
30 junio 2009
La simpatía del vencido

29 junio 2009
Hacia la novela punk
Kiko Amat
Editorial Anagrama. Colección Contraseñas
ISBN: 8433923951.
320 páginas
16,50 euros
Lo que hace Amat no es nuevo, pero probablemente sí es bastante insólito en nuestras letras. Lo suyo es muy anglosajón, en la línea de autores como Irvine Welsh, Easton Ellis, Coupland o Hornby. Su gran riqueza no radica en un manejo excelente del lenguaje, ni en un estilo especialmente pulido. Lo mejor que tiene es el ritmo, y esa sensación de urgencia, de desmañamiento, que lo convierte en un autor muy punk. Si hay que ir al detalle, destacaría de forma especial el uso que hace de recursos estilísticos como la reiteración o la onomatopeya, así como la habilidad para narrar de forma fragmentaria, sincopada, elíptica. Da la sensación, en muchos momentos, de que Amat es un colega con el que estamos compartiendo una cerveza, y que no deja de hilvanar de forma compulsiva pensamientos y anécdotas en la barra de un bar. En este sentido, la narración recuerda mucho a determinados momentos de Trainspotting. Y toda la novela exuda british: estilo directo, como zarpazos, con estructuras lingüísticas muy anglosajonas, directas y contundentes, y cierto gusto por las alusiones a marcas y referencias culturales británicas.
Es una novela con una pretensión eminentemente estética. Porque aunque cuenta una historia con trasfondo social –el deambular de un grupo de amigos punks menores de edad en el extrarradio de Barcelona a mediados de los 80, y su flirteo con el alcohol, las drogas, la violencia y el sexo-, todo está concebido de forma plástica. El sentimiento de los personajes, las dudas y conflictos, todo está imbuido de esteticismo, todo es susceptible de ser contemplado visualmente, a modo de estampas. Así, cada vez que el personaje central de la novela, que también es el narrador, quiere expresar su reacción emotiva frente a algún estímulo, Amat se vale de un recurso más pictórico que literario: describir la composición de su propio gesto, como si detallara los trazos hiperbólicos de una máscara china. Ejemplo: “Pongo mi cara de estupefacción grande: boca abierta, ojos en blanco, lengua fuera, mandíbula separándose del cráneo, ambas manos con las palmas hacia arriba, casi como un egipcio, interrogándome gestualmente, a mí mismo y al mundo”. Otro: “Pongo mi cara de asco supremo: toda la cara arrugada como un papel de plata reusado, cuello estirado a ambos lados, boca de gárgola, lengua fuera, ojos fuertemente cerrados. Y grito: Puaf.” Como la tendencia a la hipérbole descriptiva es un recurso que se repite constantemente, y no sólo con el propio protagonista sino con todos los personajes que deambulan por la novela, al final la sensación que tenemos es que estamos asistiendo a un cómic narrado. Esto se ve reforzado por las numerosas referencias que Amat hace al universo del cómic y los dibujos animados: Hanna Barbera, Marvel, Ibáñez (el propio apodo del protagonista, Rompepistas, que da título al libro, es una adaptación del nombre del personaje de Ibáñez que se hizo célebre por su presbicia)… Por otra parte, son continuas las alusiones a iconos sentimentales de la cultura pop de los ochenta: los Peta Zetas, los ChupaChups, el programa Un, Dos, Tres… Todo ello conduce, finalmente, a la que a mi juicio es la principal objeción que cabe hacer a esta novela.
Porque indudablemente es una novela punk. El estilo, la actitud de los personajes y del narrador, la rabia, el contexto, todo eso es muy punk. Pero al mismo tiempo es una novela muy pop. Por las referencias culturales de las metáforas, por el estilo narrativo, que parece más bien estar dibujando antes que contando, por el uso de recursos propios del cómic, por todo eso es también una novela muy pop. Esta mezcla de dos tendencias bastante antagónicas es lo que finalmente provoca los principales chirridos para mi gusto en el resultado final. Chirridos que, desde luego, no se hubieran producido sin la mediación de un escritor como Amat, tremendamente creativo y arriesgado. Es fácil no cometer errores si no se asumen riesgos, y me queda claro, por lo leído, que al catalán le pone deslizarse por la cuerda sin red.
