Bécquer
Julio Nombela
Mono Azul Editora, 2010. Colección “Vuelapluma”
ISBN: 978-84-937-9820-8
176 páginas
16 €
Rafael Roblas Caride
Si a Garcilaso de la Vega le debemos la consolidación del endecasílabo en la métrica castellana y a Quevedo la fijación de la sátira, Bécquer representa la modernización de la poesía española de tal modo que se puede afirmar que, tras su obra, hay un antes y un después en las formas y maneras de afrontar la creación poética. Y es que la preferencia becqueriana por la asonancia, el adelgazamiento conceptual del poema y la búsqueda de la sencillez y de la naturalidad allanan un camino cuyo itinerario quizás no hubieran podido seguir sin el autor de la Rimas un Antonio Machado, un Juan Ramón Jiménez, un Luis Cernuda, un Luis Rosales o un Luis García Montero, por citar sólo algunos nombres al azar alejados entre sí en el tiempo.
Así pues, dada la importancia del sevillano en el devenir de la historia literaria de nuestro país, no debe extrañarnos el número desmesurado de autores que han derramado ríos y más ríos de tinta en torno a la vida y a la obra del poeta, conformando éstos finalmente un auténtico laberinto de ensayos, biografías y estudios que corrieron desigual fortuna. Mas, de entre todas estas aportaciones, destacan por su interés documental aquellos textos debidos a sus coetáneos. Precisamente éstos, a pesar de adolecer de una evidente subjetividad, constituyen por su cercanía un excelente testimonio de primera mano que ha servido para que sucesivos becquerianistas hayan podido iluminar las abundantes sombras que aún hoy difuminan muchos aspectos personales y artísticos del joven Gustavo Adolfo que desembarca en el Madrid del XIX con la ilusión puesta en la conquista de la gloria.
Uno de ellos es el testimonio que hoy cobra actualidad por la peculiar reedición debida a Mono Azul: las memorias de Julio Nombela, amigo personal de Bécquer, con quien compartió más de media vida, desde su adolescencia sevillana hasta los umbrales de su muerte acaecida en el infausto diciembre de 1870. Y ente ambas fechas, toda una serie de vicisitudes del más variado signo –penas y alegrías- sobre la pantalla plana de aquel Madrid romántico.
Pero, ¿por qué hemos aplicado el adjetivo de peculiar a este volumen que hoy se trae a colación? Hasta ahora, las Impresiones y recuerdos de Nombela –que así se titula realmente el original- no habían dejado de ser una curiosidad de lectores selectos y amantes del XIX español o el instrumento de trabajo de becquerianistas especializados. Quizás por ello, el “tomaco” que reunía dichas memorias no distaba mucho de ser un mamotreto –ilegible por su formato y por su número de páginas- bastante difícil de encontrar, a no ser que se rastrearan a conciencia los anaqueles de las librerías de viejo más especializadas. Por otra parte, la obra de Nombela, en realidad una crónica común de una vida mediocre, no destaca más que por un motivo fundamental: por los citados recuerdos y referencias becquerianas. Y aquí tenemos al perspicaz Jabo H. Pizarrozo escudriñando la oportunidad y separando el mineral de la ganga para ofrecer un particular Bécquer que rescata precisamente la parte del libro de Nombela que realmente se salva. Al menos a nuestro modesto parecer.
En un prólogo brillante, aunque con ciertos excesos –aún se me repite el puchero metafórico-, el editor aclara sus pretensiones y su vocación de desenterrador clandestino: “Bécquer es un libro rescatado de otro libro. Es un volumen que durante muchos años ha dormido sepultado en la tumba o si prefieren, en el túmulo de otro libro”. No hay una descripción más gráfica y a la vez más hermosa para definir la naturaleza de esta edición de Mono Azul.
