantes semanas) y lo volví a abrir ayer. En este tiempo no he podido quitarme la sensación de no ser capaz de escribir algo digno sobre él. Creo de verdad que a este libro le faltan aún sus críticos; creo que faltan muchos libros como éste, y que con éste -quizá no aspirante a clásico, pero precuela segurísima de lo que estos jóvenes bichos de palabras pueden llegar a dar-, los críticos de este minuto en este país encontramos la horma de nuestro zapato. Porque nos zarandea tanta verborrea bien apuntalada, nos dejará sumidos en el estupor (pienso en los críticos de los primeros experimentos vanguardistas, ¡ay!) y caeremos sin remedio en la defensa de los Viejos Valores del Humanismo. Para mal.

18 mayo 2010

Intriga y belleza literaria


Impar y rojo


Óscar Urra

Salto de Página, 2009

ISBN: 978-84-937181-1-4

224 páginas

17 €




Jesús Cotta

Acostumbrado que está uno a novelas policíacas de ambiente extranjero, con tramas que parecen sólo posibles en Londres o en Manhattan y traducidas del inglés a un español donde lo importante es la peripecia y no el lenguaje, es reconfortante leer este Impar y rojo escrito con pulcritud, brillantez e ingenio en un español de auténtico creador literario y en un Madrid donde puede pasar de todo con la mayor naturalidad del mundo.

Sin embargo, dado que desde su principio a su final la obra parece encuadrada en el género del suspense, uno echa en falta un poco más de intriga, misterio y aventura; y a veces el autor parece más atento al retrato psicológico y al detalle humano que a conducir al lector de peligro en peligro. Pero, en honor a la verdad, lo hace todo con tal gracia y con tan pocos tópicos y tanta soltura, que al final uno acaba interesado más en el gato del comisario, la novieta del camarero y el deseo de amor y redención del detective, que en la trama en que todos se ven envueltos.

La primera parte, ocupada en presentar a una galería de personajes, tarda en arrancar y es en la segunda donde el ritmo se acelera y suscita más interés.

Ningún personaje es un héroe; todos parecen actores secundarios, cada uno con sus flaquezas, sus miedos y sus incompetencias y eso es precisamente lo bueno: todo parece perfectamente posible. Salvo los dos policías que hacen de malos, cada uno de los personajes se resiste a una clasificación convencional y facilona. Ninguno es simple. Y uno se queda con las ganas de saber más de ellos, sobre todo del hermano de Julio Cabria, el cura. Invito al autor a sacarle más partido.

Supongo que es difícil encontrar un perfil original de detective. Los tipos están ya casi agotados. Pero Julio Cabria no intenta ser original, sino tan sólo Julio Cabria, un tipo enganchado al juego, con panza, poeta por dentro y fracasado por fuera, con un corazón enamorado y una casa terriblemente sucia que él se esfuerza sin éxito en limpiar. Óscar Urra parece su cronista más que su creador.

Nos encontramos, pues, con una novela más que correcta, de trama lenta y buena, de lenguaje brillante y emoción moderada, con más afán de entretener y ser verosímil que de ser original y trepidante. Y la trama es de las que me gustan a mí: lo interesante son los motivos morales que mueven a los personajes a actuar.

Lo mejor de la novela son los hallazgos literarios del autor. Por ejemplo, Julio Cabria “encendió un cigarrillo con ánimo no tanto de fumar como de ir echando humo hasta su casa” y César, el camarero, es un tipo oscuro y noble, con un sótano donde “almacena pecados y cajas de bebida”. Y es ingenioso y divertido leer todo lo que el detective le diría a Cadalso de haberlo sorprendido desenterrando el cadáver de su amada en el cementerio.

Aunque uno tarda un poco en hacerse idea de qué pasa y el autor tarda quizá demasiadas páginas en mostrarnos claramente sus cartas, qué se juega cada uno y qué riesgos hay, las descripciones son buenas y los hallazgos literarios abundantes. Ya está cansado uno de libros de intriga donde el autor no tiene ni idea de literatura y sí mucho de intriga. Uno quiere las dos cosas y este autor las tiene.

