30 diciembre 2011

El irreductible valor de la tibieza


El doctor Zhivago

Borís Pasternak

Galaxia Gutenberg, 2010

ISBN: 978-84-8109-829-7

747 páginas

24 €

Traducción de Marta Rebón



Coradino Vega

Había empezado muchas veces a leer El doctor Zhivago pero siempre la dejaba para otro momento. Las imágenes de la película de David Lean me alejaban paradójicamente de la novela. Además, la letra de mi libro era pequeña y la traducción pésima. Por eso, cuando supe de esta edición conmemorativa a cargo de Marta Rebón ―de cuyo excelente trasvase del ruso había tenido constancia disfrutando la monumental Vida y destino de Vasili Grossman― volví a intentarlo con más placer que esfuerzo. Porque El doctor Zhivago es una de esas novelas-mundo en las que te instalas, te quedas a vivir en ellas unas semanas y te hacen sentir que la vida es más ancha, rica, compleja, hermosa y terrible de lo que suele verse por la calle. Una promesa de felicidad y conocimiento. Sin embargo, tras embriagarme un poco con el tacto y olor del nuevo libro, en una primera impresión, me topé con que la mayoría de los obstáculos que habían frustrado mis anteriores lecturas seguían de alguna forma presentes, pues si bien la nueva traducción había atenuado ciertos excesos retóricos, estructurales y narrativos de la edición antigua, no por ello El doctor Zhivago dejaba de ser la imperfecta novela de un consumado poeta.

Hay algo enigmático en que novelas como El doctor Zhivago hayan resistido tan bien el paso del tiempo cuando los resortes en que se sustentan han envejecido ostensiblemente. Personajes desdibujados, casi de cartón, como la fundamental Larissa Fiodorovna, de la que se ve su drama pero no su alma; diálogos inverosímiles que parecen disertaciones en prosa que en nada se diferencian de la voz del narrador; encuentros rocambolescamente dependientes del azaroso destino; desaforados apasionamientos de folletín decimonónico; intromisiones omniscientes; uso estancado de la descripción… ¿Es que Pasternak, tan ensimismado y cohibido por el aislamiento estalinista como Shostakovich ―que sí permaneció en contacto con la vanguardia europea―, no supo que Faulkner, Joyce, Virginia Woolf o Dos Passos habían virado las convenciones literarias hacia un punto de no retorno? ¿Ni siquiera tuvo acceso al anterior desarrollo del punto de vista de Henry James o del estilo indirecto libre flaubertiano? La respuesta parece que pasa más por la ignorancia alevosa que por la ignorancia en cuestión, es decir: en el caso de Pasternak, como en el de Lampedusa o en el de Singer o en el del citado Grossman, fue una decisión personal, perfectamente consciente, acorde con su propósito literario.

Aunque se la ha comparado con frecuencia con Guerra y paz, la novela de Pasternak no pretende la épica de su admirado Tolstoi: por más que comparta cierto afán totalizador, El doctor Zhivago es una obra esencialmente lírica. Por eso sorprende la obtusa cerrazón y el fanatismo del régimen que persiguió este libro e impidió su publicación hasta entrada la ‘perestroika’. Porque hay que estar muy obsesionado y ser muy paranoico para encontrar en El doctor Zhivago un ataque explícito a la Revolución de 1917. Es cierto que ése es el contexto histórico, el telón de fondo, el marco de la tragedia, pero El doctor Zhivago no es esencialmente una novela política: es una novela de amor y, en mucho mayor grado, una novela sobre el espíritu humano. ¿Qué la hace tan grande pues, si su forma parece anticuada y no hay una crítica frontal a la ideología soviética y sus setecientas páginas se rigen más por la cadencia de la poesía que por el ritmo de la narrativa? En mi opinión, la pasión con la que está escrita, la calidez de corazón que supera la hiel de su propio pesimismo, la humanidad que impregna la figura de Yuri Zhivago y que acaba resultando más poderosa por la contumacia con la que defiende el valor de la individualidad frente a los vaivenes de la Historia. Yuri Zhivago no es un personaje a la altura de los acontecimientos, uno de esos héroes que aparecen, por ejemplo, en las novelas de Víctor Hugo, seguros de cuál es su lugar en el mundo, qué partido tomar, qué hay que hacer cuando los hechos históricos avasallan con su fuerza demoledora las vidas de los individuos. Yuri es un antihéroe, un hombre cuya pasividad inicial llega incluso a desesperarnos con su resignación, fatalismo y aparente indiferencia, pero que acaba adquiriendo un valor ético y simbólico que redime a todo un arquetipo de hombres conscientes de no protagonizar la Historia, sino de sufrirla. ¿Quién empieza una revolución? ¿Quiénes mueren en ellas? ¿Quiénes instigan con las palabras y quiénes se acaban convirtiendo en sus víctimas colaterales? O más aún: ¿quién hace la Historia más allá de quien, al cabo del tiempo, le da sentido y orden a través de la escritura? ¿El marido de Lara, devenido Strelnikov, producto del cultivo y del calor y de los desenlaces de las justificaciones revolucionarias? Los personajes de El doctor Zhivago son zarandeados por el remolino de la guerra y el levantamiento bolchevique, separados, desgarrados, metamorfoseados, arrastrados a la muerte, indefensos en su fragilidad para hacer frente a ese peso. Y en los momentos heroicos puede que lo más heroico sea precisamente no ser nada heroico. Pasternak defiende así, mediante la figura de Zhivago, la serenidad como una manera de estar en el mundo, el apego a unos valores, al amor, a una vocación cultural y formativa, a la razón, a la ciencia, a una sentimentalidad que abarque una forma de pensar y actuar en consonancia. Esa “manera de estar” invoca, callada pero irreductiblemente, el derecho a no dejarse arrebatar por los entusiasmos colectivos, a dudar, a no abrazar la nueva fe impuesta a golpe de martillo. Cuando todos están obligados a tomar partido quizás lo más temerario sea la neutralidad que defienda, por encima de las ideas, la vida humana. Por eso, el derecho que enarbola el doctor Zhivago, con su actitud desapegada y tibia, es el derecho a ser como se es, a preservar la autonomía del hombre ante las coerciones sociales del momento o, como le dijo Camus a Sartre, a no poner el sillón a favor del viento de la Historia. Los arquetipos se repiten. Hay personas que tienen muy claro cuál es su lugar en el mundo, dónde está la verdad, qué debe ser la política, el arte o la crítica literaria. Yuri vindica, en voz queda, el derecho a la incertidumbre, no a la ignorancia de los ignorantes, sino al “no sé” resultado de una infatigable búsqueda de la verdad que le sitúe a la altura de los demás hombres, a la perplejidad, a no creer en el mesianismo basado en abstracciones como masa, pueblo o proletariado que borren en aras de la reforma social la existencia del individuo concreto.

En la dignificación ética de esas debilidades, tibiezas y carencias que son los atributos naturales del hombre está la grandeza de la novela de Pasternak. Ésa es su fortaleza: gritar en voz baja que no sólo los “fuertes” son dignos de respeto. Y para ello, Pasternak preponderó la pasión sobre la técnica, subordinando ésta a la creación de un artefacto imaginativo, extensión de su subjetividad y de la imperfección, con sus propias reglas internas de verosimilitud literaria, que intensificase la realidad por medio de una forma que, precisamente por anticuada, fue la más idónea para resaltar la permanencia del arte y el espíritu humano sobre los avatares de la Historia.

29 diciembre 2011

Que toda la vida es sueño y los sueños, ¿sueños son?

The Sandman

Neil Gaiman y varios dibujantes

Planeta DeAgostini, 2010. Volúmenes 1 a 7

ISBN: 978-84-674-9133-3 /9134-0/ 9135-1/ 9136-4/ 9137-1/ 9138-8 y 9139-5, respectivamente.

496, 496, 344, 416, 400, 528 y 504 páginas, respectivamente.

210 € (30 € cada volumen)

Traducción de Diego de los Santos


Fran G. Matute

Una deidad encerrada en una urna de cristal. Un ser superior apartado de su reino y despojado de su dignidad por un hombre común que juega a ser Dios. Y mientras tanto, toda la humanidad sufre en pesadillas. Así comienza The Sandman (1989-1996), una de las obras capitales del llamado octavo arte, calificada por el New York Times como una de las lecturas esenciales del siglo XX. Resulta difícil escribir ahora sobre semejante pináculo cultural cuando todo ha sido dicho ya. Pero la flamante reedición de lujo perpetrada por Planeta DeAgostini -en siete volúmenes elegantemente facturados en cartoné- nos invita a seguir aplaudiendo uno de los cómics más influyentes de nuestra era. Uno de los cánticos a la imaginación más contundentes que se han creado nunca.

"Sueño", "Deseo", "Delirio", "Destrucción", "Desesperación", "Destino" y "Muerte", son los títulos de cada uno de los volúmenes que conforman esta nueva edición de The Sandman, pero también son los miembros de la familia de los Eternos, verdaderos protagonistas de la saga creada por Neil Gaiman junto a Mike Dringenberg y Sam Kieth. Pero junto a los Eternos encontraremos a Lucien, el bibliotecario del Reino de los Sueños; Mervin, el espantapájaros; el hada Nuala; Matthew, el cuervo; Cain y Abel; el Corintio; los demonios Choronzon y Azazel; Unity Kinkaid y su nieta Rose Walker; al señor Nimrod... todos ellos forman parte del complejo y extraño universo de The Sandman, del mismo modo que William Shakespeare, Calíope y Orfeo o César Augusto. Fantasía, mitología, historia y cultura. Son los pilares básicos sobre los que se construyó este monumento a la imaginación, en el que tienen cabida por igual personajes históricos y mitos, dioses y demonios, animales y objetos vivientes, ciudades del mundo y reinos del más allá. Hablar de "cosmogonía" es quedarse corto cuando nos referimos al imaginario ideado por Gaiman.

¿Y qué hace posible la perfecta conjunción de todos estos elementos? El hecho de que el Sandman de Neil Gaiman sea, en realidad, el Príncipe de los Sueños y su Reino el lugar en el que todo tiene cabida; pasado y presente, realidad y ficción. El mundo de los sueños es ese lienzo en blanco sobre el que pintar y construir lo que a uno se le antoje. Todos soñamos y no existen límites en la ensoñación. No existen límites en la mente de Neil Gaiman. Pueden soñar los gatos, pueden soñar los grandes artistas, pueden soñar los emperadores y reyes, pero también los ciudadanos de a pie, los mendigos... Y si bien es cierto que el protagonismo de la saga recae, evidentemente, en Sueño -probablemente el personaje más complejo y mejor perfilado por Gaiman de entre todas sus criaturas, el más frágil de todos ellos, el taciturno, el equánime, el insobornable...- no es siempre el protagonista verdadero de todas las historias de The Sandman, pues Gaiman sabe poner el acento en las miserias humanas y da más relevancia a lo mundano que a lo celestial, motivo por el cual el texto de esta obra es tan rico en matices y profundidades filosóficas, superando con creces las expectativas que el formato viñeta solía ofrecer históricamente.

