29 septiembre 2011

¿Es este el mundo que habitaremos?


El Occidente globalizado. Un debate sobre la cultura planetaria

Gilles Lipovetsky y Hervé Juvin

Anagrama, 2011. Colección "Argumentos"

ISBN: 978-84-339-6334-5

216 páginas

16 €

Traducción de Antonio-Prometeo Moya



Manolo Haro

Los sociólogos del 'star system' gozan de un predicamento extraño en las mismas sociedades que diseccionan. Se acogen con complacencia autocelebratoria los dictámenes que vienen a zanjar la falta de nombre para las enfermedades que nos acosan (ya se sabe que la masa democrática gusta de honrarse a sí misma en los fastos de la hipermodernidad). Se espera a la vuelta de la esquina que nos anillen con una arandela que contenga un sintagma categorizador que esclarezca los males del presente y (no siempre) planteen las soluciones del futuro. Gilles Lipovetsky es uno de ellos. Sus rótulos han venido llenando ese vacío nominal, cimentando su carrera en exitosos enunciados y en aplaudidas teorías sobre la postmodernidad.

En este librito que reseñamos no sólo participa él. Hervé Juvin, economista y ensayista, autor de diversos análisis sobre la sociedad del momento, hace las veces de voz encontrada con la de Lipovetsky. De hecho, el volumen recoge las ideas de uno y de otro en torno al problema de las relaciones entre “cultura y globalización” en el marco de una serie de sesiones de debate organizadas por el Collège de Philosophie y el Eurogroup Institute. Ambos bailan la misma música, pero con diferentes pasos: Lipovetsky lleva años pisando el entarimado, sabe que sus movimientos son firmes, pero denota un poco de complaciente inocencia al salir de la rueda; Juvin tiene un estilo menos floreado, menos indulgente; su salida de pista deja a la orquesta con la última vuelta del estribillo en el aire. Sentados ambos, acodados en la misma mesa, el veterano filósofo se toma una infusión mientras que el economista se pide un 'whisky on the rocks'. Veamos qué nos ofrecen estos danzarines muchachos.

Con “El reino de la hipercultura: cosmopolitismo y civilización occidental” abre juego el primero de ellos. Partiendo de la premisa de que “la globalización también es una cultura”, Lipovetsky realiza su principal aportación a este debate: la "cultura-mundo" es un capitalismo cultural que extiende sus ramificaciones mediante las industrias de la cultura y la comunicación, incontestables motores de crecimiento. La supuesta uniformidad que confiere esta cultura-mundo acaba con dicotomías que antes de este momento quedaban separadas e higiénicamente estacas: alta cultura/cultura comercial, vanguardia/mercado, arte/moda. ¿De qué modo, pues, se organiza una psicogeografía donde los sistemas de referencia a los que recurríamos para diferenciar el oro de la paja han explosionado y todo se acumula en un claro ambiente decanonizador? Precisamente la erosión de los límites nos lleva a la hipertrofia y ésta será el verdadero principio organizador de nuestro mundo. El autor de La era del vacío se cuestiona además si todo ello no supone la uniformización planetaria bajo el signo de Occidente. Ante tal pregunta hay que tener en cuenta dos datos relevantes: la crisis medio ambiental y el cambio climático hacen imposible generalizar modos occidentales consumistas; así como la 2ª globalización que se inicia ahora supone un claro etnocentrismo (el periódico brasileño O Globo dejaba claro hace unos días en un artículo de opinión que la Constitución del país evita cualquier participación extranjera en sus medios de comunicación más allá del 30 %, cosa que les evitará presenciar “touradas” y partidos de béisbol), el retroceso de la hegemonía occidental y un descrédito de sus valores.

El autor hace descansar el frontón de la "cultura-mundo" sobre seis poderosas columnas que sustentan y ayudan a glorificar las excelencias de una forma de vida global: el mercado, el consumo, el orden científico-técnico, las industrias culturales, el "webmundo" y la cultura del individuo. Se afirma aquí que el mercado se constituye como una nueva cultura dentro del turbocapitalismo, donde los criterios esenciales son la rentabilidad y la eficacia económica. El desmantelamiento de las medidas proteccionistas, sumado a la proliferación de las desigualdades y el desempleo masivo, plantean el sangrante dilema de “globalizarse o desaparecer”. Ahí es donde reside el 'quid' de la cuestión. Globalizarse quiere decir tratar en términos de rentabilidad "todo", por lo que "todo" será mercado expuesto al irreflexivo ejercicio del consumo. El arte es un producto de inversión; los museos abrazan el marketing para atraer a una clientela masiva que pasa una media de 6 segundos ante un cuadro; Christie's y Sotheby's trazan mediante sus precios de salida un nuevo canon artístico que antes se dejaba a la Academia o al Tiempo con mayúsculas. El planeta consumo ve que se multiplica la variedad y observa atónito que también lo hace el espacio (cines, estaciones, aeropuertos, etc.) y el tiempo (domingo, madrugada) para comprar. Además habría que señalar la paulatina presencia del cibercomercio. El consumo será, por tanto, el motor de crecimiento (India y China suman 250 millones de nuevos consumidores). En este marasmo de cajas de supermercado emerge la nueva fe regeneradora: “el universalismo técnico”, sin el cual sería imposible regir y organizar la vida y la economía de este webmundo en el que las industrias culturales dictan la lógica borreguil de la masa. De esta última se desprenderá el elemento nuclear de todo el entramado: hablamos del sujeto triunfador, un ser hiperindividualista que se ha despojado de las tradiciones, la familia, las filiaciones ideológicas para, como decíamos más arriba, autocelebrarse.