17 mayo 2010

Diamante hermoso y afilado


La carretera

Cormac McCarthy

DeBols!llo, 2009

ISBN: 978-84-8346-868-5

210 páginas

7,95 €

Traducción de Luis Murillo Fort


Daniel Ruiz García

La crítica cinematográfica ha tratado de forma desigual a la película La Carretera, protagonizada por el cada vez más revalorizado Viggo Mortensen. No nos toca a nosotros meternos en ese fango, pero el estreno del largometraje ha servido una vez más para desempolvar otra obra del escritor norteamericano Cormac McCarthy, quien se está acostumbrando en los últimos tiempos a adaptaciones cinematográficas de altos vuelos en taquilla (El hombre que susurraba a los caballos, No es país para viejos…). Sin haber visto La Carretera, estoy dispuesto desde ya a suscribir el manoseado y algo irritante tópico que siempre ha prevalecido en el maridaje entre cine y literatura, y por el cual el libro siempre es mejor que la película.

La Carretera, que por cierto fue premiada con el Pulitzer en 2007, es una obra inmensa. Inmensa no por su extensión, que es más bien breve, ni tampoco por la peripecia que la ocupa –los personajes de la novela pueden contarse con los dedos de las dos manos-, sino sobre todo por el trasfondo de la historia, por la dureza insondable de lo que cuenta.

McCarthy es, a qué dudarlo, uno de los monstruos de la literatura contemporánea. Solo un monstruo es capaz de construir una trama que se sostiene sobre tres personajes, uno de los cuales no habla, porque en realidad funciona como un símbolo. Corrijo: los tres personajes son símbolos, con un poder metafórico que acerca la novela a una dimensión lírica más propia de la poesía. Hay un padre, un hijo y una carretera. El padre y el hijo avanzan por la carretera hacia el sur, buscando el mar y sobreviviendo a duras penas en un mundo devastado por la penuria, la degeneración del ser humano (el canibalismo es prácticamente la única forma de supervivencia) y una naturaleza que uno imagina como un escenario post-atómico. Siempre hace frío, y además de agua llueve ceniza. Una ceniza que hace el ambiente irrespirable, enfermizo. Hay pocos hombres, y los que quedan buscan alimento y son más bien alimañas, seres humanos degenerados regidos por atavismos y donde la palabra, la abstracción, ha sido prácticamente suprimida en beneficio del instinto de supervivencia. Son como hombres del Paleolítico, sólo que envueltos de una estética de carritos de la compra, perros abandonados y basura. La estética del prototípico homeless norteamericano. Supervivientes en un mundo abocado al exterminio, en el que un padre lucha por mantener con vida a su hijo, siempre obsesionado con llegar al sur, hasta el mar, otro personaje-símbolo con el que se evoca el anhelo de salvación, la aspiración humana de la redención por encima de la miseria cotidiana.

Es un libro durísimo, que sin duda tocará especialmente la fibra sensible a los que, como quien esto suscribe, tienen hijos pequeños. Un libro cuya principal fortaleza es el estilo: un estilo lacónico, directo, con una fuerte presencia del verbo, que otorga un gran dinamismo a la novela y favorece un ritmo de lectura casi adictivo. Una vez que empezamos a leerlo, ya no podemos abandonarlo, porque necesitamos saber, porque tenemos que conocer qué pasará con el padre y sobre todo con el hijo en ese camino sin regreso hacia la playa por una carretera plagada de amenazas.

Confesaré algo: es de los pocos libros que he leído que me han llevado a llorar. Llorar con un libro no es tan fácil como hacerlo con una película, porque la palabra está mucho más dirigida al intelecto, y el proceso de lectura lleva implícita necesariamente una cierta distancia. No obstante, estamos hablando de una novela que está escrita con tinta, sí, pero también con ese otro material invisible con el que escriben sólo algunos privilegiados. Privilegiados como McCarthy, capaces de arañarte el alma, el corazón, las tripas, o como queramos llamarlo, a través de palabras tan hermosas y afiladas como puntas de diamante. Léanla, se lo recomiendo. Aunque sólo sea para corroborar una vez más el irritante tópico de que el libro siempre es mejor que la película.

