07 julio 2011

Porque el tamaño importa

No ha sido capaz Jesús Cotta de elegir una sola referencia para celebrar nuestro II Aniversario. Y nada más alejado de las Sonatas de Valle-Inclán que El señor de los anillos (1954-1955). Una obra de adolescencia que, como los buenos vinos, mejora con el tiempo. Una trilogía que es, hoy día, más una producción cinematográfica que otra cosa, si bien Jesús nos remite a ese momento fundacional en el que los jóvenes se enfrentaban por primera vez a los mundos de Tolkien hojeando las páginas de un libro y no pulsando una tecla.


Jesús Cotta

Lo bueno, si grande, cuatro veces bueno: dos por bueno y dos por grande. No sería El Quijote obra maestra con sólo tres capitulines, y no asombraría tanto la Ilíada con sólo cien hexametritos. Nadie, de poder elegir, preferiría ser guapo con metro y medio de estatura pudiendo serlo guapo con uno noventa. Con un libro bueno y gordo uno se lo pasa mejor y más tiempo que con un libro bueno y chico. Por eso recomiendo El señor de los anillos de J.R.R. Tolkien, con sus mil paginillas de nada, un libro de guerra y aventura que ha de leerse en el sofá.

Tolkien es a la literatura fantástica lo que Homero a la épica: dos astros inalcanzables para sus seguidores. Porque él no se inventa un mundo, sino un universo. Es la creación literaria absoluta. Y sabe de ese mundo muchíiiiiisimo más de lo que nos cuenta y eso otorga a cada palabra suya un eco misterioso que no defrauda ni aun cuando uno, rebuscando en otros libros suyos, logre desentrañar la mitad del misterio.

En este novelón los buenos son bellos y los malos son feos, pero no por maniqueísmo, sino porque el autor les ha quitado a los personajes las caretas de hipocresía con que los corderos se disfrazan de lobos y los lobos de corderos. Así tiene que ser en las grandes obras, donde no valen las componendas. También en la Ilíada Homero tiene a un feo y malo: Tersites, al cual Odiseo, con la potestad que su belleza le confiere, le da un bofetón porque se lo merece por resentido y mal hablado.

Ahora Tolkien suena a superproducción cinematográfica, pero os juro que hubo una época en que era un autor desconocido y de culto. Cayó en mis manos hace casi treinta años, y se lo di a leer a todo el que pude con tal de tener alguien con quien compartir la experiencia. Y la experiencia se resume en esta frase: algo tan hermoso no podía ser tan sólo un libro. ¿A que no? ¿A que no?

Yo me hice un hombrecito con su lectura. Me salieron con él los primeros musculitos. Y mi modelo de hombre sigue siendo el que encontré en ese libro: valentía, lealtad, nobleza, honradez, poner la potencia al servicio del más débil, buscar el bien y la belleza. Yo he matado orcos, he besado la mano de Galadriel, he llorado sobre el pecho de Boromir, me he compadecido de Gollum. Me sigue subyugando ese mundo de guerreros ecologistas y amigos del hombre que dan más importancia a la libertad y la justicia quea la comodidad de vivir en sus casas ciegos al sufrimiento del mundo.

Ese libro sanador y épico fue para mí una inyección de vida. Muchos lo tachan de literatura de evasión, pero, como Tolkien decía, sólo los carceleros están contra la evasión. A los espíritus libres la evasión nos encanta.

Lo más bonito y llamativo del libro es lo que no sale en él: ni religión ni sexo. Y eso está muy bien, porque así el lector descansa tranquilo sabiendo que el autor no llevará a los protas a templos extravagantes de dioses con nombres rarísimos que exigen ritos bárbaros, ni nos hurgará en la entrepierna mostrándonos a la guerrera Eowyn sacándose una teta ni a dos hobbits practicando el sexo oral en el Bosque Negro. Tolkien se centra en el reto y la aventura. Nos entrega un regalo puro, sin afrodisíacos ni misticismos.

