31 julio 2013

Juguetes rotos


Daniela Astor y la caja negra

Marta Sanz

Anagrama, 2013. Colección "Narrativas Hispánicas"

ISBN: 978-84-339-9762-3

267 páginas

16,90 €




Fran G. Matute

Cuando fallece una diva no resulta difícil encontrar en los titulares de prensa la expresión “juguete roto”. La primera vez que la leí me causó profunda impresión porque me pareció enormemente elocuente. Cómo nos remite a algo bonito que ha nacido para ser usado, manoseado, golpeado y que, ya sea por desdén o por el mero paso del tiempo, termina perdiendo toda su entidad cuando se rompe, cuando deja de servir a su propósito que no es otro que el de divertir y entretener, el de dar placer, en definitiva. Cuando estas características las aplicamos a una persona la imagen se vuelve ciertamente incómoda. Y es esa incomodidad, soterrada, la que recorre las páginas de Daniela Astor y la caja negra, la última y potentísima novela de Marta Sanz.

Son los años del destape, del landismo y del daba-daba-da. Cuando una España bisoña confundió la democracia con el despiporre y la libertad con el horterismo, convirtiendo así el proceso de la Inmaculada Transición (Rafael Reig ‘dixit’) en uno de los mayores esperpentos ‘kitsch’ que ha dado la Historia reciente. Primero el pezón, luego la teta en su plenitud, para luego dar paso a la pelambrera y al mejillón. Y el homínido, con cara de tonto, embobado ante la visión de lo anterior. Se va así abriendo el diafragma de la cultura para introducir en su producción elementos de consumo adaptados a los supuestos vientos de cambio. Así se plantea, desde las altas esferas, que la modernización alcance a una caterva de catetos que fantasean, valga la redundancia, con el “fantaterror”: con vampiras lésbicas y sangre de mermelada desparramada sobre sus cuerpos de ninfas maniatadas. Son los años de esplendor de Nadiuska y Susana Estrada, pero también de Gracita Morales y Florinda Chico. Del cine de León Klimovsky, pero también del de Mariano Ozores

La pasión por el consumo de semejante producción “cultural” invita, intrínsecamente, a que la mujer se libere. Pero, ojo, que no estamos hablando de liberación sexual sino de liberación frente al sexo opuesto, esto es, de emancipación. A la mujer se le indica el camino para que domine al macho cabrío. Y surgen así las musas del destape. Las primeras que se atreven a romper los moldes de la censura. Las más descaradas. Serán hembras por las que los hombres suspirarán. Soñarán con ellas. Humedecerán las viejas alcobas de los españolitos, esas que todavía están coronadas por crucifijos de madera. Darán color al blanco y negro, en esa nueva etapa en la que España necesita acostarse con una buena erección para poder producir al día siguiente. Estas musas heredarán la Tierra. Y por eso Catalina, a sus doce añitos, quiere ser una de ellas. Catalina quiere crecer para dejar de ser Cati y así poder convertirse en su ‘alter ego’ imaginario, Daniela Astor, una diosa del papel cuché, por la que los medios beben los vientos... Mira aquí, Daniela. Estás magnífica. Qué ojazos. Pon esos morritos que tanto nos excitan. Esos tacones, cómo realzan tu figura, tus interminables piernas. Tienes a los hombres rotos, Daniela. Nada te puede detener… Y en esta encantadora ensoñación vive la niñita Catalina cuando la cruda realidad (y hasta aquí podemos leer) irrumpe en el escenario de la vida para hacer tambalear los cimientos de su existencia. 

Pronto comenzará a sospechar Catalina que las instrucciones que les han dado a las niñas de su generación son confusas. Que la adultez no es el nicho de libertad que se promete. Que Catalina probablemente no quiera terminar siendo la diva con la que sueña, más que nada porque detrás de ese halo de permisividad que percibe lo que hay es, realmente, puro libertinaje. Catalina se percatará de que a la mujer se la está cosificando para disfrute del hombre que es quien se está realmente liberando, ahora sí, sexualmente. Será entonces cuando Catalina se enfrente a otro tipo de libertad, relacionada también con la desnudez pero no del cuerpo, sino del alma. Y es que de lo que trata Daniela Astor y la caja negra es de Libertades, así con mayúsculas. De nuevo el recato nos llama la atención para no desvelar excesivos datos de la trama, pero baste decir que un país que pretende modernizarse mostrando senos al descubierto y que luego se dedica a criminalizar los derechos inherentes a las mujeres deja mucho que desear. Y Marta Sanz plantea esta cuestión de la forma más contundente posible, apelando a una historia sentida e íntima que está contada con tanta rabia y pasión que mucho nos tememos que presenta más de un paralelismo con la vida real de la escritora. 

No hace falta exhibir partes desnudas del cuerpo porque aquí se está hablando de otra forma de desnudez”, escribe Marta Sanz. Se enfrenta así la propia autora, a la hora de plantear su novela, al mismo dilema que la protagonista, percibiéndose constantemente en sus palabras ese valiente esfuerzo por mostrarse "desnuda" ante el lector, elevando el texto a cotas de una sensibilidad y brillantez inusuales. En cualquier caso, Daniela Astor... no es una novela de la que sea fácil hablar en público si no se tiene enfrente a un interlocutor que conozca ya las claves de la misma, de ahí que me limite a ofrecer una somera reflexión temática y, sobre todo, estética acerca del impacto que me ha supuesto leer esta obra. Porque, básicamente, cómo me ha encandilado la voz que Marta Sanz ha construido para su Catalina/Daniela. Qué precisa y poética. Qué inocente e inteligente. Qué mirada más limpia. Pero también, qué dolorosa. Vuelve a la mente esa sensación de obsolescencia programada que implica ser una suerte de “juguete roto”. Es esa lucha interna por cumplir o no con las obligaciones del ser social, esa autoconsciencia de la imposición de unos estándares estéticos contra los que pelea la protagonista. Una batalla que, tristemente, sólo puede ganarse desde la Literatura. De nuevo, así, con mayúsculas. Y Marta Sanz la gana desde el primer párrafo de su Daniela Astor y la caja negra que es uno de los pocos textos verdaderamente imprescindibles que he leído en lo que va de año.

30 julio 2013

Retrato de familia

La liebre con ojos de ámbar. Una herencia oculta

Edmund de Waal

Acantilado, 2012

ISBN: 978-84-15277-71-2

366 páginas

26 €

Traducción de Marcelo Cohen


Rafael Suárez Plácido

En muy poco tiempo este es el segundo libro que me interesa mucho y que ha sido traducido por Marcelo Cohen. Es llamativo porque apenas conozco nada del autor argentino. Los dos libros, el anterior fue Ciudad abierta, de Teju Cole, han sido editados por Acantilado. Quizás haya que buscar ahí la razón de esta coincidencia. El anterior era una novela que a veces se podía entender como un ensayo sobre el cosmopolitismo o la interculturalidad; en este se nos cuenta un caso práctico del asentamiento de una familia de banqueros judíos, procedente de Odessa, en la Europa más elitista de finales del siglo XIX y principios del XX: se trata de una historia contada como si fuera una novela.

