31 julio 2009

Tacto a algas mojadas

SXO. Poesía Lúbrica

Varios autores

Editorial Ópera Prima, 2009

ISBN: 978-84-95461-39-1

100 páginas

15 euros

Ilya U. Topper

Se llama SXO. El título es, afortunadamente, la única concesión a esta manía (¿comercial?) de aparentar juventud o, más exactamente, el apocamiento propio de la peor adolescencia. El resto es poesía. Ni apocada ni juvenil. Poesía a secas o, mejor dicho, todo lo contrario: poesía lúbrica. Mojándolo todo.

La cuarta entrega de ‘Aldea poética’, una serie de antologías lanzada por la editorial madrileña Ópera Prima, se presenta respaldada por media docena de poetas de cierta proyección nacional: Luis Alberto de Cuenca, Ouka Leele, Jesús Munárriz, Belén Reyes, Fanny Rubio, Nancho Novo, Ángel Petisme y por supuesto Aute. Pero no son estos nombres, casi todos afines a un tono decente, los que le dan al librito su sabor -preludio de la miel- sino este curioseo de ir descubriendo el tacto a algas mojadas o encontrar "del cielo la caldera / al rebujo de tu falda". Es el placer de darse de bruces con los desconocidos, con los que no tienen nombre que arriesgar, a quienes se les ocurrió un buen día agarrar un lápiz y poner en palabras lo de la otra noche. O lo del otro día en la cocina.
36 hombres y 28 mujeres se juntan en esta cama redonda de papel: aquí no hay ley cremallera, excepto aquélla que manda bajarla hasta el final. Hay quien lo hace despacio (como se acarician los huesos de los pájaros) y hay quien se lanza: "y ahora me inclino hacia delante / bajo el tirante / sale una teta arrogante"... Ah pero ¿se pueden utilizar en la poesía palabras a las que la Real Academia de la Lengua asigna el epíteto “voz malsonante”? se escuchó preguntar en la presentación tras recitarse este poema (entero, hasta donde imaginan). A mí sólo se me ocurre que suena mucho peor la palabra epíteto. Y que el lugar elegido para la presentación hacía juego al atrevimiento: Los placeres de Lola, una tienda erótica (y tetería y sala cultural) regentada por tres mujeres en el barrio de Lavapiés, donde por supuesto no se venden muñecas hinchables.
Así que ya saben: en lugar de tomarse tres cubalibres, gástense el dinero en poesía (como ya sugirió Brecht; sale a 23 céntimos el poema); quién sabe si resulta. Con todo, mi favorito es Minipimer: "Camiseta negra de tirantes. Pepita roja en el ombligo. Huelo a sudor, ajo, pan..." No se imaginan ustedes lo que da de sí un electrodoméstico cuando hace calor a la hora de hacer el gazpacho.

30 julio 2009

Leer teatro

Cenizas escogidas (Obras 1986-2009)

Rodrigo García

Editorial La uÑa RoTa

ISBN: 987-84-95291-13-4

510 páginas.

24 €

Joaquín Blanes

Leer teatro es ciertamente complicado porque un texto dramático, por regla general, está escrito para ser representado. Habitualmente, como sucede con los guiones cinematográficos, se suelen publicar a posteriori, una vez comprobado su éxito y su solvencia cinematográfica o escénica. Lope, Calderón o Shakespeare no escribían para publicar sino para representar y, salvo algunos certámenes literarios que premian con la publicación y no con la puesta en escena, el texto dramático nace con la vocación aristotélica de la representación. Así que leer teatro significa visualizar de alguna manera la puesta en escena, las acciones y gestos que respiran bajo el texto. Esa es la gran dificultad de leer teatro, porque el texto es evidente, pero el sub-texto depende de la puesta en escena, de la interpretación, de las acciones físicas, incluso de las cuestiones técnicas: decorado, iluminación, sonido, etc.
Para más inri, existen muy pocas editoriales que se atrevan a publicar teatro, si exceptuamos las clásicas con los clásicos (Espasa, Cátedra y Alianza con Valle-Inclán, Lorca y Brecht, entre otros) y no digamos ya la escasez de librerías especializadas en teatro, después del cierre físico de La Avispa/Ñaque (librería-editorial) que cerró su local en Madrid el pasado junio y que subsiste únicamente como librería on-line.
Todos estos elementos no ayudan a la publicación de autores más actuales, salvo los que llevan una dilata carrera y aún así, porque no todos los textos de Juan Mayorga están publicados, y eso que hablamos de un Premio Nacional, de un autor dramático imprescindible hoy en día.
La uÑa RoTa se atreve a publicar las Cenizas escogidas de Rodrigo García, uno de los dramaturgos más prolíficos, controvertidos e interesantes del panorama escénico europeo, y digo europeo porque la mayor parte de su obra se representa fuera de España, en festivales tan notables como el de Aviñón, Delfos o París y en bienales de arte tan punteras y extravagantes como Venecia. De hecho, desde hace diez años, Rodrigo García suele preparar sus obras en la Bretaña francesa. Y digo panorama escénico porque su concepción del teatro tiene que ver con la puesta en escena y no con el decorado, con la escenografía tradicionalmente artificial.
Hace tiempo que su forma de trabajar consiste en la intuición, en la preparación de acciones físicas con los actores y, una vez construido el universo escénico, comienza a trabajar el texto dramático, siempre con esas constantes atávicas y filosóficas: la violencia, el aislamiento, la provocación, la poesía. A Rodrigo García le encantaría hacer como hacía Tadeusz Kantor, modificar la escena con el público delante, sin embargo le basta con acudir a todas las representaciones porque su concepto de puesta en escena tiene que ver con la reacción emocional del público y necesita estar presente en ese cruce entre el espectador y su espectáculo.
Rodrigo García llama Cenizas escogidas a sus obras recopiladas en este volumen porque considera que sus textos dramáticos son las cenizas que quedan después del espectáculo, pero es evidente que para entrar en el universo nihilista de García estas obras escogidas son un buen comienzo.
En este libro podemos encontrar la evolución natural de su formación, desde unas primeras obras más formalistas con tendencia a lo experimental (Notas de cocina o Carnicero español), pasando a una etapa de concienciación política casi panfletaria (Agamenón. Volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo o Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba) hasta llegar a un presente en el que persigue un texto menos explícito, más abierto a la interpretación del espectador, incluso incitador, inductor de la reacción más visceral del público (Accidens. Matar para comer, Versus o Esto es así y no me jodáis).
Para Rodrigo García, que últimamente se siente más atraído por las artes plásticas que por el teatro, la materia con la que trabaja son los cuerpos de los actores, por eso el texto ha dejado de ser lo principal, sin embargo, le resulta imprescindible trabajar sin texto, aunque sea proyectado, como sucede en Accidens, esa polémica performance en la que se enfrentan un actor y un bogavante.
Cenizas escogidas abre dos puertas: La primera es la de reconocimiento, transitada por los espectadores incondicionales de su teatro que quieren recuperar, a través de la lectura, aquel momento único de la representación. La segunda puerta que se abre es para nuevos lectores, los que tengan curiosidad por entrar en el mundo particular de Rodrigo García y a través de esa peculiar cosmogonía, tiempo después, acercarse a ver una puesta en escena de este autor original e inteligente.
No es tan difícil encontrar obras de Rodrigo García representadas en nuestro país por compañías independientes, la última que tuve oportunidad de ver, con una propuesta arriesgada por parte de la compañía Teatro A’llado y una buena interpretación del actor Pedro Aguilera, convertía en monólogo Agamenón. Volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo y reproducía muy bien el universo ancestral de Rodrigo García.

29 julio 2009

Una nueva colección de poesía

Tiempo muerto
Elías Marchite

Fundación Ecoem, 2009
ISBN: 978-84-9241-17-4-0

50 pág.
7'69 euros

Jesús Cotta

La nueva colección de poesía Siltolá, de la fundación Ecoem, empieza fuerte con una edición delicada y cuidada y con los dos poetas galardonados en el primer premio de poesía convocado por la fundación Ecoem, Elías Marchite y Miguel Agudo, primer premio y accésit respectivamente. Es estupendo comprobar que a libros de elegante factura y de buen gusto les corresponden poetas de vigor y prestancia.
En efecto, Tiempo muerto de Elías Marchite fue premiado por un jurado compuesto ni más ni menos que por Luis Alberto de Cuenca, José Mateos, Abel Feu, Enrique García-Máiquez y Javier Sánchez Menéndez.
La convocatoria del premio tiene además el detalle de exigir sólo un mínimo de trescientos versos, y no quinientos o seiscientos como en algunos premios, que parecen creer que los poetas producen versos como churros. Un buen libro de poesía suele contener sólo lo mejor del arduo y bello trabajo de varios años de búsqueda y ésa es la impresión que uno tiene con Elías Marchite.
Se trata de un libro elegante, claro, de emoción profunda, sin alardes de metáforas ni de imágenes, de tema y enfoque variados: confesiones, angustias existenciales, declaraciones brillantes de amor, ramalazos de cariño a los amigos... Pero hay una voz común en todos ellos, una voz elegante, medida, sin estridencias, sin afectación, que llega directamente al corazón y la cabeza.
El primer poema del libro, Meditaciones, ya contiene ese estilo personal y esa voz clara que da unidad a todo el libro. En ese poema el poeta se pregunta de qué le sirve cuanto tiene si por dentro es un ciego en las tinieblas. En Eloy Sánchez Rosillo y en otros poetas encuentro también una confesión similar, la de un mal que anida en lo hondo del poeta, una tristeza honda, una duda insufrible que no se disipa con los bienes del mundo. Quizá ese mal, esa pena, esa saudade, sea lo que lleva a tantos poetas a escribir poesía como si así lograsen matar esos demonios.
Otro poema señero es Difícil, uno de los mejores cantos a la amistad que he leído en mi vida. No se lo pierdan ustedes, en especial, los fumadores que intentan en vano dejar de fumar.
Pero, en mi opinión, el mejor poema del libro es Canción para espantar el mal. Está armado de fuerza y de misterio y echo en falta en el libro poemas tan desmedidos y vigorosos como ése, donde al poeta le sale de pronto una voz más recia y menos medida que conecta con las pasiones más oscuras y los miedos más hondos del ser humano.
Por campos de cemento voy cantando
una canción que duele y es de piedra...
Un poema como ése justifica un premio, un libro y varios años de búsqueda entre las palabras.
Demos, pues, la bienvenida a esta nueva colección de poesía que apuesta fuerte por poetas buenos. Siempre he pensado que los mejores premios no premian al mejor representante de la generación tal o del grupo cual, sino al poeta que más perlas salvajes ha rescatado de los fondos donde los demás no osan aventurarse.
Los buscadores de perlas entienden más de perlas que de generaciones y grupos.