Sólo en algunos momentos de mi vida, que no puedo decir aquí, he sentido esa plenitud de razón y corazón con la que Tolkien sabe colmarme cada vez que me acerco a él, exactamente igual que cuando tenía quince años, y no es porque yo no haya cambiado, sino porque las cosas buenas como él no cambian. Si acaso, mejoran.

Y un BRAVO para los traductores: Luis Domènech y Matilde Horne.

Por eso, queridos amigos, lo recomiendo.

¿Para qué esnifar coca si existe Tolkien con su subidón de dopamina y testosterona?

'Ex corde'.

06 julio 2011

A lomos de un cocodrilo

Hoy, en las reseñas ‘vintage’ para el II Aniversario de Estado Crítico, Jesús Cotta nos recomienda con vehemencia bucear en las cuatro Sonatas (1902-1905) de D. Ramón María del Valle-Inclán, cultivador de diversos géneros literarios (igual que nuestro reseñador).

Jesús nos advierte que dejarse seducir por este seminal ciclo de novelas españolas es adentrarse en un mundo sugerente de combates entre Eros y Tánatos, de la mano del ya arquetípico Marqués de Bradomín.


Jesús Cotta


Si de mí dependiera establecer con diez obras el canon de la literatura occidental del siglo XX, incluiría, a no ser que me sobornasen con unos milloncitos de euros, las cuatro Sonatas de Valle-Inclán. Las cuatro: la de Primavera, la de Verano, la de Otoño y la de Invierno. Las recomiendo cuatro veces.

No se puede seguir leyendo y escribiendo igual una vez que uno se las inyecta en vena, porque desde entonces ellas circulan por la sangre en bajeles de oro y azabache seduciendo doncellas y descamisando marineros rusos o luchando a brazo partido con curas carlistas y fornidos. La extrema elegancia de sus frases abruma por sus hallazgos literarios, por esos adjetivos que transfiguran la realidad, por esas imágenes tan hondas, por ese ritmo deslumbrante de sus períodos. Y, por si fuera poco, toda esa belleza formal está al servicio del tema, porque Valle-Inclán no es, al estilo de Gabriel Miró, sólo un buen prosista, sino un extraordinario narrador. Si usted busca la cuadratura del círculo, 'id est', belleza intensísima de la forma y acción y peripecia en el contenido, tiene en nuestro insigne barbudo lo que busca.

Perdonen ustedes que yo pierda el tino con estas cuatro estaciones. Pero ¿cómo no lo voy a perder si superan en osadía a Sade, pero sin su mal gusto y sin su mala leche, si superan en completitud y completez y completidad (y disculpen los palabros) a En busca del tiempo perdido o La montaña mágica, si suponen en la historia de la literatura un hito tal, que urge encumbrarlas ya junto a los Grandes Raros Exquisitos del Mundo, como Kavafis o Novalis?

Si usted se ve en el compromiso de tener que obsequiar de algún modo al embajador de Siam o de seducir a un príncipe de los Balcanes o de quedar bien con una devoradora de hombres o, lo que es más habitual, de ser aceptado en una logia de vampiros, regáleles una buena edición de las Sonatas en papel de seda y subraye al azar y con tinta de color violeta una frase. Cualquiera que usted subraye suscitará tertulias de madrugada, noches de amor en un cenador y obras esotéricas que explicarán, ¡por fin!, este incomprensible mundo.

Quizá consigamos así algún día que los poderes públicos olviden su mal gusto y cultiven para poetas y amantes de poetas un jardín en un claro de bosque donde podamos ir desnudos y perfumados para que el polen nos embellezca para siempre.

Y, en fin, no digo más, porque, si me voy de la lengua, moriré en un atentado a manos de los miembros de la sociedad secreta a la que pertenezco: ya he dicho más de la cuenta. Sólo añadiré que, si lo lee en verano, pertréchese de té helado para no arder y cerciórese de que vasodilata bien. Así, lo que haya en usted de caballero o de dama se verá colmado de dicha y orgasmo intelectual cuatro veces, una por cada estación.