Así, The Sandman entra en la categoría de obra magna del cómic, a la altura de Watchmen (1986-1987) o El regreso del caballero oscuro (1986), con la pequeña diferencia de que la obra de Gaiman se expande a lo largo de 75 números, por lo que supera en envergadura y complejidad a cualquiera de las grandes referencias oficiales de la novela gráfica contemporánea. Pero es que ha sido gracias a esta primorosa edición de la obra completa de The Sandman que hemos comprendido, de verdad, el origen de tanta excelencia, de la mano de los profusos textos e ilustraciones complementarias incluidas a lo largo de los distintos volúmenes. No sólo hemos aprendido la forma de trabajar de Gaiman gracias a los bosquejos de sus guiones, sino que a través de numerosas entrevistas hemos podido comprobar el enciclopédico conocimiento de este genio británico, que reconoce como primera fuente de inspiración tanto la ciencia-ficción de autores como Roger Zelazny o Samuel R. Delany como el estudio de múltiples leyendas mitológicas e históricas, que Gaiman gusta de desarrollar de forma intrínseca en sus historietas.

Evidentemente, siendo ésta una edición de las obras completas de The Sandman, junto a los ya clásicos números como "24 horas" (que siempre he pensado que haría las delicias de Quentin Tarantino), "Las mil y una noches" (el único cómic que ha ganado el prestigioso World Fantasy Award), "Ramadán" (con su preciosa ruptura de los cánones gráficos), la "Historia de dos ciudades" o la serie titulada "Las benévolas" (con la que se pone fin a la historia de Sueño, que en nuestra opinión es otro de los activos de esta saga: tiene un final claro y conciso), se nos aporta material adicional casi igual de inabarcable que la propia obra: sentidas introducciones de admiración por parte de artistas importantes como Stephen King o Harlan Ellison, memorabilias varias, y todos los textos y dibujos imaginables asociados al mito de Sandman, incluyendo las subyugantes portadas creadas por Dave Mckean.

Podríamos llegar a discutir que el dibujo de The Sandman, o incluso su estética, haya podido quedar un tanto trasnochado. El baile de dibujantes que ha acompañado siempre a esta saga no creo que haya aportado mucho valor a la misma. Ese Sueño. Espigado, pálido y huesudo. Gótico. Como sacado de un cuadro de El Greco o una portada de The Cure, quedaba mejor bajo la pluma de Malcolm Jones III que la de Kevin Nowlan, por poner un ejemplo. Pero mucho me temo que no es por el lado artístico por el que The Sandman se ha convertido en la obra seminal que es. Todo el crédito debe darse a esa mente privilegiada que es Neil Gaiman, probablemente uno de los grandes literatos de nuestro tiempo. Así que si estabas todavía buscando un regalo para estas Navidades con el que sorprender a alguien, no te lo pienses más. Busca esta edición de lujo. Te dolerá adquirirla, pero el retorno, será mayúsculo. Nadie debería dormir el sueño de los justos sin haber leído The Sandman.

28 diciembre 2011

Al final del río



Insurgencias. Poesía (1965-2007)

Antonio Hernández

Calambur, 2010. Volumen Uno y Dos

ISBN: 978-84-8359-189-5

487 y 425 páginas, respectivamente

50 €




Rafael Roblas Caride

Todo poeta que se precie como tal persigue al final de su vida el sueño de un volumen antológico que reúna el grueso de su obra bautizado con el título, más o menos explícito, de Poesía completa. De esta manera, descansarán cuidadosamente dispuestos en sus páginas los versos, los poemas y los libros, apacibles, esperando la “mano de nieve” del filólogo de turno que prepara su estudio o su tesis doctoral y que, a su vez, reza a los dioses por un 'corpus' ordenado que le permita acometer su labor investigadora sin mayores preámbulos.

La editorial Calambur parece últimamente empeñada en satisfacer a ambos, escritores y críticos, elaborando un catálogo en el que, tras las experiencias -escribo de memoria- de Rafael Morales, de Victoriano Crémer o de la recientemente galardonada Paca Aguirre, han encontrado también acomodo las completas de Javier Lostalé, Basilio Sánchez, Jesús Hilario Tundidor, Joaquín Benito de Lucas o Manuel Ríos Ruiz.

Así, tampoco se ha escapado de esta fiebre antológica Antonio Hernández (1943), estimable y polifacético autor, prosista y poeta, que ha visto reunidos todos sus libros de poemas en los dos volúmenes de los que consta esta cuidada edición titulada Insurgencias (1965-2007). En ellos, el lector puede compartir el extenso trazo de ese largo camino que va desde el primerizo El mar es una tarde con campanas (1965) hasta el último A palo seco, solazándose y recreándose en cada uno de los recovecos temáticos y estilísticos de la obra de Hernández.

De este modo, como si fuera un río o un tren, el verso del poeta arcense recorre estas páginas en paralelo a la vida, fluyendo hacia la conciencia del hombre o hacia el recuerdo del niño, tal y como nos indica Francisco J. Peñas-Bermejo en su extenso prólogo. Hermosos son los paisajes del pueblo y los encuentros desde el presente con la memoria perdida, ahondando en el tono elegíaco que Hernández hereda de uno de sus poetas favoritos, Antonio Machado.

"En esta soledad
que sólo puebla
el recuerdo,
estuvo la choza
donde vivíamos
en agosto.
Y por estas lindes
andaban la mula,
el perro
y las gallinas.

Todo me lo han cambiado
por un nudo
en la garganta."


Porque el pasado duele, sin duda alguna. “Mira si te amo, que al volver a mirar mi recuerdo lo aprieto en el pecho aunque me haga daño”, recita el autor en uno de sus primeros poemarios. Duele, pero sin embargo, se hace necesaria esa mirada atrás -hacia el primer amor, hacia los familiares muertos, hacia la tierra natal- para, desde el dolor, recuperar la esencia del ser y regresar a esa montaña que, como símbolo, se establece en la poética de Hernández en piedra angular sobre la que gira la vida, desde sus primeros libros, en contraposición a la dura y penosa llanura de la existencia adulta:

"Era la montaña lo mismo que una madre.
Por ella se podía correr, saltar sin el temor
de tener extravío [...]
[...] Y de pronto,
cuando más empezaba a tomarle apego,
por miedo, noté que estaba frente
a una llanura prodigiosa..."

Montaña y llanura. Arcos al fondo, como hipónimo de ese paraíso prometido, agrietado y polvoriento, conocido por Andalucía y que tan presente está también para Hernández, antológico es el poema XXVI de "Metaory", digno de figurar junto al archifamoso de Manuel Machado en los libros de texto de todos los escolares andaluces, y que, tras un repaso a las ocho provincias, culmina con el inequívoco sentimiento filial: “Si digo Andalucía / estoy diciendo el nombre de mi patria”.

Y, sobre la tierra madre, junto a su esencia primera representada en ese Arcos que merece el protagonismo de un libro entero -quizás el mejor a los ojos de su propio autor: Habitación en Arcos- surge de la nada esa galería de raros que encabezan El Troy, Kid Betún o Luis el Legionario. Porque no es la obra de Antonio Hernández dada a elevarse sobre malabares que olvidan el aspecto social y la actualidad más inmediata. En A palo seco, concebido según confesión autobiográfica como una suerte de terapia antidepresiva, desfilan los fantasmas del presente, con un prosaísmo cercano y periodístico.

"Se despeña un autobús en la India.
Cincuenta muerto. Se salva el conductor.
Israel arrasa el sur del Líbano:
mueren cien niños que estaban saliendo
del hambre. Hizbulá contraataca
con sus katiushas. Tampoco Abraham
se libra de la furia de Yavhé.
El sida gana por K.O. en África
y la malaria en Sudamérica.
El presidente Bush hace filosofía
en su discurso al pueblo yanqui.
Sigue la vida. ¿Cómo Dios
se va a aburrir, allá arriba, en su palco?"

Ripalda actualizado. Ironía ante la desesperación. Humor contra la catástrofe. Hernández desafía constantemente a los arcanos del verso con una extraordinaria batería de filosofía que se extiende desde los presocráticos hasta Marx, pasando por los sufíes y las corrientes arábigo andalusíes. “He vivido en Atenas y en Sevilla...” confesará el poeta haciendo gala de su cosmopolitismo cognitivo. Y es que al arcense puede acusársele de muchas cosas, excepción hecha de la monotonía. Monotonía que se rompe también en la gran variedad y alternancia de metros usados. “Habrá que experimentar y cambiar la forma de hacer las cosas, ¿no?”. De este modo, se alternan versos medidos y versos libres, arte mayor con arte menor, sonetos con soleares, algunas de una belleza insoslayable:

"Peña, río, casa pueblo,
Andalucía lejana...
Son los latidos que tengo."

Pero ante toda esta variedad, prevalece, eso sí, una cadencia, casi un murmullo asonante, que constituyen una unidad hernandiana de concebir la poesía.

Aunque, como no procede en una reseña extender el análisis hasta convertirlo en un sesudo y erudito estudio de una poética concreta, sino más bien, concretar la calidad de la obra y calibrarla con los gustos del receptor, mejor concluir en este punto, afirmando que, efectivamente, estas Insurgencias representan el necesario compendio de la obra de uno de los autores andaluces más representativos de la segunda mitad del siglo XX. O en palabras de Manuel Mantero, del mejor poeta gaditano vivo. Al menos que esta antología sirva para que no se cumpla el futuro que presagia el propio poeta en su libro final:

"Y que todo sea así
no para ganarme el Cielo
sino por que vuele en paz
mi ceniza en el olvido."

27 diciembre 2011

Postmodernidad solvente



LS6

Mario Crespo

Bohodón, 2010

ISBN: 978-84-15172-03-1

178 páginas

14 €




Daniel Ruiz García

La novela que traigo a esta reseña, lo confieso, me ha dejado descolocado. Ya han pasado varios días desde que la leí y aún no sé muy bien si he acertado como lector a encajar en su justa extensión su propuesta literaria.

Mario Crespo ha construido con LS6 un artefacto de una extrañeza poco común. Es una novela rara, pero ello no quiere decir que sea críptica, oscura o ininteligible. Es más, tanto el estilo de la escritura como la forma en que se presenta y conduce la narración resultan enormemente diáfanos. De una diafanidad que recuerda a la línea clara de Hergé o a los dibujos limpios de los cómics de Adrian Tomine. Esta última asociación es doblemente intencionada: se ha dicho de Tomine que es lo más parecido en cómic a la literatura de Raymond Carver. Y es que en Crespo hay un tono que a veces recuerda a Carver. También, a mí me lo ha parecido, a Irving Welsh y a cierto Paul Auster. Nótese por el perfil de estos ascendientes que hablamos de un autor que no parece, por el tono, por el estilo e incluso por los referentes que se explicitan en la propia obra, español, sino más bien anglosajón.