[Publicado en la revista Billete Único]

14 mayo 2010

No ha lugar, señorías

Seré breve

Parlamento de Andalucía

Sevilla, 2009

ISBN: 978-84-88652-17-1

192 páginas

14 euros

Daniel Ruiz García

Se trata, estoy de acuerdo, de un libro anecdótico. Una de esas iniciativas curiosas que acaparan en el momento del alumbramiento todos los flashes y espacios de noticias simpáticas en los informativos. Para el que no lo sepa ya, Seré breve es un libro editado por la Fundación José Manuel Lara por encargo del Parlamento de Andalucía, en el que un puñado (15 en total) de parlamentarios dan rienda suelta a su vocación literaria, planteando piezas de todo género y condición.

Sin embargo, creo que el libro merece un puñado de reflexiones más allá del ruido del momento de su publicación. El propio hecho de la antología, así como su contenido, contienen aspectos muy jugosos que merece la pena poner de relieve.

A estas alturas, no creo que haya nadie en Andalucía que no se haya enterado ya del corte de suministro financiero que la Consejería de Cultura hizo hace un par de meses a la Asociación de Editores de Andalucía, en el que están representadas unas 70 editoriales andaluzas. Se trata de un asunto bastante dramático para muchas editoriales que prácticamente subsistían en Andalucía gracias a estas ayudas. Y que no ha hecho sino venir a evidenciar la debilidad de la industria andaluza del libro. Valga el siguiente dato: la Junta de Andalucía es, por volumen de publicaciones, la primera entidad editora de la región.

La publicación del libro que nos ocupa puede funcionar perfectamente como una alegoría en sí misma de la situación de debilidad de buena parte de la industria andaluza del libro: una Fundación que depende financieramente de un gran grupo nacional del sector de las comunicaciones y que vivió momentos mejores, al servicio de la Administración y de iniciativas de marcado sesgo político que le garantizan en buena medida su subsistencia.

Política y cultura. Una relación que a lo largo de la Historia siempre ha estado marcada por la tensión, y que invariablemente, en los momentos más delicados, ha inclinado la balanza hacia la primera. La política siempre ha mirado a la cultura con ojos avariciosos, y no ha escatimado nunca esfuerzos para aprovecharse de ella, apropiándose de méritos que no le pertenecían. La cultura, con su dimensión amable, ha constituido siempre un argumento de fuerza para ejercer la propaganda, y es por ello que, sobre todo en países y regiones donde no existe una verdadera industria que sepa hacer frente al poder, siempre ha vivido sometida a los designios políticos.

Otra capa de lectura interesante que se deriva de este libro tiene que ver con el propio carácter forzado de la antología. Hoy estamos acostumbrados a digerir antologías literarias de todo tipo. La proliferación de concursos literarios de las temáticas más peregrinas ha facilitado que prácticamente no haya tema que no sea susceptible de ser recopilado en una antología. En este caso, la antología no viene motivada por el asunto, sino por la naturaleza de los escritores. Y es que no son escritores, sino más bien aficionados. Esto, sin embargo, tampoco es correcto. Porque entre los parlamentarios hay algunos con bastantes obras publicadas y con una carrera literaria reconocida (caso de Calvo Poyato, que ejerce de prologuista). También hay algunos que han ganado algún concurso literario en algún pueblo o en sus tiempos de universitario, y a los que hay que reconocer esfuerzos en el pulido de su estilo. Y los hay que no se han dedicado nunca a esto, y carecen del pudor suficiente para resistirse a entregar a la imprenta piezas que resultan del todo sonrojantes. Después está un modelo que es muy propio de la política: el de negro literario, el jefe de gabinete de turno que saca las castañas del fuego al político al que sirve escribiéndole una pieza meritoria para salir del paso.

El resultado, en su conjunto, me parece más bien desenfocado. Cuando termina la anécdota, llega el momento de evaluar el proyecto, y creo sin paliativos que se trata de una iniciativa desafortunada. Entiendo que se trata de verle la cara amable a la política, acercar el Parlamento al ciudadano, etcétera, etcétera, etcétera. Pero para leer a Calvo Poyato, mejor nos vamos a sus novelas. Y los políticos, a gobernar. Con la que está cayendo ahí fuera, este tipo de concesiones a la lírica por parte de la clase política me parece excesivo.