05 julio 2011

Leer a Némirovsky entre los escombros de Beirut

Si mal no recuerda Juan Carlos Sierra, fue en una entrevista a Elena Medel que oyó hablar por primera vez de I. Némirovsky y su Suite francesa (2004). La poeta cordobesa afirmaba que se trataba de una autora imprescindible y nuestro crítico apuntó la recomendación para el verano. Mientras en el verano de 2006 estalla el conflicto entre Israel y Líbano, Juan Carlos se sumerge en un relato descarnadamente auténtico sobre otro conflicto antiguo pero igual de cruel. Y la literatura hizo el resto.


Juan Carlos Sierra

Con los libros a veces se producen coincidencias simpáticas como, por ejemplo, cumplir años un 6 de marzo y que te regalen Bomarzo o que Almodóvar "te robe" para hacer una película el argumento de un libro –Alejandro Luque lo puede explicar mejor-; por no hablar de la simbiosis habitual entre lector y personaje –“eso me ha pasado a mí y no sabía cómo explicarlo”-. Hay lecturas, sin embargo, que guardan una relación menos amable con la realidad.

En el verano de 2006 estalla un conflicto bélico entre Israel y Líbano y desayuno todos los días entre imágenes de destrucción y muerte. Por casualidad cae en mis manos Suite francesa, la novela póstuma de Irène Némirovsky. Entonces la realidad y la ficción me acorralan en una especie de fuego cruzado insoportable, pero necesario, y hacen que un libro signifique el 'shock' de un bombardeo.

Hay obras que iluminan las zonas en sombra que los 'flashes' de los fotógrafos o la luz de las cámaras de televisión oscurecieron hace tiempo, porque es falso que una imagen valga más que mil palabras.

Leer los periódicos o escuchar las noticias durante gran parte de aquel verano supuso añadir un poco más de dolor al habitual. Dolían los bombardeos indiscriminados de Israel sobre la población civil libanesa, sus bombas de racimo que auguran muertos y mutilados futuros. Dolían las víctimas en Haifa o Nazaret provocadas por Hezbolá. Dolía la metralla de un herido o el polvo que cubre un cadáver.

Dolía, pero como un pinchazo, como un aviso, superficialmente –si se quiere-, con una inquietud necesariamente pasajera, porque cada uno tiene que seguir con su vida a pesar de todo y hay muchas cosas que hacer, y hoy no llego, y todavía no he terminado el informe ni he preparado la cena, y pobre gente, pero mañana a las siete…

Y entonces, por suerte y por casualidad, la literatura se alía con el telediario –o viceversa- y me pongo a leer Suite francesa. En ese momento las urgencias se relativizan y la realidad estrena cuerpo: no importa tanto el informe sobre la mesa del jefe ni que tus hijos cenen a las once –al fin y al cabo, aún están de vacaciones-, ni siquiera que mañana haya que madrugar.

Aquella pobre gente, por obra y gracia de la obra de Némirovsky, ahora sí que tiene cara, brazos y piernas –algunos no-, fardos y maletas que arrastrar, niños a los que explicar lo inexplicable, prisa por abandonar una muerte casi segura por una muerte más que probable, dudas en el camino a elegir,…

Es curioso cómo opera la literatura en la vida. Mientras silba el miedo sobre las cabezas de tantos civiles libaneses e israelíes, leer Suite francesa, una ficción sobre la huida de los parisinos ante la inminente llegada de las tropas nazis, añade un nuevo matiz de realidad a las imágenes de la población civil saliendo de Beirut o Tiro que vimos durante gran parte de un verano desgraciado. Lo más importante, sin embargo, fue que para el lector que yo era en 2006 se recupera la tensión de las palabras y conozco con más precisión qué implica ser "refugiado", pero también cuál es exactamente el significado de algunos otros términos bajo las bombas: miedo, sangre, cráter, egoísmo, traición, coche, vanidad, amor, hambre, noche, generosidad…