28 julio 2009

Un viaje poético y político por Europa

País
Alberto Porlan

Libros de la Herida.
ISBN: 978-84-613-1446-1

60 páginas
10 euros


Juan Carlos Sierra

Todo el que se mueve por el mundo con un criterio ‘aturístico’ sabe que de un viaje, no importa la distancia y el tiempo, uno vuelve convertido en otra persona, aunque sea solamente en los matices. Para quien además escribe, el viaje puede suponer una veta interesante de donde extraer material para su obra. El libro que reseñamos, País de Alberto Porlan, tiene que ver con todo y con algo más.
Según se indica una vez vuelta la página del último poema, “En junio del año 2000 se reunieron en Lisboa un centenar de escritores de todas las naciones y lenguas europeas para llevar a cabo un viaje por ferrocarril hasta Rusia, atravesando el continente. Aquella aventura, que duró un mes y medio, se conoció como Literaturexpress. Este libro es una de sus consecuencias”.
No sabemos en qué medida el viaje transformó al Alberto Porlan viajero, pero País nos da cuenta de cuáles fueron las conclusiones a las que llegó el autor tras el periplo europeo. Ya desde el primer poema las ideas están claras, el análisis es contundente: Europa es un “país de cien países” construida fundamentalmente con sangre. El pasado y el paisaje de Europa están regados por la sangre vertida por las luchas políticas y religiosas, por las patrias y los dioses, entes etéreos que en sí ni sufren ni padecen; aquí solo sufren los que obligados –engañados o convencidos- salieron a morir al campo de batalla y con sus cadáveres abonaron las tierras y la historia europeas.
En este sentido propone Porlan, sin embargo, una mirada objetiva y distanciada desde el presente, porque al fin y al cabo nosotros no somos aquellos y, por tanto, no ha lugar desde nuestro estado del bienestar a sacar banderas que no nos corresponden por caducas y que podrían resucitar viejos fantasmas y conflictos. En cualquier caso, no se trata de olvidar, que para Porlan es sinónimo de inconsciencia. Es imposible olvidar “aquella hora en que giraba el mundo/ en el centro geométrico del pecho” (página 21).
En ese análisis supuestamente objetivo del pasado europeo que plantea Porlan, de sus males, existen palabras con una sólida tradición que, según parece sugerir el autor, deberíamos eliminar de nuestro léxico y de nuestro inconsciente colectivo: dios, patria y trono. Pero además de éstas aparecen conceptos más modernos como frontera, explotación o colonialismo, que abren el mapa del mundo a otros continentes donde los europeos hemos intervenido –y seguimos interviniendo- de la peor manera posible: exportando crueldad, alimentando la miseria, contaminando la cultura de aquellos territorios con nuestros principios y prejuicios.
“Hace falta algo más que patrias y mercados/ para hacer un país de treinta pensamientos” (página 48). Pero además hay que superar el miedo –“Derrotemos al último enemigo/ que por dentro nos vence:/el miedo que tenemos a juntarnos/ porque nos conocemos” (página 51). Estas son, según Porlan, las llaves que abren un futuro brillante y justo para Europa y suponemos que para el resto del mundo. Esas son las claves de otra globalización posible.
Poesía política, poesía comprometida, poesía combativa, poesía en resistencia –según el nombre de la colección en la que se incluye País-, poesía necesaria para los tiempos de amodorramiento que corren. Pero, sobre todo, poesía en mayúsculas, porque de este libro el lector, igual que el viajero ‘aturístico’ de su peregrinaje, no sale indemne. Porque, como escribió Benjamín Prado “Lo que importa de un poema es en quién te convierte”. Y la lectura atenta de País consigue transformar, al menos en los matices, ciertas ideas preconcebidas que nos tienen instalados en la atonía ideológica.

27 julio 2009

Miserias y grandezas de un género

Cazadores de letras. Minificción reunida

Ana María Shua

Páginas de Espuma

ISBN: 978-84-8393-032-8

894 páginas.

29 euros





Javier Mije
El microrrelato es un género fascinante. El microrrelato es un refugio de perezosos aficionados a las letras y tahúres del pensamiento. Contar una historia en pocas palabras exige un esfuerzo de condensación lingüística y habilidad expresiva superior al de la poesía -cuya vocación primordial no es narrativa-. Cualquiera puede escribir un par de líneas con cierto ingenio y etiquetarlas como literatura. La exaltación de lo breve, lo indefinido, lo fugaz, no es más que el producto de una sociedad que no tiene al trabajo –el de bueyes necesario para levantar obras más sólidas- entre sus valores. El microrrelato no es fruto de la haraganería sino reflejo de una época -¿posmoderna?- que ha desarticulado sus valores tradicionales en favor de otros sentimientos como la inconsistencia, la fugacidad, lo lúdico y lo intrascendente. No sé qué pensar de los microrrelatos, salvo que son como las novelas: excelentes o mediocres según quien las perpetre (¿Hace falta añadir que, en ambos casos, la sublimidad es minoritaria?). Ana María Shua (Buenos Aires, 1951) suele escribirlos con acreditada solvencia.
Este volumen de casi 900 páginas y más de 800 textos reúne las minificciones completas de la autora, originalmente incluidas en los libros La sueñera, Casa de geishas, Botánica del caos y Temporada de fantasmas, publicados entre 1984 y 2004, y el inédito -y en estado de elaboración- Fenómenos de circo. Para los no familiarizados con el género cabe aclarar un posible malentendido: escritura breve no equivale a lectura rápida, y enfrentarse a estos textos exige un esfuerzo de concentración que hace desaconsejable su ingesta masiva (lo contrario, ciertamente, termina fatigando). Pocos géneros requieren como éste de la colaboración del lector, en pocos –dado lo desamueblado de estas obras- la instancia lectora contribuye con su conocimiento, experiencia, intuiciones y cultura literaria a la creación de significado. Una técnica similar, afirma Shua en una entrevista reciente, a la de las artes marciales, “donde se aprovecha la fuerza del adversario”.
Los mejores textos de Cazadores de letras son los que cumplen con una de las reglas fundamentales de toda ficción -ya sea a lo Monterroso o a lo Balzac-: la de contar una historia. Es comprensible que a lo largo de tan dilatada carrera la autora no haya sido siempre fiel a ese compromiso, y algunas de estas minificciones resultan ilustrativas de los peligros de contaminación del microrrelato con otros géneros como la prosa poética, la greguería o el chiste, cuyos juegos de ingenio – no confundir con algunos valiosos ejercicios de exploración lingüística que contiene este libro- Shua sortea casi siempre. Pero es justo señalar que el grueso de su producción une a la virtud de la narratividad la aspiración de alcanzar ese otro lado cortazariano –predominan lo onírico, lo fantástico y lo absurdo sobre lo realista- en fábulas que exploran las relaciones –insospechadas, humorísticas, inquietantes a veces- que mantienen entre sí objetos y personajes disímiles, como el hombre lobo y el dentista reunidos en uno de los cuentos de La sueñera. Bajo este título –primero de la colección- Shua explora acertadamente los intercambiables pasadizos entre la vigilia y el sueño en textos arracimados en torno a una misma línea argumental, que sin embargo se torna algo limitada y reiterativa –en este caso el hilo conductor es el mundo de la prostitución- en Casa de geishas. Pero el libro recupera en seguida su excelencia con Botánica del caos y Temporada de fantasmas - este último contiene uno de mis relatos preferidos: Los chicos crecen-, y constituye un muestrario impagable de las posibilidades expresivas de un género que hace precisamente de quienes lo practican –en busca de una ajustada obra de ingeniería en la que cada palabra que no contribuye al sentido debe eliminarse- auténticos cazadores de letras.

24 julio 2009

La literatura rabiosa

Relatos Autobiográficos

Thomás Bernhard

Anagrama, 2009

ISBN: 9788433975829

490 páginas.

21,50 euros.






Jabo H Pizarroso

La cita es la siguiente. “Las palabras salen de mi cuerpo como carne cruda”, Franz Kafka. No me suele gustar comenzar con citas, pero esta le viene al pelo a Thomas Bernhard, el tocapelotas más maravilloso de toda la historia de la literatura del Siglo XX. Este libro llega para recordarnos a este autor, veinte años después de su muerte y para dejarlo fijado en la retina obtusa de los lectores de hoy. Si Kafka es el judío pasivo que revela la cárcel en la que estamos metidos todos, ya que una tarde se siente juzgado por sus familiares y los de su futura cuando se niega a casarse con ella y eso le destroza, todo esto según Canetti, digo que si Kafka es el joven judío que mejor describe la sociedad que marcará un siglo, Bernhard es el antinazi puro convertido en furibundo azotador con rebenque en mano, sable y gato de siete colas. Kafka intuye el infierno y Bernhard nos lo explica. no porque le guste hacerlo, sino porque no le queda otro remedio, su experiencia así lo dictamina.

Thomas Bernhard llegó a este país de la mano de un Merlín llamado Javier Marías. Finales de los setenta. Marías lo introdujo en la tertulia-consejo editorial que dirigida por Jaime Salinas pespuntaba los crochés del catálogo editorial de aquella alfaguara mítica de pastas verjuradas y color morado de siemprevivas. Allí se publicaron algunas de sus novelas, Trastorno, creo recordar que fue una de ellas. Helada, Corrección o La Calera, incluso alguna recopilación de cuentos se han ido incluyendo en Alianza editorial. Los relatos de su vida, los relatos autobiográficos que Bernhard empezó a escribir en los ochenta, fueron incorporados al catálogo de Anagrama. Lo bien repartido bien sabe. Pero se publicaron separados. Es la primera vez que en España se publican en un solo volumen. Hubo una experiencia parecida realizada en Gran Bretaña. También se unieron todos los libros: El origen, El sótano, el aliento, El frío, Un niño, en un volumen en el que fueron ordenados cronológicamente.