Todo comienza en los pasados noventa, cuando el joven Edmund de Waal recibe una beca del gobierno japonés para perfeccionar sus estudios, es artesano, en Tokio. Cualquier historia que comience en Tokio me interesa. Entonces empecé a leer con avidez. Allí conoce a su tío Ignace que le enseña la joya de su colección de arte: la colección familiar de doscientos sesenta y cuatro 'netsukes', que han ido heredando en la familia desde hace más de un siglo, y que posteriormente, cuando fallezca el tío Ignace, heredará el propio Edmund, dueño actual de la colección. ¿Qué es un 'netsuke'? Son esculturas pequeñas, del tamaño algo mayor que un botón occidental, realizadas en alguna madera noble o en marfil, con las que los japoneses se cerraban el obi o algunas bolsas que usaban a modo de carteras. Algunos 'netsukes' pueden ser valiosísimos. Desde luego estos de la colección De Waal lo son. Hay maestros escultores de 'netsukes'. Se usaron a partir del siglo XVII en Japón, y se pusieron de moda en Europa en el siglo XIX, cuando Japón se abrió al resto del mundo y los salones más refinados de París y Viena se llenaron de "japonerías".

Pero, claro, la familia de Edmund de Waal no era una familia normal. Se trata, ni más ni menos que de los Ephrussi, los fundadores y dueños de la banca Ephrussi, una de las tres o cuarto entidades financieras más importantes en la segunda mitad del siglo XIX y, hasta la llegada de Hitler al poder, durante la primera mitad del siglo XX. Sólo así se concibe que Charles Ephrussi reuniera esta fantástica colección de más de doscientas figuritas de diferentes maderas, patrimonio cultural de un país que se distingue, precisamente, porque sabe valorar sus tradiciones. Este Charles Ephrussi fue amigo y mecenas de algunos de los artistas más celebrados del París de su tiempo. En su colección personal tuvo cuadros de Renoir, a quien sin embargo disgustaban los judíos, de Monet, de Degas, de Moreau, de Watteau. Aparece, como un personaje habitual, en los libros de Proust —camuflado en los salones de Odette— o en los diarios de Edmond Goncourt; fue amigo de poetas.  En fin, todo un personaje en el París de su tiempo. De Waal se preocupa por mostrar que su importancia no era sólo por su capacidad económica. De hecho, el propio autor traza cuatro historias en este libro: una historia de la familia, en la que se interesa por casi todos los personajes, sus motivaciones y sus intereses; una historia del arte europeo, que está vinculada a la de la propia familia, que no sólo son lectores ávidos y coleccionistas, sino incluso escritores y participan de forma activa en la elaboración de catálogos y publicaciones; una historia, sin más, de Europa: París, Viena, intervalos en Odessa, Inglaterra, las dos guerras mundiales con el intervalo del periodo de entreguerras y, finalmente, la devastación que supuso el auge del nazismo. La cuarta historia que encontramos en este libro es la de esa colección de 'netsukes'. La liebre con ojos de ámbar del título se refiera a uno de ellos.

¿Es una novela? No, pero podría leerse como si lo fuera. Lo que ocurre es que todo lo que cuenta Edmund de Waal ha ocurrido, para bien o para mal. Es la constatación de que lo que está más alto puede caer, en cualquier momento, y de que de la nada se puede construir todo un imperio que controle la economía de países y, casi del mundo. Los personajes, prácticamente todos, son tratados con el cariño que muestra quien desciende de ellos. No sólo los familiares sino, muy especialmente, los criados y todo el personal de servicio. Edmund de Waal ha rastreado en la literatura y prensa de la época los rastros que podían llevarle a entender no sólo aspectos relevantes de la economía y política del momento, que le interesaban obviamente. Pero lo más interesante es el acercarse con los ojos bien abiertos y el cerebro bien amueblado a los autores que tuvieron alguna relación con su familia. Además de los ya citados, habría que mencionar a Musil y a Rilke. El principal orgullo que exhibe De Waal no es el poder que llegaron a alcanzar sus ancestros, sino el buen gusto a la hora de valorar todo la belleza del mundo. Yo antes ni sabía qué eran los 'netsukes'. Había leído la palabra en algunos libros de autores japoneses, pero no tenía idea de la trascendencia que podían tener esos objetos. Ahora veo 'netsukes' por todas partes. Igual que antes no sabía que existiera Edmund de Waal y ahora estoy pendiente de cualquier referencia nueva que aparezca sobre él. 

29 julio 2013

Otra estrella de Irlanda

Poesía completa

Thomas MacGreevy

Bartleby Editores, 2013

ISBN: 978-84-92799-45-9

166 páginas

15 €

Traducción y notas de Luis Ingelmo

Presentación de Michael Smith

Epílogo de Anthony Cronin


Antonio Rivero Taravillo

Se nos dice que el autor de estas poesías es prácticamente un poeta desconocido. Doy fe. No lo había leído hasta hoy. Naturalmente, lo había encontrado paseándose por el segundo tomo de la monumental biografía de W.B. Yeats a cargo de R. F. Foster y también en algunas páginas sobre Joyce o Beckett. Pero su obra me resultaba desconocida. No viene representada, por ejemplo, en mi muy baqueteado ejemplar de la antología de Thomas Kinsella New Oxford Book of Irish Verse ni en el más flamante An Anthology of Modern Irish Poetry de Wes Davis (que se inicia con un poeta anterior, Padraic Colum). Aunque es cierto que abre la de Patrick Crotty (Modern Irish Poetry: An Anthology) y también figura en el Faber Book of Irish Verse de John Montague. En cualquier caso, como se ve, ha quedado eclipsado a menudo por otros poetas.

Thomas MacGreevy (1893-1967) fue muy parco con su poesía, hasta el punto de que solo publicó un libro en vida, de título igualmente lacónico (Poems, 1934). Aquí se le suma un puñado de otras composiciones, una de las cuales permanecía inédita. Su labor se decantó más hacia el arte (llegó a ser director de la National Gallery dublinesa) y firmó una valiosa monografía sobre el pintor e ilustrador Jack Yeats (para quien escribió un homenaje aquí incluido). Conoció muy bien la pintura española y escribió ensayos sobre Murillo, Velázquez y Zuloaga. También tradujo: además de a Valéry, una docena larga de poemas de Alberti, Jorge Guillén, JRJ, Lorca y Antonio Machado. Y gozó de la amistad y el trato de importantísimas figuras literarias del llamado modernismo anglo-norteamericano (nada que ver con el nuestro de Darío, aunque en esta Poesía completa no falten los cisnes), del cual fue prácticamente el único representante en Irlanda. No en vano se ha señalado la influencia de T.S. Eliot en “La otra Dublín” o en “El crepúsculo de los dioses” (donde veo más al Ezra Pound de The Cantos, incluidas esas reproducciones de partituras). En su epílogo, Anthony Cronin afirma que “si se exceptúa el que escribió Eliot, aunque no necesariamente imitándolo, el verso libre de MacGreevy es el más proporcionado y mejor modulado de todos cuantos se compusieron en aquella época no solo en Irlanda, sino también en Gran Bretaña y EE.UU.” ¿Barre para dentro Cronin? Desde luego, suena muy bien.