La rareza de LS6 se deriva de la asimetría entre la forma, clara, sencilla, limpia, y el fondo, donde se impone la opacidad, la sugerencia, el ocultamiento, la impermeabilidad. Cada capítulo está compuesto conforme a la experiencia de un personaje en relación con su entorno. Dentro de cada uno de esos capítulos hay momentos de interacción y tangencia de los personajes con personajes de otros capítulos, que en algunos casos apenas llegan a rozarse. El dibujo general que construye la novela se parece bastante al de una pintura, pero un tipo de pintura muy determinada: se me antoja parecida a la contemplación de un Mondrian. Porque la construcción diáfana, de trazos planos y sencillos, parece compuesta conforme a parcelas, independientes y a la vez contaminadas de la visión de conjunto, como la arquitectura de De Stijl, donde todo es inflamable, de colores chillones, pero que en su globalidad genera una apariencia estática, como de enjambre dormido.

Un enjambre es, justamente, lo que retrata LS6. Más concretamente, el enjambre humano de la ciudad británica de Leeds, y de sus barrios que se identifican con distritos postales numéricos -de ahí el título de la novela- que uno imagina obligadamente como cuadrículas dentro de un mapa que es en realidad un gran dibujo. La narración está compuesta a través de planos, pero esos planos no se dibujan sólo linealmente conforme a los personajes y las historias que cobran cuerpo en cada capítulo; también hay planos transversales, que laten durante toda la narración planteando distintas dimensiones o lecturas de los hechos narrados: así, cabe hacer una lectura de LS6 en clave política, otra en clave social y otra incluso en clave metafísica.

Propuestas como la de Crespo resultan altamente estimulantes, porque apelan a una concepción de lo postmoderno como algo que tiene que ver poco con la tomadura de pelo, la frivolidad o el juego bobalicón y ensimismado. Es un libro que plantea preguntas y dudas sobre cuestiones que están en nuestra realidad, con las que nos toca convivir -inmigración, crisis económica, violencia-, y que Crespo aborda con una frescura pasmosa. En medio de tanto cachivache postmoderno, toparse con obras como LS6, que asumen su postmodernidad de una forma tan natural como solvente, resulta toda una sorpresa.

26 diciembre 2011

Nostalgia de la aventura


Joe el bárbaro

Grant Morrison y Sean Murphy

Planeta DeAgostini, 2011

ISBN: 978-84-684-7547-9

208 páginas

16,95 €

Traducción de Bittor García



José Martínez Ros

Hace poco se estrenó en cines Super 8, una película que jugaba abiertamente en el campo de la nostalgia ochentera y la nostalgia hacia las películas realizadas en esa época para un público juvenil, cuentos de hadas más o menos sombríos que en la mayor parte de los casos estaban inspirados en el imaginario de ese gran hacedor de relatos fantásticos contemporáneos que es Steven Spielberg, y que, sin duda, tuvieron su papel en la educación sentimental de una generación. Me refiero a cintas como Los Goonies, Una pandilla alucinante, Dentro del laberinto, Regreso al futuro, El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes), y muchas otras que todos recordamos (y probablemente añoramos), aunque en su composición había bastante de fórmula.

Solían incluir, en primer lugar, una cinefilia intensa (si quieren descubrir el origen de la actual generación 'friki', repasen esos títulos y atérrense), un protagonista infantil o, mejor aún, adolescente confuso y solitario, una familia moderadamente desestructurada (un divorcio por aquí, una viudez por allá, tal vez un ligero alcoholismo o una subsanable falta de recursos económicos), un pequeño cuadro costumbrista de una comunidad suburbana y, por supuesto, no olvidemos lo más importante: el elemento fantástico y/o extraterrestre que impacta contra la vida cotidiana del protagonista/protagonistas y convierte su vida rutinaria en una aventura con generosas dosis de épica que (muy a menudo) incluye un amigo -digamos- sobrenatural. Todo esto viene a cuento porque el afamado guionista escocés Grant Morrison parece haber tenido muy en cuenta esas referencias en su última obra llegada a España, Joe el bárbaro.

Morrison es autor de algunos de los cómic más impactantes y vanguardistas de las últimas décadas -echen un vistazo a El asco, recientemente reeditado en España para comprobarlo- y miembro destacado de la llamada “invasión británica” que precisamente en los ochenta cambió la faz del cómic norteamericano gracias una importación masiva de cultos guionistas de las Islas Británicas -que, por su parte, huían de la gris Inglaterra tacherista- y que produjeron unas cuantas obras maestras del arte secuencial (nombremos, por ejemplo, a Sandman, The Authority, Watchmen, Los invisibles, Hellblazer o Predicador), así que, en un primer momento, uno supone que sus inquietudes personales van por otro lado y que Joe el bárbaro es un producto meramente alimenticio.

Pero, por fortuna, nada más lejos de la realidad. Morrison nos relata con su convicción habitual la epopeya doméstica de Joe, un chico cuyo padre ha muerto en Irak, que padece diabetes y sufre cuando se encuentra en casa -con la única compañía de su mascota, un ratón, Jack- un ataque de hipoglucemia y su mente viaja a un universo paralelo donde sus miedos adolescentes y los traumas causados por la situación de su familia tomarán cuerpo para que se enfrente a ellos de una vez por todas. El cómic, a pesar de cumplir con todos los tópicos del género anteriormente citados, es excelente, y nos quedamos prendados de la ensoñadora experiencia de Joe, que también evoca al clásico de Michael Ende, La historia interminable, en más de un aspecto. Por último, hay que destacar el tremendo dibujo de Sean Murphy: Joe el bárbaro es uno de los cómics más bellos visualmente con los que me topado en mucho, muchísimo tiempo. Una pequeña joya.

23 diciembre 2011

Una poética del Medio Oeste americano


En el condado de Grouse

Tom Drury

451 Editores, 2011

ISBN: 978-84-92891-08-5

385 páginas

19,50 €

Traducción de Javier Ortiz



Sara Mesa

Hace algunos meses leí en el número 331 de la revista Quimera una conversación entre Tom Drury y Antonio Orejudo que me llamó especialmente la atención. Los dos escritores hablaban con gran humildad de sus influencias literarias, las auténticas, no las que se suelen decir pomposamente en público. Mientras Orejudo mencionaba los libros de Los Cinco, Tom Drury hablaba de… su madre. Su madre, que no era escritora, que era simplemente una mujer que “tenía una visión estética, una forma muy hermosa de contar las cosas que veía en sus paseos alrededor del pueblo”. También mencionaba Drury los relatos de Sherwood Anderson, que son -cualquiera que los haya leído lo sabrá- maravillosos y extremadamente delicados. Bien, me dije, aquí hay un escritor que me interesa. No me equivoqué.

En el condado de Grouse (cuyo título original es The end of vandalism) fue la primera novela de Tom Drury (Iowa, 1956). Apareció publicada por series en el New Yorker en 1994, posteriormente como libro en 2006 y ahora llega a España de la mano de 451 Editores, que también ha publicado, del mismo autor, La región inmóvil. En el condado de Grouse describe la vida de varios personajes del Medio Oeste americano ubicados en un condado imaginario, con una narración en la que imperan la sencillez y la poeticidad. Hay mucho de Sherwood Anderson en este libro, empezando por la inclusión de un plano del condado al inicio del libro, del mismo modo que Anderson incluía un plano en su Winesburg, Ohio. Pero hay más que eso: al igual que en todas las novelas que crean espacios míticos, el lector sabe que va a entrar en un territorio concreto, con sus personajes, sus normas, sus particularidades geográficas y sociales, un territorio que se convierte en familiar a medida que se avanza en el libro, que siempre resulta coherente dentro de sus límites, y que -lo mejor de todo-, a pesar de su acotación tiene vocación de universalidad. Las vidas de los personajes en los que se detiene el narrador nos conciernen, nos importan, se nos hacen cercanas y familiares, aunque nuestra cultura esté muy alejada de la de ellos -o quizá no tanto-.

Se ha dicho de este libro -en la misma contracubierta se indica- que se trata de una novela coral. No sé si esta interpretación confunde porque, aunque es cierto que aparecen muchos personajes e historias, la acción principal corresponde a una pareja, la formada por el sheriff Dan y la fotógrafa Louise, y por aquellos que los rodean, en especial el ex marido de Louise, Tiny. La relación entre Dan y Louise -dos personajes tratados con especial cuidado- es el hilo que recorre toda la novela, una relación con sus altibajos, momentos felices y momentos dolorosos, una relación normal pero al mismo tiempo grande, humana. El resto de personajes cuentan con papeles menos relevantes en la obra, aunque tienen también una importante función: construyen el marco que da verosimilitud y solidez a la vida del condado y sus pueblos. La sensación de novela coral, desde mi punto de vista, viene más bien por la consistencia con que están construidos cada uno de estos personajes más que por el armazón estructural de la obra. Como estructura, esta novela se asemeja más a El villorio de Faulkner, donde hay personajes más relevantes que otros (los Snopes, Varner…), sin que esto haga palidecer la fuerza de los secundarios. Más que una novela coral, esta es una novela donde todo -hasta los personajes más esporádicos- está bien encajado y construido, por eso se produce la sensación de riqueza y variedad que nos hace pensar en lo coral.

La galería de “secundarios” en En el condado de Grouse es realmente sugestiva, y constituye un muestrario de la vida en el Medio Oeste americano: granjeros, predicadores, comerciantes, apostadores, timadores, notarios, criadores de caballos, pero también artistas, una estudiante taiwanesa de intercambio, una 'stripper', una reportera de televisión, una consejera matrimonial, jueces y políticos locales. De fondo, el paisaje de los pequeños pueblos, con sus granjas, sus tiendas, caravanas y campos de cultivo, un condado marcado por el frío y la nieve y, de fondo, el aislamiento y la insatisfacción, como queda magistralmente reflejado en el siguiente diálogo:

“-Tengo treinta y nueve años -contestó Tiny- y todavía no he visto el Cañón del Colorado; ni las cuatro caras de los presidentes de Dakota. El mundo me pasa por delante y ni me entero.
- Has estado en Las Vegas –repuso Jerry.
- Estoy hablando de las maravillas de la naturaleza -dijo Tiny-. Mira alrededor, Jerry. ¿Qué hay aquí?
- Tu coche, el mío y mi casa.
- Toda la tierra está cultivada. Todo lo que no está cercado lo siembran. ¿Qué ha sido del país salvaje que teníamos antes? Ahí es donde me gustaría ir.
- Estás hablando de un lugar que nunca ha existido.”