13 mayo 2010

En el alma del asesino

El caso Kurílov

Irène Némirovsky

Ediciones Salamandra, 2010

ISBN: 978-84-9838-273-0

155 páginas

13 euros

Traducción de José Antonio Soriano Marco




Juan Carlos Sierra

Desde que en 2005 se publicara por primera vez en español Suite francesa, el nombre de Irène Némirovsky ha ido ocupando por derecho propio un lugar de preferencia en las bibliotecas de los amantes de la buena literatura.


De aquella magnífica novela inconclusa por la muerte de su autora a manos del nazismo, lo que más sorprende es su honestidad, su resistencia a caer en el juego simplón de buenos y malos, su desnudez a la hora de enfrentarse a la esencia y complejidad del alma humana; y todo ello lo consigue Irène Némirovsky por la vía de la indagación psicológica, a través de la construcción de personajes con relieve, lejos de la visón plana y simplificadora de héroes y villanos, -tentación en la que fácilmente podría haber caído si tenemos en cuenta el momento de redacción de Suite

francesa, la Francia ocupada por el Tercer Reich-.


Hay que recordar que este libro fue el último que escribió Némirovsky, por lo que cabe especular que se trata del final de un camino, de una manera de enfrentarse a la novela, de un proyecto narrativo que empezó a gestarse en su primer título David Golder. Otro de aquellos libros primerizos fue El caso Kurílov –objeto de esta reseña-, en el que ya aparece, aunque sea de forma algo balbuciente, esa manera particular y exigente de construir a los personajes de ficción.


Efectivamente, en esta novela de Némirovsky lo que más atrae al lector y su mayor mérito es el hecho de que el personaje principal, Leon M. o Marcel Legrand, un terrorista revolucionario encargado de ‘liquidar’ a Kurílov –a la sazón Ministro de Instrucción Pública del zar Nicolás II-, no está tratado esquemáticamente, es decir, maltratado por su creadora como si fuera un personaje de guiñol.


El lector asistirá a lo largo de la novela al desarrollo de una extraña relación, la del asesino con su víctima, puesto que Marcel Legrand entra al servicio de Kurílov en calidad de médico personal. La estrategia parece estar clara desde las filas revolucionarias: hazte pasar por uno de ellos, aproxímate al máximo a tu presa porque así será mucho más fácil cazarla. Sin embargo, los autores intelectuales del atentado, utilizando una manida expresión moderna, no han tenido en cuenta que quien va a contar esta historia es Irène Némirovsky, tan atenta a los vericuetos por los que suele moverse el alma humana.


No vamos a desvelar si Marcel Legrand perpetra el atentado contra Kurílov o no, primero, porque la estructura de la novela lo deja claro desde el principio y, en segundo lugar, porque quedarnos en lo anecdótico no beneficia en nada su lectura. Como con Ulises, y salvando las distancias, aquí no se trata de llegar a Ítaca, sino del camino, del viaje, del conflicto que Irène Némirovsky nos plantea en un personaje que se enfrenta no sólo a Kurílov, su víctima, sino a sí mismo. Un trayecto –una novela- apasionante.

12 mayo 2010

Ventana al abismo

Los bosques de Upsala

Álvaro Colomer

Alfaguara, 2009

ISBN. 9788420422817

232 pág.

18 euros.