Muy de Eliot es ese 'barren place' del primer verso del libro e, indirectamente, el título y todo el muy breve contenido de “Otoño de 1922”, el año en que precisamente aparece The Waste Land: “El sol se consume, / el mundo se marchita // y el tiempo se amedrenta ante el triunfo del tiempo.

Nacionalista republicano (su pacifismo le estorbó apoyar al IRA), llevó a sus versos las muertes de la Guerra de Independencia y la siguiente Civil, cuyo resultado fue la partición de la isla. Tras las ejecuciones que aquí se glosan y otras hubo “paqueo” y bombas. Son las fechas en que una tarde, al salir del cine, a donde había ido con la mujer de Yeats, tuvo que esquivar los tiros en plena Grafton Street. También la noche siguiente de la concesión del Nobel a Yeats cenó en el hotel Shelbourne con este y su esposa (de la que fue uno de sus principales amigos y apreciada fuente de cotilleos).

La amiga lo llamó “un cura desperdiciado… que vive en un magnífico vórtice de placeres vicarios”. Richard Aldington abundó en la idea: “El hombre más paradójico que uno pueda echarse a la cara. Un cura con ropas de seglar”, observó. Según Colm Tóibín, como muchos antes que él y aún después, fue homosexual en el extranjero y célibe en Irlanda, por guardar las apariencias. Se refiere a las temporadas que pasó en Londres y París (en cuya École Normale antecedió en el puesto al autor de Waiting for Godot, con quien mantuvo una importante correspondencia).

Su catolicismo se sobrepone a lo político en “Los seis que ahorcaron”. Refiriéndose a los siglos de dominación inglesa, escribe: “¡Estrella del alba, ruega por nosotros! // ¿Y durante estos setecientos años / qué le ha importado Irlanda / a la estrella del alba? // Aun así, siempre yo digo: / Ruega por nosotros.” Quizá el mejor MacGreevy sea el de la concisión, el imaginista. “Promenade à trois” es un buen ejemplo de ello, como también Giorginismo, con su punzante sensación de soledad, expuesta con una destacable economía de medios.

De los textos no recogido en Poems, y aún de todo este volumen, es preciso destacar la belleza emocionante de Moments musicaux, cuyo tema es la esterilidad, la incapacidad para volver a escribir poesía, felizmente conjurada en el propio poema (“Pensaste que te había abandonado”…). También resulta de una gran belleza “Oráculos bretones”, que se desarrolla en un ambiente de calveros y brumas del Finisterre que recuerdan a Castelao, inventariador de esas cruces de piedra, y Cunqueiro, a cuya cofradía se une el también celta MacGreevy (“Pertenezo a Irlanda”, declara, recordando un poema medieval citadísimo).

El volumen se adereza con diversos elementos (presentación, notas del autor y del traductor, tabla cronológica y el citado epílogo). Acertando en el tono y el ritmo, Luis Ingelmo ha realizado un loable trabajo al verter todo ello al español, una lengua, con su arte y su historia, que MacGreevy amó y conoció, y cuya trabazón con lo irlandés quiso resaltar en su poema “Hugh O’Donnell el Pelirrojo” (Ingelmo simplifica el original, que es el nombre en gaélico Aodh Ruadh Ó Domhnaill), ese aliado nuestro en la batalla de Kinsale. Solo he advertido un error, el de los colores de la bandera de Irlanda, cuyo orden correcto es verde, blanco y naranja. La franja blanca quiere representar la paz entre las comunidades católica y protestante, y su plata en “Los seis que ahorcaron” es la de las estrellas que, como escribió Wallace Stevens en el poema que dedicó a MacGreevy, tachonando el cielo americano “vienen de Irlanda”.


[Publicado en Nayagua, 19]

26 julio 2013

Lucidez panfletaria

El camino de Wigan Pier

George Orwell

Austral, 2012

ISBN: 978-84-233-2900-7

232 páginas

7,55 €

Traducción de Ester Donato



Coradino Vega

Eric Arthur Blair, mucho más conocido como George Orwell, nació en la India británica en 1903, se educó en un terrible internado a tenor de lo que luego contaría en “Ay, qué alegrías aquellas”, fue alumno con beca en Eton, en 1922 ingresó en la policía imperial de Birmania y, en un acto de contrición y desclasamiento voluntario que recuerda en algo al extremo mártir de Simone Weil, decidió vivir unos años entre mendigos, desempleados y obreros precarios hasta que se enroló en las milicias del POUM para luchar en la guerra civil de España. Moriría en 1950 de tuberculosis, y aunque deba su fama a las ficciones alegóricas Rebelión en la granja y 1984, puede que la obra más valiosa de Orwell se encuentre en sus ensayos literarios y políticos, en sus reportajes, reseñas, textos autobiográficos y artículos de opinión a los que el lector español sólo tiene acceso de una forma desordenada y fragmentaria. A esa naturaleza de escritos mezcla de testimonio personal, alegato político y crónica periodística, pertenece este libro de 1937 rescatado ahora en formato de bolsillo sin que se aprecie el menor esfuerzo editorial por actualizar su forma y contenido.

En la primera parte de El camino de Wigan Pier, Orwell da fe rigurosamente de las condiciones deplorables en las que vivían los mineros del norte de Inglaterra en los años treinta. Las descripciones oscilan entre un naturalismo minucioso y el inventario casi científico de la brutalidad del trabajo en una mina de carbón, de las viviendas proletarias de Sheffield, Leeds o Wigan, de la desmoralización de las familias desempleadas, de sus hábitos de consumo o alimenticios, de cómo se puede estirar el subsidio social para garantizar la supervivencia, de la fealdad industrial de los paisajes de Lancashire y Yorkshire, y en definitiva de los objetos físicos con sus detalles y huellas invisibles de trabajo humano. En esa forma de observarlo todo, que ve además de mirar, radica el modo que tiene Orwell de ir por el mundo, con los ojos abiertos y sin pelos en la lengua, y que es también su legado moral: “Hay como una obligación de ver y oler estos lugares de vez en cuando, especialmente de olerlos, para no olvidarse de que existen”. Se trata de registrar la factura que pasaron los años veinte, esa “edad de oro del rentista” o “periodo de irresponsabilidad”, como el propio Orwell los denominó en el ensayo de 1940 “En el vientre de la ballena”, y que guarda un paralelismo ominoso con el presente. Pero al contrario que la fascinación por el obrero a lo Chesterton o Shaw, o su defensa abstracta por parte del marxista de verbo enrevesado y confortable dormitorio, el acercamiento de Orwell guarda la misma dosis de idealismo que de sentido autocrítico de la realidad. A diferencia del “que cada uno haga su trabajo” de Camus, considera un error suponer que a todo el mundo le gusta por regla general hacer lo que hace. “No soy un trabajador manual y quiera Dios que nunca haya de serlo”, dice antes de reconocerse como un burgués de clase media lastrado por los prejuicios recelosos de su extracción educacional. Y en una de sus pocas coincidencias explícitas con Marx, apunta: “Cuando se trata a la gente como ha sido tratada la clase obrera inglesa durante dos siglos, no es de extrañar que estén resentidos”.