26 junio 2009
Sobre el murmullo de las cosas

Juan Lamillar
Fundación José Manuel Lara, 2009
Colección Vandalia
Vestido de Entretiempo, Juan Lamillar (Sevilla 1957) nos descubre la mística de lo cotidiano, "misterio de la luz cotidiana/ que crecerá despacio”; una poética de las cosas que sustituye a la palabrería del discurso establecido, la banalidad de lo dicho por el entramado de calles laberínticas que crean el instante, el hecho poético “porque abajo gritaban, susurrantes/ la vida y los esbirros disfrazados”.
Es precisamente el instante como lugar poético entre el pasado y el futuro, un Entretiempo que se construye paralelo al presente convirtiéndose en tema propio de su escritura "del que busca/ la incertidumbre de la permanencia/ entre un montón callado de palabras”. Con un ritmo sosegado y un lenguaje sensual, que le permiten analizar la realidad desde el impulso vital de lo vivido, la perplejidad ante el paso del tiempo y la extrañeza del devenir. Lo huidizo del momento, a través del juego entre lo que fue y lo que es, un Entretiempo en el que buscar posibles respuestas: "Aún seguimos buscando/ en el cegado hueco de sus ojos/ las posibles respuestas”.
El rastro de la existencia en lo palpable, un anclaje vital a través de la metafísica de las cosas, de aquello que enraíza: "y yo, callado vivo entre las cosas”. La gravedad de Newton sustituida por la fuerza de atracción de los objetos que nos rodean, creando una dualidad entre noche y día que marcará la vinculación directa del lugar en un tiempo determinado. La materia vulnerable al paso del tiempo y el propio tiempo convertido en materia, "signos rojos aguardando en la noche, /en el naciente día de nuestras manos”.
Por tanto tiempo y lugar estructuran este libro -"El tiempo tiene raíces invisibles/hundidas en la arena de la nada"- en una combinación entre lo cotidiano y lo ancestral, entre lo trivial y lo profundo, creando un espacio lírico con continuas referencias al arte. Un intento de sublimación de lo común por medio de la pintura o la fotografía, como catalizadores en el proceso creativo o como fuente de inspiración. Buen ejemplo es Poeta ante el estanque, construido a partir de una fotografía de Joaquín Romero Murube; también a través de la música como tema propio con un par de poemas dedicados a Bach o el dedicado Mahler por su kindertotenlieder. Un culturalismo en algunos casos forzado y algo gratuito, por lo obvio del planteamiento lírico. La bifurcación entre la experiencia de lo cotidiano y el conocimiento cultural trunca la solvencia poética de Lamillar, demostrada en poemas de libros anteriores como el dedicado al pintor Giorgio Morandi. Quizás único defecto junto al fallido tríptico dedicado a los atentados del 11 de Marzo, en el que la sensual y generosa semántica del autor se vuelve forzada y cargante para un tema que requeriría más austeridad poética.
25 junio 2009
Especial Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2009: La locura de Kadare

Espero que desde ayer, ya nadie se tenga que hacer esta pregunta. Y para quien sospeche que algunos premios se otorgan precisamente para ir eliminando este tipo de preguntas (¿nunca se han imaginado al comité del Nobel colocando banderitas en un mapamundi: este año estaría bien tener a un escritor nepalí o ruandés?) quede dicho aquí que Ismael Kadaré no sólo es albanés sino escritor y de los buenos.
Cuestión de locura es un libro compuesto por cuatro novelas cortas. La última, ‘La estirpe de los Hankoni’, es una saga familiar al estilo de los Cien años de soledad: bien escrito, épico, pero con un regusto de sequedad (y no oculto que tengo cierto repeluz a esos milenios de soledad que resultarían si amontonáramos todas las sagas familiares al estilo de García Márquez, anteriores o posteriores a él). En la primera lectura también me dejó frío ‘Días de juerga’: dos estudiantes dedican unas semanas de su vida a escandalizar a una tranquila ciudad de provincias incumpliendo todas las normas de buena conducta en aras de un fin superior -la búsqueda de un valiosísimo manuscrito- en el que aparentemente no creen ni ellos mismos. En una segunda lectura, no me puedo sustraer al tenebroso encanto de este dadaísmo rural.
‘El desprecio’ es todo lo contrario: la navegación del hombre sin principios entre las tormentas de una época de cambios. Ubicada en la época en la que el comunismo toma el poder y destierra a unas zonas paupérrimas y vigiladas a la vieja aristocracia del país, Kadaré dibuja una lucha de clases a la inversa: la de los pudientes, ahora destronados, que planifican infiltrar al enemigo poderoso -los obreros- para recuperar su poder. Y pese a su absoluta falta de ética o de rasgos atractivos, no deja de fascinar el personaje del comunista al que los suyos consideran traidor y que lleva a cabo su particular guerra equilibrista: avanzar utilizando sin piedad a ambos bandos.