Con Suite francesa Némirovsky trata de “Contar lo que le pasa a la gente y ya está”, pero mostrando la “lucha entre el destino individual y el destino común”, según declara en la tercera parte inconclusa del libro llamada "Cautividad". La lucidez para ver y sacar a la luz la esencia del ser humano en una situación límite, como la que se narra en Suite francesa, es la marca de la casa de la escritora francesa y la clave para que al lector que yo era entonces se le removieran los cimientos de una casa construida en la zona tranquila del estado del bienestar.

Su lucidez es nuestra lucidez en estos tiempos propicios al "nosotros" contra el "ellos", esto es, al odio: las abstracciones históricas roban el significado de las palabras y usurpan la vida real de la gente que está detrás de esas palabras. Por eso es necesario leer ahora y siempre Suite francesa, para saber qué late exactamente bajo las imágenes y las palabras que nos llegaban en 2006 desde Líbano e Israel y nos siguen llegando desde cualquier conflicto bélico actual o futuro.

04 julio 2011

Sigue el camino de baldosas amarillas

Dani Ruiz García dedica su reseña conmemorativa del II Aniversario de Estado Crítico a El Mago de Oz, una novela infantil escrita en 1900 por L. Frank Baum que con el tiempo -defiende nuestro crítico- se ha convertido en todo un prototipo de "obra sin autor", apegada al imaginario colectivo a través de sus iconos y elementos argumentales más representativos. Una historia que apela al poder de la fantasía y tiene en el camino su principal elemento simbólico.


Daniel Ruiz García


Quiere mi caprichosa imaginación hacer coincidir en el mismo tiempo del recuerdo dos momentos determinantes de mi infancia: el primero, el descubrimiento atroz de que los Reyes Magos eran los padres; el segundo, mi primer visionado de la película El mago de Oz. Del primer momento, retengo algunas imágenes que parecen más bien incrustadas en mi retina: mi hermano Luisma vigilando sigiloso el pasillo, al tiempo que acerca una silla hasta la puerta, para abrir de par en par el altillo que está sobre el quicio, y descubrirme —¡oh, dios mío!— la imagen inconfundible de las bolsas multilogotipadas con banderitas del Corteinglés, entre las que sobresalen algunas cajas de juguetes, una de ellas la granja de los clics de Playmobil (ya habían dejado de ser Famobil); otra segunda imagen, la del castigo: mi madre empalizando a mi hermano a lo largo del pasillo, con una escoba (¿o era una fregona?) que se quiebra sobre su espalda, mientras yo observo el momento entre decepcionado y aturdido. Esta segunda imagen ha quedado en nuestra memoria familiar como una de esas historias con entidad de sainete, de recurrente remembranza en cualquier nochebuena, cumpleaños o celebración doméstica que se precie (otra de mis favoritas: mi padre, furioso porque con nuestros gritos mi hermana Berta y yo no le dejamos dormir, nos atiza furioso con una zapatilla en el culo, ignorando que esa zapatilla, a pesar de que produce un gran ruido, no provoca más daño que un pedazo de cartón; mi hermana y yo reteniendo las carcajadas, mientras mi padre regresa a su habitación prometiendo una nueva visita como no acabemos con los gritos de inmediato).