La segunda parte del libro es una justificación personal de por qué alguien como él decide sumergirse en el proletariado y el desempleo, además de un alegato cargado de razones a favor del socialismo. Parte de su experiencia como policía al servicio del imperio británico y desemboca en una llamada al cambio de mentalidad de la clase media. Y es que, como Dickens o D.H. Lawrence, Orwell no parece un escritor pesimista, sino que insiste a cada paso, con una voluntad encomiable, en que la vida aquí y ahora podría ser mucho mejor si supiéramos “mudar de corazón”, verla de otro modo. Así, para defender el socialismo, lo primero que hace es un esfuerzo por comprender a sus detractores, y posiblemente ahí radique el mejor Orwell: en el crítico de la izquierda desde sus sentimientos de izquierdas, en la clarividencia con que detecta los fallos del progresismo, en la contundencia con que desmontará siempre la deriva totalitaria de cualquier ortodoxia. El análisis de la complejidad transversal de las clases sociales tras el industrialismo, las diferencias casi irreconciliables que las separan, las incoherencias de la ‘intelligentsia’ y su cómodo esnobismo, la pedantería de la jerga comunista, la identificación del socialismo con una noción de progreso maquinista y distópico —cuando habla del futurismo de Bernard Shaw o Aldous Huxley uno ve cómo se va prefigurando 1984—, o la pervivencia del socialismo a pesar de los socialistas y las extravagancias que los alejan de la gente normal y las “personas sensibles” son , a su juicio, algunos de los factores que merman el respaldo que pretende lograr con habilidad propagandística. Orwell es un hombre de su tiempo, que escribe desde un contexto determinado. Para él las prioridades son dos: frenar al fascismo y unificar voluntades en aras de lo que, en más de una ocasión, denomina “lo esencial”: la libertad y la justicia, el sentido común, un socialismo humanizado que garantice unos mínimos indispensables como la comida, poder vivir sin miedo al desempleo, saber que los hijos tendrán una oportunidad para prosperar, un baño una vez al día, ropa de cama razonablemente limpia, un techo sin goteras o una jornada de trabajo tal que a uno le quede algo de energía al terminarla.

En su ensayo de 1946 “Por qué escribo”, Orwell fijó los cuatro motivos que, según él, hacen que una persona coja la pluma: egoísmo puro y duro, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político. Y aunque los dos primeros estén de algún modo presentes en su obra (hay veces en que —como cualquier escritor— Orwell no controla la vanidad, y su defensa de la precisión del lenguaje y de un arte desvinculado de lo político es más que notoria), es el tercero y sobre todo el cuarto motivo los que marcan la nervadura de sus escritos. Pocos intelectuales han sido capaces de ver con tanta claridad y lucidez su presente. Orwell pertenece a esa estirpe de autores que, como Camus o Chaves Nogales, tuvieron que preservar su coraje entre las balas de dos fuegos cruzados. Que se equivocara estrepitosamente en algunos de sus pronósticos responde al voluntarismo panfletista, nacido de la circunstancia del momento, que preside la recta final de El camino de Wigan Pier o la tercera parte de El león y el unicornio, donde la defensa de lo que él denomina “socialismo democrático” convierte a éste poco menos que en un oxímoron en flagrante contradicción con las ideas vertidas, por ejemplo, en sus “Recuerdos de la Guerra Civil española” de 1942. Hay un antes y un después del paso por el frente de Aragón en la vida y obra de George Orwell: “La guerra de España y otros sucesos de 1936-1937 cambiaron la escala de valores y me permitieron ver las cosas con mayor claridad —dice en El león y el unicornio—. Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 fue creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo”.

Hoy, más que nunca, la libertad de criterio y la valentía de Orwell cobran una pertinencia que sobrecoge. Sus arremetidas contra la clase dirigente de su época, su rabia política ante la injusticia y su búsqueda de una salida para un mundo en crisis resultan de lo más vigente. Del mismo modo, Orwell da lo mejor de sí cuando desentraña el papanatismo y las controversias de chichinabo que asolan a la izquierda. “Los intelectuales a los que tanto gusta cotejar democracia y totalitarismo, pesarlos en la misma balanza, ‘demostrar’ que una es tan perniciosa como el otro, son simplemente unos frívolos que nunca se han visto ante la cruda realidad”, escribió el mismo año que criticó con dureza la poesía de Auden nacida al socaire de la propaganda soviética. Porque si hay algo que rebela a Orwell tanto como el privilegiado parásito que vive de sus dividendos, es el intelectual que siempre está en otra parte cuando se aprieta el gatillo, que justifica la dictadura desde la seguridad de un Estado liberalmente blando, que juega con las palabras desde su inmunidad personal y emplea en sus textos expresiones como “asesinato necesario”. Esa es la mejor versión de Orwell, la que no se cansa de combatir la actitud negativa, quejumbrosa, falta de sugerencias constructivas, calidez emocional y responsabilidad de la inteligencia que jamás ha ocupado ni espera ocupar una posición de poder, que nunca ha estado ni estará en la primera línea del frente, o que vive en un mundo hecho puramente de ideas y tiene un escaso contacto con la realidad física de las cosas. La misma que, con una prosa transparente y precisa que parece el correlato perfecto de la sinceridad de sus propósitos, y aunque incurra en algunos de los vicios que él mismo denunciara, dijo cosas como: “El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen a verdad y los asesinatos parezcan algo respetable: para dar solidez a lo que es viento”.    