El gran acierto de la novela de Drury, lo que hace precisamente que sus personajes nos interesen y den la sensación de estar realmente vivos, es su actitud narrativa discreta y distanciada. Los personajes se definen a sí mismos por sus palabras, por su forma de actuar. Salvo en contadas ocasiones, el narrador no opina, no interpreta, los deja libres. De hecho, cuando interviene (esporádicamente) su voz chirría un poco. Es posible que estas intervenciones limitadas se deban a la publicación original por entregas de los capítulos, y a la necesidad de enmarcar las acciones para lectores despistados de aquel tiempo. En cualquier caso, se trata de una narrativa muy visual, en la que las imágenes -potentes y, en ocasiones, líricas- son las que dan fuerza al relato. Cuando el sheriff Dan se encuentra un bebé abandonado lo que se nos cuenta es simplemente es “Dan oyó un llanto, abrió la caja y encontró a un bebé envuelto en una camisa de franela azul, con una nota prendida: ‘Me llamo Quinn. Por favor, cuídame’. El bebé tenía los ojos y el pelo oscuro y lloraba sin parar. El sheriff cogió la caja de cervezas, la colocó en el asiento del pasajero del coche patrulla y ajustó el cinturón de seguridad alrededor de la caja lo mejor que pudo”. Nos basta con eso. Sabemos del dolor, de la alegría, de la duda de los personajes por el modo en que se expresan, por las cosas que hacen. La narrativa de Drury se despoja de sentimentalismo -no se nos explican continuamente los vaivenes emocionales de los personajes- pero no excluye el sentimiento. De hecho, hay momentos muy emotivos en la historia, lo cual es sorprendente teniendo en cuenta la aparente frialdad del relato.

Pero no se trata solo de economía de medios o de austeridad narrativa. Se trata de depuración, de condensar en la imagen los significados, darle peso y consistencia a una narración que parece basada en detalles insignificantes, pero que no lo son, porque precisamente son esos detalles los que constituyen la vida. En la conversación de Quimera que mencionaba al principio, Tom Drury aseguraba: “Creo que hay una forma de decir las cosas en el Medio Oeste, decirlas de forma natural”. Y más adelante: “Mi escritura, libro a libro, es una voz con la idea de decir las cosas directamente pero también de una forma original, simple pero no plana”.

Es muy difícil escribir como escribe Tom Drury, darle a la narración una textura propia, destellos de humor, epifanías poéticas y consistencia desde una actitud humilde y distanciada. Es muy difícil hacer eso y muy pocos lo hacen, porque la tentación de hacer brillar al narrador es más fuerte que la necesidad, a veces imperiosa, de callarlo. Hace poco cometí el error de darle una oportunidad más a Paul Auster y leí Brooklyn Follies. Bien, de lo único que me alegro es de que este libro rematadamente malo me haya servido para dar aún más contraste y valor a la prosa limpia y eficaz de Drury. Donde Auster es pretencioso, irritante y entrometido, Drury es elegante y preciso; donde Auster cursi, Drury sensible; donde Auster construye monigotes, Drury elabora personajes vivos, incluyendo a los femeninos (¡cosa nada frecuente!), y muy en especial a Louise. Sé que esta crítica comparativa no es muy ortodoxa, sobre todo porque estoy hablando de la obra última de Auster, que es la que lleva flojeando ya demasiado tiempo, y porque el mérito de un escritor no se basa en el demérito de otro. Pero el caso es que aquí a Auster lo conoce y lo lee todo el mundo, mientras que de Drury prácticamente no habíamos oído hablar hasta ahora. ¿El peaje de ser humilde? A eso me refiero.

22 diciembre 2011

Una casilla en blanco

Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel

Leonardo Sciascia

Gallo Nero, 2010

ISBN: 978-84-937932-4-1

112 páginas

8 €

Traducción de Julio Reija


Alejandro Luque

Si ustedes tienen previsto pasar por Madrid antes del próximo 27 de febrero, no dejen de visitar la exposición que el Museo Reina Sofía dedica estos días a Raymond Roussel. Muchos descubrirán allí a uno de los escritores más extravagantes de todos los tiempos, capaz de escribir una novela como Locus Solus, sostenida sobre juegos de palabras, afinidades fonéticas y asociaciones arbitrarias, o unas Impresiones de África perfectamente inventadas, para lo cual hubo de olvidar minuciosamente lo que había visto y vivido en sus viajes reales al continente negro.

Roussel fue uno de aquellos ricos herederos de entre siglos, ociosos a tiempo completo, que supieron dilapidar sus fortunas sin renunciar a su curiosidad y al ejercicio de su talento. Su personalidad y su prosa fascinaron, entre otros, a Michel Leiris, a Michel Foucault, a John Ashbery y a nuestro Enrique Vila-Matas, que no desaprovecha ocasión para reivindicarlo. A él se acercó también Leonardo Sciascia, no tanto por afinidades literarias como por un hecho muy significativo: la muerte del parisino en un hotel de Palermo, el 14 de julio de 1933, en oscuras circunstancias.

Sciascia llega a este misterio de un modo casual: un estudioso francés le pidió que le consiguiera el certificado de defunción de Roussel, pero al obtenerlo le llamó la atención que la casilla “causa de la muerte” hubiera quedado en blanco. Esto animó al escritor siciliano a iniciar una serie de pesquisas que, siguiendo la fórmula de novela-investigación, o relato-encuesta (el original 'racconto-inchiesta di ambiente giudiziario' de Manzoni), da lugar a un nuevo concentrado de literatura, historia, política y crimen. ¿Alguien da más en medio centenar de páginas?

Publicada en España por Bruguera en los primeros ochenta, conjuntamente con En tierra de infieles, estas Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel ven la luz de nuevo, ahora como título exento, en una coqueta y muy portátil edición de Gallo Nero, sólo empañada por algunas lamentables faltas de ortografía. Una verdadera lástima, porque tanto las notas como el posfacio de Julio Reija responden a un mimo y una diligencia de los que el corrector de pruebas ha carecido.

Al margen de estos accidentes, el relato reconstruye con precisión la agonía de Roussel en el palermitano Grand Hotel des Palmes, un establecimiento de estilo Liberty en pleno centro de la ciudad donde al parecer Wagner remató su Parsifal. En la habitación 224, ajeno al tráfago de la capital, encontramos al padre de Locus Solus física y mentalmente degradado, acosado por tentaciones suicidas. En ese escenario aparece la figura de una dama con la que Roussel podría tener algo más que una sana vecindad, un camarero al que no se le escapa un detalle, un chófer más bien torvo, un médico de hotel que conocía la inclinación del huésped por los barbitúricos... Y todos estos ingredientes de novela de Agatha Christie acabarán reunidos alrededor del ilustre cadáver de Roussel.

¿Qué atrajo a Sciascia de este caso sin resolver? ¿Sólo el hecho de que un escritor famoso muriera tan cerca, en el corazón de su querida Palermo? ¿La simple curiosidad de una incógnita por despejar? ¿O la antigua simpatía que el siciliano profesó siempre hacia Francia y su cultura? Tal vez influyera todo eso, pero sobre todo una sospecha que se le convierte en reclamo irresistible: que el deceso de Roussel pudiera ser un crimen impune. Y la impunidad para él, como bien supo ver Federico Campbell en La memoria de Sciascia (1989), está siempre estrechamente vinculada con el poder, y en la sumisión de la justicia al poder. En este caso, la justicia chapucera e interesada del fascismo en aquel tórrido verano de 1933; pero podría haber sucedido en tantos lugares y épocas que no es exagerado hablar de lacra universal.

En la mencionada exposición del Reina Sofía, el visitante encontrará, junto a cuadros de Dalí o Max Ernst, manuscritos y objetos diversos, cosas tan curiosas como un vídeo de unos indígenas cocinando a un perro o una galleta a medio corromper que el inventor Camille Flammarion le regaló a Roussel. Ni una palabra, prácticamente, de los intentos de Sciascia por esclarecer qué hubo detrás de la sobredosis que acabó con él. Temo que, para cuando quieran reparar este error, los culpables se encuentren ya demasiado lejos.

21 diciembre 2011

¡Por el humor de Dios!


¡Espérame en Siberia, vida mía!

Enrique Jardiel Poncela

Blackie Books, 2011. Colección "Vuelve Jardiel"

ISBN: 978-84-9387-451-3

486 páginas

22 €



José M. López

El humor es transgresión. En la novela, además de utilizarse como contenido, en ocasiones juzgado de trivial, son muchas las veces en las que la comicidad se ha erigido en motor fundamental a la hora de aniquilar las antiguas convenciones narrativas, de dejar el campo de batalla raso, cargado de cadáveres obsoletos, pero preparado así para ser ocupado por otras tendencias más jóvenes, atrevidas e innovadoras. Y si no pensemos en cómo sería la novela hoy día si a un socarrón sacerdote británico no se le hubiera pasado por la cabeza escribir La vida y opiniones del caballero Tristam Shandy. Ya en el ámbito español, no podemos negar que la renovación narrativa que se produjo a finales de los veinte debe mucho a la llamada novela experimental de corte formalista, aquella que cultivaron escritores de la talla de Benjamín Jarnés, Francisco Ayala o Agustín Espinosa. Pero en ocasiones se ha restado importancia al papel que en esta novela de vanguardia tuvo la denominada novela humorística, quizás debido a la “excesiva” tranquilidad con la que vivieron en la época franquista sus principales cultivadores. Autores como Jardiel Poncela o Edgar Neville conocían de primera mano la nueva sintaxis que el séptimo arte venía imponiendo, pues habían trabajado como guionistas en Hollywood. Con esos arneses se lanzaron al abismo de renovar la narrativa en español en aquellos días, faltando bruscamente al respeto a la antiguas formas de contar historias, saltándose todas y cada una de las convenciones que el género exigía hasta el momento.

Ahora Blackie Books nos ofrece en una hermosa edición -aunque no tan valiosa y seria como la de Cátedra que todos conocemos- de otro hito de la novela experimental en letras hispanas. En ¡Espérame en Siberia, vida mía! encontramos una parodia de las novelas de aventuras de corte folletinesco. Jardiel juega aquí con todos y cada uno de los aspectos que cambiaron la novela de los treinta de una manera desternillantemente seria. La historia es conocida, y no puede ser más tronchante: Mario Escarfies, un muchacho adinerado al que le diagnostican un cáncer terminal, decide suicidarse. Tras varios intentos fallidos de acabar con su vida, contrata a una sociedad de asesinos a sueldo para lleven a cabo esa tarea. Pero el joven ricachón se enamora, y ya no desea morir, por lo que se pasa el resto del libro huyendo, a través de Europa, de esta extraña panda de asesinos que él mismo contrató, con la finalidad de encontrarse con su amada en la misma Siberia. Durante este periplo, Jardiel nos deleita con un amplio abanico de recursos humorísticos e insolentes en relación a la seriedad de la adusta novela anterior. Ejemplos de esto serían el humor absurdo y surrealista, la parodia de otros textos y géneros, las ilustraciones, las notas a pie con sentido delirante o la especial relación que se crea con el propio lector, al que se dirige, y al que hasta se le da la palabra, por ejemplo, para quejarse de la demora descriptiva del narrador. Son especialmente apoteósicos ciertos pasajes que han sido reconocidos con el tiempo como cimas del "jardielismo". Podemos citar aquel en el que el presidente de la Unión General de Asesinos sin Trabajo realiza un sentido discurso acerca de la honorabilidad del gremio que representa; o aquel otro en que el protagonista “asesina” a uno de sus perseguidores obligándole, a punta de pistola, ha hacer el amor catorce veces seguidas con una ninfómana dama.

