Juan Rulfo
Editorial Cátedra, 2009.
ISBN: 978-84-376-2595-9
151 páginas
12,50 Euros
Javier Mije
Qué privilegio, qué fortuna, qué oportunidad, no haber leído aún Pedro Páramo. Pero para algo se reeditan los libros, para algo reinciden los trenes en sus recorridos sempiternos, aunque se descascarillen y llenen de humedad las estaciones y el corazón. He sentido que volvía a leer por primera vez este libro que había leído antes al menos en un par de ocasiones. De pocas obras puede afirmarse algo semejante. Si escribir es sobre todo reescribir –sin ir más lejos Rulfo rasgó unas 150 páginas de su única novela antes de darla a la imprenta-, la literatura, cito a Cyril Connolly, citado por Muñoz Molina este mismo sábado en el suplemento de libros de El País, “es algo que ha de ser leído al menos dos veces”. El raro prodigio que se cumple con los clásicos es que cada ejercicio de relectura arroja un nuevo hallazgo, un matiz, un sabor inédito, y si la obra es grande de verdad, la promesa de que renovará la emoción que una vez nos suscitó. Releer como recordar, etimológicamente, volver a pasar por el corazón. No soy tan imprudente ni tan necio para intentar aproximar una luz (interpretativa) que no haya incidido ya previamente sobre Pedro Páramo. Sí creo que la literatura se asemeja en algo a la vida. No estoy pensando en el tradicional sentido aristotélico de mímesis, de imitación, sino en aquellas conocidas palabras de Chéjov que suelen emplearse para anatematizar la rigidez de las estructuras literarias: “es hora de que los escritores acepten que nada se comprende”. Esto es, la vida y la literatura son misteriosas. ¿A dónde quiero llegar por este camino? A la constatación, renovada a partir de esta nueva incursión en la infértil región Comala de que, pese a la voluntad de la crítica y la teoría literaria, las sólidas obras de arte tendrán siempre algo de agua entre las manos, de escurridizo pez volador, algo, en definitiva, inefable.
¿Cómo explicar la grandeza de Pedro Páramo? ¿Radica acaso en sus imágenes prodigiosas, en la extrañeza de sus filosos y ásperos diálogos, en su estudiada ambigüedad, en la mera sonoridad de las palabras y el malabarismo combinatorio con que Rulfo las sitúa una al lado de otra para hacerlas arder ante nuestros ojos, es lo depurado y elusivo del texto lo que suscita el misterio, sus saltos cronológicos, sus interpolaciones y ensoñaciones, o, en lo que concierne al argumento, la naturalidad con que ha dinamitado los límites entre el reino de los vivos y el de los muertos? No lo sé. Sí me atrevería a afirmar que Rulfo es, pese a la aparente dificultad de su novela –estupenda, por otra parte, para recordar que ni las nuevas tecnologías, ni los mensajes de móvil, ni el zapping, ni el chat ni la Nocilla han traído al arte narrativo eso que se ha dado en llamar “lo fragmentario”-, uno de los escritores más corteses que conozco con sus lectores. ¿Por qué? Por su compromiso con el lenguaje. Por su veneración a la forma bien hecha, eso que hace ya un par de milenios se consideraba requisito imprescindible de todo artefacto literario. Es la mera combinación artística de palabras la que en primer lugar nos seduce al adentrarnos en esta novela y dispone liviana y grata lo que Umberto Eco denominaba la espera semiótica, esto es, el tiempo que tarda un signo en completarse, en el caso de Pedro Páramo, las páginas que tenemos que recorrer antes de averiguar qué cosa terrible está ocurriendo en Comala.
No quisiera terminar esta reseña sin ponderar los méritos de esta renovada edición de Cátedra. Un objeto bello y bien hecho. Un prólogo nuevo, pertinente, medido, erudito, que como hace José Carlos González Boixo yo también recomendaría leer en último lugar. Un texto que después de muchos avatares –muy interesantes de seguir de la mano del prologuista-, y bajo el amparo de la Fundación Juan Rulfo, se da por definitivo (o casi). Varios apéndices –que se prefieren a las habitualmente engorrosas notas a pie de página espigadas aquí con cuenta gotas- que recorren aspectos como el registro y análisis de las variantes halladas en otras ediciones, el comentario de algunos fragmentos de la obra y, por último, una entrevista a Juan Rulfo. En definitiva, un estuche perfecto para volver a disfrutar de este canto a la desolación, a la derrota de todas las ilusiones, a la fragilidad de los sueños y lo empecinado del olvido. Que nada tiene remedio ya lo sabíamos, que la vida es frágil y el amor efímero lo habíamos comprobado, pero qué íntimo y emocionante resulta que un escritor extraordinario nos lo susurre de esta forma al oído.