En esta ocasión, Anagrama ha optado por ordenarlos tal y como los escribió el autor. Un niño, el relato final, debería ser el inicio, pero fue escrito el último. La cronología exhaustiva pocas veces tiene que ver con la maquinaria del recuerdo. En una de las solapas de Trastorno, la novela de Bernhard publicada en Alfaguara se podía leer lo siguiente “Bernhard es un autor para escritores “. No lo comparto. Es un autor para todo el mundo. Quizá los que menos lo entiendan son los escritores, porque no es un autor complaciente con su oficio y mucho menos con los escribidores. Es un autor obsesivo, sobrio, duro, seco, que juega a exprimir el cerebro del lector con tal saña que incluso llega a corromperlo.

Si entendemos por estilo ese hablar en una lengua extranjera, ese decir cosas en “lengua extraña” utilizando una lengua conocida, a lengua de Bernhard, siempre trashumada por Miguel Sáenz, su perenne traductor al castellano, nos habla desde otro idioma, desde un idioma primitivo hecho sin muchos recursos. Autores hay, y muchos, que se rodean de un surtido efectista de recursos y picotean en todos los cestos para componer frescos llenos de mijitas estilísticas que muchas veces se quedan en la superficie de las cosas y no nos traen las cosas. Bernhard, con recursos mínimos nos abre la esencia de todo. Uno de estos , quizá el más naif, primitivo y neolítico de la literatura, es la repetición. Bernhard destupe la repetición, la utiliza y la corrompe y la convierte siempre en otra cosa. Es como si a un “manitas”, le diéramos tan solo un destornillador y le negáramos la caja de herramientas.

Con ese destornillador conseguirá todo, los alicates, el martillo, la llave de perro, la llave inglesa y hasta el nivel. La repetición se convierte en el catalizador estilístico que revela la esencia del mundo creado por Bernhard y nos envuelve en él como si estuviéramos, como lectores, siendo cosidos por una araña invisible. Una vez atrapados, a veces llega la catársis, y los momentos “bernhard”, raros como ellos sólos, son instantes que en nada envidían a las epifanías joyceanas, al mundo de arriba metido a gollete en el pecho supurando ahogos y navegando entre espasmos de silencio, la sensación de lejanía provista de inmediata y táctil presencia. Benjamin y su aura. Decía mi abuela que “El tanto joder descompone el cuerpo”. Sí, la excesiva repetición, el estilo basado en la repetición aumentada, gradual, puede descomponer el cuerpo del lector y dejarlo hecho trizas, como un guiñapo. Mejor. Los libros también nos convierten en ruinas. Pero las ruinas a las que nos convoca Bernhard con esta autobiografía, El Sótano es una joya, están llenas de una ternura súbita y sarcástica.

El origen de todo esto, Bernhard lo detalla en en los estallidos y los bombardeos de la segunda guerra mundial donde un niño encuentra manos humanas en la calle, más tarde el niño Bernhard crece en medio de un hogar sobreabultado y descompuesto, deja la música aprendida en una institución donde ensayar con un violín en el cuarto de los zapatos convoca al suicidio como única salida, un espacio, un internado regido por los nazis en el que nada cambia cuando sean los católicos los que se encarguen de la formación de los futuros músicos, y cae en la enfermedad, en la habitación de morir, con dieciocho años. A partir de ese momento, en palabras de su hermanastro, Bernhard vivirá gracias a la química y luchará con sus pulmomes destrozados durante toda su vida hasta que desfallezca del todo. Su única tabla de salvación será la literatura.

De ese ambiente nacionalcatólico donde la ingenuidad es aplastada siempre, donde la ternura no puede crecer, Bernhard saca las ruinas de su historia y las ordena como puede, componiendo cinco relatos asombrosos. Tres padres tendrá, su abuelo, el polaco del comercio donde entra a trabajar de aprendiz en el peor barrio de Salzburgo, y la enfermedad. atrapada según cuenta mientras carga sacos de sal bajo la lluvia. Una autobiografía que pulula entre el cuestionamiento de una vida, la reafirmación de un pasado duro y escalofriante y el olvido imposible. La repetición constante flexibiliza una experiencia difícil de contar por su crudeza e inaprensible por eso mismo. Pero hace de los años pasados un material manejable. Este es un libro de lectura lenta, sopesada. Un libro que nos acompaña durante unos días y que seguro no cogerá polvo en los anaqueles. No se gasta con la edad. La literatura de tuétano vivo de este austriaco odiado en su país merece un lugar irreprochable en el panteón de los mejores, y hay pocos. Como él, ninguno.

23 julio 2009

El calor de una biografía novelada

Mañana no será lo que Dios quiera
Luis García Montero

Alfaguara, 2009

ISBN: 978-84-204-2320-3

420 páginas

19'50 euros

Juan Carlos Sierra

Mañana no será lo que Dios quiera, el último título que Luis García Montero ha colocado en las mesas de novedades de las librerías, no es un libro cualquiera. Antes de que cualquier lector se introduzca en él, hay que advertir acerca de algunas de sus singularidades.
En primer lugar, estamos ante un libro escrito entre amigos. Durante algunos veranos en Rota, Luis García Montero, mientras el resto de la familia bajaba a la playa, aprovechaba esas horas de tranquilidad para que Ángel González le contara, entre otras cosas, su infancia y adolescencia, la parte menos conocida y más íntima de su biografía.
En segundo lugar, detrás de Mañana no será lo que Dios quiera hay un pacto de silencio, el exigido por parte del poeta ovetense al poeta granadino en torno al contenido –sólo su infancia y adolescencia- de ese libro futuro que por entonces tenía el cuerpo etéreo de las conversaciones que ambos amigos mantenían al pie de unos días de vacaciones. Por otra parte, existe además una evidencia en cuanto a este asunto: sobre la vida pública y poética de Ángel González se sabe por entrevistas, artículos, ediciones críticas, tesis doctorales,… En cualquier caso, debido a que en muchas ocasiones los traductores de los datos objetivos –llámense periodistas, críticos o sesudos estudiosos universitarios- están determinados por su particular sentido de la realidad e incluso por la ignorancia o ciertos intereses espurios, no sería mala idea que alguien se planteara una biografía lo más seria y real posible sobre los años de los que no da cuenta el libro de Luis García Montero.
En tercer lugar, a este Mañana no será lo que Dios quiera lo hace especialmente particular el esfuerzo que va a requerir del librero para colocarlo en sus estantes según la nomenclatura habitual, porque la obra de García Montero supone un interesante cruce de géneros: es un ensayo, pero es una novela; es una biografía, pero no completa y resuelta de forma narrativa; y si es una novela, como ya hemos dicho, no lo parece a veces por el tono marcadamente lírico en que está planteada.
Este hecho puede tener una fácil explicación: se trata de un libro escrito por un poeta que no puede –y probablemente no quiere- renunciar al cuidado artesanal y preciosista de un material literario que no es habitualmente objeto de su trabajo. En este sentido, significa un esfuerzo añadido que merece un aplauso, pues lo más fácil en este caso habría sido limitarse a cumplir con las exigencias del ensayo biográfico. Sin embargo, esta vuelta de tuerca lírico-narrativa aporta además un calor humano que difícilmente contagiaría la prosa científica del ensayo.
Finalmente, creo que lo que dota a este Mañana no será lo que Dios quiera de un valor añadido es que gracias a él los lectores de los poemas de Ángel González pueden rastear algunas de las claves de la composición de muchos de ellos, sus diversas génesis, las circunstancias que los inspiraron, sus motivaciones; en definitiva, su historia íntima.
A falta de estudios más o menos eruditos –es decir, más o menos fríos- sobre la importancia de la obra lírica de Ángel González, Mañana no será lo que Dios quiera alimenta, por tanto, la cercanía de sus poemas, el calor humano que desprenden y que Luis García Montero ha sabido transmitir eligiendo para su libro la estructura y el tono adecuados.