Mi favorita, no obstante, es la primera historia, que da título al libro. Cuestión de locura narra el día a día de un niño que va averiguando los terribles secretos de sus familiares. Kadaré habla sin esos falsos retazos de ingenuidad con que otros escritores intentan asacarinar a veces la infancia, pero con esa finísima ironía que consiste en aplicar la mirada auténtica de un niño a un mundo de adultos. Un caramelo. Según los entendidos, el texto es prácticamente una continuación de su novela autobiográfica Crónica de piedra. Normalmente no soporto las autobiografías infantiles, pero si es verdad ésta se parece a Cuestión de locura, me la pido para Reyes.
24 junio 2009
El hombre perfecto

23 junio 2009
Un jilguero contra las tinieblas

Vladimir Maiakovski
Mono Azul Editora, 2009
Con Vladimir Maiakovski (Georgia 1893-Moscú1930) se viene abajo el prejuicio según el cual el poeta comprometido es más comprometido que poeta. Maiakovski fue las dos cosas y hasta la muerte y para eso hay que tener genio y agallas.
Cómo hacer versos es no sólo una confesión recia y sincera de su alma, sino también un estupendo manual para escribir poesía, y surte efectos sanadores en cuantos consideran la poesía pose de melancólicos, altar de exquisitos o reglas de dicción. Poeta no es quien escoge tema, metro y rima para acabar diciendo “dulce embriaguez” en vez de “borrachera”. Poeta es un incansable buscador de la belleza y para ella hace y deshace normas.
En Cómo hacer versos, Maiakovski juega limpio. No se guarda los secretos del oficio. Nos los confía todos. Nos revela que un poema sólo está justificado cuando un problema requiera con urgencia una solución poética y ésa sea la única forma humana de resolverlo. La fragilidad, la fugacidad, las tinieblas, la limitación humana y la muerte, ¿quién sino la poesía las resuelve? Contra la cárcel y contra el hambre de un hijo, sólo Las nanas de la cebolla. Si ése no es su cometido, se queda en hablar bonito. El poeta escribe porque no le queda más remedio.
Para ello cuenta con lo que Maiakovski llama reservas poéticas: el poeta no es aquel que se sienta a veces a escribir a ver si cae algo, sino el que consagra tiempo y energía a sentir y pensar poesía y entonces ésta lo va inundando hasta que, en el momento menos pensado, le rebosa un verso como un géiser.
Uno de esos problemas que sólo la poesía resuelve fue el suicidio de su amigo el poeta Esenin. Maiakovski llora en un gran poema su muerte, pero le reprocha haberla preferido a la lucha de la vida. Por entonces quizá no sabía que él acabaría tomando ese mismo camino pocos años después y se descerrajaría un tiro, cuando los burócratas de Stalin pretendieron dirigirle a él también la poesía y la revolución, convertirlo en coreador de consignas oficiales. Entonces, cuando la poesía no le sirvió para resolver ese único y gran problema, no encontró más salida que la muerte. Ésa es la prueba definitiva del poeta: o vuela libre hasta morir o vive en una jaula. O jilguero salvaje o loro domesticado.
Maiakovski superó esa prueba que lo ha convertido en un mártir de la poesía. Murió porque el poeta sólo puede crear en libertad: si vive en una jaula ideológica, no canta, sino que se acaba destrozando contra los barrotes. Su canto sólo espanta a las tinieblas si es libre y suyo, porque para crear hay que volar. Y ahí está su grandeza.
A la obra de un poeta, su muerte le quita o le da valor. Y a Maiakovski le ha dado un valor objetivo, porque su obra es buena y está firmada con su sangre. Él mismo se convirtió en un poema. Y justo es decirle, como él a Esenin:
Infinito,
vuela,
hasta las estrellas.
Sobran los detalles. Como él escribió justo antes de morir, “Nada de chismes. Al difunto no le gustaban”.
22 junio 2009
El outsider sin rencores

Si uno se acerca al último libro de Álvaro Salvador con la ligereza a la que parece obligarnos el ritmo frenético de los tiempos que nos han tocado vivir, puede salir de él con cierta sensación de vacío, de caos, de obra deslavazada. Sin embargo, la poesía –y el resto de géneros literarios- no casan bien con las premuras y las prisas, con el estrés de los horarios laborales y los atascos. Por eso, este libro, como cualquier otro, se merece cierta lentitud en su lectura, incluso una segunda vuelta, y un tiempo pausado en la creación del poso que todo poemario deja en el lector. Una vez cumplida esta condición, las conclusiones apresuradas empiezan a tomar cuerpo y coherencia.
