13 marzo 2012

Orilleando



Maremágnum 44

David Benedicte

IslaVaria, 2011

ISBN: 978-84-6151-476-2

145 páginas

12 €




Ilya U. Topper

Cuando alguien te manda un libro suyo incluyendo petición o sugerencia de reseña, y te gusta, bien. Pero si no te gusta, estás en un aprieto. Hay quien optará por la vía suave y responderá que como no le gusta el libro, prefiere quedarse callado. Pero a mí siempre me ha parecido una manera poco honesta de escaquearse de la responsabilidad asumida al meterse en esto de la crítica literaria (y no importa si uno se gana el pan con este oficio o simplemente tiene un compromiso voluntario con los lectores). Otra cosa son quienes se dedican a recomendar libros, pero como tuvimos que aclarar más de una vez en largos debates, que a veces adquirían cierto pH de acidez, Estado Crítico no recomienda libros sino que reseña novedades. Cuáles de entre las muchas que existen en el mercado depende necesariamente de lo que Cristina Peri Rossi llama la “intervención imprevisible del azar”.

Desde luego no me he tirado este rollo para luego decir que el libro que nos ocupa hoy me encanta. No, no, sospechan bien, se trata de una especie de nota disculpatoria previa. Calibré un momento si dejar el libro de lado por insignificante, pero no es insignificante: su autor, David Benedicte, tiene tres novelas en el mercado, una de ellas (Travolta tiene miedo a morir) premiada con el Francisco Umbral de novela, éste es su segundo poemario. Un poco de respeto, pues. Y respeto quiere decir reseña.

De entrada, me habría encantado que me encantara el libro. La portada –dos niños desnudos en la playa, todo un atrevimiento o una llamada a la resistencia ante las olas de puritanismo que amenazan con desbordar en algún momento los países allende los Pirineos e inundar el Sur– me gusta. La contraportada, también: este poema de prueba, esa historia de amor entre una sirenita feliz como una langosta y un garboso bacalao tiene un algo de Gloria Fuertes y una reminiscencia de Joachim Ringelnatz que me toca singularmente (algo infantil en la acepción más bella, más lírica de la palabra). Me lanzo al resto del libro como un crío al agua. Y parece fresquita.

Un 'haiku' acertado para empezar, algunos hallazgos en ese tono satírico-refrescante (cual novio ficus / recién plantado; la poesía: flotador / de papel mojado; melancohólico...) argumentos intrigantes, desde luego: un surfista ahogado que tararea "La Cumparsita", un 'playboy' que descubre la poesía... El libro promete. Pero luego la sensación es que uno, por mucho que bracee, sigue quedándose en el agua poco profunda, como ocurre en esas playas familiares que todos odiamos; siempre en la orilla de la lírica y sin opción de sumergirse de verdad. Resulta que también el tono de ternura se pierde: abundan las descripciones más bien ácidas de la fauna humana playera, atestadada de "guirilandeses" (concedo: un gol idiomático).

Hay un juego en estas páginas: se retoma varias veces la muerte del surfista, aparecen versos sueltos de otros poemas en piezas posteriores, poco a poco se va tejiendo una red de imágenes y personajes. Me gustaría que me gustara. Sólo que no me convence. No me convence que casi todos los versos del libro consten de una o dos, máximo tres palabras. La poesía es saber dónde cortar una frase, pero si se cortan todas las frases por el mismo patrón, acabarán asemejándose al perejil para la ensalada. Y eso de leer los menús de los chiringuitos como si de poesía se tratara es un juego al que nos hemos dedicado todos, pero no todos lo hemos publicado.

Al final queda la sensación de que los hallazgos, las palabras atrevidas (medianochea / en la cala), las imágenes certeras, la mirada capaz de atribuir sensaciones, voluntades, intenciones (incluso aviesas) a objetos tal vez no tan inanimados -el aparato de aire acondicionado, la cámara digital, todos estos “actores secundarios” (apunten otro gol)-, se ahogan en un griterío de playa familiar que nos estropea la lectura.

Hay quien rechaza reseñar libros de autores vivos, patrios y cuyas obras no le gusten, por miedo a que le retiren el saludo la próxima vez que se crucen en la calle, a que le lancen miradas asesinas en la próxima convención de literatos o incluso, quién sabe, a que le tiren el cubata a la cara. Soy consciente de correr cierto riesgo con David Benedicte, porque resulta que nos gustan las mismas playas, y por mucho que yo viva en las puertas de otro continente no es de descartar que nos crucemos este mismo verano por las calas del Cabo de Gata y me diga cuatro cosas. Sólo me queda un consuelo: dado que a los dos nos gustan las playas nudistas, al menos hablaremos a calzón quitao.

1 comentario:

Fran G. Matute dijo...

Con una reseña tan honesta y simpática no creo que nadie se sienta ofendido. Enhorabuena, Ilya. !Me ha encantado¡