Sin embargo, y a pesar de lo dicho, -aquí viene mi objeción de cada reseña; "hasta a Jardiel le pones pegas", dirá usted indignado- debo decir que la novela no divierte en todo momento. En muchos fragmentos encontramos un humorismo fácil, plagado de localismos y de chistes basados en ingenuos juegos de palabras. De la misma forma, los pasajes paródicos o burlescos no envejecen bien cuando se basan en tópicos de la época, o en arquetipos pueriles dirigidos al hombre, la mujer, las profesiones o las clases sociales. Este tipo de pecados también salpican parte de la obra dramática del escritor madrileño. El humor es lo que tiene, y es fácil pasar de la universalidad que nos aporta el surrealismo cómico o absurdo a la broma simple de carácter local. Estas malas tentaciones se dan en menor grado en su compañero de trinchera Miguel Mihura, en mi opinión, debido al mayor talento de este. Son pecados leves, en cualquier forma, que se deben, en parte, a que estamos ante géneros -ambos, la novela y la comedia humorísticas- de gran éxito en la época, y a través de los cuales estos autores también tenían que ganarse el pan. Como se suele decir, que los árboles no nos impidan ver el bosque, porque realmente su frondosidad no sería la misma sin obras tan valiosas y disparatadas como esta.

20 diciembre 2011

Busque, compare y si encuentra una revolución mejor, ¡cómprela!

La conquista de lo cool

Thomas Frank

Alpha Decay, 2011. Colección "Héroes modernos"

ISBN: 978-84-92837-11-3

440 páginas

25 €

Traducción de Mónica Sumoy y Juan Carlos Castillón


Fran G. Matute

El eterno dilema: ¿Qué fue antes? ¿La gallina o el huevo? Sobre este incómodo concepto pivota este inquebrantable y espléndido ensayo de Thomas Frank, titulado La conquista de lo cool (1997). ¿Fue la revolución de la contracultura norteamericana de los años sesenta la que cambió el mundo o fue un producto más de la cultura de masas creada por el capitalismo? Thomas Frank parece decantarse más hacia la segunda opción. Fueron las agencias de publicidad de Madison Avenue las que inocularon en la población las ansias del inconformismo consumista; fue el sistema capitalista el que ideó todo el imaginario colectivo asociado al movimiento 'hippy'. Una vez más, fue el individuo el que se dejó engatusar por los cantos de sirena corporativistas. Si eres un soñador, un hijo de la era de Acuario, un idealista, un woodstockniano... no te va a gustar leer este fantástico y completo estudio sobre las relaciones entre la publicidad, la cultura y el consumismo de los años 60. Si alguna vez creíste que aquélla fue la época de la auténtica revolución, ha venido Thomas Frank a joderte el invento.

La conquista de lo cool parte de la hipótesis de que los años de la contracultura no fueron sino una reacción al capitalismo más anquilosado y marmóreo. Ese que se impuso durante los años de esplendor del 'American Way of Life' y que tan bien retrató en sus novelas Richard Yates y en sus películas Douglas Sirk. Porque no era oro todo lo que relucía en aquéllos barrios residenciales cortados bajo el mismo patrón, con sus utilitarios fabricados en serie, esas espléndidas esposas de calendario, esos trabajadores de traje gris y sombrero de ala ancha. El capitalismo se volvió aburrido y la abundancia tornó en conformismo y homogeneización. Precisamente contra aquélla uniformidad impuesta surgió ese halo de individualismo anticonsumista, de aparente ruptura con el sistema, que posteriormente se denominó -en su acepción más amplia- "contracultura" pero que, en su fuero interno (o al menos así lo contempla Thomas Frank en su análisis), no era sino una forma de personalizar el ansia consumista. De tener cosas que no tienen los demás. De diferenciarse. De ser único. Y esa ansiedad por "individualizarse" fue captada por las agencias de publicidad más avezadas y desarrollada con enorme éxito en sus campañas.

Así, bajo esta premisa, Frank desgrana el funcionamiento de las agencias de publicidad más éxitosas de Madison Avenue (J. Walter Thompson; Doyle, Dane, Bernbach; Wells, Rich, Greene...) y destaca la personalidad de sus principales y excéntricos ejecutivos creativos (Bill Bernbach, Jerry Della Femina, George Lois, David Ogilvy...), su visión del negocio de la cultura y su acierto en identificar, de una forma absolutamente distinta a como estaban funcionando las empresas hasta entonces, las necesidades más básicas de estos "rebeldes" del sistema. Pretende con ello Thomas Frank poner en evidencia que los cambios que se pusieron de manifiesto durante la década de los sesenta en todos los ámbitos de la cultura (desde el cine, pasando por la moda, la música, el arte o la literatura) también hicieron mella en uno de los actores más importantes -si no el que más- del sistema capitalista: las empresas. Pero no se me asusten, pues éste no es un ensayo de corte empresarial sino sociológico. Algo así como más Harper's Bazaar y menos Harvard. Afirma Frank, por tanto, que las grandes compañías, sujetas a reglas de funcionamiento tan estrictas como efectivas, comenzaban a perder su contacto con la realidad. Tenían que adaptarse a los tiempos que corrían. Entender a la juventud, a los "inconformistas". Y la única extremidad de la anquilosada estructura corporativista que supo no sólo adaptarse sino adelantarse al cambio fue el marketing.

Baste recordar que en 1960, uno de los grandes economistas y teóricos de la publicidad del pasado siglo, Theodore Levitt, escribió su celebérrimo artículo "Marketing Myopia" (que sorprendentemente no es citado por Frank en todo el ensayo, quizás por ese prurito sociológico al que hacíamos referencia con anterioridad), que introdujo un cambio radical en la concepción del producto por parte de las empresas, y su forma de presentarlo al mercado. La "miopía" a la que hacía referencia Levitt era la que sufría la industria en aquél momento que, en términos generales, únicamente se orientaba hacia el producto en lugar de hacia las necesidades del cliente/consumidor, cuyas prioridades básicas estaban claramente cambiando a principios de los años sesenta. En este sentido, afirma Frank en su ensayo que:

"Afortunadamente la revolución contra el conformismo no fue una rebelión contra el consumismo o la institución de la publicidad. De hecho, (...) los mejores anuncios (...) no sólo nacían del nuevo rechazo a los convencionalismos sino que lo habían provocado e incluso 'anticipado'. La sociedad de masas era ahora el objetivo de una sublevación generalizada y lo alternativo se estaba convirtiendo en un estilo cultural muy extendido, pero mientras estuviese atenta y abrazase la crítica de la sociedad de masas, Madison Avenue podía cabalgar sobre la ola del malestar hasta alcanzar nuevas cimas de prosperidad. En el fondo, la contracultura no era sino una rama de la misma revolución (...)."

Es, por tanto, vía las agencias de publicidad, que la contracultura llegó también al mundo empresarial y gracias a ellas se consiguió desarrollar una imponente campaña de "consumismo diferenciador" que conformó gran parte de los símbolos contraculturales que hoy día se asocian, por ejemplo, con el movimiento 'hippie' (léase, la furgoneta Volkswagen o la Generación Pepsi). Es, precisamente, a través de un minucioso estudio de las grandes áreas de consumo norteamericanas del momento (la industria automovilística, el tabaco, las bebidas alcohólicas, la moda masculina y los refrescos de soda), que Frank analiza la capacidad de adaptación de las empresas a ese nuevo cliente/consumidor al que hacíamos referencia. Para ello se realiza un completo análisis de los diferentes anuncios que las grandes marcas "contraculturales" idearon durante la década de los sesenta y cómo sus mensajes y logos publicitarios eran asumidos por la juventud más alternativa, siendo ésta la prueba definitiva del éxito del nuevo enfoque que las compañías querían dar a su 'portfolio'.

¿Y qué vigencia puede tener un ensayo como éste, escrito hace cerca de quince años y que versa sobre lo ocurrido cinco décadas atrás? Me alegro que me haga esa pregunta, amigo lector. Pues este es el 'quid' de la cuestión. ¿Vigencia? ¿Aplicabilidad práctica? Al margen de que la lectura de La conquista de lo cool pueda hacer las delicias de los amantes de Mad Men (téngase en cuenta que el libro fue escrito antes de que se emitiese la éxitosa serie de Matthew Weiner, por lo que no se hace referencia alguna a Don Draper -por cierto, personaje moldeado sobre el perfil del publicista creativo Leo Burnett- y compañía), la realidad es que la época que contempla, el modelo sobre el que Thomas Frank basa sus conclusiones, es fácilmente equiparable a lo que está ocurriendo en nuestros días. En su capítulo final -titulado "El inconformismo, el estilo oficial del capitalismo"- Frank incluye las que a mi juicio son las reflexiones más memorables de este ensayo al valorar, desde la perspectiva histórica, el legado de la revolucion consumista de los sesenta, la cual cayó en desgracia con el cambio de década (el autor cita el Congreso Democrático de Chicago, Altamont, los Weatherman o Charles Manson, como los acontecimientos definitorios del fin de la revolución a principios de los 70). Hoy podemos percibir, con más claridad que nunca, que la revolución contracultural cayó en saco roto (no hay más que ver cómo estamos), pero como afirma Frank "[a]ctualmente hay pocas cosas más queridas por los medios de comunicación que la figura de rebelde cultural, el individualista insolente que se resiste a los mandatos de la civilización de las máquinas. (...) el rebelde se ha convertido en el cliché supremo de los entretenimientos más populares, el símbolo más importane del sistema que se supone que está subvirtiendo. En publicidad es el líder supremo".