22 julio 2009

Alén do Leteo

Las historias gallegas

Álvaro Cunqueiro
Editorial Paréntesis
ISBN: 978-84-9919-007-5
170 pág.
13 €

Manolo Haro

Cuenta el historiador hispano-romano Paulo Orosio (SS. IV-V) que Junio Décimo Bruto inició la conquista de la Gallaecia Ulterior con una legión de hombres que empuñaban la espada a cada paso, siendo como eran aquellos lugares territorio donde convivían mitos clásicos y leyendas de los pueblos prerromanos. De hecho, cuando Junio Bruto arribó al río Limia, lo identificó como el Leteo, el río del olvido. Los guerreros se resistieron a cruzarlo por miedo a perder el tesoro de sus memorias bélicas. Ante esto, Décimo tomó el estandarte con decisión, cruzó y fue llamando a cada uno de los legionarios por su nombre. Desde entonces, la extrema geografía de esta provincia, la más septentrional del Imperio, en la que se localiza el río Lethes y el fin del mundo conocido (finis terrae), resultó muro feracísimo para que una hiedra de historias se tejiera en la que hoy, ya despojada de cualquier espiritualidad, se conoce como el simple reclamo turístico de Galicia máxica, merced a la combinación de conjuros de queimada (recitado con engolado hastío por buhoneros locales) y figuras de meigas (made in China) que pueblan los escaparates de Compostela.
Pero esa Galicia repleta de fábulas existió hasta hace bien poco; y existe actualmente, tal vez de forma residual, en ciertos lugares y en ciertas personas. Este país ha conservado una tradición oral viva gracias a una sociedad plenamente rural que se mantuvo incólume hasta los años 60 del pasado siglo; hasta entonces se salvaguardó, por encima de las prosaicas historias citadinas, un flujo de relatos nacidos entre el mundo y el trasmundo.
La figura y personalidad literarias de Álvaro Cunqueiro (Mondoñedo, 1911-Vigo, 1981) han contribuido, de una manera difícilmente cuantificable, al trasvase genial de ese universo en vías de extinción que mezclaba de forma natural historias de aparecidos y de ánimas insomnes, de objetos y de animales de locuacidad pasmosa y de algún que otro ser fabuloso con la cotidiana vida de gentes que él mismo conoció o de las que oyó hablar en la botica paterna o en las tabernas que frecuentaba.
Estos predios cuajados de historias que Cunqueiro cultivaría hasta su muerte dieron como cosecha literaria una trilogía de semblanzas galaicas compuesta por Escola de menciñeiros e fábula de varia xente (1960), Xente de aquí e de acolá (1971) y Os outros feirantes (1979), todas ellas escritas en su lengua natal. Para los lectores no familiarizados con la lingua, el libro que nos ocupa, Las historias gallegas, les brinda la oportunidad de respirar este florilegio silvestre de un escritor que se aleja aquí de su obra más intelectual y libresca. Casi todos los retratos nacerían de la reelaboración del propio autor sobre textos extraídos del primero –en su mayor parte– y del último de los títulos de la trilogía citada, con el fin de ofrecer versiones radiofónicas de éstos en el verano de 1981.
Tales relatos germinaron a partir de ese oído atento con el que Cunqueiro supo allegarse hasta el eco lejano de infinidad de voces, las cuales llevaban remontando las cuencas del olvido desde hacía más de 2000 años, trasegando, de generación en generación, sucesos prodigiosos acaecidos a las gentes de su tierra. El autor plasmó a la perfección el matrimonio contraído entre oralidad y escritura, colmándolo de viveza, cotidianeidad y humor, pues mucho de este último destilan las páginas que se reseñan. En esa labor de recuperar, rehacer, reinventar e inventar para devolver las historias al caudal literario de la cultura oral nos topamos con gente alunada y mágica, depositaria ella misma de otras historias. A la manera de los hombres-libro de Fahrenheit 451, que memorizaban obras completas para librarlas de las llamas de un estado grafoclasta, las voces que se entretejen en las 67 semblanzas que ofrece la obra devuelven a la vida hechos prodigiosos protagonizados por hombres, mujeres, almas y animales que habitaron estas tierras, y de los que Álvaro Cunqueiro tuvo noticia (o imaginó tenerla).
A pesar de todo lo dicho arriba y de la felicidad que nos regala el hecho de que lleguen hasta las mesas de novedades una obra como Las historias gallegas, nos entristece constatar que la recuperación de ésta no venga acompañada del mimo y el respeto que su edición merece: las erratas se suceden de manera alarmante página tras página; se echan de menos, ya no un aparato de notas excesivamente enjundioso, pero sí unas pistas por parte del editor que clarifiquen ciertos aspectos ajenos al lector no familiarizado con la cultura ni la lengua gallegas (no todo el mundo sabe que Conxo era el único manicomio de Galicia en tiempos de Cunqueiro ni qué significan algunas palabras que figuran sin traducción). Vaya por delante que las palabras liminares ofrecidas en el magnífico prólogo de Manuel Gregorio González le otorgan al volumen una profundidad y seriedad que no casa con la calidad de la edición. Esperemos que en venideras reediciones se enmienden felizmente estos descuidos.
A la manera de Junio Décimo Bruto, que, candil en mano, cruzó la noche y la niebla de aquella Gallaecia prodigiosa, rescatando con la palabra el nombre de todos sus legionarios medrosos de las aguas del Leteo, así hace Cunqueiro con sus personajes, vivos o muertos, reales o imaginados: los rescata, ya para siempre, de las temibles fauces del olvido.

21 julio 2009

Los hermanos Coen en el Chaco

Luna caliente
Mempo Giardinelli

Alianza, 2009
ISBN 9788420651866


168 pág.
15 euros

Alejandro Luque

A la vieja colección Novela Negra que Bruguera lanzó en los años 80 le debemos muchas lecturas felices: el descubrimiento de Sciascia, las primeras lecturas de P. D. James, las descarnadas ficciones de Pérez Merinero... Y, por supuesto, la revelación de Luna caliente, la pequeña obra maestra de Mempo Giardinelli. Con motivo de la adaptación cinematográfica que en breve estrenará el director Vicente Aranda, el sello Alianza acaba de reeditarla en edición casi de lujo, y es una alegría comprobar que, tantos años después resiste airosamente una relectura sin perder su potencia ni su vigencia.
El argumento es sencillo: Ramiro Bernárdez, un joven argentino recién llegado a su tierra desde París, acude a cenar a casa de un veterano amigo de su padre. Allí quedará prendido de la hija, Araceli, alevosa lolita de trece años que prende en él toda clase de lúbricos impulsos. Buena o mala, la suerte querrá que Ramiro se quede a pasar la noche en casa de sus anfitriones. Y entre el calor sofocante y los ardores eróticos, se deslizará hasta la habitación de la niña, la violará y, fuera de sí, la golpeará brutalmente.
Si la mata en el acto o no, resulta en principio irrelevante: Ramiro está convencido de haberse convertido en criminal en un puro arrebato, sube a su automóvil y se dispone a emprender una huida desesperada que pondrá a prueba sus propios límites morales.
No revelaré muchos más detalles: me limitaré a señalar que la obra, estructura en cuatro partes divididas en 24 capítulos breves, narra en resumidas cuentas la súbita conversión del protagonista, de hombre respetable y lleno de futuro a animal acosado y en fuga. Y lo hace con un ritmo trepidante, adictivo, que obliga a saltar con avidez de un capítulo a otro, poniendo hábiles trampas al lector para que literalmente se beba la novela en una noche, de tal suerte que a ratos parece más un guión de los hermanos Coen –con esos fulminantes golpes de efecto, con ese modo de retratar a los personajes con cuatro eficacísimos trazos– que una narración al uso.
La fuerza de Luna caliente descansa, no obstante, sobre dos elementos que al cabo son uno: el miedo y el poder. El miedo es lo que empuja a Ramiro a cometer su ominosa agresión –“Por desearlas y necesitarlas, les tenemos miedo. Nos causan pavor”, dice de las mujeres–, el miedo será la fuerza que le arrastre a incurrir en otros fatales errores sucesivos, y no aflojará su cepo hasta el final.
En cuanto al poder, cabe destacar que la acción se desarrolla en el territorio del Chaco, en la Argentina de finales de los 70, sometida a la dictadura militar del abyecto Videla, aunque la lectura crítica de aquella coyuntura se antoja enormemente sutil. Es cierto que hay una autoridad despótica que anda pisándole los callos al protagonista, e incluso algún crítico llegó a señalar la poderosa sexualidad que destilan estas páginas –“Todo el país estaba caliente ese diciembre del 77”, leemos– como metáfora de la tiranía.
Sin embargo, donde más evidente se hace esta denuncia es en la atmósfera de la historia, irrespirable, febril, sofocante, llena de rabia y terror, definitivamente corrompida; en el hecho de que los salvadores, ya sea de personas o de patrias, acaben siendo más perniciosos que la amenaza que pretenden conjurar. Especialmente significativo es el modo con que los personajes principales abusan de su poder siempre que pueden: Araceli del poder que le confiere su belleza, Ramiro del que le da su fuerza y su astucia, el kafkiano inspector Almirón del poder que emana de su placa. Eso, nos dice Giardinelli, es una dictadura: un espacio delimitado por la violencia, la amenaza y la simulación, donde las garantías más elementales son suspendidas y la impunidad una moneda de cambio; un espacio en el que se entra a veces, como en el crimen de Ramiro, por un calentón, pero del que no parece posible salir sin pagar un alto precio moral.
Exiliado en México durante diez años, Giardinelli (Resistencia, 1947) publicó otros títulos como El cielo con las manos, Santo oficio de la memoria o Final de novela en Patagonia, también recientemente editada. Sin embargo, será recordado por este prodigio de condensación e intensidad que ojalá salga bien parado en el salto a la pantalla grande, siempre temerario.