En cuanto al segundo momento, se trata sin duda de una de mis epifanías personales. Descubrir sobre una pantalla la existencia de la magia, comprobar que hay ficciones que pueden desplazarte en las coordenadas espacio-tiempo y trasladarte a otro mundo. Todavía conservo un vestigio de aquel estremecimiento si recuerdo el momento en que Dorita, la talludita niña interpretada por Judy Garland —menos mal que finalmente el papel fue para ella y no para la odiosa Shirley Temple, cuánto ganamos con aquella elección—, abría las puertas de su grisácea casa, ya después de haber sido desplazada por el tornado, y todo un mundo en technicolor se abría ante ella, una tremenda explosión de color saturado que se adelantaba en muchas décadas a las texturas visuales de la psicodelia. Muchas veces soñé con aquel mundo de Oz. Desde el principio sentí que era el sitio mágico al que me gustaría viajar, en el que me gustaría vivir. Mucho más fantástico que el de cualquier dibujo animado (sólo muchos años después supe que El Mago de Oz era una especie de respuesta, en formato de película en carne y hueso, a la animación de Disney Blancanieves y los Siete Enanitos; un intento de crear fantasía a partir de actores reales). Mucho más fantástico que el de cualquier ficción vista hasta entonces. El Mago de Oz, la película, despertó en mí un instinto creativo que hasta entonces había permanecido dormido. Me parecía maravilloso que alguien pudiera concebir una ficción con tal potencia que fuera capaz de permitir al espectador su traslado a otro mundo. Cuenta Salman Rushdie que fue El Mago de Oz, la película, lo que llevó a ser escritor. Probablemente a mí me haya ocurrido lo mismo. Lo que está claro es una cosa: sin El Mago de Oz, nunca hubiera sentido la fascinación que hoy siento por el fenómeno creativo.

El Mago de Oz pertenece con propiedad a ese exclusivo género de creaciones que han alcanzado el estatus de "obra sin autor". Me refiero a las creaciones que se hacen tan fuertes en el imaginario colectivo, que disfrutan de tantas recreaciones, reconstrucciones, reinterpretaciones y revisiones, que acaban diluyendo por completo el concepto de autoría, de forma que sólo queda la Obra, entendida en un sentido absoluto y universal, y de la que sólo se aprehenden con contundencia, como un icono visto en la distancia, sus elementos más característicos: la historia de una niña desplazada a un mundo mágico por un tornado; la aventura solidaria de cuatro amigos a lo largo de un camino empedrado (en el libro, de oro; en la película, simplemente, “de baldosas amarillas”); el fraude de un líder espiritual y moral que esquiva el miedo a través del engaño; el ¿ansiado? regreso a casa.

En su interesante ensayo La semilla inmortal, Jordi Balló y Xavier Pérez desmenuzan los principales argumentos universales del cine. Uno de ellos es la historia de Ulises, que al cabo no es sino la historia del héroe que camina. El Mago de Oz pertenece a la tradición argumental de La Odisea (curiosamente, otra de las grandes obras que han conseguido desembarazarse del autor), pero incorpora matices que lo convierten en algo único. La singularidad de El Mago de Oz está en la naturaleza de ese camino, que es el camino del sueño; la singularidad está en el carácter excepcional, mágico y extraordinario del camino. El Mago de Oz es un cuento que entronca con la tradición de los cuentistas modernos que surgen a partir del último tercio del siglo XIX y comienzos del siglo XX (la obra fue publicada, de hecho, en 1900) y que superan los conceptos algo apolillados de las hadas, las brujas y los príncipes clásicos mediante planteamientos más modernos y fantasiosos, con un punto onírico, y que curiosamente ponen casi siempre a la mujer en el objetivo (Alicia en el País de las Maravillas, de Carroll, o Peter Pan, de Barrie, son dos ejemplos representativos). A pesar de la simpleza de la formulación, la historia de Frank Baum está llena de audacia. Es en las incoherencias y los aparentes titubeos de la historia donde reside precisamente su magia. Una magia que hoy no habría pasado el filtro de ningún comité de lectura editorial. Sobre todo en la novela, el mundo de Kansas es feo, vulgar, desapacible. El tío Henry no puede ser un ser más despreciable. Frente a ello, desde su entrada en Oz, el nuevo mundo resulta fabuloso. No se entiende, pues, que Dorita tenga el empeño de volver a su árido y desapacible hogar. La casa, además, viene a caer sobre el cuerpo de la Bruja Mala del Este, provocándole la muerte. Sin más, Dorita se apodera de sus zapatos, chapines de rubíes en la película y zapatos de plata en el libro (desde que leí el libro, siempre me gustaron más los zapatos de plata, aunque reconozco que los chapines rojos refulgen tremendamente en technicolor). La misma Hada que le anima a ponerse los chapines es la que al final, después de todas las fatigas de la película, le sugiere juntarlos tres veces para regresar a casa. Por tanto, resulta una aventura que podríamos habernos ahorrado. La historia está llena de pequeñas trampas, entre la que sobresale, por encima del resto, la del fraudulento mago. Un mago que además gobierna con irresponsabilidad, porque a pesar de todo su poder no duda en enviar a la cuadrilla de mamarrachos aventureros a derrocar a la tirana, la Bruja Mala del Oeste (inconmensurable el papel de Margaret Hamilton; al parecer, durante el rodaje de la película se comportó de una manera muy cercana al papel que representaba). Y al final de todo, resulta que no es ni mago ni nada, sino un embaucador, un impostor que se ha llevado de calle a todo Oz con trucos propios de barraca. La moraleja del libro es bastante lúcida y pesimista: todo es una pantomima, los que mandan son unos embusteros, no hay un verdadero final, el destino es tan gris como la partida: una Kansas desangelada, empobrecida y gris. Lo único verdadero es el camino.