Este es pues el gran legado de la revolución de los sesenta. El único que queda vigente hoy día. Hasta el punto de que "(...) los publicistas de los noventa continúan imaginándose el mercado como un lugar en perpetua revolución, siguen considerando el espíritu como la actitud ideal del consumidor, y al mismo consumismo como una máquina que avanza locamente hacia adelante gracias a un combustible tan abundante como es el disgusto popular hacia el propio consumismo." Hoy día se estudia en las escuelas de negocios la teoría del 'Long Tail', que tal y como lo formuló Chris Anderson en 2004 en la revista Wired, supone una nueva aproximación al mercado, esta vez amparada en la especialización del consumidor, buscando vender menos cantidades de más productos. Es el sistema que pone en práctica Amazon o eBay. Es el sistema en el que nos movemos todos los consumidores hoy día. Es el equilibrio, en virtud del cual, seguimos creyendo que somos "únicos", que podemos comprar a nuestro antojo y ser diferentes. Esta nueva era de la publicidad no es analizada por Frank en su ensayo, por una mera cuestión temporal, pero mucho nos tememos que de realizar una comparativa de las técnicas de marketing aplicadas hoy día a los productos más en boga entre los consumidores alternativos, encontraríamos mucha similitudes con las conclusiones a las que llega Thomas Frank en este impagable, pletórico y desmitificador ensayo que todos deberían leer ahora que se acercan las fechas más salvajes del consumismo de masas.

19 diciembre 2011

'Director's cut'



Vivir y morir en Lavapiés

José Ángel Barrueco

Escalera, 2011. Colección "Trayectos"

ISBN: 978-84-938363-5-1

224 páginas

16 €



Daniel Ruiz García

Se tiende a menospreciar la literatura que traza puentes con lo cinematográfico, tildándola de pobre, de vacua y de esquemática. Los vates de la cosa crítica enseguida se ponen en pie despreciando con virulencia los intentos de invasión de la cultura de la imagen al sacrosanto bastión de la cultura de la palabra. Que un libro resulte muy cinematográfico viene a ser algo parecido a que una película resulte muy publicitaria o “de videoclip”: contaminación de la forma de contar que establece el canon por parte de otros lenguajes y de los recursos que le son inherentes. No vamos a negar que hoy se escriben muchas novelas, en su mayor parte 'bestsellers', que parecen más bien una escaleta cinematográfica convertida en folios cosidos y con lomo. Se me ocurren, por poner un ejemplo masivo, las novelas de Dan Brown, donde todo parece concebido con la idea de dibujar en el lector la sensación de estar asistiendo a una película; a una película protagonizada por Tom Hanks, para más precisión. Tampoco es incierto que hay muchos jóvenes novelistas que crecieron amamantados por la teta de la MTV, y que a la postre eso se nota: las limitaciones en el vocabulario, la incapacidad para construcciones sintácticas especialmente complejas, la falta de oficio en el trazado de arquitecturas novelísticas solventes son algunos elementos tristemente recurrentes entre las últimas hornadas de escritores que aún se mueven en la veintena. Como cantaran los Buggles, el vídeo asesinó a la estrella de la radio; cabe pensar si, de camino, no anda también por cargarse la literatura.

Todo esto, empero, no debe conducirnos a la cerrazón, y a no apreciar todo lo bueno que puede resultar de la fusión e integración del lenguaje fílmico con el literario. Un terreno de arenas movedizas donde es muy fácil sucumbir al malentendido. Ahí identifico un espacio que puede llegar a ser enormemente fértil e interesante, siempre que concurra, claro, una porción de talento en aquel que lo intenta.

Por lo leído en Vivir y morir en Lavapiés, a José Ángel Barrueco le sobra ese talento. Como se deduce de su novela Recuerdos de un cine de barrio, de carácter autobiográfico, creció entre las butacas de un cine de barrio -era el negocio familiar-, donde sometió sus pupilas a todas las exposiciones imaginables de sesiones dobles, triples y especiales de cine. Su cultura cinematográfica es extensa, pero sobre todo natural, nada artificiosa: dicha novela (altamente recomendable, por cierto, para todos los que gustan de las ficciones en torno a la cultura popular) se lee como una especie de dietario sentimental alrededor del Séptimo Arte y del submundo de los antiguos cines de barrio. La familiaridad de Barrueco con el cine es lo que le permite abordar sin ningún tipo de prejuicios ni condicionantes una literatura abiertamente en deuda con el hecho cinematográfico, y lo que a la postre le capacita para dar a la imprenta textos donde la literatura y el cine logran una simbiosis que en muchos otros creadores resulta forzada.

El propio título del libro está en deuda con la película de William Friedkin Vivir y morir en Los Ángeles. Es una novela rabiosamente cinematográfica, pero a la vez muy literaria. Se compone de un enorme número de estampas, en las que se plasma la realidad del barrio de Lavapiés en sus distintos ángulos, con un tratamiento normalmente “objetivante” que en muchos casos recuerda a los encabezados de escena de un guión, pero que en otros casos sugiere una mayor implicación de la voz narrativa. La apariencia calidoscópica de la narración, en la que se presta voz a un número impreciso de personas que habitan o pasan por el barrio, parece ir destilándose conforme el relato avanza hasta solidificarse sobre tres historias principales que acaban construyendo un único tronco. Una traslación fílmica de este relato literario sin incurrir en condensaciones ni ejercicios de síntesis sería simplemente imposible: son tantas y tan diversas las historias, es tan enorme el fresco que resulta de su adición, que cuesta verlo transformado en carne de fotogramas. Barrueco ha querido ejercer así de director, más que de autor, logrando un montaje extraordinario para una película que, al menos desde su riguroso planteamiento literario, resulta inabordable por su tremenda ambición.

Vivir y morir en Lavapiés huele a cine, pero no a cualquier cine. Barrueco ha sabido sobrevolar por encima de los riesgos de una novela que aborda un territorio urbano tan reconocible como Lavapiés -le podría haber salido, por ejemplo, una novela más costumbrista- planteando una ficción con un pie en la realidad y otra en el cine negro, más concretamente en el cine negro americano de los 80. Resulta inevitable, a mi juicio, asociar la lectura con monumentos como Goodfellas, de Scorsese, el Scarface de De Palma, o True Romance, de Tony Scott. Tres ejemplos de un tipo de cine que es en realidad bastante clásico, y es que en el fondo, Vivir y morir en Lavapiés sigue, como todo el cine de Scorsese, en quien reconozco mayores deudas por parte de Barrueco, una vocación de clasicismo muy bien adornado bajo los abalorios de las formas más modernas de contar historias.

16 diciembre 2011

Todo el mundo leerá a David Mitchell


Mil otoños

David Mitchell

Duomo, 2011. Colección "Nefelibata"

ISBN: 978-84-927-2377-5

640 páginas

23,80 €

Traducción de Victor V. Úbeda




José Martínez Ros

¿Por qué es tan poco conocido en España David Mitchell? ¿Por qué demonios, en el metro, no he visto todavía a nadie leyendo una de sus novelas? Por edad, pertenece a la misma generación que otros novelista Franzen, Lethem, Chabon, Eggers o Toby Litt procedentes del mundo anglosajón, hijos bastardos, confesos o inconfesos de la postmodernidad que salen en portada en las revistas culturales y en los suplementos de libros, aunque, desde mi punto de vista, me parece un narrador muy superior a cualquiera de ellos. ¿Por qué aquí no se lo lee más?

Supongo que, en ciertas raras ocasiones, tienes la oportunidad de adelantarte al 'hype'; en mi vida paralela como lector, me he encontrado un par de veces leyendo libros de autores que, pasados unos años, estarían en la cresta de la ola mediática, pero que en ese momento eran ignorados. La primera vez fue, cuando encontré de adolescente, un libro fascinante con un misterioso título La literatura nazi en América en una pretérita edición de Seix-Barral; a pesar de que, en apariencia, se trataba de un ensayo, no tardé en darme cuenta de que, en realidad, eran pequeños relatos borgianos acerca de escritores ficticios. Algún tiempo después, Bolaño ganó el Herralde con Los detectives salvajes y lo demás es historia. Hasta la llegada de Mil otoños se habían publicado tres novelas de Mitchell, que fueron editadas y descatalogas sin pena ni gloria. Escritos fantasmas, que comienza y termina en el metro de Tokio, cuando se producen los atentados con gas de la secta “Verdad Suprema”, pero que en el curso de su trama atraviesa todo el planeta. El atlas de las nubes, en la que el recorrido es temporal y va desde un siglo XIX con ecos de Melville y Conrad a un futuro diatópico inspirado en Ballard y Orwell. Y, por último, El bosque del cisne negro, en la que narra su propia infancia en una localidad rural de la Inglaterra tacherista de los ochenta. Y, créanme, las tres son magníficas.

Ahora que, de momento, sólo lo conocen fans de la ciencia-ficción y 'freaks' varios, quiero anunciar que en un par de años a los sumo, quizás no tanto (en parte, porque los hermanos Wachowski están rodando una adaptación de El atlas de las nubes con un lujoso reparto que incluye a Tom Hanks, Halle Berry y Susan Sarandon) todo el mundo leerá a David Mitchell. Esperemos que la publicación por Duomo de esta magnífica novela, Mil otoños, acelere el proceso. Y sirva para que pronto se reediten sus -excelentes, sin excepción- obras anteriores.

En Mil otoños, Mitchell reformula la vieja novela de aventuras en ambiente exótico, a lo Stevenson (con quien se le puede comparar por su manera de definir a los personajes por sus diálogos y su economía descriptiva) y Conrad (europeos aislados al borde de un mundo extraño e incomprensible), pasados por el tamiz de la mejor literatura del siglo XX: Nabokov, Borges y compañía. Jacob de Zoet, un escribano holandés que llega a Nagasaki en 1799 para obtener una fortuna que le permita casarse con su prometida Anna; ha de pasar un mínimo de seis años aislado en una factoría comercial situada en la minúscula isla de Deshima, frente a la ciudad japonesa, frente a un imperio hostil a todo contacto con extranjeros. Pronto conocerá a sus compañeros de “cautiverio”, con escasas excepciones, la hez de Europa. Y a una comadrona japonesa, uno de los pocos nativos que tiene acceso al enclave, Orito, marcada por una deformidad en el rostro…

En un género -la novela histórica- atestado de tópicos, lleno de mamotretos con personajes que se expresan como si conocieran con un par de siglos de antelación la declaración universal de los derechos humanos o que aprovechan cualquier distracción por fusilar el manual de turno acerca del periodo en cuestión, Mitchell nos introduce en un espacio sensorial desconocido, en sus colores, sabores y formas, sin resultar pesado, y nos atrapa -después de una pausada presentación de los personajes- con una trama que alterna los elementos bélicos, amorosos, psicológicos e, incluso, sobrenaturales de forma maestra.

Mil otoños se acoge a los moldes de la novela histórica y abandona, en parte, las piruetas postmodernistas y las alambicadas estructuras de sus anteriores entregas de narrativa. Por lo que, tal vez, sea la novela ideal para iniciarse en su obra. Así que, después de leerla, busquen sus libros anteriores (tal vez tengan suerte). Y esperen los próximos.