20 julio 2009

Truco de trilero

Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma

Agustín Fernández Mallo

Editorial Anagrama
ISBN: 978-84-339-6292-8

176 páginas
15 €

Daniel Ruiz García

He de confesar que abordé el ensayo que nos toca con bastante curiosidad, incluso con intriga. No en vano, hablamos de Fernández Mallo, autor que ha sido encumbrado a la gloria –efímera o no, eso ya se verá- de las letras españolas contemporáneas logrando eso que probablemente muchos escritores hayan soñado alguna vez, dar título con su propia obra a una generación artística de criterios, gustos y preocupaciones compartidas. La Generación Nocilla parecía tener, pues, en Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma, su gran manual de uso, su vademécum definitivo, suscrito para colmo por el propio padre espiritual, por el inspirador de todo el movimiento, con el refrendo adicional del Premio Anagrama de Ensayo, en el que la obra de Fernández Mallo resultó recientemente finalista.
Particularmente, mi curiosidad venía reforzada por otra consideración adicional: de qué manera un autor como Fernández Mallo, pensaba, tan dado a la floritura estilística, al ejercicio literario más bien experimental, siempre extremadamente formal y de apariencia epidérmica, donde no tienen por lo común cabida elementos estructurales de la tradición narrativa como la trama, la pintura de personajes o el ritmo, se plegaría a los designios de un género tan duro y complicado como el ensayo –para el que escribe, sin duda, el género literario más dificultoso y loable que existe-, con unas reglas y leyes internas especialmente rígidas, y donde cualquier chirrido se convierte en un error ostensible, sin posibilidad de que esos errores puedan ser ocultados bajo la cosmética de la gracia estilística, que en este caso tan bien le va a Fernández Mallo.
Lo cierto es que, sin medias tintas, el resultado final resulta tremendamente decepcionante. Porque a Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma le viene tremendamente grande casi todo: el propio género –a más de uno, menos condescendiente que el que escribe, tildar este libro de ensayo le parecerá una broma-, la extensión –se lee rápido, pero aun así uno tiene la sensación de que toda la obra podría haberse despachado con un artículo de prensa de una página-, el tono –emplea una grandilocuencia y una soberbia que ni Marinetti en el Manifiesto Futurista-, y la propia tesis central, que siendo atrevida resulta, en su exposición, tremendamente pobre, dando la sensación de que, probablemente, un libro como éste en otras manos hubiera dado mucho mayor rendimiento.
Vayamos a la tesis central del libro, y me atrevo a decir que la única que el lector encuentra en sus páginas: la poesía española, argumenta Fernández Mallo, es la única disciplina artística que no se ha adaptado a los nuevos tiempos, que no ha asumido los cambios que se han producido en la realidad socioeconómica del siglo XXI (“21” escribe él, en un alarde de audacia postmoderna); la única que no incorpora el lenguaje tecnológico y no ha asumido con naturalidad la potencia de otros lenguajes como el publicitario, el técnico o el sanitario; la única que, en fin, sigue encorsetada y enclaustrada bajo el dominio de las dos corrientes que, de espaldas a la realidad, aún siguen dominando en la poesía española contemporánea: la Poesía de la Experiencia y la Poesía de la Diferencia. Frente a este canon rígido, que constituye el gran grupo de la Poesía Ortodoxa Dominante, se sitúa la nueva corriente de la Postpoesía, la poesía de la “postmodernidad tardía”, un nuevo movimiento con el que la poesía asistirá a “un verdadero renacimiento”, y que se caracteriza por una concepción del arte poético como una labor “de laboratorio”, consistente en la creación de poemas mediante el empleo de todos los mimbres expresivos o potencialmente expresivos que se dan en la realidad, incluyendo las boyantes posibilidades de las Nuevas Tecnologías.
No encontrará mucho más que esto el lector en este libro. Como en una cansina corriente circular, donde todo resulta redundante hasta el cansancio, Fernández Mallo se dedica a engordar esta tesis, a través de un método de exposición que está en las antípodas del rigor del pie de página: él mismo lo define como “inducción analógica”, y básicamente consiste en abundar sobre la misma idea acercándose a ella desde distintas metáforas y nomenclaturas. Así, el autor aplica a su tesis la Teoría de Redes, defendiendo que su “Postpoesía” es una “red libre de escala”; la teoría del Rizoma de Deleuze y Guaratti, al que se asemeja la “Postpoesía” en su concepción como sistema abierto y no jerarquizado; las tesis del Internacional Situacionista de Guy Debord, encumbrando a la “Postpoesía” a una especie de derivación pulida y corregida de esta influyente teoría. Y todo en esa línea, sin que en ningún momento se perciba una pretensión de avanzar, de descubrir, de abrir nuevos ámbitos de reflexión o conocimiento sobre eso que él llama la “Postpoesía”, y que al cabo resulta una delimitación tan caprichosa como cualquier otra. Por no decir de algunas afirmaciones que parecen del todo gratuitas y arbitrarias, como por ejemplo su ataque contra la poesía recitada, que carece de cualquier fundamento, o su percepción distorsionada sobre la actividad poética que se desarrolla en nuestro país, que le lleva a asegurar cosas como que, por ejemplo, ya no existe colaboración entre los poetas y los artistas plásticos en la búsquedas de espacios creativos comunes (“la colaboración que clásicamente existía entre poetas y artistas plásticos (…), hoy es impensable debido a la distancia que separa a las dos disciplinas”). Este tipo de afirmaciones resultan irritantes por la soberbia radicalidad con que están proferidas, pero resultan aún más molestas porque en ningún caso cuentan con soporte bibliográfico, cultural o intelectual que los refrende. Y es que, salvando a la media docena de santones a los que Fernández Mallo recurre reiterativamente a lo largo de todo el texto –creo que no me dejo ninguno fuera: Wittgenstein, Nietzsche, Derrida, Barthes y un artículo de Vicente Verdú publicado en El País que debió gustarle mucho, porque lo repite al menos tres veces-, el texto es bastante ralo en referencias culturales. Hay, desde luego, mucha matemática, mucha ciencia, pero que huele demasiado a recurso de prestidigitación, a chanza de tahúr, a truco de trilero. Hubiera sido de recibo encontrar, en un ensayo sobre poesía española, muchas más alusiones a textos poéticos, a crítica literaria, a, en fin, todo eso que constituye el material con el que se trabaja una disciplina como la que nos ocupa. El ejercicio de la postmodernidad creativa y la extravagancia que lleva implícita no puede ser una disculpa para la frivolidad, por muchos bocatas de Nocilla que uno se haya comido en su vida.

17 julio 2009

Poesía para siempre

Todo es para siempre

Pedro Sevilla

Renacimiento, 2009
ISBN: 978-84-8472-450-6

143 pág.
9 euros


Jesús Cotta

Lo bueno de reseñar poesía es que uno no tiene prisa por colocar la reseña, porque la poesía, si es buena, no pasa de moda, y el lector de poesía, si es bueno, acaba encontrándola.
Renacimiento, en su colección de las rayas, como ya la conocemos, ha tenido el gusto y el acierto de antologar los tres libros de Pedro Sevilla, además de algunos poemas inéditos. El prólogo, de Enrique García-Máiquez, es un guiño al autor y al lector y no deben ustedes saltárselo: un prólogo original para un libro que, más que un libro, es una lluvia de simpatía.
Como dice el también poeta José Julio Cabanillas, un poema es bueno no porque deslumbren sus imágenes, sino porque en él vibra una voz cautivadora y personalísima, a cuyo servicio están, si están, esas imágenes. Yo lo traduzco así: si en un poema breve dedicado a un amigo o a una madre Pedro Sevilla me revela el misterio o me hace llorar de pura emoción sin recurrir a la lacrimogenia ni a la penita pena, sino poniendo en mi mano su corazón con unas cuantas estrellas; si incluso puedo recordar el día y el sitio en que el poeta me hizo ese regalo de darme a oír por fin una música a las que antes estaba sordo; y si para colmo obra ese milagro sin alharacas ni culturalismos ni fuegos de artificio, sino con una sencillez de amigo que me desarma, como si lo que dice no se pudiera decir de manera más llana y elegante, puedo asegurar que me encuentro ante un poeta de cabo a rabo, un poeta que hace universal lo íntimo, eterno lo fugaz y bello lo cotidiano.
Pedro Sevilla, en fin, rescata las cosas de su insignificancia, que es, según María Zambrano, la vocación de la poesía, y así las salva para siempre. El título del libro no puede ser más afortunado.
Algunos poemas son auténticas poéticas, donde el poeta revela las razones por las que escribe. Invito al lector a descubrirlas: las más amables, entrañables y comprensibles que he encontrado jamás en una poética.
Muchos versos son fogonazos de luz que iluminan para siempre pensamientos que uno tardaría muchas parrafadas en expresar. La cebolla se fríe en la cocina “y cruje perfumando de honradez nuestra casa”. “Si escribo es porque tengo/ una deuda con tus ojos de lluvia”. El recuerdo “vendrá con más mentiras. Pero tú no lo creas”.
Recomendar su lectura es invitar a un feliz descubrimiento, porque se trata de un poemario lleno de luminosas y elegantes confesiones. ¿Acaso no es la poesía la única manera elegante de desnudarse?
Sea bienvenido, pues, este libro que rezuma, como su autor, nobleza.

16 julio 2009

Conget recuperado

Todas las mujeres.

José María Conget.

Editorial Paréntesis.
ISBN: 978-84-937-1353-9

186 páginas.
13 euros.


Juan Carlos Sierra

Hay escritores de corto recorrido comercial –muchas veces casi por propia iniciativa-, pero de largo aliento literario y considerable legión de fieles lectores a prueba de tsunamis editoriales. Éstos, los lectores, forman una especie de cofradía, de tribu literaria, al modo de las urbanas y adolescentes, que comparten guiños, gestos y, por supuesto, fetiche. Una de esta suerte de hermandades literarias es la de los ‘congetianos’, aquellos que desde Quadrupedumque, allá por el principio de los años 80, hasta Pont d’Alma, en 2007, le siguen los pasos al aragonés, pero también gaditano, limeño, londinense, neoyorkino, parisino y, de momento, sevillano José María Conget.
En este club de los congetianos hay grados. Están los hermanos mayores, que tenían edad literaria y lectora en los ochenta, es decir, los afortunados que han podido seguir los títulos de José María Conget según iban apareciendo; y luego estamos los que lo hemos descubierto más tarde y que, por las reglas del mercado, nos hemos tenido que conformar con lo que se iba publicando desde nuestro primer encuentro en adelante, porque muchos de los primeros libros de Conget solo se consiguen con fortuna en alguna librería de viejo.
Por eso, cuando la recién inaugurada editorial Paréntesis incluyó en su catálogo Todas las mujeres, título recuperado al cabo de los veinte años de su primera publicación en Alfaguara, algunos de los hermanos menores de la hermandad congetiana, para celebrarlo, bajamos al supermercado a comprar una botella de lambrusco, que en estos tiempos de crisis anda bastante barato. Y en ese estado medio ebrio, medio eufórico, nos pusimos a leer Todas las mujeres. El problema más importante de esta primera lectura fue la cantidad de erratas –incluso las teóricamente corregidas por el autor- que salían al paso, que uno no sabía si achacarlas al lambrusco o a una edición deficiente.
A pesar de ello y al margen de lo que tradicionalmente ha dicho la crítica de este libro –novela generacional, cinéfila, “de amores y de risas”,…- los congetianos de nuevo cuño nos topamos con un José María Conget hijo de su época literaria ochentera: periodos sintácticos extensos, a veces farragosos, y cierto experimentalismo, sobre todo en la fragmentación de la linealidad y de la voz narrativas. Pero también estaba el Conget que ya conocíamos por libros como Palabras de familia, Bar de anarquistas o Una cita con Borges, el de la prosa poderosa, el del gusto por contar historias, el del humor a flor de piel narrativa.
Además de todo esto, quizá lo más interesante de Todas las mujeres sea, en este tiempo de supuesta muerte de la novela, la reflexión sobre el oficio de escribir que planea a lo largo de todo el texto, que nos lleva a otra de las constantes que los congetianos admiramos en José María Conget: su capacidad para cuestionarse a sí mismo como escritor con altas dosis de lucidez, su tendencia a no tomarse demasiado en serio; en definitiva, su humildad.
Por otra parte, en estos tiempos posmodernos de confusión de géneros, Todas las mujeres supone una suerte de anticipación, ya que en ella Conget –ya a finales de los ochenta- confunde a propósito lo epistolar con la memoria y, en cierto sentido, el ensayo –la autocrítica literaria- para, a pesar de todo ello, componer una novela redonda.
Los hermanos de la cofradía congetiana seguimos aprendiendo cómo se hace buena literatura y disfrutando de ella en manos de José María Conget. Para los que aún no lo conocen, la reedición de Todas las mujeres puede ser una buena oportunidad de ingresar en la hermandad.