25 julio 2013

Lo que no debes hacer (o sí) para ser escritor


Una vida subterránea (Diario 1991-1994)

Laura Freixas

Errata Naturae, 2013

ISBN: 978-84-15217-46-6

320 páginas

19 €




Alejandro Luque

De unos diarios que ven la luz, por expreso deseo de su autora, veinte años después de ser escritos, se espera de entrada una justificación a tanta demora. La propia Laura Freixas, en las páginas iniciales, confiesa su “esperanza de que el tiempo suavizara los filos demasiado cortantes”. Parece un buen gancho para adentrarse en el libro: ¿Cuáles serán esos filos? ¿Habrá ajustes de cuentas, revelaciones sorprendentes, perfiles insospechados? El segmento temporal que abarca el volumen, de 1991 a 1994, es aquel que va desde el momento en que Freixas se dispone a abandonar París, hasta su traslado a Madrid, es decir, el momento en que se fragua definitivamente como escritora, después de haber trabajado varios años en el ámbito literario como traductora, agente y editora.

Quienes se acerquen a estos diarios buscando –digámoslo claramente– cotilleos, pierden el tiempo. Hay pullas y rencillas personales, críticas venenosas y bocetos inmisericordes, pero las identidades están tan escondidas que resulta imposible (a menos que uno conozca el paño de primerísima mano) reconocer a casi nadie. Tan es así, que uno se pregunta hasta qué punto contar los pecados, pero no los pecadores, no desnaturaliza completamente el relato. En ocasiones preferiríamos que optara por el silencio antes que por el enmascaramiento tras iniciales o nombres falsos, opción respetable pero empobrecedora. Se dirá que los diarios de Byron o los de Benjamin Constant están llenos de alusiones a personajes que desconocemos… Pero no todos los diarios son los citados, ni todos los diaristas Byron.

Otros sí son reconocibles, como Javier García Sánchez, Mempo Giardinelli o Cristina Peri Rossi, si bien en papeles muy secundarios, como referentes más o menos lejanos. Y esto porque el tema central de estos escritos es la persecución de un sueño, el de ser escritora, y la búsqueda de una estabilidad personal que pasará, andando el tiempo, por la experiencia de la maternidad. La Freixas que arranca el diario lucha con su condición sexual –“para mí femenino significa cobarde, egoísta, pasivo, insignificante y melancólico”– y con su vocación, aunque más que por desarrollarla naturalmente, necesita demostrar que es escritora.

Es a partir de aquí donde Una vida subterránea empieza a antojarse un perfecto manual sobre qué no deben hacer los aspirantes a literato. “Hace tiempo que le estaba dando vueltas a la necesidad de especializarme en algún tema”. ¡Horror! La especialización ha hecho, en los últimos treinta años, que quienes pretenden saber mucho de algo acaben por no saber nada, encerrados en el arnés de su asignatura concreta. “Más que crear, debería decir tener éxito; que equivale a ser alguien; que equivale a ser otro, a no ser yo”. ¡Espanto! La literatura puede ser una manera de conocernos a nosotros mismos o de ponernos una máscara, o de ambas cosas a la vez, pero difícilmente pasará todo esto por una noción convencional del éxito –es decir, el reconocimiento por parte de crítica y público, de los otros–, sino por otra clase de desafíos y de búsquedas que suceden de puertas para adentro, fuera del foco.

Cómo estoy deseando que acabe este purgatorio”, escribe Freixas tras un acto organizado por una gran editorial, donde se siente insignificante. “Recobrar una dignidad; publicar una novela, cambiar de trabajo, estar vistosamente embarazada…”. Anhelos legítimos que revelan, no obstante, una elección de modelos bastante cuestionable. “Me alegra estar al día, conocer la obra de mis contemporáneos; supongo que estoy preparándome para ser uno de ellos”. ¡Ay! Personalmente, creo que leer a los contemporáneos más allá de las dosis homeopáticas imprescindibles, conduce a actitudes propias de carreras de galgos, a indeseables clonicidades, a endogamias estériles. Una cosa es tener una idea aproximada del panorama actual (ya felizmente globalizado) y otra estudiar a los compañeros como una llave para ingresar en el club. Y así van pasando estas páginas, que se leen (o al menos yo las he leído) con desasosiego, con incomodidad, a veces con un escalofrío. Si la publicación de un diario íntimo es un 'strip-tease', el de Laura Freixas no quiere seducir, sino mostrar impúdicamente, como ella misma asume, “nuestras dudas, contradicciones, vergüenzas, miserias, vanidades…

En un momento dado, Freixas expresa su duda “de si soy capaz –durante cuánto tiempo, hasta qué punto- de seguir trabajando sin reconocimiento, sin feedback, sin saber si tanto esfuerzo me servirá para algo”. No cabe duda de que un escritor se nutre, entre otras cosas, de la confrontación de su trabajo con el lector. Pero tampoco la hay de que aquel que no sigue en el camino por falta de aplausos, no merece ser llamado escritor. Será otra cosa, un vendedor de sus libros, un productor de literatura, qué sé yo, pero no ese modelo de conquistador (no de puestos en las listas de ventas, sino de ideas, sueños y emociones) que reconocemos en los grandes.

Mi consejo sería, como señalé arriba, que los aprendices de escritor no tomaran estas pautas como ejemplo, o en todo caso como ejemplo a no seguir. Por otro lado, he de reconocer que la evidencia refuta mi argumentación: siguiendo su fórmula, Laura Freixas logró ser una escritora reconocida, publicó en editoriales señeras, fue bien recibida por la crítica, ganó premios, fue invitada en cursos de verano y en universidades americanas, hizo reseñas para El País y se ganó su propia columna en La Vanguardia. La autora tiene todo mi respeto. Sólo me queda una tímida pregunta: ¿Se trataba de eso?

[Publicado en M'SUR]

24 julio 2013

De la necesidad de perdón


Absolución

Luis Landero

Tusquets, 2012. Colección "Andanzas"

ISBN: 978-84-8383-434-3

320 páginas

19 €





Jesús Cotta


Me pasé todos Los juegos de la edad tardía con ganas de abofetear al protagonista por lo mal que se montaba la vida y por lo mal que sus estupideces y su poca sabiduría vital se lo hacían pasar a quienes lo querían y para que pusiera de una maldita vez los pies en el suelo y la cabeza sobre los hombros.

Lo mismo me ha pasado con Absolución, porque el prota de esta novela tiene mucho del prota de la otra, es decir, del propio Landero. Este prota tiene menos pájaros en la cabeza que aquel, pero también menos iniciativa, menos vitalidad, menos espíritu propio, o quizá habría que decir que su espíritu propio consiste en sentirse extraño en su papel y en la vida. El prota le dice “Te quiero” a una muchacha porque se lo gritan a su alrededor todas las cosas y porque es lo que había que decir en ese momento del galanteo, pero tiempo después corta con ella porque la ve comerse un huevo duro. Lo accidental va haciendo su vida. Soporta en su espaldas listas de propósitos incumplidos, sueños de grandeza (¡el afánnnnn!) que lo llevan a despreciar la poesía y la belleza de lo pequeño y cotidiano. Intenta probar a ver si encaja en el papel de hijo, amigo, novio, profesional en varios gremios, pero todo lo acaba cansando, porque él no es el protagonista de su propia vida, sino un espectador pasivo. Está en un sitio, pero con la cabeza en otro. Y un sitio solo le cuadra si es nuevo y nada lo ata a él. No es que la vida le aburra. Es que lleva el aburrimiento en las venas.