La canción del outsider es también el título de uno de los poemas de la última sección del libro de Álvaro Salvador, que funciona como hilo conductor del volumen. Se podría afirmar que la filosofía del outsider es la que recorre todo el poemario de Álvaro Salvador, pero el outsider considerado –según define cualquier diccionario de la lengua de Shakespeare- como aquel que no pertenece o no es aceptado como miembro de una sociedad, un grupo, etcétera o como quien, en una competición, no es precisamente el que se espera que llegue en primer lugar.
En este sentido, las caras que muestra el outsider son muy variadas –y de ahí quizá esa sensación de caos que una primera lectura apresurada puede producir-. En primer lugar, el personaje poético, que perfectamente podría interpretarse como el trasunto biográfico del autor, se siente outsider, pero sin rencores, en el mundo de la poesía, como deja claro en ‘La canción del outsider’, el único poema en prosa del libro: “…detrás de algún proyecto que aportó algo definitivo a nuestra historia más reciente, estabas tú discretamente oculto, entre bambalinas. Así fue siempre y así te complace”. Pero también alejado de ciertos tonos poéticos, como queda dicho en el poema breve ‘Elogio del bolero’. Asimismo, hay que destacar un más que probable homenaje a Javier Egea, otro célebre outsider compañero de viaje poético de Álvaro Salvador, en el poema titulado ‘Príncipe de la noche’.
Esa conciencia de extranjero en tierra propia también tiene su vertiente político-social, de justicia poético-histórica con los parias de la Tierra en, por ejemplo, el tercer poema de la sección titulada ‘Estación de servicio’.
Si hasta ahora podemos entender que nos hemos movido en el terreno de lo público, el discurso poético-literario y el político-social, hay secciones que progresivamente se van acercando a lo más íntimo, personal y privado. El outsider también lo es en el discurso sentimental contra la melancolía –‘Luz de agosto’-, contra las convenciones erótico amorosas –en la sección titulada ‘El pornógrafo’-, en la vida familiar –magníficos los poemas en memoria del hermano muerto- y, en general, en lo que se espera de la vida. En este sentido, es muy clarificador el poema que cierra La canción del Outsider titulado ‘Nocturno de Nueva Inglaterra’ y sus versos casi finales: “…Nada puede/ temer quien nada tiene, quien nada/ espera tener, apenas tiempo:/ calor en los inviernos impacientes,/ en los cortos veranos, sólo sombra”.
Esta variedad temática que recorre el libro de Álvaro Salvador se corresponde con la misma diversidad formal a la hora de abordar los poemas, que va desde el haikú al poema narrativo, de la vertiente figurativa al horizonte que Luis Antonio de Villena llamó en su antología órfico.
En definitiva, como apuntábamos al principio, la aparente falta de ilación del libro se resuelve en el fondo siguiendo el rastro de la figura y la filosofía del outsider a lo largo de los poemas y en la maestría formal de Álvaro Salvador para concederle a cada poema el ritmo y la estructura métrica que necesita.
19 junio 2009
La escritura sutil

Cristina Gálvez
Editorial Traspiés, 2008
14€
ISBN: 84-935427-9-5
Joaquín Blanes
Monstruos cotidianos es un legajo de cuentos escritos con una prosa delicada y hábil. Delicada porque Cristina Gálvez posee imágenes tan sugerentes como frágiles, imágenes quebradizas como el cristal de Bohemia o como un recorte de oblea. Esa fragilidad y delicadeza es la que tienen muchos de sus personajes, perseguidos por el desconcierto de lo extraordinario en el orden de lo mundano. Hábil porque su lectura es siempre fluida, ágil y amena, con destellos inquietantes al estilo de Cristina Fernández Cubas.
Hace años Cristina Gálvez publicó un pequeño volumen de cuentos ex aequo con Tomás Conde, un librito llamado Afinidades (editado por Siete Suelos en 2002). Desde entonces he sufrido el cautiverio de su prosa sutil, alejada de la tosquedad literaria de nuestros días, de la simpleza narrativa que nos domina en descomunales ejemplares con los que resulta imposible leer tumbado en la cama bajo la fatigada incandescencia de las bombillas de bajo consumo; salvo que uno desee, por encima de todo, dos cosas: quedarse ciego y sufrir una fractura pectoral.