15 diciembre 2011

Espronceda pornográfico y misógino

Poesía licenciosa

José de Espronceda

Visor, 2011. Colección "Amaranta"

ISBN: 978-84-9895-071-7

142 páginas

14 €

Edición de Jesús García Sánchez

Prólogo de Antonio Ferrer del Río



Juan Carlos Sierra

Decir José de Espronceda significa, por encima de todo, “Con cien cañones por banda/ viento en popa a toda vela…” y un pirata en su “velero begantín”, pero también el rapto enamorado de Teresa Mancha y su canto fúnebre en El diablo mundo, la sociedad secreta y adolescente de los Numantinos, el perfil satánico, pendenciero y donjuanesco de El estudiante de Salamanca, la rebeldía sanguinaria del cosaco, los andrajos del mendigo, una orgía con Jarifa,…

La historia canónica de nuestra literatura patria nos habla de un escritor romántico liberal, revolucionario, contestatario y rebelde, que como buen representante de su época fundió su vida y su literatura en un cuerpo coherente, sin grietas ni concesiones al orden establecido. También, como no podía ser menos, José de Espronceda, haciendo gala de su romanticismo, dejó un cadáver joven a los treinta y cuatro años, aunque esta vez no por su propia mano, como haría, por ejemplo, su contemporáneo Larra, sino por una difteria mal tratada.

Todo lo que sabemos, nos han contado o hemos leído sobre y de Espronceda gira en torno a esta imagen exaltada del Romanticismo; exaltada, sí, pero dentro de un orden, dentro de una ‘seriedad’, la que el imaginario colectivo tiene reservado a la figura del escritor: la conciencia de una sociedad, el faro que guía intelectualmente a la colectividad, quien pone negro sobre blanco las verdades que la masa ha de escuchar, aunque resulten incómodas. Y todo eso se cumple en la obra archiconocida de José de Espronceda.

Sin embargo, existió otro Espronceda diferente, pero complementario: deslenguado, blasfemo, soez, escatológico y pornográfico, pero fundamental y fieramente misógino. De él da cuenta este volumen editado por Jesús García Sánchez -más conocido como Chus Visor- que lleva por título Poesía licenciosa y que incluye la biografía que Antonio Ferrer del Río escribió para el poeta nacido en Almendralejo y que publicaría en su libro Galería de la Literatura española (1846).

El interés de estos poemas estriba esencialmente en su extravagancia, que no en su anormalidad. No es común que se den a la luz pública poemas como los que nos encontramos en este libro, porque atentan contra la imagen que se espera de un escritor; sin embargo, no es raro que los escritores -sinónimo aquí de “varón que se dedica a la escritura”- en el espacio privado de su imaginación, de su ideología o de sus corrillos con otros escritores jueguen a componer -a modo de divertimento o no- textos que recuperan el lenguaje extrahormonado de su más caliente adolescencia, cuando la única figura femenina sagrada es la de la madre -y no en todos los casos-. Por otra parte, tampoco resulta extraño que aquellos jóvenes románticos de principios del siglo XIX español dados al oficio de reivindicar la libertad más extrema contra todo, pero especialmente contra la pacatería moral de sus contemporáneos, se explayaran en versos radicalmente obscenos y pornográficos para solaz suyo y rubor de los biempensantes de entonces.

Lo textos de Espronceda que aparecen aquí -algunos escritos a cuatro manos con otros colegas de tertulia y correrías- cumplen al milímetro lo apuntado anteriormente: en los poemas de Poesía licenciosa, como era de esperar, solo se salva de los exabruptos misóginos la madre en "El arrepentimiento", el poema que encabeza el volumen. Espronceda añade, no obstante, a esta lista de mujeres ejemplares a las prostitutas, de las que se hace un elogio social y emocional en la "Fase Quinta" de las octavas que llevan por título "La mujer". Ya se ha dicho, ganas de "epatar". Del resto de la población femenina, de sus categorías de entonces -la casada, la virgen, la viuda, la monja,…-, solo falsedad, disimulo, hipocresía,… pero expresadas en versos más que gruesos, lascivos y provocadores.

Con la perspectiva de los años, estos textos de Espronceda no quitan ni añaden nada a su obra más conocida y canónica. Y con esa misma perspectiva hay que contemplarlos para no sacar conclusiones precipitadas ni sacadas de contexto.

14 diciembre 2011

Druuna en Bucarest

Lulu

Mircea Cărtărescu

Impedimenta, 2011

ISBN: 978-84-15130-19-2

160 páginas

17,50 €

Traducción de Marian Ochoa de Eribe

Introducción de Carlos Pardo


Alejandro Luque

La figura de Mircea Cărtărescu lleva tiempo encumbrada en su Rumanía natal, pero en España ha sido descubierta muy recientemente, gracias a los buenos oficios de la editorial Impedimenta. El primer aviso de que se trataba de un autor extraordinario llegó el año pasado bajo el título de El ruletista, un cuento largo de rara perfección, al que siguió la novela Cegador, en Funambulista. Ahora ve la luz en nuestro país Lulu, obra turbadora, obsesiva, que bucea en los abismos de la conciencia del protagonista –un atormentado escritor– como en las brumas del país a comienzos de la infausta era Ceaucescu.

Todo comienza como un ejercicio de literoterapia en una apartada villa de los Cárpatos, donde un escritor de éxito un tanto misántropo ha venido a recluirse. “Voy a emborronar una página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas, no de tinta, sino de lo que mi vieja herida supura”. A partir de ahí, no resulta fácil definir qué es Lulu. ¿Una catarsis en voz alta? ¿Una pesadilla transcrita con detalle? ¿La radiografía de una edad y de un tiempo en fuga? ¿O una novela en torno al juego del doble, como se ha dejado caer en algunas pistas promocionales? La obra de Cărtărescu participa de todas estas cuestiones, pero sobre todo es un viaje –lisérgico, delirante, absorbente– por los conductos de la memoria.

Recordar, parece decirnos el autor rumano, es un deporte que entraña sus riesgos. En las películas, con frecuencia aparece como un ejercicio gratificante: la imagen se distorsiona como la superficie de un lago y comienzan a desfilar imágenes amables de “aquellos maravillosos años” enmarcadas en dos dedos de niebla. Pero otras veces, bucear en la memoria se asemeja a un mal sueño que escuece, abrasa y lastima. Cărtărescu, que ya en Cegador demostró moverse muy bien en esa atmósfera de turbia ensoñación, lleva aquí al extremo su peculiar teatro del dolor.

Resulta particularmente interesante el contraste entre el episodio vital que se rememora, la experiencia iniciática del campamento juvenil, tan 'hipster' –guitarras, hormonas y flores– y los derroteros que va tomando la narración, que permiten pensar más en Viernes 13 que en El valle secreto. Y no porque algún Jason Voorhees venga a aguarle la fiesta a la muchachada a punta de cuchillo, sino porque una simple evocación, un suceso anecdótico como es el encontronazo entre el protagonista y el ambiguo Lulu, puede volverse inquietante cuando toca determinantes fibras sensibles.

Pero si algo me ha recordado LuluTravesti en el título original– es a la saga de Druuna, el inmortal personaje de cómic de Eleuteri Serpieri. Recordarán que Druuna era una dama llena de curvas voluptuosas que deambulaba por un mundo post-nuclear regido por unos oligarcas que detentaban La Verdad. Tal escenario estaba lleno a partes iguales de escombros y de seres mutantes, deformes, pulposos, purulentos, que a menudo se confundían con el propio medio. Todo ello, además, aliñado con generosas dosis de sexo y violencia. La senda por la que Cărtărescu nos conduce se asemeja a un conducto lleno de tentáculos, glándulas, laberintos intestinales y visiones alucinógenas, sin escatimar en sangre corriente, linfa y esperma. ¿Y en éste esquema, quién sería la bella e ingenua Druuna, tan llena de redondeces, tan presta siempre al deseo? La respuesta es obvia: el lenguaje, esa sustancia que Cărtărescu, a la sazón poeta y de los buenos, demuestra dominar con virtuosismo, la misma que ha obligado a la traductora Ochoa de Eribe a aplicarse a fondo.

La memoria, nos dice en fin el escritor, duele, irrita, lacera, pero cuando no hay más remedio que afrontarla, cuando asumirla es una cuestión de vida o muerte, también sabe aportar su recompensa: nada menos que saber quiénes somos, la tranquilizadora certeza de reconocernos –como individuos, pero también como pueblo– ante el espejo.

13 diciembre 2011

'Terra borealis incognita'

Nada hay donde la palabra quiebra. Antología de poesía y prosa

Stefan George

Trotta, 2011

ISBN: 978-84-9879-204-1 237

240 páginas

16 €

Edición y traducción de Carmen Gómez



Ilya U. Topper

Dicen las crónicas que Ernest Shackleton nunca llegó al Polo Sur: fracasó en el intento. Pero tiene un lugar de honor en la lista de los exploradores árticos y antárticos, porque su manera de fracasar era, de todas, la mejor posible. Nunca perdió a un miembro de sus expediciones, y siempre conseguía salvar los muebles, quiero decir los trineos de perros.

Se me ocurre porque acometer una traducción se parece bastante a una excursión a una tierra incógnita. Especialmente cuando se trata de traducir poesía. Muy especialmente cuando se trata de traducir poesía alemana. Y sobre todo cuando se trata de poesía alemana expresionista.

Cuando se trata de Stefan George, el intento se parece mucho a pisar las placas de hielo al sur de las islas Orcadas: parecen seguras y de repente uno pierde pie. Sus composiciones, tan sencillas, casi populares, sin retruécanos, sin construcciones rebuscadas, sin cultismos, atrapan, pero cuando uno intenta traducirlas se encuentra con que no hay donde apoyarse y mira al ojo del vórtice.

Carmen Gómez lo ha intentado y cabe aplaudir el intento y mucho. Ya era hora de que se diera a conocer en España uno de los mayores poetas alemanes del siglo XX. Y Carmen Gómez, además, se ha lanzado a esta expedición con la valentía que caracteriza a los exploradores de verdad, éstos que clavan banderas: ha intentado mantener ritmo y rima en los poemas, para que tengamos acceso no a la cáscara vacía de las palabras sino a su jugo de melodía, soniquete, ritmo, pulso.

Digo que lo ha intentado. Usted, lector, quiere saber si lo ha conseguido. No. No del todo. No siempre. Ha optado por utilizar rima asonante en la mayor parte de los casos y no sé si a usted, pero a mi oído, acostumbrado a las plenas, vibrantes rimas del alemán, la asonante no es rima. Irá muy bien en un romance, pero no es rima cuando hablamos de George.

Y demasiado a menudo, la traductora recurre a una herramienta que todos hemos usado alguna vez, pero de la que no se debe abusar: invertir el orden habitual de las palabras en una frase para colocar al final la que mejor se ajuste a la rima. Y eso crea una impresión de cierta artificialidad, un timbre de lírica decimonónica, que está muy reñido con el lenguaje de George: culto y rico en su vocabulario pero directo, llano y simple en su construcción. "De quien no probó de cicuta sedantes granos..." dice "El ejecutor". Quien nunca se embriagara con la cicuta, habría dicho yo. Pero tampoco sabría cómo rimarlo con esa insuperable frase de George, que Carmen Gómez clava con tanto acierto: "Quien nunca midió a puñal a su hermano..."