15 julio 2009

La ley del furtivo

El mundo de Juan Lobón

Luis Berenguer

Algaida, 2009

ISBN: 9788498771640

12 euros

360 páginas


Ilya U. Topper

“La ley nueva la pusieron contra nosotros, los cazadores. Por eso tenemos que cazar sin ley, porque la ley es mala”. Quien habla así es Juan Lobón, cazador, furtivo, rebelde con mucha causa. Anarquista, diría uno, aunque por supuesto en el mundo de Juan Lobón, el mundo del monte y las zarzas, los jabalíes y el hambre de la posguerra no entran este tipo de calificativos políticos. Juan dice, simplemente, que está casado con su escopeta. Porque no se casa con nadie, añade el lector. Es ésta la conciencia del hombre solo contra el mundo, un mundo injusto de leyes y guardias civiles y caciques locales. Contra el mundo porque el mundo se le ha vuelto contra él, porque el orden que defendía y al que contribuía con su escopeta ya no existe. Sorprende que precisamente un militar de carrera como Berenguer -cuya narrativa completa acaba por fin de ser reeditada- se haga abogado de la rebeldía que no reconoce otra ley que la propia.

Cabe leer la novela como un excelente esbozo de la España rural de mitades del siglo XX, la Andalucía de la posguerra, el hambre y ese miedo que es fruto de una larga humillación. Quien busca el costumbrismo en esta novela, lo encontrará. Pero quien busca un perfil del hombre frente a su conciencia, frente al reto de ser quien elige ser o de doblegarse ante las circunstancias, las fuerzas ajenas, escuchará el trasfondo épico tras las palabras del furtivo. No sólo se mantiene inflexible ante los golpes de los poderosos o el cebo de los billetes fáciles de ganar, sino también ante el amor, que siempre es más duro: “Ella no era conforme con mi vida, y como no era conforme con mi vida no era conforme conmigo”. Si bien añade: “Si alguno vez me dolió no ser como los otros, fue entonces”. Pocas palabras para dejar plasmada un postura ética rotunda.

Luis Berenguer (El Ferrol, 1923 - San Fernando, 1979) ha sabido crear un personaje comparable al capitán Ahab de Melville o el Lord Jim de Conrad, eso sí - y no es un mérito menor - con mucho menos palabrería que aquéllos y con un lenguaje infinitamente más sencillo, un lenguaje de pueblo en el mejor sentido de la palabra, escrito en la “fonética al uso, no la de los tos y los nas”, como aclara el autor en una breve nota: aunque “la gente de esta tierra tiene el buen gusto de abreviar cuanto sobra a las palabras”, “no se puede llevar al papel sin ponerle al lado un pentagrama”. Habría que esperar a otro inmenso escritor gaditano para encontrar diálogos andaluces que parecen musicados: Fernando Quiñones. Quizás echemos en falta en Berenguer este toque amable, humorista, esa capacidad de risa, que caracteriza los personajes Quiñones: los diálogos de Juan Lobón nos recuerdan mucho más la dureza, la sequedad y la soledad humana de los personajes más castellanos de Cela, otro gran retratista gallego. No hay brisa marina en las zarzas que atraviesa el furtivo Lobón.

14 julio 2009

El síndrome de Don Quijote

La hormiga que quiso ser astronauta

Félix J. Palma

Madrid, Alamut, 2009

ISBN: 978-84-9889-027-3

256 páginas.

18,95 €


Luis Manuel Ruiz


Hasta fecha relativamente reciente, la bibliografía de Félix J. Palma registraba una única novela, aparecida en 2001 en las prensas de una famosa librería de Cádiz que esporádicamente incurre en la práctica editorial, y que solía presentarse en las pestañas y los currículos de los periódicos con el sospechoso apelativo de novela juvenil. Al recorrer ahora dicho título, La hormiga que quiso ser astronauta, meticulosamente reeditado por Alamut, uno comprende y no comprende la precaución del adjetivo. Comprende: porque muchos de los guiños, o clichés, o motores de la acción parecen ir dirigidos a un lector de tipo adolescente, de los que aún atesoran granos sin secar en las mejillas, y ello porque se trata, en fin, de lo que los críticos gustan de tildar de novela de iniciación o formación, o, si impostamos la voz, Bildungsroman. No comprende: porque nos hallamos ante una novela plenamente adulta, cerrada, planeada con escrúpulo y sentido de la orientación, donde aparecen reconocibles por completo y en fase de ignición todas las constantes de la obra de su autor, estilo, obsesiones, manías y actitud general tanto frente a la labor de creación como a la realidad que trata de completar o a la que da réplica.

En sus dos novelas posteriores, Las corrientes oceánicas (Algaida, 2006) y El mapa del tiempo (ibídem, 2008), Palma ha explorado los limites de la literatura de género aportando sus particulares ingredientes de ironía, introspección y miniaturismo estilístico. La hormiga, sin embargo, discurre por cauces diferentes y más afines, tal vez, a sus cuentos, sobre todo los de la primera hornada, los incluidos en El vigilante de la salamandra y Métodos de supervivencia. Igual que en estas dos recopilaciones inaugurales, el protagonista del texto que nos ocupa es una especie de adulto retardado que a pesar de la fecha que rubrica su carné de identidad se empeña en contemplar el universo a través de las antiparras de la niñez, lo que es decir la metáfora o la fantasía más desenfrenada: ese síndrome de Don Quijote le permite manejar su vida, en especial los sucesos más escabrosos, con una despreocupación de que no gozan el resto de personas que le rodean, pero también le impide hacerse cargo de las distancias reales que le separan (o unen) de todos ellos, en especial esa larga lista de amantes que se va ampliando con cada nueva letra del abecedario (Artemisa, Blanca, Coral…). Los continuos préstamos librescos, a menudo en clave de parodia (el inicio del cuarto capítulo se burla de La metamorfosis de Kafka; el del décimo, de Nabokov; el capítulo tercero contiene una versión llena de acrimonia de la magdalena de Proust) parecen apuntar en la misma dirección: la imaginación (o la literatura) es una especie de resfriado del que la mayoría se cura al vestir el primer pantalón largo, pero que en ciertos individuos se alarga molestamente impidiéndoles llevar una vida normal, al menos todo lo normal que lo consideran los ministerios y las agencias financieras. La hormiga que quiso ser astronauta es la descripción de dicha enfermedad y su proceso de sanación en un pobre soñador que podría ser cualquiera de nosotros y que, quizá, guarda ambiguas similitudes con el propio autor. La vida es sueño, reveló cierto clásico de mármol de nuestras letras, y Palma añade: por favor, no den portazos.

13 julio 2009

Cortázar inesperado

Papeles inesperados

Julio Cortázar

Alfaguara, 2009

ISBN: 9788420423319

488 pág.

21,50 €

Joaquín Blanes

¿Traicionó Max Brod el deseo último de su amigo Kafka? Sin duda, pero esa traición nos dio singular placer a los lectores. ¿Traicionó María Kodama la voluntad inédita de Borges cuando manifestó que prefería mantener escondidos en gavetas sus escritos de juventud antes que verlos publicados (irónica visión)? Seguramente; y sin embargo el error no fue de Brod o de Kodama, sino de Kafka y de Borges por no tener el impulso destructor y quemar ellos mismos sus escritos. Cuando Cortázar deja como albacea de sus textos a Aurora Bernárdez, está claro que concede todos los derechos para que ella disponga libremente de sus escritos, así que en este caso no hay traición alguna, sólo falta de decoro.
Cómo bien dice Carles Álvarez Garriga en el prólogo, aquí se enfrentan dos bandos: lectores-héroe que “quieren leer hasta las notas para el panadero” vs. lectores-vinagreta que “consideran una traición a su memoria” la publicación de los descartes que hizo el escritor.
Es natural este enfrentamiento, a veces enconado, cuando el libro no es una novela inconclusa que otro autor decide acabar por evidente interés editorial (como sucede con Asesinatos S.L. de Jack London) o un manuscrito hallado en un bolsillo o en una cartera que se edita por su calidad literaria y documental (como fue el caso de El primer hombre de Albert Camus). Papeles inesperados está formado por una heterogeneidad de textos propia de los libros-almanaque tan queridos para el Cortázar adulto, a ese grandullón que, en vista de las peculiares acciones terroristas de la Joda o las aventuras de su alter ego, ese tal Lucas, uno no puede evitar pensar que Cortázar fue siempre un irrefrenable y simpático niño grande.
El libro contiene textos manuscritos, nunca publicados, y otros que sí fueron publicados en revistas o programas de mano pero nunca vieron la luz como libro. Los editores abren fuego con una colección de relatos inéditos que no son obras maestras pero sí sobradamente reseñables, especialmente la pomposa ironía de “La daga y el lis. Notas para un memorial”. Después continúan rescatando más historias de cronopios, bastante prescindibles (por alguna razón Cortázar no los incluiría en su momento) y un episodio aislado de Libro de Manuel que es como una hoja seca, que desligada del árbol no sirve para nada, salvo para hacer hojarasca. Continúa el libro con algunos textos de la serie Un tal Lucas y volvemos a tener la misma sensación de encontrarnos con textos accesorios e innecesarios, salvo para el lector-héroe que gusta de leer hasta los programas de mano de las exposiciones.
Estos textos, aislados de su personalidad natural (el libro concreto de Historias de cronopios, Libro de Manuel o Un tal Lucas) producen una sensación descorazonadora para quien admira la magna obra de Cortázar. No obstante, el libro alza el vuelo de una manera fulgurante cuando comienzan los “Momentos” y “Circunstancias”. En estas dos secciones encontramos textos de una calidad literaria irreprochable, pero sobre todo de una validez documental imprescindible para el que desee indagar en la figura humana de Cortázar más que en el Cortázar escritor.
Nadie obvia ya su simpatía por el régimen castrista y los movimientos marxistas de América latina, especialmente cuando Cortázar entraba en la senectud. En una carta enviada a Jean L. Andreu en 1982, manifiesta lo siguiente: “Cada día siento más admiración por los nicas; qué gente admirable frente a las dificultades y los peligros. Diariamente están a la espera de una invasión de somocistas manipulados por los USA”. Un año más tarde, después de la pérdida de la osita Dunlop, parece como si no le importara el riesgo y se adentra, junto a Sergio Ramírez, en la frontera con Honduras, para estar en primera línea de fuego y conocer, de primera mano, los avances somocistas.
En Papeles inesperados, encontramos un jugoso escrito para la revista Life en español donde Cortázar no tiene miramientos y manifiesta esa querencia marxista: “Algún otro lector igualmente sobresaltado se estará encogiendo de hombros al darse-cuenta-de-la-verdad: Julio Cortázar es comunista, y por consiguiente ve enemigos escondidos en cada botella de la pausa que refresca” (229), aunque luego aclara que su ideal socialista no pasa por Moscú sino que nace con Marx.
El grueso central de Papeles inesperados es el más interesante para acercarse al universo Cortázar, junto con las “Entrevistas ante el espejo”; incluso son significativos los “Fondos de cajón”, textos breves y poéticos que se acercan al final sosegado y más personal de Julio Cortázar: sus poemas. Hay que querer mucho a este cronopio para gustar de sus poemas. Aunque contienen imágenes hermosas y algunos poemas están correctamente construidos, como “Las buenas conciencias” o “Mi sufrimiento doblado…”, Cortázar siempre incluyó sus poemas en los libros de un modo silencioso, casi inadvertido, para no alertar al lector y alejarlo del epicentro de su obra: la narración.
Este cajón de sastre tiene sus defectos porque es un libro para lectores habituales de Cortázar, lectores-héroe o mitómanos, personas acostumbradas a sus ejercicios de estilo y su trueque con los lados de allá y de acá; pero también posee la virtud de recuperar el entusiasmo por Cortázar, con textos que pueden abrir la puerta a personas osadas que quieran descubrir que la realidad, como nos enseñó Cortázar, tiene más aristas de las que a simple vista podemos ver.