De Afinidades recuerdo con claridad todos sus cuentos y aquel entrañable “El mar tierra adentro”. Monstruos cotidianos posee la misma virtud en su escritura y tiene cuentos de una elegancia virtuosa, otros tienen la impudicia de un Bartleby, como en “El traje nuevo de Horacio Kepler”, alguno contiene un claro homenaje al universo de cronopios y famas (“Conducta reprochable”), otros albergan un glosario de inseguridades frecuentes en nosotros ("Escena").
Aparte de su escritura musical e impecable, Cristina Gálvez destaca en la ironía. Los cuentos que llena con esa lucidez aguda y traviesa son los más entretenidos y, casi siempre, los más logrados: “Escritores”, “Votación”, “El problema de ser azafata”.
Cristina es una cuentista natural, es su género predilecto, y con los cuentos nos hace disfrutar de una lectura cercana, emotiva, precisa y hermosa. Lo demostró en Afinidades y lo confirma con Monstruos cotidianos.
18 junio 2009
Un pasaporte norteamericano al cuento

"Es horrible a lo que nos acostumbramos", afirma una de las atribuladas criaturas de este libro, compilación –realizada por el propio Tobias Wolff (Alabama, 1945)- de toda una carrera como cuentista que, paradójicamente –si admitimos que la costumbre y el embotamiento de la percepción suelen ir de la mano-, puede definirse por su extraordinaria habilidad para hacernos sentir las cosas. Asociado habitualmente al dream team del realismo sucio norteamericano, epígono de Hemingway por su querencia por la ambigüedad y lo elíptico, estos relatos -absorbentes, soberbios casi todos ellos- recuerdan aquella vieja afirmación de Chéjov –"es mientras estamos almorzando cuando sentimos que la vida se derrumba o cuaja nuestra felicidad"- que legitimaba definitivamente la trivialidad como materia literaria. A partir de conflictos en ocasiones ínfimos –que focalizan en la mayoría de los casos la institución familiar en lo que constituyen soterradas experiencias hacia la madurez- Wolff levanta historias de gran intensidad. Elaborados con una enorme economía expresiva, atentos a la minucia deliciosa de los detalles que son la fibra de toda gran literatura –"se echó hacia delante y se puso a jugar con el salero y el pimentero, haciéndolos sonar y deslizándolos como si fueran una pareja de baile" (pag. 180)- estos relatos –son palabras del propio autor que pueden suscribirse una por una- “captan las sutilezas, las fracturas y el desarraigo de la vida norteamericana”. De cualquier vida. Lo hacen además sin cargar las tintas en el patetismo, sin juzgar ni tomar partido por unos personajes que nos transmiten sus dudas -¿por qué hacemos lo que hacemos?- ante las encrucijadas en que se ven envueltos, y que en mitad de la tormenta luchan siempre por mantener su dignidad. Wolff tiene la rara virtud de escribir las palabras justas sin desdeñar por ello el lenguaje metafórico –el desierto, la autopista o El Dorado traído a uno de los cuentos son algo más que el simple telón de fondo de sus fábulas-, superpone el pasado y el presente rompiendo la linealidad temporal, construye muy eficaces diálogos cargados de ironía, y nos lleva de la mano hacia desenlaces llenos de ambigüedad donde intuimos, sin llegar a asirlo plenamente -¿no es la literatura la promesa de una revelación que no se cumple?- la presencia de algo profundo y decisivo que nos afecta (hay mucha emoción en esos finales que a veces parecen desenfocar la historia principal para crearnos una intensa sensación de extrañamiento). Todo para revelarnos la fragilidad de las relaciones humanas, las trampas de la impostura, la impiedad y la incomprensión del entorno –léase atentamente Avería en el desierto, 1968- en fin, nuestra soledad y desasosiego. Dice Wolff que el cuento es la forma norteamericana perfecta. Carver, Ethan Canin, James Salter, John Cheever y él mismo parecen demostrarlo.
17 junio 2009
La novela bizantina de Belmonte

Juan Belmonte, matador de toros
Manuel Chaves Nogales
Libros del Asteroide, 2009
ISBN: 978-84-936597-9-0
376 páginas
17,95 €
Prólogo de Felipe Benítez Reyes
Manolo Haro
La génesis de esta obra puede rastrearse a partir de una pregunta que el diario madrileño Ahora, del cual era redactor jefe el autor, lanzaba a sus lectores a finales del año 1934: “¿Recuerda usted cómo era la vida en España a principios de siglo?”. Entre las muchas respuestas que llegaron al rotativo, estaba la de Juan Belmonte. No resulta difícil imaginar, tras la lectura de esta genial biografía, lo que llevó a Chaves Nogales hasta su paisano: Chaves Nogales sabía del tamaño humano, de la personalidad y de la vida de un mito vivo del toreo; también sabía que la cita con Belmonte le regalaba la posibilidad de volver a recrear una Sevilla que uno y otro compartieron separadamente. El fruto de estos encuentros vio la luz en forma de “folletín-reportaje” con 25 entregas de la revista Estampa entre junio y diciembre de 1935.