Alejandro Luque

La depresión y su vertiente más dramática, la que acaba en suicidio, son fenómenos a los que la sociedad actual parece mirar tan sólo de reojo, cuando no los ignora pudorosamente. Las enfermedades del espíritu, por desgracia, no gozan de la consideración que tienen los males del cuerpo, y sus síntomas se confunden a menudo con meros estados de ánimo. Sólo así se explica que la literatura de los últimos años se haya ocupado tan poco de estos asuntos tan corrientes, y cuando sí lo ha hecho ha sido casi siempre en clave de primera persona, en un plano privado –¡esos descensos a los infiernos del alma!- y no social.
Ése es, de entrada, el primer tanto que se anota esta novela del barcelonés Álvaro Colomer, un autor que cierra así la trilogía iniciada con La calle de los suicidios (2000) y Mimodrama de una ciudad muerta (2004). La historia de Los bosques de Upsala arranca con el momento en que el protagonista, entomólogo de profesión, llega a casa y no encuentra a su mujer por ninguna parte, hasta que descubre con espanto que ha intentado quitarse la vida ingiriendo barbitúricos y trata de socorrerla. Las 200 páginas siguientes narran la peripecia de este hombre para comprender las claves que han llevado a su compañera a dicho trance, y en ella irá viéndoselas con personajes más o menos delirantes –desde su cuñado drogadicto a la vecina cotilla con la que topa continuamente- como con su propia memoria, pues de niño presenció el salto de una mujer desde un balcón.
Comprender, he ahí la cuestión. Una relación amorosa necesita eludir la rutina tanto como asentarse sobre algunas certidumbres, establecer sus propios ritos. El suicidio frustrado de la chica dinamitará la aparente estabilidad de la pareja y agitará un recurrente fantasma: tal vez nadie conoce a nadie, empezando por la persona que duerme cada noche a nuestro lado. En la búsqueda de respuestas, en el viaje de la realidad conocida a las verdades por desvelar, reside el motor principal de la trama.
Proyecto valiente y ambicioso el de Colomer, que a diferencia de otros autores que sólo pisan sobre terrenos firmes y seguros, se lanza a abordar temas de gran complejidad y lo hace desde el presente, desde el aquí y el ahora. Sólo por jugársela de ese modo –y se la juega desde el primer párrafo-, esforzándose por hallar el justo equilibrio entre la creación de una atmósfera y la acción, entre la reflexión íntima y las escenas dialogadas, entra la idea del éxito profesional y del fracaso personal, ya merece la atención y el aplauso.
Tal vez la mayor dificultad a la que se enfrenta sea dar con la voz del protagonista, que sufre a lo largo de la novela inflexiones desconcertantes. Si hubiera afinado un poco más en este aspecto, como recomendaba Borges, tal vez habría tenido desde el principio el trabajo hecho. Pero nadie podrá reprochar a Colomer falta de minuciosidad en sus faenas de prosista; por el contrario, resulta tan escrupuloso que a veces el lector echa de menos cierto aire de natural desaliño.
Hay, por último, una confusión que sí vale la pena subrayar: no es homologable la tentación suicida de quien padece una depresión profunda con la adicción autodestructiva del yonqui, o con el suicidio –llamémoslo así- de imperativo social, como es el de los guerreros deshonrados de Upsala que dan título al libro; o el del marido de las noticias que mata a su esposa porque lo ha abandonado, y luego acaba con su vida. Todo lo cual no empaña las buenas intenciones del autor.


[Publicado en la revista Mercurio]

11 mayo 2010

Dmitri, hijo mío, ¿por qué?

El original de Laura

Vladimir Nabokov

Anagrama, 2010

176 páginas

ISBN: 9788433975317

18.50 €

Traducción de Jesús Zulaika



Manolo Haro

Dmitri Nabokov se graduó en Harvard. En 1964 vivía en Milán completando su formación operística, actividad esta que combinaba con la conducción de un auto italiano en las carreras importantes del país. Entre arias y poles, volcó al inglés la novelas rusas de su padre. Poco más se sabía del hijo de Vera y Vladimir, sólo que su voz llegó a mezclarse con la de la Caballé en el Liceu barcelonés hace décadas, que en 1980 sufrió un accidente de automovilismo montado en un Ferrari 308 GTB en Suiza y que en 1999, en el centenario del nacimiento de su padre, hizo el papel de éste en una dramatización de las cartas entre Vladimir Nabokov y Edmund Wilson. Pero su voz sin aderezos líricos y sin filtro alguno no nos ha llegado con la facilidad con que los lectores adeptos a las carambolas estilísticas del creador de Lolita hubieran deseado, pues el mero hecho de que el escritor dé señales de vida desde la ultratumba a través de su único vástago es motivo de satisfacción para sus otros huérfanos. Con el rescate de El original de Laura de entre las supuestas llamas que su autor hubiera querido que alguien le aplicara en el caso de que hubiera muerto antes de finalizarla, tal como sucedió, Dmitri vuelve a la escena del crimen y nos cuenta, desde el prólogo de este volumen, los detalles que rodearon al manuscrito. El síndrome Max Brod que padecen muchos albaceas literarios, como es el caso de Dmitri, brinda ahora la oportunidad de observar de cerca cómo eran los esqueletos de las novelas de Vladimir Nabokov. Nada más.