En cierto modo, con los Reyes Magos ocurre lo mismo. Como el impertinente perro Totó que tira de las cortinas para dejarnos ver al embustero mago, mi hermano me abrió el altillo para que mi sueño se hiciera pedazos. Pero cuando cojo un libro, cuando me meto en una buena novela o en una película, cuando me sumerjo en algún disco que merece la pena, mi imaginación echa a volar. Regreso al país de los Reyes Magos, que debe ser un poco como aquel Oz que persiste en nuestro imaginario colectivo: el país inefable de las baldosas amarillas, la región singular y extraordinaria de las historias imposibles. La ficción, la fantasía, la capacidad de soñar: todo eso que nos hace sentir verdaderamente vivos.

01 julio 2011

De la rosa solo nos queda el nombre

José María Moraga nos presenta una de sus primeras experiencias literarias: la lectura de El nombre de la rosa (1980) del italiano Umberto Eco a la tierna edad de doce años.

Un clásico del siglo XX, transformado en exitosa película, y pionero dentro de un género tan denostado posteriormente como es la novela histórica. Un 'best seller' internacional ideado por uno de los grandes pensadores y estudiosos europeos que conserva toda su vigencia hoy día.



José María Moraga

Para un niño de doce años, una película sobre monjes y asesinatos ambientada en la Edad Media, con un trasfondo entre filosófico y policiaco puede ser demasiado 'heavy'. Y la novela en la que dicha película se basa todavía puede serlo mucho más. O puede ser que esa novela, El nombre de la rosa (original de 1980), le abra un mundo tal de posibilidades que descubra, a la tierna edad de doce años que -señoras y señores- leer es maravilloso.

El nombre de la rosa es un libro sobre libros, es una novela de intriga histórica, policial (como se ha dicho) pero también una magna obra literaria preñada de erudición. Cuando el que esto escribe la leyó por primera vez (la he leído tres veces), seguida del ensayo Apostillas a El nombre de la rosa (1985), ni siquiera sabía lo que significaba la palabra “apostilla”. Tampoco sabía lo que eran la semiología ni la semiótica, ni podía sospechar que años más tarde acabaría estudiando todo lo relacionado con la lengua y la literatura hasta obtener un título de (más o menos) lector profesional.

