El Sunset Limited
Cormac McCarthy
Mondadori, 2012
ISBN: 978-84-397-2502-2
96 páginas
14,90 €
Traducción de Luis Murillo Fort
Coradino Vega
Las novelas de Cormac McCarthy se caracterizan por una prosa incisiva, de una riqueza y una plasticidad tan seca como penetrante; una recreación del paisaje físico casi orgánica, en la que la naturaleza se convierte en otro personaje; una constante reflexión sobre el mal y lo apocalíptico; y una difuminación de las referencias deícticas que exige al lector estar muy atento para saber quién está hablando. Esos elementos, tan presentes en Meridiano de sangre o en su Trilogía de la frontera, brillan sin embargo aquí por su ausencia. Porque, escrita a la par que su aclamada La carretera (2006), El Sunset Limited se trata de una obra teatral en un solo acto, protagonizada por dos personajes claramente acotados en un espacio desde la primera línea reconocible: “Una habitación en un bloque de pisos de un gueto negro de Nueva York”. Pónganles las caras de Samuel L. Jackson y Tommy Lee Jones a estos personajes porque ésos fueron los rostros que protagonizaron la adaptación televisiva que dirigió el segundo para la HBO. El negro es un expresidiario que, tras una reyerta carcelaria, escuchó la voz de Jesús. El blanco, un profesor universitario para quien la única razón de estar vivo es tirarse a las vías del tren en el momento en que entre el Sunset Limited en la estación a más de cien por hora. El primero ya ha evitado que el segundo lo haga y, a modo de ángel de la guardia, lo retiene en su casa para que no lo vuelva a hacer. La suya es una misión evangélica. Intenta razonar con el blanco por qué ha llegado a esa situación y hacerle cambiar de punto de vista.
El diálogo empieza de una forma acartonada pero rápidamente alcanza la tensión de contraponer dos cosmovisiones 'a priori' irreconciliables. El blanco sólo ha creído en la cultura, pero “la civilización occidental se esfumó finalmente por las chimeneas de Dachau”. Por lo que a día de hoy no le queda nada a lo que agarrarse. Ha sido precisamente el conocimiento y la preponderancia del intelecto lo que le ha llevado a ver el mundo como un campo de trabajos forzados. Para el negro, en cambio, toda pretensión de conocimiento es vanidad (“Dentro de mi cabeza no hay pensamientos propios”, “Le sorprendería el poco tiempo que paso tratando de entender la vida”, “Mi manera de ver el mundo es muy limitada”), y sugiere si no ha sido esa arrogancia de la razón la que le ha conducido a la desesperación autodestructiva. Sin embargo, la obcecación del blanco es inflexible: “Si la gente viera el mundo como lo que es. Si viera lo que la vida es realmente. Sin sueños y sin ilusiones. Dudo mucho que nadie pudiera aportar una sola razón para elegir la muerte lo antes posible”. Cuando el negro le pregunta qué de malo hay en ser feliz, el blanco replica que la felicidad es contraria a la condición humana. El coraje de pretender lo contrario, más que insuficiente, es una farsa. Y el negro asiste perplejo a las consecuencias de la lucidez: a la brillante verbalización del no, a la irrefutablemente lógica evidencia de que la visión pesimista siempre es la correcta.
NEGRO: "Dígame, ya que no le convence esta vida, ¿cómo cree que tendría que ser?"
BLANCO: "Ni idea. Pero así no."
Ante ese potencial, al negro sólo le queda contraponer la fe, algo que por supuesto el blanco únicamente reconoce en personas con una grave carencia, mientras que el negro lo ve al revés: “El que no cree tiene un problema. Se ha propuesto desentrañar el mundo, pero cada vez que descubre algo que no es verdad deja otras dos dudas en su sitio”. Él sólo puede ofrecer una receta: “O amas a tu hermano o mueres”. Pero su capacidad argumental, la insuficiencia del lenguaje para cimentar la afirmación o verbalizar la “gracia” de la que hablaba Flannery O’Connor, no puede competir con las armas dialécticas de una razón dispuesta a demostrar su inexistencia. ¿Cómo hacer ver a quien sólo ve sombra que la luz está en todas partes y que la sombra la produce quien se empeña en no verla? De ahí que la misión del negro se troque en una terrible prueba de su propia creencia. Está claro que el blanco quiere el perdón, pero ¿y si no hay nadie a quien pedírselo? La lucha impotente por salvar al profesor choca de lleno contra el silencio del universo.
No hay por tanto aquí atmósfera de 'western', ni distopías, ni concomitancias con Hemingway o con Faulkner. Este Cormac McCarthy prescinde del envoltorio y simplifica el escenario y el lenguaje para mostrar en crudo los grandes temas de la humanidad: el sentido de la vida, la muerte, Dios, la felicidad o el conocimiento. Y aunque estemos ante una obra en apariencia menor por su comienzo titubeante y un final tan enorme como dramáticamente precipitado, McCarthy —con este despojado diálogo que nos hace acordarnos de Platón y de los ilustrados del siglo XVIII— elude toda contingencia y se atreve a penetrar en lo esencial para, como Shakespeare, llegar a la conclusión de que si existe una verdad no tiene más remedio que ser dialógica.
En un tiempo en el que la literatura le ha dado la espalda a los grandes temas en aras del detalle o del solipsismo, no le falta razón a Harold Bloom cuando considera a Cormac McCarthy un clásico vivo.
2 comentarios:
Magnífica reseña, Cora. Tiene que ser curioso enfrentarse a McCarthy sin toda esa parafernalia descriptiva, tal y como mencionas en la crítica.
En cualquier caso, el mero hecho de llamar a sus personajes "negro" y "blanco" me parece lo suficientemente crudo como para querer leer este monólogo en un solo acto.
Coradino: como de costumbre tus críticas me hacen querer leer el texto, y en este caso el “negro” y el “blanco” se me antojan como un gitano sin formación frente a una especie de catedrático “payo” sin ganas de vivir, de tanto pensar… Por suerte, a ti, que piensas tanto, no te pasa eso. Gracias por transmitirnos tu vitalidad en todo lo que escribes, lees y reseñas.
Publicar un comentario