Gustave Flaubert
Simancas Ediciones, 2009
ISBN: 9788483921517
2 Tomos.
17 euros
Juan Carlos Sierra
A estas alturas de la historia y de la crítica literaria, supongo que poco queda que añadir acerca de la obra cumbre de Gustave Flaubert. Muchos con buen criterio –y otros muchos con no tanto- se han dedicado a diseccionar a Emma Bovary, a su marido Charles, a sus amantes Rodolphe y Leon, a sus vecinos –especialmente al inagotable Homais-, han buceado en la técnica narrativa de Flaubert, han comentado sus famosas frases “Emma Bovary c’est moi” o “Emma Bovary, esa puta”, han realizado su tarea de literatura comparada señalando su relación femenina y adúltera con novelas coetáneas, a saber, Anna Karenina y La Regenta,… Por todo esto y por lo que se me escapa, parece que no merece la pena continuar rellenando más folios para hablar de Madame Bovary.
Sin embargo, la actualidad manda. Una nueva edición de la novela por parte de Simancas Ediciones y un proyecto de reedición para el año que viene procedente de Punto de Lectura parecen sugerir que no todo está dicho sobre la Bovary o, simplemente, que merece la pena volver sobre ella, sobre todo en estos tiempos de crisis en los que solemos apostar por valores seguros; y, efectivamente, volver sobre la novela de Flaubert nos garantiza lo que la mayoría de los clásicos: gozo estético casi infinito. Sólo un ejemplo para no cansar.
Emma, en el momento de recibir la extremaunción, es descrita con esta voluptuosidad por Flaubert: “…Luego el cura se puso a recitar el Misereatur y el Indulgentiam, mojó el pulgar de la mano derecha en el óleo y comenzó a hacer las unciones. Primero en los ojos, que tanto habían apetecido todos los lujos terrenales; luego en las ventanas de la nariz, ávidas de brisas templadas y de perfumes de amor; luego en la boca, que se había abierto para mentir, que había gemido de orgullo y aullado de lujuria; luego en las manos, que se habían deleitado al contacto de las cosas suaves, y por último en la planta de los pies, tan acelerados cuando volaba a saciar sus deseos, y que ahora ya nunca volverían a andar” (Traducción de Carmen Martín Gaite para la edición de Tusquets).
Como he dicho más arriba, aparte del inmenso placer de leer otra vez la novela de Flaubert, probablemente poco o nada novedoso se puede aportar a lo que eminentes eruditos han escrito sobre Madame Bovary, pero eso no invalida la transmisión de lo que significa la lectura en primera persona, como lector sin etiquetas ni responsabilidades críticas, a pesar del contexto en el que aparece esta reseña. Así, pues, quien espere de aquí en adelante un análisis sesudo, puede abandonar el barco, porque a partir de esta línea voy a hablar de lo que significa para mí una novela y el paso del tiempo.
La primera vez que me encontré con Emma Bovary yo debería andar por mis ‘sweet twenties’, ávido de lecturas, de ensayos y apuntes sobre literatura y, según creía por entonces, orgullosamente muy por encima de la lógica de la modernidad, porque me habían enseñado sus claves, que ya por aquellos años me resultaban insoportablemente trasnochadas. Y entonces aparece ante mí un personaje que contiene en sí todas las contradicciones, los tics, los remilgos, la pedantería y la cursilería de lo, entonces para mí, más detestable de los esquemas de la modernidad en cuanto a lo sentimental-amoroso. En aquella primera lectura, llegué a odiar sinceramente a Emma Bovary. Y en ese momento me di cuenta de la importancia de una novela como la de Flaubert, de la potencia narrativa que contenía esa obra, porque hasta entonces nunca me había tomado de forma tan personal a un personaje de ficción –no sé si esto además sería materia de sicoanálisis o electroshock-.
Cuando la editorial Simancas pone en mis manos otra vez Madame Bovary, me encuentro en mis ‘maybe not so sweet thirties’ y el personaje me parece igual de potente que antes, pero más humano; o quizá sea que el tiempo ha hecho su trabajo y Emma Bovary también “c’est moi”. No por una cuestión estrictamente de edad, sino porque la insatisfacción es semejante, aunque quizá no tanto las estrategias para solucionarla, porque el peso de las convenciones sociales nos hace doblar las rodillas más de lo que uno quisiera, porque existe una misma necesidad de huir del color gris rutina de cierta cotidianidad, porque los pueblos, los barrios o las familias asfixian con su hipocresía,… La cursilería de Emma y sus amantes en este punto de la lectura y de la vida se ve desde otra perspectiva menos beligerante y más comprensiva, aunque no deje de chirriar.
Por todo esto y por muchos otros motivos que cada uno encontrará en su lectura o relectura de Madame Bovary, merece la pena volver a la novela; pero, eso sí, midiendo bien los tiempos vitales.
2 comentarios:
Hay un pasaje, excepcional y sublime para mí, en la novela. Cuando Emma tiene su primera cita en la cabaña. No se puede expresar mejor y transmitir la atmósfera del momento del primer adulterio con tan escasas pero precisas y plásticas palabras: "entró en la cabaña... y se abandonó". (No tengo el texto delante pero es algo así).
Cuando hoy en día los escritores se convierten en cirujanos, ginecólogos o carniceros para describir los momentos de intimidad y necesitan cinco, diez páginas para describir la mera función fisiológica es admirable, aún más, la elegancia y dandismo de Flauvert.
Saludos cordiales.
Kleist empleó una vez un guión - (como éste pero algo más largo) para describir un hecho que un año más tarde daría lugar a reclamaciones de paternidad (La marquesa de O.). Pero es que Kleist es el maestro incontestado de la narración concisa.
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