Javier Marías ha afirmado que esta biografía se lee como una novela. Cierto. Tal vez tenga incluso que sumársele al título de novela el marchamo de bizantina, cuajada como está de aventuras y viajes por la Península y por América. Detrás de un riquísimo anecdotario, unas veces amargo, otras hilarante, está un tipo humano que nunca se vio a sí mismo como un héroe. El estilo vital y taurino de Belmonte, como él afirma, deviene en espiritualidad: surge de la oscuridad de la muerte entrevista de niño en forma de hombre ahorcado en su barrio; del babero negro colocado a la pérdida de su madre y de la consiguiente soledad; de las noches en las dehesas tentando toros invisibles; y del hambre y la racanería de la fama.
El escritor ha desaparecido, ha sabido templar su pluma y darle todo el protagonismo al torero. Por ello esta obra sobrecoge y nos emociona. No hay truco. La escritura borbotea con una naturalidad implacable. Pero, además, leer estas páginas a la luz del suicidio de Belmonte le otorga un sesgo extraño. Hay en ciertos pasajes un aviso de este inapelable 'fatum', donde las palabras del diestro se conforman como su propio coro griego, por ejemplo, en sus maneras de torero y, aunque resulte insólito, en su enfermiza relación con la lectura. De niño, las novelas de Salgari lo llevaron a fugarse de su casa de Triana junto a un amigo en dirección a África para matar leones; una vez visto el mar de Cádiz, se amedrentaron y volvieron. Una chiquillada. Pero allá por 1915, los libros le llevaron a la monomanía de la autoinmolación con una pistola que había comprado en París. Uno de sus autores de cabecera en aquellos días fue D'Annunzio, del que tomó este adagio como forma de vida: “El peligro es el eje de la vida sublime”.
Tal vez en la figura de Ernest Hemingway haya algo que nos recuerde a los dos sevillanos. El periodismo y el flirteo con la muerte en todas sus formas son un binomio presente en la vida del norteamericano: las corresponsalías de guerra, el amor por la Fiesta, los safaris africanos, la pesca extrema, las armas y el suicidio.
Chaves Nogales perteneció a una estirpe de escritores que creían en la literatura comprometida. “Andar y contar es mi oficio”, decía. De ahí que cubriera la revolución bolchevique, la gestación de los fascismos o los albores de la Segunda Guerra Mundial. Hemingway también confió en que esa relación entre la historia y la escritura era la única forma de entender la labor periodística.
La parte belmontiana de Hemingway está alejada de la prensa. El autor fue sometido a una terapia de electrochoque en la clínica Mayo dado su estado depresivo. “¿Qué sentido tiene destrozarme el cerebro y aniquilar mi memoria, que es el único capital que poseo y retirarme de la escritura de por vida?”, afirmó en cierta ocasión. Antes de todo esto, cuenta Herrera Sotolongo, su médico personal en Cuba, en la finca Vigía el escritor se sentaba descalzo en una poltrona, colocaba la culata de la Mannlicher Schoenauer 256 sobre la alfombra y se inclinaba hasta apoyar el cielo de la boca en el cañón del fusil. Sonreía y decía: “El paladar es la parte más blanda de la cabeza”. El suicidio del escritor tuvo lugar en julio de 1961. Cuentan que Belmonte cuando se enteró manifestó: “Bien hecho, Ernesto”.
Al final de Belmonte, matador de toros figuran estas palabras. “Todo esto que he contado es tan viejo, tan remoto y ajeno a mí, que ni siquiera creo que me haya sucedido”. En la remota mañana del 8 abril de 1962, el torero se descerrajó un tiro en la cabeza en su finca de La Capitana. No duden en leer “todo esto” que ocurrió antes.
16 junio 2009
El estilo frío de Yehoshúa
Una mujer en Jerusalén
Abraham B. Yehoshúa
Anagrama, 2008
ISBN. 8433974823
296 pág.