Pero no es ni mucho menos un personaje aburrido, porque lo interesante no es lo que le pasa por fuera, sino lo que le pasa por dentro, la manera que tiene de asumir lo exterior y encajarlo en su universo particular e interior. Eso es lo bueno. El protagonista es un joven que no se adapta al ritmo vital de los demás, un prófugo de la vida con alergia a la permanencia, a las ataduras, al compromiso. Las palabras que rigen su vida son contingencia, destino, ironía, tedio. Es un Ulises al revés: naufraga evitando el regreso (por cierto, el único error que he detectado en el libro es que llama Antínoo a Alcínoo, el rey feacio que acogió a Ulises). La palabra de Ulises es nostalgia (cuya etimología es precisamente "dolor del regreso"). La de nuestro protagonista es hastío. Cuando parece que por fin ha encontrado un sitio fijo y un corazón que lo comprende, de nuevo vuelve a huir, abrumado por la enormidad de unos sucesos que él no ha buscado pero que ha protagonizado casi sin querer.

El libro está escrito en una tercera persona que no es un narrador omnisciente, porque solo cuenta lo que el protagonista siente, hace o piensa, no lo que piensa o sienten los demás. Gran parte de la novela fluye entre dos planos temporales: un presente que relata el inminente encuentro con la amada y el encontronazo con lo peor del ser humano; y un pasado que sale a relucir una y otra vez a propósito de ese presente. Y la tercera parte del libro es un peregrinaje, un libro de huida y de peregrinaje, de búsqueda de la paz, de absolución, de sentido, de redimirse de la culpa contraída, como un Orestes huyendo de las Furias. El protagonista se ve abrumado por el pecado cometido. La culpa lo corroe, como al personaje encarnado por Robert De Niro en la película de La misión. El mundo actual está presidido por la idea de que la culpa es mala y ha desterrado el concepto de pecado. Pero al protagonista esa idea, lejos de liberarlo, lo esclaviza. Necesita absolución y penitencia. Pero no cree en Dios, así que tiene que recurrir a un tribunal humano. Se da cuenta de que la inercia huidiza de su carácter ha provocado un daño a quienes menos quería él provocarlo y de que tiene cambiar el rumbo de su vida, pero esto no se puede hacer con un simple acto de voluntad, sino que necesita de un ritual, de un confidente, de una ceremonia para que sea un hito en la vida, para que el perdón sea efectivo y se traduzca en actos.

Lo mejor de la novela es la radiografía de las almas, la descripción, con trazo sutil y brillante y hondo, de los pensamientos, de los sentimientos, de los recuerdos y, sobre todo, de ciertos personajes que jalonan la obra y que son una verdadera delicia: el amor del señor Levin, Moisés, el vitalista señor Gálvez y su concepto místico-filosófico de "aparición", el peculiar misántropo Olmedo, el padre del prota y su “cohorte de afectados” y el Comediante, un perro que debería figurar en la antología de perros literarios, junto con Orfeo, el perro de Niebla de Unamuno y los extraordinarios y cervantinos Cipión y Berganza.

En la novela no ocurre casi nada extraordinario: lo extraordinario es la pluma del Landero, rica en matices e ideas imprevistas y detalles sorprendentes y reveladores, todo lo cual devuelve a la realidad el relieve, la belleza y la dimensión que nuestro apresuramiento le quita. Mientras que otros escritores intentan compensar con hechos extraordinarios lo ordinario de su prosa, Landero se puede permitir el lujo de contarnos cualquier cosa, porque lo hace de maravilla, sin ser prolijo ni erudito, sino solo vivaz y oportuno.

Recomiendo, en fin, la novela, porque, construida con los sucesos más contingentes, acaba siendo una unidad de lo más necesaria.

23 julio 2013

Literatura de piscina

La verdad sobre el caso Harry Quebert

Jöel Dicker

Alfaguara, 2013

ISBN: 978-84-204-1406-5 

666 páginas

22 €

Traducción de Juan Carlos Durán Romero

Premio Goncourt des Lycéens, Gran Premio de la Academia Francesa y Premio Lire a la mejor novela en lengua francesa 2013


José Martínez Ros

Con el buen tiempo, llegan los bikinis, pareos y bañadores. Al mismo tiempo, los informativos de la tele se llenan de noticias de relleno, porque a la gente no le gusta pensar en los grandes males que afligen a la humanidad cuando los termómetros pasan de treinta y cinco grandes centígrados, y las librerías de novelas que, legítimamente, podemos llamar como “literatura de piscina”, porque cuando estamos en la de nuestra comunidad de vecinos, comentando entre susurros y risitas que el vecino del ático está criando una considerable barriga o que la vecina del segundo se ha hecho tatuar un dragón chino en su nalga izquierda, no nos hallamos en las mejores condiciones para atender a filigranas literarias.

Una de las estrellas del verano de 2013 es La verdad sobre el caso Harry Quebert, escrita por un jovenzuelo suizo, Jöel Dicker, que así plantea sus credenciales para convertirse, en el mejor de los casos, en el Ken Follett del siglo XXI y, en el peor, en el multimillonario autor de un solo éxito. La verdad sobre… puede leerse de dos maneras. En primer lugar, como un entretenido subproducto que cumple todas las condiciones para arrasar en las listas de 'best-sellers': una escritura que, siendo muy generosos, puede calificarse como transparente y, en el peor, como totalmente impersonal, carente de cualquier rasgo de estilo: el autor puede ser Dicker, a sus veintisiete años, o un redactor competente de folletos de Mercadona o Viajes de El Corte Inglés. Luego, posee un protagonista atractivo, Marcus Goldman (a pesar de sus orígenes, el autor lo ha ubicado en Estados Unidos, probablemente porque es el país que, sin duda, tiene más resonancia en la imaginación global), un joven escritor con una crisis literaria (ya no sabe de qué escribir, vaya por dios). Goldman es simpático e inofensivo. Carece de tendencias depresivas, rarezas irritantes, manías absurdas y obsesiones megalomaníacas: es decir, no se parece en nada a cualquiera de los muchos escritores de carne y hueso que conoce quien escribe esta modesta reseña y no inquieta en absoluto a un lector medio. Su crisis literaria es igualmente irreal y tópica (si quieren leer una descripción genuina de una, les aconsejo echar un ojo a Mao II de Don DeLillo); le lleva a viajar a una Nueva Inglaterra reducida a unas cuantas agradables postales turísticas, donde reside su mentor, Harry Quebert, un legendario sabio y escritor que también es muy simpático y agradable: mientras leía, a ratos me lo imaginaba con la cara de Jack Lemmon y, a veces, con la de Robin Williams, aunque la trama pergeñada por Dicker no estaría a la altura de tan notables intérpretes, sino más bien correspondería a uno de los muchos telefilmes de intriga que suelen (o solían) emitir en la tele a primera hora de la tarde o de madrugada. Bien: resulta que el bueno de Quebert guarda un gran secreto en su pasado. Mientras estaba redactando su primer novelón, mantuvo una relación con una jovencita llamada Nola (que es ciertamente menor de edad, pero no tanto como para convertirla en una peligrosa y pederástica lolita y por lo tanto agitar la adormecida conciencia del citado lector medio) que, además de inspirar su obra, fue, al poco tiempo, asesinada o, al menos, se supone que fue asesinada, porque nadie ha encontrado su cuerpo… hasta ahora. Lo que sigue es el acostumbrado juego de pistas falsas, vueltas de tuerca, engaños y personajes-que-no-son-lo-que-parecen, con unos policías que actúan exactamente como lo hacen los policías en los telefilmes, unos cuantos palurdos estadounidenses que corresponden con toda exactitud a la imagen que tenemos de ellos tras cientos de referencias cinematográficas y la gran, gran sorpresa final, que es todo menos sorpresa, si hemos leído antes unas cuantas novelas de esa hábil prestidigitadora que fue doña Agatha Christie, cuyo talento para los finales inesperados supera en mucho al del joven Dicker.