Sí, lo sospecha usted: cada poema de Stefan George, cada uno, daría para una reseña. Y cada verso, si me apuran. Porque son versos salpicados de minas que explotan al paso de cualquiera. Arranca uno de los poemas más populares de George ("La canción"): "Un mozo al bosque se marchó / aún de barba rala...". "Sein bart war noch nicht flück", dice el original, y aquí el poeta comete el pequeño crimen/milagro de usar una palabra que todo el mundo va a entender inmediatamente, pero que nadie ha escuchado nunca: 'flück' es una variante local, recogida únicamente en diccionarios alemanes del siglo XVIII, de 'flügge', palabra que describe a un pájaro que ya ha aprendido a valerse de las alas. "Rala" es el adjetivo exacto para una barba que aún no está en edad de volar... pero existe, es de uso común, ya no es George. No me miren a mí, yo tampoco sabría encontrar la solución.

La sencillez del lenguaje es traicionera: yo también leí durante toda mi adolescencia la sexta estrofa como "... de ahí sus nombres luna y sol / y monte vega y lago", interpretando que los personajes de piel nívea y cabello de oro que el mozo se encontró en el bosque brujo se llamasen así (y aclaro que el alemán es mi lengua materna). Me ha hecho falta releer el poema en la edición española para caer en la cuenta de que la palabra llamar / llamarse es ambigua en alemán y que en realidad, lo que dijo el mozo a los aldeanos, que se burlaban de él, era que había aprendido unas cuantas palabras básicas en el idioma de aquella gente maga (así nombran luna y sol...).

No es el único caso en el que la ambigüedad, agudizada por la extrema economía del lenguaje expresionista, casi desprovisto de preposiciones y reducido a lo esencial, le ha jugado una mala pasada a la traductora ("Copas volcadas / sueltas las joyas / mujeres rameras / delgadas escancian / se hunden cansadas / solteros costados / pechos caderas..." se leería en realidad: "...delgadas coperas / se hunden cansadas / desnudos costados / pechos caderas..." )... aunque quién sabe si no queda mejor la palabra escanciar aquí, después de todo.

Pero son más los aciertos, los hallazgos de ritmo y música. Lean, si no, el "Anticristo", uno de los más largos de George ―alcanza una página entera― que, por cierto, aquí sí emplea la rima asonante, normalmente desconocida al norte de los Pirineos. La versión en castellano es fiel y caen las palabras como otros tantos golpes de trueno, en uno como en otro idioma, certeros, terribles, hasta el apocalipsis.

Vale, lo confieso ya: escudriño tanto cada verso porque George es de mis poetas favoritos. Tan favorito que yo mismo me afané hace diez años en traducir un poema. Uno. El de la cicuta y el puñal se me ha resistido hasta hoy. Sólo pude con el del jardín. Donde Gómez dice:

"Ríe alzándose el año hacia ti / el perfume del vergel aún tenue / trenza en el cabello en torno a ti / revoloteando hiedra y verónica. // Dorada es la simiente aún en el aire / no tan elevada acaso y tan rica / rosas te saludan todavía afables / mas algo pálida su gallardía.// Callemos lo que nos es prohibido / hagamos voto de estar contentos / aunque ya no nos sea concedido / más que unidos caminar un trecho."

a mí me dio:

"Te sonríe en el año maduro / callado, el olor del jardín. / trenza en tu cabello oscuro / verónicas y jazmín. // Los trigales como oro relucen, / más apagados quizás. / Las rosas aún te seducen / aunque ya se marchiten más.// Callemos lo que nos está vedado, / hagamos voto de felicidad / aunque más no nos sea dado / que un paseo en intimidad."

Si usted lo sabe hacer mejor, ¿por qué no lo hace? le escucho decir, estimado lector. ¡Coja papel y lápiz y llame a la editorial en lugar de ir criticando! Ya. No sabe usted las semanas o meses que iba dándole vueltas al poema del jardín. Tardaría años para un libro como el que nos ofrece Carmen Gómez. Y visto cómo se cotiza la poesía en los mercados esos días, la verdad, por el mismo precio prefiero que me pongan un trineo con perros e ir en pos del Polo Sur. Es más fácil.

12 diciembre 2011

El hombre indirecto

Trilogía de la espera. Zama, El silenciero y Los suicidas

Antonio Di Benedetto

El Aleph, 2011

ISBN: 978-84-7669-984-3

503 páginas

25 €

Prólogo de Juan José Saer

Epílogo de Sergio Chejfec


Sara Mesa

Llego tarde, incomprensiblemente, a la obra de Antonio Di Benedetto, pero enseguida me convierto en incondicional. La lectura de la Trilogía de la espera, que ha editado en 2011 El Aleph, y que incluye las tres novelas más representativas del autor (Zama, El silenciero y Los suicidas), me ha llevado de inmediato a devorar los cuentos de este escritor de culto, el Sensini de Bolaño, olvidado durante mucho tiempo y que ahora empieza a recuperarse y a ocupar, todavía débilmente, el lugar que merece.

Di Benedetto (Mendoza, 1922 – Buenos Aires, 1986) pertenece a ese grupo de escritores argentinos represaliados por la dictadura, aquellos que, tras la inmensa sombra de Borges y Cortázar, empezamos ahora a leer, como ha sucedido con Haroldo Conti (editado recientemente por Bartleby), Rodolfo Walsh (por 451 Editores y Veintisiete Letras) o Daniel Moyano (por Tropo Editores).

Pero Di Benedetto, además, es inmenso de una manera única. Lo es en la medida en que su obra tiene una perfección estilística fuera de lo común, un lenguaje afilado, conciso, extremadamente flexible y eficaz, que apunta a cuestiones existenciales que conciernen, y mucho, al ser humano. Y lo hace siempre despojado de solemnidad y de retórica, con un extrañamiento del lenguaje -frases cortas, neologismos, hipérbatos violentos, elipsis, usos anómalos- para el cual yo no he encontrado antecedentes, y no soy la única. Juan José Saer, otro de los grandes escritores argentinos que ahora empieza a recuperarse, en su prólogo al libro expresa: “Si en los textos de Di Benedetto ciertos temas son afines a los del existencialismo (los espectros de Kierkegaard, de Schopenhauer y de Camus atraviesan de tanto en tanto el fondo del escenario) la prosa que los distribuye discretamente en la página no tiene ni precursores ni epígonos”.

Su originalidad tiene mucho que ver con su cualidad de indirecto, que asume el propio narrador de El silenciero: “… porque yo soy indirecto (…). Lo cual en nada lastima la honestidad y es simplemente mi método”. Esto se traduce no solo en la manera de describir -acciones, personajes, reflexiones- siempre de modo lateral, escogiendo un ángulo inusual, infrecuentado, sino también en que cada palabra nunca dice lo que parece decir, y siempre esconde algo. Lo indirecto para desembocar en lo directo, o el dedo en la llaga, aunque no lo veamos: lo indirecto en las novelas de Di Benedetto nos señala el destino terrible de un ser humano acorralado, que gira y gira buscando -o esperando- una salida. Literatura del absurdo, pero del absurdo real que nos rodea.

Las novelas han sido editadas como una trilogía, aunque el autor nunca las concibió como tal. Ricardo Piglia ha dicho que su unidad proviene de la voz del narrador, siempre en primera persona, que muta de una a otra, como si se disfrazara. Es claro que hay una unidad temática, también formal, aunque con diferentes matices en cada caso.

Zama, de 1956, es para muchos su mejor novela. En ella se describe la decadencia del imperio español en Uruguay, a finales del XVIII, de la mano de Diego de Zama, funcionario colonial varado en Asunción a la espera de su esposa, de su paga, de un traslado. La novela histórica es marco para una reflexión sobre el sentido de la espera, la atemporalidad, la parálisis de la vida. No faltan situaciones y personajes que nos recuerdan a Beckett (Esperando a Godot) y a Kafka (personajes funcionariales como un tal Manuel Fernández, que escribe una obra a escondidas de la que nunca sabemos nada), y el propio protagonista ha sido comparado con el Giovanni Drogo de Buzatti en El desierto de los tártaros. Memorables son los episodios de la cacería del rebelde Vicuña Porto, el principio de la obra (el mono muerto, entreverado entre unos palos en el agua, que va y viene sin salida) y el final (“No morir aún”).

El silenciero, de 1964, continúa explorando la vida del hombre acosado, sitiado en este caso por el ruido. Sin duda, hay mucho humor en esta novela, un humor peculiar, a veces angustioso. El protagonista, que vive solo con su sufrida madre, lleva a cabo todo tipo de accciones -legales e ilegales- y varias mudanzas para huir de los ruidos de la ciudad, que parecen perseguirle empecinados (talleres, altavoces, mercadillos, radios), hasta el punto de que él mismo, al llegar a una nueva casa, y como cumpliendo un destino ineludible, lo primero que hace es buscar el ruido que habrá de combatir. Esta novela también nos regala otro personaje mágico, surreal: el oficinista Besarión, que se embarca en viajes misteriosos para llevar a cabo misiones secretas de una Organización sin nombre.

En Los suicidas, de 1969, el marco es una investigación periodística, de tintes casi policíacos. El destino, también en este caso, pesa como una losa sobre la conciencia del narrador, desde el inicio mismo de la novela: “Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde. Tenía 33 años. El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad”. Con las fotos de unos suicidas en sus manos, el encargo de un jefe que jamás se define, y la ayuda de varias mujeres a cual más extravagante, el protagonista emprende una búsqueda que será, en el fondo, una lucha contra su propio destino. El final, como siempre, tiene una carga fuertemente simbólica.

Las tres novelas juntas ofrecen al lector una interpretación del papel del ser humano en el mundo, un desafío que nos apela muy directamente a pesar de lo indirecto de la exposición. Literatura extraordinaria para describir un mundo ordinario, el mundo de la ciudad -la actual y la de la colonia-, de los ruidos, del trabajo, la lucha, los amores furtivos, el destino, la espera.

Como decía Fogwill, no es necesario que la grandeza de un escritor argentino esté condicionada por el hecho de haber pasado por las infamias de la dictadura, pero yo no puedo evitar pensar en la dureza de la vida de este enorme escritor, torturado por el régimen de Videla hasta dejarlo convertido por siempre en una sombra, ignorado por sus contemporáneos, subsistiendo solo gracias a insignificantes premios literarios locales, y pienso en qué injusta es la gloria literaria cuando llega tan tarde, y pienso que quizá una buena manera, no de remediar pero sí de suavizar esta injusticia, podría ser leerlo ahora que podemos, dejarnos sorprender por su mundo, paladearlo, y después, en la medida de nuestras posibilidades, compartirlo con otros, para que la voz corra, para, como decía Zama, “no morir aún”.