16,2 €
Trad: Sonia de Pedro
Título original: Shlihuto Shel Ha-memouneh Al Mashabei Enosh (La misión del director de recursos humanos)
Una mujer -limpiadora en una empresa de panificación, inmigrante semilegal, a todas luces ni siquiera judía- muere en un atentado y nadie la reclama en el depósito de cadáveres. Hasta que alguien utiliza su caso para denunciar la “falta de humanidad” de la empresa en la que trabajaba hasta poco antes de morir y se pone en marcha una impresionante maquinaria para repatriar el cadáver a su país.
Éste es el planteamiento de Una mujer en Jerusalén, última novela de Abraham B. Yehoshúa (Jerusalén, 1936), uno de los escritores israelíes actuales más aclamados. El título original concuerda mejor con el contenido: “La misión del director de recursos humanos”. Una frase anodina, fría, en consonancia con el estilo frío de la novela. La muerta, Julia Ragayev, es el único personaje del libro con derecho a un nombre propio, a todos los demás los conoceremos sólo por sus cargos (el director de recursos humanos, el dueño de la empresa, el periodista, la cónsul...). Un distanciamiento buscado -que también se expresa en los escasos diálogos- que dificulta la identificación del lector con los personajes y lo convierte en espectador de una película muda.
Yehoshúa ejecuta su obra con precisión y una correcta factura (aunque no queda claro para qué sirven los párrafos intercalados en cursiva, que describen la acción desde un punto de vista distinto al del director de recursos humanos: ¿reculó ante el riesgo de aburrir al lector con el estilo gris que asignó a su protagonista?). Pero el argumento no resuelve una pregunta esencial: ¿qué nos quiere contar el autor? ¿Adónde quiere llegar relatando que una gran empresa, y de paso un ministerio, se impliquen para hacer los honores a una inmigrante anónima por morir en un atentado, es decir “en una guerra que no era la suya”? Con algo de humor, la novela podría ser una comedia de enredo, con un trazo más emotivo podría convertirse en una reflexión sobre el compromiso con el prójimo, pero carece de ambos elementos.
Tampoco verá cumplidas sus expectativas quien abra el libro simplemente para acercarse a un país y ver reflejada la sociedad israelí. No hay rastro de Israel en esta novela, excepto el nombre de Jerusalén y el de dos o tres tipos de pan. Podría desarrollarse en cualquier lugar del mundo. Quizás creyera el autor que esta impersonalidad -omite incluso el nombre del país de origen de Julia Ragayev, a todas luces una república ex soviética- hiciera la novela más universal.
Me desdigo: sí hay un elemento característico de la literatura y la sociedad israelí en la novela, y es la total ausencia de cualquier mención al conflicto palestino. Puede parecer llamativo, teniendo en cuenta que el arranque del hilo narrativo es un atentado suicida. Pero un accidente de tráfico podría haber servido para el mismo fin. Israel vive de espaldas al conflicto y Yehoshúa no es una excepción. Aunque se le suele encuadrar dentro del campo pacifista israelí, en realidad, su ideario parece corresponder bastante bien al de esta inmensa mayoría de israelíes que considera el bombardeo y la muerte de palestinos civiles algo inevitable y moralmente justificado. En enero pasado, el escritor publicó una carta abierta en la que, tal y como resume su destinatario, el periodista israelí Gideon Levy, asegura que Israel “bombardea y mata a los niños de Gaza porque le preocupa su suerte” y quiere evitar que sigan estando sometidos a los insensatos milicianos de Hamás. Evidentemente, todo escritor es libre de elegir su tema, pero al hablar de Israel, uno no puede evitar recordar las palabras de Bertolt Brecht: “Qué tiempos éstos / en los que una conversación sobre árboles es casi un crimen / porque implica callar tantas injusticias”.
15 junio 2009
Tres traidores y un novelista
Anatomía de un instante
Javier Cercas
Mondadori, 2009
ISBN: 9788439722137
463 páginas
21,90 €
Jabo H. Pizarroso
Pasó de ser el bicho desconocido de una caseta en la Feria del Libro de Madrid a la que nadie se acercaba para pedir un autógrafo Mont Blanc o Bic en las páginas de cortesía de su novela El móvil, a las colas interminables de lectores a los que enganchó esa relato bien trabajado, escrito con el tino polosteriano de las narraciones limpias y llevaderas, pero que pecaba a mi entender de un exceso de revisionismo posguerracivilesco, el miedo de los primeros aciertos. Los tiempos demandaban eso. Estábamos en los umbrales de los laberintos de la Memoria Histórica. Estaban muriendo los generalotes, había muerto Gutiérrez Mellado, aquel que le dijo a Felipe González que no tocara el tema de la guerra y la memoria hasta que los jerifaltes franquistas fueran pasto de gusanos. Y en ese Cercas estábamos, algunos con él y otros contra él. Algo que no cambió cuando publicó La velocidad de la luz.