Pese a no saber estas cosas, ni conocer a Umberto Eco ni soñar con la importancia de su obra, aquel niño de doce años intuyó que la novela italiana que tenía entre manos era un artefacto prodigioso de belleza y complejidad, aprendió que entre dos tapas de cartoné 600 páginas de papel entintado podían contener una riqueza de mundos, símbolos, interpretaciones e ideas como no las había vislumbrado en sus infantiles lecturas de Chesterton o Conan Doyle (qué duda cabe, modelos para Eco). No descubro nada al afirmar que El nombre de la rosa tiene tantas posibles lecturas como lectores, a lo mejor igual que cualquier libro, solo que aquí esa verdad se nos revela todo el tiempo.

En el precioso volumen que recibí como regalo de Navidad, la novela venía seguida de la traducción de los textos latinos y por el ensayo del propio Eco Apostillas a El nombre de la rosa, que me hizo descubrir, antes de leer las fantochadas de Dámaso Alonso o Stanley Fish, que había una actividad muy seria llamada crítica literaria (sesuda, no como la que hacemos aquí, que es diletante).

La intriga policiaca que pone en marcha El nombre de la rosa seguirá resultando deliciosa más de 30 años después, el extraño caso de unas muertes de monjes en una apartada abadía benedictina en los Apeninos, a principios del siglo XIV. Su resolución, aún nos deja con la boca abierta. El aparato teológico-filosófico en el que se sustenta la obra puede ser disfrutado al más alto nivel o puede ser obviado por el lector lego, quien lo dará a beneficio de inventario de la ambientación medieval (debate sobre la pobreza de Cristo, enfrentamiento Papa-Emperador, balbuceos del método científico-deductivo, órdenes mendicantes, Inquisición, pecado, herejía…).

La verosimilitud de la voz narrativa es algo que el lector siempre habrá de conceder al autor, puesto que no sabemos los dialectos italianos ni el latín del siglo XIV (ni Eco los sabe). No obstante, el amor por el detalle y el esfuerzo por resultar creíble, por dotar a los personajes (inolvidables Adso de Melk, Guillermo de Baskerville, el abad Abbone, el inquisidor Bernardo, Jorge de Burgos) de una mentalidad plausible, acorde con su época y su papel social (el de 'oratores' en un mundo que se resquebraja) da como resultado un producto de primerísima calidad. En otras palabras, si la Edad Media no fue como la pinta Umberto Eco, podía haberlo sido perfectamente.

Y luego está el amor por los libros. Es Guillermo –entre Ockham y Holmes- extasiándose ante los comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana, son los debates en el 'scriptorium' en torno al tema de la risa (¡ay, ese segundo libro de Poética de Aristóteles!), es la celebración de una biblioteca, que en este caso está vedada pues esconde un misterio. Una isla de cultura dentro de la isla de cultura que ya de por sí representaba un monasterio medieval. La biblioteca como espacio mágico, como mundo de posibilidades infinitas, algo que ya codificó Jorge Luis Borges y de lo que recientemente hemos tenido noticia en Luis Manuel Ruiz.

Con el tiempo me enteré de que Umberto Eco era un erudito de talla inconmensurable. Pionero de la semiótica (el estudio de los signos), hijo del estructuralismo y una de las voces más preclaras del debate cultural contemporáneo. Con el tiempo aprendí sobre sus distinciones entre “alta” y “baja” cultura, entre apocalípticos e integrados, y pude poner en contexto su ingente obra crítica, filológica y literaria (este hombre lo mismo te habla de Joyce que de los carbonarios que de “la lengua perfecta” o de una supuesta “Nueva Edad Media”). Con el tiempo este reseñador llegó incluso a cumplir su sueño desde los doce años: ver en persona a Umberto Eco, el chalado de los libros, el 'lector in fabula'.

El nombre de la rosa es un libro sobre otro libro, pero también sobre los libros en general y sobre los lectores, por eso no se me ocurre mejor obra para celebrar con vosotros el II Aniversario de Estado Crítico.