En una escala 'best-seller', colocaríamos La verdad sobre… por encima de engendros infumables como 50 sombras de Grey o las obras completas del muy infame Dan Brown, pero decididamente por debajo de (Stieg) Larsson que, al menos, fue capaz de colocar a una auténtica friki casi autista en el corazón de su trama y a varios años luz de la mejor versión de Stephen King.

Hay otra manera de leer esta novela: como la ganadora de un Premio Goncourt des Lycéens, de un premio de la Academia Francesa y del Premio Lire. Como una novela “de verdad”. No lo aconsejo. Resulta, francamente, descorazonador y deprimente. 

22 julio 2013

El abejar del agua


Miseria y compañía

Andrés Trapiello

Pre-Textos, 2013. Colección "Narrativa Contemporánea"

ISBN: 978-84-15576-53-2

404 páginas

25 €
  



Antonio Rivero Taravillo

Sucedió en la presentación en Sevilla de La novela de K., segunda entrega diarística de José Manuel Benítez Ariza: entre el público había un tipo ceniciento y resentido que se costea la edición de unos diarios que andan muy escasos de interés, lo mismo vital que literario, y ni corto ni perezoso salió a pontificar contra los autores de aquellos otros diarios en que la ficción se solapa con la realidad, quizá manifestando el pobre hombre su admiración y envidia por esos personajes más de legajos que de libros: los notarios. A este X (le tomo prestado el embozo a Andrés Trapiello, y que me aspen si vuelvo a leer una línea más del referido don nadie sevillano) le parecía muy mal que el autor del Salón de pasos perdidos en que se encuadra Miseria y compañía ideara, adornara, novelara al cabo, por más que esto sea algo que no se oculta jamás, pues con caracteres perfectamente legibles los volúmenes declaran al pasar por la aduana de la policía diarística, antes de abrazar a los lectores que los están esperando impacientes: “Una novela en marcha”. Y no así, sino en versales. Pero ni por esas. X dice que Trapiello pasa de contrabando creación, aquello de lo que él mismo carece.

Pero este caso patológico es excepción. La inmensísima mayoría de personas avisadas saben que en estos diarios van a hallar gran literatura. Cortés, para no contradecirlos, el presente tomo ofrece algunas de las mejores páginas de todo el ciclo, consiguiendo, y parecía imposible, el más difícil todavía. Trapiello cada vez sabe templar mejor el tono humorístico, que actúa como un bajo continuo incluso en los momentos de mayor gravedad o introspección, y que aplica a sí mismo antes que a nadie. Crea, además, neologismos, juega a veces con el lenguaje, evoca situaciones pasadas y narra y describe las del momento. Y hablando de bajo continuo y del trabajo gozoso del autor, ya sea en su piso de Conde de Xiquena en Madrid o en la casa de campo de Las Viñas: un regato y unas piedras le hacen escribir esta frase, también aplicable al libro y a todo el empeño sostenido que fluye desde hace veintitrés años: “Había algo subyugante en ese susurro, en su laboriosa urdimbre: el abejar del agua.”

Hallamos aquí los lagares extremeños, el pasear la mercadería literaria de alguien que no tiene vocación comercial por Múnich o los Países Bajos, un periplo italiano en familia, la vida propia de los chicos R. y G., la postración final del admirado y querido Ramón Gaya, la mofa de un conocido poeta editor abonado a estas páginas y en cuya nómina ya debe de ir devengando trienios y hasta sexenios, el Rastro, los sucesos del 11 de marzo de este 2004 de a poco más de una página por día, la escritura de la obra propia (aquí, la novela Al morir don Quijote)… El accidente que ocasiona la fractura del pie (que se nos cuenta junto con la necesaria rehabilitación) quizá sea el motivo de que el autor acelere y pase casi de puntillas (valga la expresión, porque usa muleta) sobre el final del verano y el otoño junto el tasado número de días del invierno que corresponde, poco más de una semana, a cada tomo de estos diarios, que siempre acaban con el año.

En este tomo Trapiello se ha dejado la ventana abierta y se ha colado por ella una mosca, variante cojonera, que se posa en algunas palabras para señalar la indistinción de género, o mejor dicho: la inclusión de ambos. Así, en vez de escribir “aventureros” o “aventureras”, el tipógrafo que hay en el escritor compone “aventurer*s”. Es su particular arroba este asterisco, y siendo como es innecesario, un capricho, tampoco merece la pena prestarle demasiada atención más allá de la travesura, en realidad no de hombre ni de mujer, sino de niño. No convence, pero no vamos a matar moscas a cañonazos. Además, su zumbido pasa casi desapercibido en el general susurro.

Los lectores habituales de Trapiello ya lo saben, aunque en Miseria y compañía todo lo ya conocido se acrecienta, si cabe: se trata de una obra sobresaliente, sin parangón (me atrevería a decir que en cualquier lengua, al menos en su fortuna editorial), y muy adictiva, pero no por añadidos químicos, sino por su calidad natural. Para quien se aproxime por primera vez al Salón de pasos perdidos, que ya tendrá sus desertores pero que a cada entrega suma incondicionales, aquí va una lista de algunos de los ingredientes, pues la fórmula solo la conoce su autor (al que antes se le leía tomar más esa bebida de arcana ecuación, la coca-cola y ahora prueba más la cerveza, el vino): levedad, hondura, observación, piedad, ironía, paisajes, pensamiento, aguafuertes, todo ello con una expresión afortunada en cada párrafo y un repertorio de palabras que se rescatan para la literatura y la vida, no la filología, la Academia.