En el Davos que mimó los bronquios de Franz Kafka, en el que resonaron imaginariamente las sesudas opiniones del Settembrini de La montaña mágica y donde las élites económicas y sociales del mundo juegan a quererse de vez en cuando, Nabokov se despeñó por una ladera mientras que cazaba mariposas. Ese fue el comienzo del fin. Corría el año de 1975 y entre las fichas con las que se ayudaba para desarrollar sus obras se encontraba el germen de este roman. Como el mismo Dmitri cuenta, su padre no dejó de escribir a pesar de un estado de salud mermado poco a poco por la edad y por la insistencia de otros males paralelos. Una bronquitis congestiva fue su último parte médico en vida. “¿Merezco que se me condene o que se me dé las gracias?”, pregunta el hijo en el prólogo a la obra por el hecho de desempolvar la novela inacabada.

Personalmente creo que la novelística de Nabokov no necesita de más. Este volumen que ahora Herralde publica en España es una simple anécdota dentro de un corpus redondo. Lo malo es que el ya anciano hijo (ayer, 10 de mayo, cumplió 76 años) no ha leído del todo a su padre. En una entrevista recogida en Opiniones contundentes (Taurus, 1999), ante la pregunta de si consentiría dejarle ver los borradores al periodista, contestó: “Siento tener que negarme. Sólo las nulidades ambiciosas y los mediocres cordiales exhiben sus borradores. Es como hacer circular muestras de la propia saliva”. El método Nabokov de escritura a partir de fichas surgía de una forma de trabajar afín a un hombre que como él mismo decía de sí: “Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño”. Para los que estén familiarizados con la prosa del ruso, no les será muy difícil asociar ese pensamiento de genio con una creación plagada de imágenes novedosas y sorprendentes. Primero las imágenes, luego palabras. “No escribo seguido desde el principio hasta el capítulo siguiente y así sucesivamente hasta el fin. Sólo lleno los claros del cuadro, de ese rompecabezas totalmente claro en mi mente, escogiendo una presa y parte de … no sé, de los cazadores que beben para festejar”.

En una etapa muy temprana del desarrollo de la novela –diría en otra entrevista– siento este impulso de acopiar trocitos de paja y pelusa y comer guijarros”. Con alguna que otra salvedad, precisamente esto será lo que ofrezca El original de Laura: un nido apenas esbozado, la promesa del paraíso a partir del gorjeo de un pájaro aleteando en el agua.

La geografía del limbo de las novelas inacabadas es extensa. Sus puntos cardinales se encuentran en desvanes abandonados, en sótanos oscuros, en las elocuentes y sorpresivas listas de Sotheby´s y en el talento de celosos o imprudentes albaceas. La lista podría estar compuesta, de muy diversas maneras y por muy diferentes motivos, por El último magnate de Scott Fitzgerald, Ampara esos laureles de mi admiradísimo crítico Cyril Connolly, Plegarias atendidas de Truman Capote, El Castillo de Kafka y por cientos de títulos más que siguen reposando en anaqueles polvorientos de bibliotecas como los del Harry Ramson Center for the Humanities de la Universidad de Austin (Texas), en los dormía Los Rivero manuscrito inédito de una supuesta novela inacabada que Jorge Luis Borges comenzó allá por los años 50. Ya ven. El cansancio, además de la inseguridad por el proyecto, pueden llegar a truncar una obra. El caso de la muerte resulta más peliagudo.

Para un autor como Nabokov, que afirmaba que para su obra tomaba todas las preocupaciones necesarias para estar seguro de que el golpe que recibiera del abanico del mandarín fuera digno, supongo que la salida a la luz de esta historia no le habría llenado de alegría. En ella está el universo Nabokov conocido por sus seguidores, incluso el lector se topará con relecturas de sus propias obras por medio de juegos de palabras que nos llevan a Ada o el ardor (el árbol genealógico de Laura-Flora sugerido a través de estas páginas), al Humbert Humbert de Lolita (el padrastro de Laura, que intentará seducirla cuando ésta cuente con los obligatorios 12 años de ninfette, se llama H. Hubert <sic>), al poeta John Shade de Pálido Fuego (otra pareja de la madre de Laura se llamará Espenshade), etc. Rudos auto-homenajes que empañan quizás otros logros como el juego de voces narrativas, entre los cuales sobresale la del enfermizo marido de Laura, Philip Wild, un profesor universitario (ahí está Pnim) con complejos de gordo, problemas gástricos, pies pequeños y un tumor benigno de próstata. También habría que admirar el quijotesco truco del libro dentro del libro: el best-seller Laura, es leído por propio Wild como un roman á clef de su vida. Divertimentos queridos por el ruso desde la inaugural botadura hacia la meta-ficción que se produce en el año 1941 con la magistral La verdadera historia de Sebastian Knight (corran a por ella si aún no la han leído; Anagrama compactos, 6 € de nada): ruptura de los géneros, biógrafo biografiado, reconstrucción de la realidad a partir de la nada. Y en eso Nabokov era un especialista por una simple cuestión de subsistencia: un esteta que creía en la autosuficiencia del arte, en la creación de mundos autónomamente bellos, entre otras cosas, porque perdió todos los suyos (la infancia, su Rusia natal...).