10 julio 2009

Cumpliendo órdenes

Hirbet Hiza. Un pueblo árabe

S. Yizhar

Minúscula, 2009

ISBN: 978-84-955-8748-0

127 páginas

12 €

Traducción de Ana María Bejarano

Alejandro Luque

A menudo olvidamos que el ejército, cualquier ejército, descansa sobre el principio elemental de obediencia. Demasiadas novelas de quiosco y películas de hazañas bélicas nos han distraído de esta evidencia, negando que el soldado, cualquier soldado es, por definición, un señor o señora que recibe órdenes y las ejecuta sin chistar. Presumir que éstas puedan ser objeto de reflexión, detenerse a discutir las instrucciones de un superior, sería poco menos que dinamitar la propia naturaleza de la institución castrense. Pero si un militar, uno solo, se parara un instante a considerar qué está haciendo junto con sus compañeros; y si, yendo más lejos, se decidiera a poner sus consideraciones por escrito, entonces tendríamos un problema muy parecido al que provocó S. Yizhar en 1949 con la aparición de Hirbet Hiza.

Parlamentario israelí desde aquel año hasta 1966, Yizhar fue antes soldado en la Guerra de la Independencia. En este breve pero estremecedor relato narra la incursión de su patrulla en un pueblo palestino, con objeto de desalojar a todos sus habitantes y enviarlos, cabe suponer, a un campo de refugiados. Con un estilo sobrio pero muy efectivo, el autor desarrolla un minucioso panorama de la violencia sin necesidad, como suele decirse, de disparar un solo tiro. La agresividad la pone el clima hostil, la impaciencia de los soldados, el silencio opresivo (“llega un día en el que esos pueblos vacíos empiezan a clamar”), pero sobre todo la angustiosa sensación de extrañeza ante los otros, quienes son distintos en creencias y rasgos físicos, con los que a duras penas se comunican, y de los cuales parece separarles un abismo insalvable, hasta el punto de llegar a cuestionar su naturaleza humana. Hay pasajes muy crudos que subrayan estas ideas, como el hallazgo de dos ancianas moribundas, abandonadas, que les hacen preguntarse: “¿Qué podía uno hacer con ellas, más que escupir asqueado, esquivarlas, no mirar y escapar de allí cuanto antes en medio de un escalofrío?”.

Pero allí donde no alivia el cinismo o la indiferencia, sale al rescate el patriotismo y su sentido de la justicia. Aunque a veces no sea del todo suficiente: “Me pasé por delante de los ojos hasta la saciedad todas las maldades y tropelías que los árabes habían cometido contra nosotros. Me repetí los nombres de Hebrón, Safed, Beer-Tuviah y Hulda; me agarré también a la necesidad de creer (...) que cuando todo volviera a ir bien, también esto sería reparado. Pero al volver a mirar al grupo de gente que susurraba allí a mis pies no hallé reposo”.

Sin embargo, no sólo fue la salida a la luz de una novela, ni la adaptación televisiva de la que fue objeto en 1978, lo que conmocionó al recién creado Estado. Lo que sacudió tan fuertemente a la sociedad israelí fue descubrir el sencillo paralelismo de su ejército, desnudo de toda épica a lo largo de un centenar de páginas, dando un trato tan degradante (“Como bestias, pensé, como ganado”) y expulsando de sus casas a quienes no son como ellos, con la persecución nazi y la propia idea de diáspora que sustenta el imaginario cultural judío. El autor es explícito al respecto: “Nuestra cuenta pendiente con el mundo: ¡el exilio! Eso lo he mamado, por lo visto en la leche de mi madre. ¿Qué es lo que hemos hecho hoy aquí, en realidad? Nosotros, los judíos, hemos expulsado a estas gentes y las hemos enviado al exilio”.

Novela necesaria como pocas, Hirbet Hiza es, también, un símbolo del fracaso, como lo son todos los esfuerzos llevados a cabo hasta ahora para resolver el conflicto árabe-israelí. Ignoramos si otros soldados han plasmado sus experiencias en la zona en los 60 años transcurridos desde entonces, pero nos tememos que no han debido de ser legión. Tampoco sabemos, es verdad, si hay casos similares entre las milicias palestinas. Eso sí, la perfecta vigencia de esta narración, y ahí reside buena parte de su valor, es perfectamente exportable a muchos otros ejércitos y enfrentamientos armados de todo el mundo, donde supuestas víctimas encuentran ocasión y legitimidad para convertirse en aquello que más temen y detestan, para proclamarse verdugos.

09 julio 2009

Hacia la fórmula de la Coca-Cola

El jardín de Ajenjo

Francisco Balbuena

XI Premio Manzanares de Novela

Calambur Narrativa, 2009
ISBN: 9788483591673

296 págs.

18 €


Dani Ruiz



Fenómenos como el inesperado éxito de Stieg Larsson y su noctámbula trilogía nos conducen una vez más a pensar que El Dorado que supone la confección premeditada de un bestseller es más bien un espejismo, un arcano indescifrable, inasequible y escurridizo a los manuales y los consejos de los talleres de escritura.
Aun así, cabe hacer defensa de algunos recursos que, por mera observación estadística, sí parecen estar dando buenos resultados en las últimas décadas en lo que a literatura crematística se refiere.
El redescubrimiento del pasado, la reescritura de la Historia en clave crítica o conspiratoria o simplemente paranormal acumula ya una larga tradición como abono de best-seller. Desde que gente como Greene, Le Carré, Forsyth o más recientemente Grisham lo impusiera como marca de éxito, la reescritura de la Historia, el ejercicio de mirar de otra forma al pasado, se ha convertido en un recurso bastante solvente para alcanzar la gloria literaria.
Se me ocurren otros muchos: el empleo de un lenguaje directo y sencillo, que abunde en la plasticidad y que tenga resonancias cinematográficas en el tipo de metáforas empleadas; la abundancia de diálogos; un uso comedido pero efectivo del humor; sexo, aunque siempre contenido, sin llegar a la sicalipsis…
Empiezo a identificar, frente a estos patrones clásicos de la factoría de los best-sellers, nuevas tendencias que no están funcionando nada mal en los últimos tiempos. El libro que hoy me toca abunda en una de estas tendencias: el empleo de personajes históricos de gran trascendencia que son incrustados en las tramas de forma meramente tangencial, dando realce, lustre, brillo y aval histórico a historias que realmente deambulan por otros derroteros. Se trata, para entendernos, como si contamos la historia, por ejemplo, de un primo hermano de Mozart que ejerció como serial killer victoriano. El famoso, en este caso Mozart, aparecería en la trama haciendo poco más que cameos, con algunas frases y algunas entradas y salidas que permitirían incrementar el interés por la historia, sin que nos desviáramos en exceso del quid del argumento: las miserias de un asesino en serie con sangre de genio.
En El Jardín de Ajenjo, novela ganadora del XI Premio Río Manzanares de Novela y publicada por Calambur Editorial, Francisco Balbuena apunta maneras de autor de best-seller nato. Y utiliza este recurso referido del cameo de forma bastante certera. En este caso, el personaje célebre invitado determina incluso el escenario espaciotemporal de la novela. Concretamente, la novela transcurre durante el periodo en el que un joven Orson Welles rueda un docudrama en Brasil, en Río de Janeiro, la película It’s All True.
La historia es bastante conocida: en 1940, y guiado por su “política de buena vecindad”, el Gobierno norteamericano de Roosevelt decide poner en marcha una campaña para estrechar vínculos con Sudamérica. Para ello, se cuenta con el apoyo de Hollywood, y de algunos egregios filántropos, como Nelson Rockefeller, a la sazón accionista mayoritario de la RKO en la que el joven Welles ya viene ofreciendo sus servicios. Con Ciudadano Kane recién estrenado, Orson es enviado a Sudamérica, concretamente a México y a Brasil, a fin de que ruede una película con la que promocionar las buenas relaciones entre Yanquilandia y estos países. A caballo entre lo dramático y lo documental, lo cierto es que el guión de It’s All True salta por los aires cuando el ávido Welles se sumerge en la vida tropical. Se suceden los meses sin que del equipo desplazado surja algo de provecho. Después de año y medio de disloque, la RKO obliga a Welles a regresar. Hoy, It’s All True es una de las piezas más míticas del baúl de los proyectos inconclusos del americano.
Sobre este planteamiento, Balbuena plantea una novela con nervio, ágil, enérgica, urgente. Una novela que tiene la capacidad de evocar no ya una época o un paisaje –el tropical-, sino un determinado escenario de ficción bastante transitado por la novela y el cine negro americano. Me refiero al hard boiled, a la vertiente más dura del clásico film noir, que tan popular hicieron personajes como Spade, Marlowe o Archer. Porque ese es, a mi juicio, el logro principal de El Jardín de Ajenjo, un planteamiento de trama dura, plagada de puñetazos, de alcohol seco, de sexo sucio y de incapacidad de redención. Se lee como se ve una película de cine negro de los 40, con humo y con sabor a whisky.
Todo hard boiled tiene su hard boiled man, y el de Francisco Balbuena es un personaje bastante inquietante, como obliga el manual del género: Balboa, un falangista de oscuro pasado que trabaja como matón y como vividor a sueldo en la embajada española en Brasil. Su drama es enamorarse de una judía, que para más inri está casada con un austriaco que además de ser homosexual la degrada y la maltrata, completamente torturado por sus complejos antisemitas. En medio de este cuadro aparece Welles con su equipo, y a Balboa se le encomienda la misión de velar por la seguridad del cineasta durante su estancia en Brasil. Una estancia que comparte ciertos paralelismos con la que debió padecer Coppola durante el rodaje selvático de Apocalipse Now, ya que se convierte en una rueda incesante de excesos en la que Welles, algo caricaturesco –uno de los principales peros de la novela-, se desenvuelve como un animal salvaje e indómito. El cineasta se convierte de este modo en un interesante aderezo para una trama que se mueve fundamentalmente por resortes de pasión, traición y venganza. Todo muy peliculero, muy folletinesco, pero qué quieren que les diga, también tremendamente divertido.
Francisco Balbuena acabará siendo un gran autor de best-seller. Tiene todas las aptitudes y actitudes para ello. Oficio –escribe todos los días cinco horas, y ésta de El jardín de Ajenjo la escribió en tres meses-, buena pluma –un best-seller puede hacer también concesiones a lo brillante a través del estilo, de las imágenes, del ritmo- y buenos enfoques –contar con Welles en su momento vital de mayor ebullición creativa, con el exuberante Carnaval de Río de Janeiro de fondo, y abordando uno de los proyectos inacabados más míticos de la Historia del Cine, abre de por sí un terreno de ficción bastante prometedor-. Gracias a todas estas competencias, Francisco Balbuena ya está rozando el limbo de los grandes premios literarios españoles. Así, aunque casi nadie lo conozca, ha sido finalista de premios como el Azorín, el Ateneo de Sevilla, el Primavera, el Fernando Lara o el Planeta. Sólo queda esperar que su tenacidad no decaiga, y que siga alimentándonos con estos divertimentos, que resultan especialmente agradables y recomendables para la canícula estival.