¿Cómo explicar la grandeza de Pedro Páramo? ¿Radica acaso en sus imágenes prodigiosas, en la extrañeza de sus filosos y ásperos diálogos, en su estudiada ambigüedad, en la mera sonoridad de las palabras y el malabarismo combinatorio con que Rulfo las sitúa una al lado de otra para hacerlas arder ante nuestros ojos, es lo depurado y elusivo del texto lo que suscita el misterio, sus saltos cronológicos, sus interpolaciones y ensoñaciones, o, en lo que concierne al argumento, la naturalidad con que ha dinamitado los límites entre el reino de los vivos y el de los muertos? No lo sé. Sí me atrevería a afirmar que Rulfo es, pese a la aparente dificultad de su novela –estupenda, por otra parte, para recordar que ni las nuevas tecnologías, ni los mensajes de móvil, ni el zapping, ni el chat ni la Nocilla han traído al arte narrativo eso que se ha dado en llamar “lo fragmentario”-, uno de los escritores más corteses que conozco con sus lectores. ¿Por qué? Por su compromiso con el lenguaje. Por su veneración a la forma bien hecha, eso que hace ya un par de milenios se consideraba requisito imprescindible de todo artefacto literario. Es la mera combinación artística de palabras la que en primer lugar nos seduce al adentrarnos en esta novela y dispone liviana y grata lo que Umberto Eco denominaba la espera semiótica, esto es, el tiempo que tarda un signo en completarse, en el caso de Pedro Páramo, las páginas que tenemos que recorrer antes de averiguar qué cosa terrible está ocurriendo en Comala.
No quisiera terminar esta reseña sin ponderar los méritos de esta renovada edición de Cátedra. Un objeto bello y bien hecho. Un prólogo nuevo, pertinente, medido, erudito, que como hace José Carlos González Boixo yo también recomendaría leer en último lugar. Un texto que después de muchos avatares –muy interesantes de seguir de la mano del prologuista-, y bajo el amparo de la Fundación Juan Rulfo, se da por definitivo (o casi). Varios apéndices –que se prefieren a las habitualmente engorrosas notas a pie de página espigadas aquí con cuenta gotas- que recorren aspectos como el registro y análisis de las variantes halladas en otras ediciones, el comentario de algunos fragmentos de la obra y, por último, una entrevista a Juan Rulfo. En definitiva, un estuche perfecto para volver a disfrutar de este canto a la desolación, a la derrota de todas las ilusiones, a la fragilidad de los sueños y lo empecinado del olvido. Que nada tiene remedio ya lo sabíamos, que la vida es frágil y el amor efímero lo habíamos comprobado, pero qué íntimo y emocionante resulta que un escritor extraordinario nos lo susurre de esta forma al oído.
8 comentarios:
¡¡¡De verdad,qué gustazo las relecturas!!!
Un abrazo.
Tiene, su crónica, el rumor de fondo que trae re-cordar Pedro Páramo. Gracias, me estaba quedando sin tarde.
Cuando me preguntan por la mejor película de mi vida, respondo, al igual que todo el mundo, 'Casablanca' (sabemos que hay diez o veinte, pero una es la escogida). Cuando me preguntan por la mejor novela, respondo: 'Pedro Páramo'.
Una vez le preguntaron en una entrevista cómo había escrito Pedro Páramo. Y él contestó: 'quitando palabras'. sublime ;-)
Javier, será casualidad, pero me propuse empezar el año volviendo sobre 'El llano en llamas'. Qué gozada. Me temo que a partir de ahí la cosa va a decaer mucho. Grandes abrazos.
Gracias Mije por traer de nuevo a esta comarca a Rulfo, gracias al propio Rulfo y a su tío Celerino
A mi me marcó su lectura. Me encantó como está escrito.
Saludos
Antonio
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