22 diciembre 2009

La vida a dos tintas

George Sprott (1894–1975)

Seth

Mondadori, 2009.

ISBN. 978-84-397-2200-7

64 páginas.

17.95 euros.

Trad. de Ernest Riera Arbussa.



Alejandro Luque

¿Qué queda de uno cuando desaparece para siempre? Me temo que poca cosa. Podemos preguntarle a quien ha pasado décadas trabajando a tu lado, a tu cónyuge, a tu familia, y apenas serán capaces de poner en pie algunos borrosos rasgos de tu personalidad, la esquemática ficha de tus gustos y aficiones, tres o cuatro anécdotas que te conciernen. Creías haberle dado al mundo un novelón, y sólo le estabas dictando notas dispersas y balbucientes. Lo de veras interesante sería comprobar qué retrato resulta de sumar las opiniones de quienes nos rodean y nos han tratado, el modo en que un mosaico de espejos devuelve el reflejo de lo que proyectamos sobre cada uno de sus cristales. Por ejemplo, qué perfil obtendríamos de mezclar el testimonio de tu madre con el de tu peor enemigo, y el de tu pareja con el de tu amante, y el de tu superior con el de tu subordinado. Algunas redes sociales intuyen ese interés y ya han ensayado encuestas que coquetean con esta idea. Un dibujante canadiense, Seth (Clinton, Ontario, 1962), ha sido capaz de desarrollarla en una serie memorable.
Lo único que sabemos al abrir esta graphic novel –como se dice ahora- es que un tal George Sprott, como indica el título, murió en 1975 a la edad de 81 años. Pero, ¿quién era el tal George? ¿A qué se dedicaba? ¿Tenía parientes? ¿Tenía memoria? ¿Qué pensaba o sentía? ¿Cómo fueron los últimos momentos de su vida? A todos esos interrogantes fue Seth dando paciente respuesta en una serie de entregas que aparecieron periódicamente en las páginas de The New York Times, y que ahora ven la luz reunidas en una espectacular edición de Mondadori.

A través de continuos saltos hacia atrás y hacia delante, el lector va descubriendo que Sprott fue en su mocedad explorador en el Ártico, que todas sus experiencias son el sustrato del programa de la televisión local que presentará con notable éxito durante dos décadas, Aurora Boreal; que tuvo una delicada relación con sus padres, y una hija a la que no quiso reconocer; que solía fumar deleitosamente y padecía una suerte de apnea del sueño, que lo dejaba roque en medio de las grabaciones; que era el paradigma de unos “viejos tiempos” que acabarían siendo devorados por alguna desconsiderada modernidad, como todos los viejos tiempos.

El guión alterna sabiamente pasajes de una mareante locuacidad con profundos silencios a doble página. El dibujo, de un delicioso sabor retro y consagrado al bicolor –que participa del juego de saltos temporales y estados de ánimo-, despliega en contraposición a su aire clasicista una notable audacia en la composición de las páginas, con una original distribución de viñetas y bocadillos, buscadas reiteraciones, delicioso gusto por el detalle e importación de recursos propios del medio audiovisual al lenguaje gráfico.

Pero tal vez estos pormenores técnicos sean secundarios para hablar de un cómic tan fieramente humano como el que nos ocupa. Con muy poca afectación, sin adornar al protagonista con excesivas virtudes, la historia de Sprott seduce y emociona, provoca instantáneos ataques de melancolía como espontáneos brotes de risa. Y si el protagonista es inolvidable, no merecen ser ignorados los numerosísimos secundarios que desfilan por la serie, algunos entrevistados a propósito de Sprott como si se tratara de un documental, otros simplemente mencionados en recurrentes galerías: uno querría conocer la historia de todos esos representados, las estrellas del Canal 10: Eve Rivière, Kenybo The Clown, The Bull-Cook, Miss Bachelor, Violette Bruyeres...
Ahora que lo pienso, tal vez esté cometiendo una imprudencia recomendando un tebeo como éste en plenas fechas navideñas, tan deprimentes; una historia con el polo de fondo, con la que está cayendo; un cuento que acaba mal, precisamente ahora que todos tenemos el ánimo por los suelos, y que al dirigir la vista hacia el horizonte sólo vemos negros nubarrones y vaticinios agoreros. Correré el riesgo. Creo en el poder de la magia y la corriente eléctrica de la sensibilidad. Atrévanse ustedes también. Pidan en su carta de Reyes las memorias de Casanova, de acuerdo, pero como segunda petición anoten el George Sprott. No puede fallarles un artista que tituló su mejor obra La vida está bien si no te rindes.
Ah, y felices fiestas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bien cuenta usted y cuántas cosas ve. Pese al pesimismo de esta crónica, está usted en plena forma. Felices fiestas para usted también.