08 julio 2009

Instrucciones para encender un fuego

Escribir y reescribir

Gloria Fernández Rozas

Ediciones y Talleres de escritura Fuentetaja.
ISBN: 978-84-95079-55-8

213 páginas

19 Euros

Javier Mije

En ocasiones cometo la osadía y el atropello de situarme frente a un grupo de personas que desea aprender a escribir. El escenario es un taller de escritura de patrocinio y extensión variables; quien dirige la obra hace también el papel de impostor -¿puede demostrar usted mismo, acaso, que sabe escribir?-, y aunque la función se prolongue durante semanas y meses, lo fundamental del argumento es siempre desvelado antes de que el público haya terminado de acomodarse satisfactoriamente en sus asientos. Sólo necesito un minuto, el primer minuto, para transmitir aquella conocida consigna de Juan Carlos Onetti que, a mi juicio, compendia todo lo que –si alguien busca un consejo- puede honradamente transmitirse a quien aspira a convertirse en escritor: “leer mucho, escribir mucho, tirar muchas cuartillas”. Esto es, el fanatismo, la obsesión por el trabajo, la paciencia y el afán de alcanzar la forma perfecta que Gloria Fernández Rozas resume en un lema afortunado: el talento es saber esperar.
“Nada está escrito en mármol”, viene a decirnos esta profesora de los talleres de escritura Fuentetaja en un libro que atesora dos méritos no siempre garantizados –a no ser que los firme Vargas Llosa- en los manuales al uso: está bien escrito y rezuma esa virtud revolucionaria conocida como sentido común (uno está acostumbrado a leer en textos similares solemnes obviedades del tipo: “la novela corta es de menor extensión que la novela larga”). La autora parece haber actualizado la bibliografía disponible –con incursiones a la cocina de algunos autores célebres- en una guía de iniciación a la escritura de vocación totalizadora. Desde la importancia de saber titular una obra a la creación de atmósferas, el punto de vista, los personajes, la atención a los detalles o el uso artístico del diálogo, en fin, todas las herramientas necesarias para levantar ficciones de forma coherente tienen un apartado en estas páginas. Obviamente, la moderada extensión socava el análisis en profundidad. Pero es de agradecer que las lecciones sorteen el tono asertivo con que estás guías suelen tornarse en catecismos que iluminan escasamente la complejidad de los procesos artísticos.
Si la literatura es un fuego cuya intención es prender otro fuego en los lectores, ¿cómo hacer saltar la chispa que haga posible esa combustión? ¿Cómo frotar una palabra contra otra para escribir un poema, una novela o un cuento memorables? La respuesta vale un millón de dólares y el atajo para llegar a ella es imposible de enseñar. La primera misión del escritor, nos dice Fernández Rozas, es formarse como crítico: interrogar a los textos, considerarlos como yacimientos arqueológicos bajo cuya superficie yace el ánfora perfecta que es nuestra misión desenterrar. La tarea es ardua y haber interiorizado eso es haber recorrido ya buena parte del camino. Escribir es una apabullante lección de humildad y una vocación de fracaso. Un corolario posible –el más pesimista- lo vaticina Vila Matas: “los escritores acaban solos y acaban mal”. ¿Por qué dejarse entonces la vida en el empeño de una tarea que –como escribió Monterroso- “si dejara de hacerse a nadie le importaría”? ¿Alguien lo sabe? Seguro que sí.

07 julio 2009

Excéntricos fundando cielos

Excéntricos ingleses

Edith Sitwell

Lumen, 2009

ISBN: 9788426417022

440 pág.

20.90 €



Manolo Haro

En el año 1900, Sir George Sitwell, cuarto baronet de Renishaw Hall, le encargó al pintor John Singer Sargent un retrato de familia:


En un salón de evidente ambiente aristocrático, se observa a una joven de mirada insolente vestida de rojo junto a su padre, a una mujer hermosísima colocando unas flores en un recipiente y a unos niños sentados en el suelo mientras juegan entre piezas de puzle y soldaditos de plomo ante la mirada atenta de un perro. En los retratos de Sargent existe una enigmática fisura por la que se cuela cierto simbolismo, el cual despliega silenciosamente ante el espectador el revés de la historia de los retratados. En este caso concreto casi se podría contar la vida de los Sitwell a partir de esta estampa: Edith Sitwell (Scarborough,1887- Londres,1964), con apenas trece años, se nos brinda con una pose de absoluta independencia (seda roja sobre negro), una fuerte personalidad y una relación distante con sus progenitores, con los que nunca se llevó bien; con esos dos niños, Osbert y Sacheverell , afanados en crear un universo imaginario con sus juguetes, formará su hermana Edith uno de los círculos literarios más importante de la Inglaterra de los años 20 y 30.
El genial crítico Cyril Connolly, en su artículo “El movimiento moderno”, engasta el nombre de Edith Sitwell entre las escritoras Virginia Woolf, Colette, Katherine Mansfield, Edith Wharton, Willa Cather y Gertrude Stein, que en los años 20 formaban parte de un luminoso mediodía literario en el periodo de entreguerras. Más conocida como poetisa que como narradora (de hecho, su obra Collected Poems es incluida por Connolly en los cien libros claves del Movimiento Moderno), la obra que nos ocupa, Excéntricos ingleses, viene a mostrar un talento absoluto a la hora de agavillar retratos de personajes entre los que ella misma podría contarse. Ya en 1933, cuando dio a la imprenta estas hojas, la autora había reunido los suficientes hitos biográficos para que se la tomara realmente como una dama excéntrica tanto en el atuendo (vestidos de brocado, turbantes dorados, anillos inverosímiles) como en su carácter, lo que la convirtió en blanco de vulgares críticas en los periódicos del momento. El libro podría leerse como un essai á clef: su autora nos coloca ante una Naturalis Historiæ de la excentricidad, reflexionando sobre su significado y colocándose ella misma de alguna manera tras una larga tradición, en su gran mayoría, de británicos poco convencionales.
En el pórtico inicial del libro se traza una hermosa teoría sobre el origen de esta actitud ante la vida: la excentricidad es la lucha individual contra la docilidad, la búsqueda de algún antídoto que nos salve de la melancolía, la fundación, en definitiva, de un cielo en el que soportar nuestras existencias. Resulta algo arduo espigar entre este desternillante desfile de personajes algunos ejemplos que den la justa medida del talento compositivo de la autora. Ayudada por una pluma agudísima, Edith Sitwell cataloga, como si añadiera un apéndice a la enciclopedia del mundo natural que escribiera Plinio en el siglo I, ermitaños, curanderos, deportistas, aficionados a la moda, aventureros, intelectuales, escritores, piratas, fantasmas e, incluso, avaros, pues, tal como ella misma afirma, “la excentricidad adopta muchas formas”. Destaco entre todos ellos el retrato de Herbert Spencer (intransigente con la fealdad femenina); la relación de Margaret Fuller con Emerson y Carlyle; la intolerancia al ruido de este último (la mujer tuvo que pagarle a una aprendiz de pianista, a granjeros criadores de gallinas y a propietarios de gallos para que se alejaran de su martirizado marido); la fama póstuma del poeta Jonh Milton, mancillada por el comercio de sus restos por devotos fetichistas (mechones de pelos, dientes, costillas arrancados y puestos a la venta); la vida inverosímil de Monsier Louis de Rougemont, que vivió con caníbales australianos y vio osos voladores; o la acuática existencia de Lord Rokeby que, después de un viaje a Aquisgrán, se sometió de por vida a abluciones continuas.
Las fuentes de Edith Sitwell remiten a poemas, epitafios, biografías, memorias y cartas. Su estilo lleva al lector a pasar el revés de la mano por un brocado en el que las tramas doradas son el efecto resultante de tejer con sagaz ironía y con un punto de crueldad, sin abandonar esa sutil flema inglesa que nos hace sonreír a medida que vamos pasando páginas. Estas pequeñas obras maestras que conforman los diecisiete capítulos del libro se inician la mayoría de las veces con una apertura prometedora y un remate final lleno de inteligencia: el dedo índice y corazón tensan la cuerda del arco y oímos la fulgurante salida de una flecha que atraviesa el artículo, sin perder nunca brío, hasta atravesar el corazón de la manzana.
A pesar de lo afirmado arriba, la escritora nunca se tomó a sí misma como excéntrica, y con esa causticidad que atraviesa Ingleses excéntricos llegó a afirmar: “No soy una excéntrica. Lo que pasa es que estoy un poco más viva que la mayoría. Soy como una anguila eléctrica en una charca llena de peces de colores”. Vibren con sus chispazos.