Ahora llega Anatomía de un instante. Libro que según el propio autor pensó titular “La ética de la traición”. Y con él descubrimos y nos reconciliamos con un autor que ha dado un paso de gigante para la narrativa española. Tocar la política desde la ficción es mentar al diablo en España. Nadie se atreve. Tocar los mitos transicioneros también puede quemar al que ose hacerlo. Pero esto lo hace un Cercas valiente y lo hace desde un texto que es el epitafio de una muerte sorpresiva. Anatomía de un instante se inicia con el epílogo de una novela. Cercas se planteó escribir una novela sobre el 23 F, pero se dio cuenta de su fracaso y así lo indica en ese epílogo, porque en el 23 F la realidad superaba a la ficción.
Cercas se da cuenta de que no puede escribir una novela al uso y escribe una nueva novela contando todo el 23 F, y lo hace porque “tal vez lo verdaderamente enigmático no es lo que nadie ha visto, sino lo que todos hemos visto muchas veces, y pese a ello se niega a entregar su significado”. No esperen encontrar en este libro, sobre todo los apuntaladores de estanterías con libracos del 23 F, teorías nuevas, luces al final del túnel o revelaciones impactantes. Que si Alfonso Armada tenía el beneplácito de muchos representantes democráticos de partidos políticos para tirar por la calle de en medio, sí, eso ya se sabía. Que el Rey se reunió con Alfonso Armada y más o menos sabía lo que estaba tramando, sí, eso era conocido. La lectura y la grandeza de este libro vienen de otro sitio. He dicho previamente que es una novela. Es cierto. Lo es porque ordena una realidad y rescata de esa realidad lo que pocos han visto, pero lo rescata desde una palanca novelística y porque trabaja con personajes de ficción. Y ahí radica su temple y su importancia. Cercas no es el relojero suizo que juega con cartas trucadas y guarda ases bajo la manga. No puede. La realidad tramada se lo impide. Aunque muy pocos hayan visto la grabación completa del asalto al Congreso de los Diputados que estructura los bloques narrativos de este libro, en ese documental, en ese documento, están los clavos chejovianos que impulsan la narración de Cercas. Ahí está ese instante, ese gesto de Suárez sentado, impasible y enigmático, preparado toda la vida para ese momento sin saberlo, como un personaje de novela, mientras una ensalada de tiros le rodea como un enjambre de avispas. Ahí está también el gesto de Gutiérrez Mellado, cuando impide que le zancadilleen los golpistas. Y ahí está también el de Carrillo, que no se mete bajo el escaño y permanece impasible frente a un Congreso inhóspito. Esos gestos reales tienen tanta fuerza magnética que son ya ficción, la mayor verdad posible. Con ellos trabaja Cercas esta historia del 23 F, y lo hace desde la humildad y desde el rigor, lo hace desde la búsqueda de un saber desconocido para él y hasta cierto punto sentimental. Cercas se pregunta ¿Por qué mi padre y mi madre confiaron en Suárez? ¿Por qué lo hizo todo el país?, y la novela es eso. La novela es la certeza de que Suárez es un personaje de ficción. Es la búsqueda de una respuesta a esas preguntas. No revelo nada. Porque esto es una novela y hay que llegar al final para encontrarse en el camino con el recorrido experiencial, narrativo y vital que ha desplegado el autor en casi quinientas páginas. Valoraciones políticas, sociológicas e históricas hay muchas. Pero yo me quedó con que Anatomía de un instante es la novela de tres traidores que destrozan su pasado para posibilitar el futuro de un país. Tres hombres destinados a traicionar su vida entera para abrir espacios en la democracia española. La ética de un narrador tan contundente como Javier Cercas es haber calado el gesto de tres personajes que son tan reales como ficticios, Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo, y con ese gesto descubrir lo que todos habíamos mirado y uno sólo ha visto.
La cita de Borges que Javier Cercas utiliza en el epílogo es magnífica: "Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es". Los dos lados del espejo no están tan separados. La Anatomía de un instante es el análisis narrativo de todo lo que rodea y precede al momento en el que un personaje real, Suárez, sabe para siempre quién es y por eso mismo, por esa conciencia momentánea, por ese tiempo de ausencia cognitiva, salta de la realidad a la ficción. Gracias, Javier.