A pesar de todo ello, Lipovetsky afirma que existen unos límites infranqueables dentro de la lógica de la "cultura-mundo": el nacimiento o avance de los micronacionalismos separatistas, el nomadismo espiritual (retorno individual a lo religioso), la lengua (el inglés no es el problema, sino las lenguas nacionales que se comerán a las minoritarias) y la cocina (la unificación gastronómica es sólo un espejismo). Pero será a la larga. Su exposición termina, a pesar de sus iniciales presupuestos, con la constatación de que la 2ª globalización que iniciamos combinará consumismo con etnicidad, universalismo con particularismo, cosmopolitismo con indigenización y capitalismo con antiliberalismo. Se da, pues, una repulsión ambigua que combina antiamericanismo (entendiendo a éste como la esencia de la "cultura-mundo") con la fascinación por Occidente, que ha impuesto su “forma” en todo el globo. El trabajo de Lipovetsky, creo, hace aguas al final, cuando afirma que la solución reside en la vuelta a la cultura frente a la hipercultura, colocando a la escuela como piedra angular para estimular los deseos de creación, fomentar la potencialidades de cada individuo y animar a la investigación. Con un optimismo sorprendente afirma que “la cultura educativa sigue siendo ese dominio en el que abundan las posibilidades de conquista”. Claro que, si la cultura está fagocitada por la "cultura-mundo", ¿cómo llevar a cabo tal empresa? ¿Subvertimos el mundo desde las languidecientes escuelas?

Por su parte, Hervé Juvin, que se muestra más radical y menos transigente que el anterior, comienza su “Cultura y globalización” con la idea de que la crisis de mercado conlleva a la crisis de la cultura y, como tal, a la desaparición del individuo y a la asfixia de la democracia. Partiendo de la misma conceptualización que Lipovetsky, reflexiona sobre a qué se le da el nombre de "cultura-mundo" sin apartarse mucho de esa noción de la economización mundial y de la utilidad. La globalización se impone en nombre del bien, apoderándose de las culturas locales: todos somos los mismos. Asistimos cariacontecidos a la desaparición de lo imaginario por una mera saturación de imágenes; se multiplican los viajes a lugares que se parecen; el fin de las estructuras colectivas en nombre de los derechos humanos hace surgir individuos sin pasado, sin origen, sin vínculos, sin tierra y sin historia. El liberalismo económico liquida la Naturaleza, las formas sociales que ligaban a los individuo y la cultura. Se normativiza al hombre, que se convierte en un ser abstracto sólo definido por sus derechos. A estas alturas ya hemos visto que Juvin se introduce con más virulencia en la cuestión. Su cassandrismo anuncia el fin de las culturas o el cambio de paradigma occidental: le tocará a China y a la India convertirse en los primeros emisores de signos y representaciones (ya han empezado: miren si no los antebrazos tatuados de nuestros adolescentes y la implantación aún tímida del modelo Bollywood en las producciones del 'western world').

En el epígrafe “Los tiempos bárbaros” subsume la uniformidad al "kulturmundo", que, a su vez, acabará con las singularidades. La nueva barbarie está teñida de conformismo, norma, derecho e indiferencia. Sólo habrá ideología basada en el interés propio. Como resultado, entraremos en una sociedad política posdemocrática, sin espacios públicos donde practicar el intercambio cívico de opiniones, sustituidos por el engranaje aséptico de las redes sociales.

Concluye Juvin su demoledor lectura del estado del planeta con la idea, tan alejada de la inocencia lipovestkyana, de que la "cultura-mundo" es un sistema perfecto. La privación de conciencia en 9 millones de seres humanos persuadidos de su individualidad construye un duradero, casi indestructible, puente entre productores y consumidores, entre mercado y consumo. Somos “los primeros seres vivos cuyo oxígeno es el crecimiento y cuya respiración es el trabajo”, afirma casi al final de este nada complaciente trabajo.

Ahí quedan tendidas las alfombras en el cordel, oreadas por los vientos provenientes del Celeste Imperio y aledaños. Ambas ondean animadamente, pero los dibujos que exhiben difieren bastante en los colores y en las figuras. La última parte del libro es el intento de plantear una “discusión” entre estas dos visiones con la ayuda de terceras personas volviendo sobre algunas de las cuestiones que se tocan en los dos trabajos. Sospecho que es un mero asunto de posturas ante una misma realidad lo que llevará al lector a celebrar a uno u a otro. Duele mirar en el fondo del pozo, como duele fijar la vista en los ojos del asesino. La sociología tiene el extraño privilegio de teorizar sobre el vacío a partir de las señales del momento que los radiografiados no podemos sospechar. Las miradas que intentan ver más allá del nebuloso túnel son siempre bienvenidas con la sola condición de que nos hagan repensar el presente. Creo que aquí se consigue sobradamente.

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