Una vez cierta joven me dijo que no soportaba a Nabokov por haber escrito Lolita: “Es un señor abominable”. Quizás poca gente haya reparado que el ruso siempre tuvo saudade por la infancia, que simplemente sangraba por la herida. Adoro el cortejo de voces enfermizas con las que nos contó su mundo. Si la vida le hubiera regalado unos años más, tal vez habríamos podido leer otra obra, aunque sospecho que el autor veía cercano el fin.

Mis aversiones son simples: las estupidez, la opresión, el crimen, la crueldad, la música dulzona. Mis placeres, los más intensos conocidos por el hombre: escribir y cazar mariposa”. Hasta que pudo, fue lo que hizo. Si aman la hermosura venenosa de nuestra existencia, vuelvan siempre a Nabokov. De lo contrario, corren el riesgo de enfangarse en la acartonada realidad.



10 mayo 2010

Vida y pasión

Espectros, parpadeos y shazam!

José María Conget

Point de lunettes, 2010

ISBN: 978-84-96058-43-9

275 págs.

15 euros.




Rafael Suárez Plácido

Tengo amigos y conocidos que dicen que nunca leen los artículos de prensa. No les puedo reprochar demasiado. Casi siempre dicen lo mismo sobre los mismos temas. Además, sabiendo el nombre del periódico sabes si van a estar a favor o en contra de algo, porque casi siempre se escribe a favor o en contra de algo. Parece que nadie duda. Parece que nadie reconoce que en la mayoría de las ocasiones se trata de una cuestión de gustos. Hay quien dice también que la mejor prosa española está en estos artículos. Lo que pasa es que casi siempre lo dicen los propios articulistas y, claro, así es muy difícil llegar a algo. Pongamos el caso de los artículos culturales: reseñas o textos de fondo, o textos para catálogos. Cada uno es libre de buscar en ellos lo que quiera. Yo busco noticias de realidades que desconozco, que me abran puertas a un autor nuevo, que me ofrezcan un disco que hubiera pasado desapercibido, o que alguien realmente me convenza de que tengo que ir a ver esa película o esa exposición.

Cuando supe que saldría una recopilación de artículos sobre literatura, cine y tebeos de José María Conget (Zaragoza, 1948) sentí una tremenda curiosidad. Conocía algunas de sus opiniones sobre estos temas y quería saber qué habría de esas opiniones en este libro. La editorial Point de lunettes lleva varios años sacando libros en los que el diseño y el trabajo tipográfico es impecable. Recuerdo que asistí a la primera presentación de sus libros, hace unos años, en la librería Antonio Machado de Sevilla. Y, ciertamente, me alegra que sigan con el mismo empeño en editar bien buenos libros.