19 julio 2013

Ese punto

Mi vida querida 

Alice Munro

Lumen, 2013

ISBN: 978-84-264-2139-5

336 páginas

22,90 €

Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino




Coradino Vega

¿Qué es escribir bien? Para unos consiste en exigir un lenguaje fortalecido por la audacia verbal, la exuberancia subordinada o un puntillismo más o menos caprichoso que, en ocasiones, puede sonar demasiado a artificio. Para otros, en cambio, lo importante es la concisión, acuñar la palabra precisa y buscar una naturalidad que, sin reproducir exactamente el habla, rehúya un tono de excesiva literatura. Hay muchas formas de escribir bien, y no seré yo, que cada vez tengo menos certezas sobre más cosas, quien excluya ninguna posibilidad (cada vez que comento un libro temo que alguien me confunda con un crítico literario). Pero si alguien me preguntara qué es para mí escribir bien, creo que respondería que escribir como Alice Munro.

Como ocurre a menudo con Flannery O’Connor o Eudora Welty, da la sensación de que Alice Munro ha llegado a un punto en el que, tras aprender todo lo que podría llegarse a aprender sobre técnica narrativa, la decisión consciente de ignorar cualquier norma se funde con el deseo realizado de escribir con total libertad, como si fuese lo primero que se escribe, sin ningún tipo de corsé o de miedo, con la única pretensión de contar de la manera más rudimentaria posible. Sin altanería, parece que está por encima de cuanto no es importante: todo aquello que desdeña esa especie de academicismo contemporáneo con función policial que reduce tanto la experiencia literaria. Puede que los diez cuentos y las cuatro piezas autobiográficas que integran Mi vida querida no provoquen un impacto tan notorio como el que producían, por ejemplo, muchos de los relatos de su anterior entrega, Demasiada felicidad. Y es que, en su último libro, Alice Munro ahonda aún más en el despojamiento, en lo esencial, en una engañosa transparencia: las historias son más breves, los párrafos se comprimen casi tanto como los títulos de sus piezas y el silencio dice mucho más de lo que se enuncia explícitamente. Ya no hay apenas vidas completas, como sucede en la mayoría de esos cuentos suyos que abarcan condesada la materia de una novela, sino instantes, momentos insignificantes sólo en apariencia, comienzos de una cosa que luego se transforma en otra o que en realidad nos está hablando de una tercera.

Una mujer que ha publicado un libro de poemas vuelve algo bebida a casa de una fiesta en compañía de un hombre que no es su marido y al que irá a buscar años después, en un viaje en tren durante el que dejará un momento a su hija sola. Una joven maestra llega a un frío sanatorio de niños tuberculosos que está junto a un lago y allí se enamorará del médico que lo dirige. Una chica tímida y apocada se fuga de su pueblo con un novio huyendo de una familia terca, regresa al cabo de mucho tiempo y se encuentra con el policía que la acompañaba del trabajo a casa por exigencia paterna. Un niño rememora vagamente la separación de sus padres y cómo su hermana, para llamar la atención, se tiró sin saber nadar a una laguna. Una joven se queda a vivir con unos familiares cuando sus padres se van a Ghana y cuenta cómo su tío, que es un hombre inflexiblemente conservador y religioso, anula a su tía sistemáticamente. Una antigua criada chantajea al arquitecto que la hija tullida pero no acomplejada de un magnate local tiene por amante. Un meticuloso oficinista que se libra del ejército por su labio leporino y siempre vivió con su madre se hace amigo de la extravagante hija de un banquero y ambos quedan para ver la televisión cuando ésta aparece novedosamente. Un soldado vuelve de la guerra y, cuando queda muy poco para llegar a su pueblo, se arroja del tren y se queda a trabajar en una granja en la que vive una mujer sola. Una anciana con problemas de memoria va en coche al pueblo donde pasa consulta un doctor especializado en su tema y, cuando llega allí, no recuerda el nombre del médico. Un matrimonio de avanzada edad planifica su muerte conjunta pero aparece una antigua amante del marido y ambos acaban comportándose como dos jóvenes.

Todas esas historias transcurren en un espacio de tiempo en el que tiene una presencia continua y lejana la II Guerra Mundial, y que se extiende —con esa facilidad que tiene Alice Munro para contrastar el pasado con el presente— por los años de la Gran Depresión, el puritanismo que vino luego, y la revolución tecnológica y moral de los sesenta y setenta que, a la vez que el esplendor económico, parece traer consigo una fuerza liberadora no siempre exenta de consecuencias. Casi todas transcurren en pueblos pequeños o ciudades de provincia, y la autora les cede la palabra directamente a sus personajes, dignificados en su cotidianidad sin horizontes, como si le diera pudor estar en un primer plano aun sin dejar de estarlo invisible, constante, sutilmente. No hay muchas descripciones, ni una especial propensión al lirismo, si acaso un cambio de tiempo verbal para acelerar un desenlace. Y sin embargo, con pocos elementos y una sencillez muy difícil de conseguir, las ficciones de Munro exudan una riqueza vital expansiva, un crisol de experiencias de las que hay mucho que contar porque tratan de esas fronteras que todos tenemos que decidir si atravesamos o no en algún momento de la vida.

Si el estilo no es más que la extensión del temperamento de un artista, la limpieza de la prosa de Munro denota una sabiduría serena que, aun cuando nos habla de lo terrible sin nombrarlo, confiere al acto de contar un rango de felicidad originaria, un grado de entusiasmo y amor por la escritura que recuerda a ese ‘grain of stupidity’ sin el que, para Flannery O’Connor, era imposible hacer nada creativo en condiciones.

En la última sección del libro, Alice Munro recopila cuatro fragmentos, cuatro fogonazos recordados que ella misma confiesa autobiográficos: “lo primero y lo último —y lo más íntimo— de cuanto tengo que tengo que decir sobre mi propia vida”. En ellos, como si fuera una continuación posible a la reconstrucción genealógica explorada en La vista desde Castle Rock, la escritora ya octogenaria revisita a su padre, y en especial a su madre, desde el punto de vista intolerante de la niña que fue, la adolescente confusa marcada por el resentimiento o incluso la joven esposa absorbida por los hijos pequeños y su “siempre frustrante afán por escribir”. Son piezas que, por medio de una crudeza desnuda, revelan dos o tres verdades tan lacerantes como curativas. No hay consuelo ni remedio ni ninguna clase de indulgencia exculpatoria, pero sí perdón, una especie de pacto con la vida.

Leyendo Mi vida querida, volviendo la página atrás para recordar algún nombre o desentrañar un silencio, la ocultación consciente de un dato o un hecho, uno se siente más cerca de comprender lo que de ordinario e insólito, casual e inefable, maravilloso y cruel tiene la existencia. Una vez más, es lo que nos brinda Alice Munro: su hondura, su generosidad, su grandeza.

[Publicado en Micro-revista]