Tras el prólogo, a lo largo de la narración de Nombela, Bécquer se nos presenta como un amigo cercano con el que compartimos el despertar artístico en esa Sevilla de los Montpensier; los primeros tanteos líricos, ya en la capital del Reino; las ensoñaciones amorosas y las fantasías plasmadas en posteriores versos; los vestigios y señales de la enfermedad fatal que lo encamina prematuramente a la fosa; el triste epílogo firmado en aquel frío y mortal diciembre madrileño; la mítica reunión en la casa de Casado del Alisal, donde los amigos prepararán la edición de las Rimas como homenaje.
Sin embargo, tal como han apuntado numerosos becquerianistas, muchas afirmaciones de Nombela hay que cogerlas con alfileres, puesto que los amigos de Bécquer tuvieron la mala costumbre de apoyarse en la fama póstuma de su ilustre colega para intentar encaramarse ellos mismos al pedestal de la gloria. Y aquí el caso de Narciso Campillo es paradigmático, empeñado en encerrar los deliciosos “suspirillos germánicos” del sevillano en constreñidos y monótonos cánones decimonónicos y en no valorar convenientemente la importancia de esos “entretenimientos” que para él eran las Rimas. Afortunadamente, Nombela no llega al extremo de Campillo, pero el lector experto puede apreciar en su lectura al sesgo un complejo de inferioridad mal asumido que intenta empequeñecer –por comparación- la importancia de su amigo Gustavo. Esa es la causa de que pasajes como el que transcribimos a continuación se repitan cíclicamente:
“La vida que hacía Bécquer, que seguramente es lo que más deseará saber el lector, era monótona y triste; pero como la tristeza era su elemento, ni se afligía ni se quejaba. En vez de vivir en el mundo, vivía en su cerebro y en su corazón. Las miserias y pequeñeces de que está llena la existencia no alternaba su ritmo habitual, que era la calma, la serenidad, la resignación. Jamás sintió el aburrimiento. La soledad, que le agradaba en extremo, estaba para él llena de seres, de ideas, de sentimientos que formaban un mundo en el que hallaba sus más puras y hermosas satisfacciones”.
Este Bécquer triste, apocado, solitario, conformista y gris se contrapone a la descripción que el propio Nombela hace de sí mismo: analítico, perspicaz, extrovertido, poseedor de influyentes amigos, viajero. Es indudable que, de este modo, la imagen de Bécquer se resiente con todo su malditismo y su tristeza a cuestas, sólo distraído por la visita fugaz de esas musas que -como quien no quiere la cosa y a su capricho - dotan al poeta de la genialidad necesaria para componer obras maestras. Y nada más lejos de la realidad, ya que Bécquer, como se han encargado de demostrar expertos de la talla de Guillén, Pageard o Montesinos, es un autor que conoce muy bien los mecanismos de su oficio y, quizás –o sin quizás- es el primero que elabora una poética explícita para llegar al misterio del poema para dejarlo, precisamente, libre de ellos. De ahí su grandeza, de ahí su tremenda modernidad. Ésto no pudieron –o no quisieron- verlo sus coetáneos, por más que lo disimularan en sus testimonios, con la salvedad de Augusto Ferrán que, curiosamente, fue el encargado de destruir esas cartas que, “de sobrevivirme, serían mi deshonra”, por mandato del moribundo Gustavo.
En cuanto al carácter triste y melancólico, flaco favor le han hecho a la fama de Bécquer pasajes como los de Nombela, eso sí, muy en consonancia con el tópico de un romanticismo al uso, traducido al milímetro en el conocidísimo óleo de Valeriano que -en negativo- sirve de portada al libro reseñado y que tantas disimilitudes contiene respecto al cliché fotográfico que conservamos del poeta. Quizás, si esta última fotografía hubiera ilustrado los billetes de cien pesetas de hace algunos años y el cuaderno antimonárquico Los Borbones en pelotas lo conociera el gran público, la visión tradicional del Bécquer pasteloso que se estudia en bachillerato se engrandecería. Sin embargo, el pobre de Gustavo también resultaría más difícil de vender como personaje literario de sí mismo, tal y como ahora ocurre.