José María Conget es uno de esos escritores que hay que conocer. Sus novelas son de las más interesantes que se publican hace años en España. Gaudeamus (Hiperión, 1986) es un ajuste de cuentas con la rígida educación recibida en la España tardo-franquista en una ciudad de provincias, el libro que muchos otros hubieran deseado escribir para mostrar todo lo que vivieron. Recientemente ha reeditado Todas las mujeres (Paréntesis, 2009), otra de sus novelas mejores, en la que el cine es un protagonista más de la acción. En 2002 sacó adelante un proyecto único, Viento de cine (Hiperíón), que realmente son dos libros: la antología de poesía castellana y cine del siglo XX, y las notas correspondientes, que uno no deja de leer desde entonces, (aunque eche en falta alguna nota sobre Jean Seberg). Otro libro que hay que mencionar para elaborar esta reseña es El Olor de Los Tebeos (Pre-textos, 2004). En su prólogo nos dice algo que hay que tener muy en cuenta: “¿por qué y para qué escribimos?” Tras hacer un repaso a algunas de las respuestas más tópicas (yo me quedaría con “para que nos quieran”, de Genet), concluye que él escribe para mostrar “el agradecimiento a personas, libros, películas y músicas” (y tebeos). Los artículos de Espectros, parpadeos y shazam! (Point de lunettes, 2010) son una muestra más de ese agradecimiento. Pero pasemos a hablar del libro, que se divide en tres series:

En “Espectros” nos ofrece artículos sobre libros o escritores. No habla de los que considera mejores o más interesantes, sino de los autores que han tenido mayor relevancia en su biografía, como el teósofo Roso de Luna, al que cita en Gaudeamus, o las páginas llenas de cariño y admiración por Carmen de Zulueta, a la que todavía hay que descubrir. Sus referencias al grupo de Bloomsbury también son deliciosas, como las que dedica a Chaves Nogales o al semidesconocido Ramón Carnicer. En el lado opuesto encontramos referencias negativas a cierta poesía de Juan Ramón, o de Juan Goytisolo, a Umbral, Cela, algunos poetas del silencio (que no nombra) u otros que surgen en torno al Opus, o de ciertos años del Premio Cervantes o de los autores que aceptan premios amañados. No defrauda mis expectativas, al contrario. Me gusta saber que hay autores consecuentes con lo que piensan.

La serie “Parpadeos” habla de sus relaciones con el mundo del cine que, en Todas las mujeres, ya se vio que era algo muy parecido a sus relaciones con la vida. Me encanta el texto “Tiernos camaradas” donde escribe sobre el cine y la libertad, en el marco de la caza de brujas y con la excusa del libro inédito en castellano de Patrick McGiligan y Paul Buhle, de entrevistas a los supervivientes de aquel lamentable proceso. También de la libertad se habla en “Buñuel en el púlpito” o en “La nostalgia de los cachorros”, homenaje al grupo de exiliados en México que rodó En el balcón vacío (1960), con la participación de algunos de los personajes más interesantes del momento: Emilio Prados, María Luisa Elío (que escribió sobre esos años Tiempo), Jomí García Ascott (que la dirigió), García Riera, Tomás Segovia, Álvaro Mutis, García Márquez… En algunos de estos textos asoma el humor, irónico y fino, como cuando inicia un artículo: “Que la justicia norteamericana es inmisericorde lo demuestra la película La milla verde donde los condenados a muerte, además de aproximarse día a día a la silla eléctrica, tienen que padecer de guardián al llorón de Tom Hanks.” Pero el artículo que prefiero es el que dedica a la familia iraní Makhmalbaf (Moshem, Samira, Hana, Maysam y Marziyeh), que han ido cosechando éxitos, casi heroicos, en los principales festivales europeos, y que es también un homenaje a su propia familia, a su hija Rebeca Conget, que se dedica a la distribución de cine extranjero en Estados Unidos.

En la tercera parte, “Shazam!”, escribe sobre tebeos. Los artículos que dedica a los tebeos españoles nos evocan a los que pudimos conocerlos una época más hermosa, en la que nos perdíamos en las páginas de nuestras revistas favoritas. Algunos de mis amigos, yo también, pensamos que somos como somos por culpa de un tal Vázquez que llenó nuestras infancias con algunas de las historias más locas y absurdas. Conget habla también de los principales autores extranjeros: Hergé, Pratt, Schulz, o de las relaciones entre el tebeo y el Arte.

En realidad, Conget no nos habla de libros, ni de películas ni de tebeos. Nos habla de eso, sí, pero de mucho más que eso. Conget nos cuenta la vida de un niño que vivió entre los tebeos que le compraba su tía y las películas que veía en sesión doble o matinal; de un adolescente que sumó los libros (la poesía, las historias) a su vida; de un adulto que nunca ha renunciado a sus pasiones y las ha transmitido a quienes han querido escucharle, igual que ahora nos ofrece su vida, sus pasiones, a todos nosotros.