Pero olvidémoslo. No es este el medio más adecuado para estudiar pormenorizadamente las agresiones históricas sufridas por el genio romántico, sino para recomendar la lectura de esta perlita y felicitar la iniciativa de Mono Azul por recopilar y presentar al público general estos textos de difícil acceso hasta ahora. Además, los pasajes extractados de Impresiones y recuerdos se ordenan cronológicamente por capítulos, utilizando para tal fin versos sueltos de las Rimas. Otro aliciente más para un libro que se lee del tirón. Seguro que los amantes del “huésped de las nieblas” agradecerán esta labor altruista de síntesis de las memorias originales de Nombela. Y los estudiosos becquerianos, más aún.
Así pues, dada la importancia del sevillano en el devenir de la historia literaria de nuestro país, no debe extrañarnos el número desmesurado de autores que han derramado ríos y más ríos de tinta en torno a la vida y a la obra del poeta, conformando éstos finalmente un auténtico laberinto de ensayos, biografías y estudios que corrieron desigual fortuna. Mas, de entre todas estas aportaciones, destacan por su interés documental aquellos textos debidos a sus coetáneos. Precisamente éstos, a pesar de adolecer de una evidente subjetividad, constituyen por su cercanía un excelente testimonio de primera mano que ha servido para que sucesivos becquerianistas hayan podido iluminar las abundantes sombras que aún hoy difuminan muchos aspectos personales y artísticos del joven Gustavo Adolfo que desembarca en el Madrid del XIX con la ilusión puesta en la conquista de la gloria.
Uno de ellos es el testimonio que hoy cobra actualidad por la peculiar reedición debida a Mono Azul: las memorias de Julio Nombela, amigo personal de Bécquer, con quien compartió más de media vida, desde su adolescencia sevillana hasta los umbrales de su muerte acaecida en el infausto diciembre de 1870. Y ente ambas fechas, toda una serie de vicisitudes del más variado signo –penas y alegrías- sobre la pantalla plana de aquel Madrid romántico.
Pero, ¿por qué hemos aplicado el adjetivo de peculiar a este volumen que hoy se trae a colación? Hasta ahora, las Impresiones y recuerdos de Nombela –que así se titula realmente el original- no habían dejado de ser una curiosidad de lectores selectos y amantes del XIX español o el instrumento de trabajo de becquerianistas especializados. Quizás por ello, el “tomaco” que reunía dichas memorias no distaba mucho de ser un mamotreto –ilegible por su formato y por su número de páginas- bastante difícil de encontrar, a no ser que se rastrearan a conciencia los anaqueles de las librerías de viejo más especializadas. Por otra parte, la obra de Nombela, en realidad una crónica común de una vida mediocre, no destaca más que por un motivo fundamental: por los citados recuerdos y referencias becquerianas. Y aquí tenemos al perspicaz Jabo H. Pizarrozo escudriñando la oportunidad y separando el mineral de la ganga para ofrecer un particular Bécquer que rescata precisamente la parte del libro de Nombela que realmente se salva. Al menos a nuestro modesto parecer.
En un prólogo brillante, aunque con ciertos excesos –aún se me repite el puchero metafórico-, el editor aclara sus pretensiones y su vocación de desenterrador clandestino: “Bécquer es un libro rescatado de otro libro. Es un volumen que durante muchos años ha dormido sepultado en la tumba o si prefieren, en el túmulo de otro libro”. No hay una descripción más gráfica y a la vez más hermosa para definir la naturaleza de esta edición de Mono Azul.
Tras el prólogo, a lo largo de la narración de Nombela, Bécquer se nos presenta como un amigo cercano con el que compartimos el despertar artístico en esa Sevilla de los Montpensier; los primeros tanteos líricos, ya en la capital del Reino; las ensoñaciones amorosas y las fantasías plasmadas en posteriores versos; los vestigios y señales de la enfermedad fatal que lo encamina prematuramente a la fosa; el triste epílogo firmado en aquel frío y mortal diciembre madrileño; la mítica reunión en la casa de Casado del Alisal, donde los amigos prepararán la edición de las Rimas como homenaje.
Sin embargo, tal como han apuntado numerosos becquerianistas, muchas afirmaciones de Nombela hay que cogerlas con alfileres, puesto que los amigos de Bécquer tuvieron la mala costumbre de apoyarse en la fama póstuma de su ilustre colega para intentar encaramarse ellos mismos al pedestal de la gloria. Y aquí el caso de Narciso Campillo es paradigmático, empeñado en encerrar los deliciosos “suspirillos germánicos” del sevillano en constreñidos y monótonos cánones decimonónicos y en no valorar convenientemente la importancia de esos “entretenimientos” que para él eran las Rimas. Afortunadamente, Nombela no llega al extremo de Campillo, pero el lector experto puede apreciar en su lectura al sesgo un complejo de inferioridad mal asumido que intenta empequeñecer –por comparación- la importancia de su amigo Gustavo. Esa es la causa de que pasajes como el que transcribimos a continuación se repitan cíclicamente:
“La vida que hacía Bécquer, que seguramente es lo que más deseará saber el lector, era monótona y triste; pero como la tristeza era su elemento, ni se afligía ni se quejaba. En vez de vivir en el mundo, vivía en su cerebro y en su corazón. Las miserias y pequeñeces de que está llena la existencia no alternaba su ritmo habitual, que era la calma, la serenidad, la resignación. Jamás sintió el aburrimiento. La soledad, que le agradaba en extremo, estaba para él llena de seres, de ideas, de sentimientos que formaban un mundo en el que hallaba sus más puras y hermosas satisfacciones”.
Este Bécquer triste, apocado, solitario, conformista y gris se contrapone a la descripción que el propio Nombela hace de sí mismo: analítico, perspicaz, extrovertido, poseedor de influyentes amigos, viajero. Es indudable que, de este modo, la imagen de Bécquer se resiente con todo su malditismo y su tristeza a cuestas, sólo distraído por la visita fugaz de esas musas que -como quien no quiere la cosa y a su capricho - dotan al poeta de la genialidad necesaria para componer obras maestras. Y nada más lejos de la realidad, ya que Bécquer, como se han encargado de demostrar expertos de la talla de Guillén, Pageard o Montesinos, es un autor que conoce muy bien los mecanismos de su oficio y, quizás –o sin quizás- es el primero que elabora una poética explícita para llegar al misterio del poema para dejarlo, precisamente, libre de ellos. De ahí su grandeza, de ahí su tremenda modernidad. Ésto no pudieron –o no quisieron- verlo sus coetáneos, por más que lo disimularan en sus testimonios, con la salvedad de Augusto Ferrán que, curiosamente, fue el encargado de destruir esas cartas que, “de sobrevivirme, serían mi deshonra”, por mandato del moribundo Gustavo.
En cuanto al carácter triste y melancólico, flaco favor le han hecho a la fama de Bécquer pasajes como los de Nombela, eso sí, muy en consonancia con el tópico de un romanticismo al uso, traducido al milímetro en el conocidísimo óleo de Valeriano que -en negativo- sirve de portada al libro reseñado y que tantas disimilitudes contiene respecto al cliché fotográfico que conservamos del poeta. Quizás, si esta última fotografía hubiera ilustrado los billetes de cien pesetas de hace algunos años y el cuaderno antimonárquico Los Borbones en pelotas lo conociera el gran público, la visión tradicional del Bécquer pasteloso que se estudia en bachillerato se engrandecería. Sin embargo, el pobre de Gustavo también resultaría más difícil de vender como personaje literario de sí mismo, tal y como ahora ocurre.
Pero olvidémoslo. No es este el medio más adecuado para estudiar pormenorizadamente las agresiones históricas sufridas por el genio romántico, sino para recomendar la lectura de esta perlita y felicitar la iniciativa de Mono Azul por recopilar y presentar al público general estos textos de difícil acceso hasta ahora. Además, los pasajes extractados de Impresiones y recuerdos se ordenan cronológicamente por capítulos, utilizando para tal fin versos sueltos de las Rimas. Otro aliciente más para un libro que se lee del tirón. Seguro que los amantes del “huésped de las nieblas” agradecerán esta labor altruista de síntesis de las memorias originales de Nombela. Y los estudiosos becquerianos, más aún.
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