04 noviembre 2011

Guatemalteco universal


Donde los Árboles

Humberto Ak’abal

Amargord, 2011

ISBN: 978-84-92560-67-7

186 páginas

10 €

Selección y prólogo de Chema Rubio



Alejandro Luque

Humberto Ak’abal suele recordar con una irónica sonrisa las palabras de Cristóbal Colón cuando se plantó ante la reina, recién llegado de las Indias, con dos indígenas encadenados. “Aquí le traigo a estos dos [no supo acompañar el determinante numeral con ningún sustantivo] para que aprendan a hablar”. Hace notar Ak’abal lo extraño que resulta que un marino políglota, que con certeza se desenvolvía bien en castellano, italiano y portugués, no alcanzara a entender que aquellos dos –¿hombres? ¿indios? ¿seres?– estaban tan facultados como él para el habla articulada, sólo que el suyo era un idioma distinto. Ese prejuicio ha permanecido vivo a lo largo del tiempo en todo el mundo, y hasta en nuestra vieja España se recuerda cómo se instaba a los gallego, euskera y catalanohablantes a “hablar en cristiano”.

Viene a cuento la anécdota porque Ak’abal se ha hecho poeta precisamente en la misma lengua que hablaban los indígenas ante los que Colón se hizo el sordo, la misma en la que sus padres y sus abuelos se dieron los buenos días, se declararon amor y despidieron a sus muertos: el maya k’iché. Y aunque este libro que reseñamos es el quinto de los suyos que ve la luz en España, todavía se trata de un autor poco conocido entre el gran público. Nada mejor que una antología como Donde los Árboles, tan hermosamente editada a pesar de algunos despistes tipográficos, para acercarse a él.

Hay varios caminos para llegar a la esencia poética de este guatemalteco que –lo explicaré más adelante– me atrevería a llamar universal. Una tentación comprensible es abordar su obra desde un punto de vista antropológico, pues parece evidente que los versos de Ak’abal poseen una valiosísima información acerca de su pueblo, de su cultura, sus costumbres y sus peculiares modos de convivencia. Sin embargo, a poco que se descuide el lector, ese prisma exótico puede relegar y hasta ocultar otros puntos de vista menos turísticos y paternalistas.

Propongo, pues, una lectura de la poesía de Ak’abal que escape del marco amarillo de la National Geographic. Alguna vez la he comparado, muy conscientemente, con la obra de un gran autor italiano, Tonino Guerra, que también escogió la amenazada lengua de sus antepasados, el romañolo, para edificar su poética; y que, a partir de esa herencia, desarrolla un discurso desnudo de retórica, atento a las cosas sencillas y eternas. Como en el caso de Guerra, casi todos los poemas de Ak’abal son breves, y no es raro que asome la ironía o el desenfado:

En el paraíso terrenal
estaba el árbol de la vida.

No había pecado,
no había muerte.

Sus hojas no se caían,
no se marchitaban.

Yo creo
que ese árbol
era de plástico.

La poesía de Ak’abal está llena aguaceros prodigiosos, de verdes intensos que brotan en las veredas, de amores por los que cruzan ríos invisibles, de fantasmas (“espantos” los llama él) que acuden del más allá como quien cruza la calle. Es profunda y orgullosamente maya, pero no traza un mundo cerrado, cualquier lector del mundo puede sentirse concernido por lo que cuenta, de ahí su inapelable universalidad. A veces el tono roza la contención extrema del haiku, otras adopta un tono reflexivo, existencialista, como de proverbio oriental:

De vez en cuando
camino al revés:
es mi modo de recordar.

Si caminara solo hacia adelante,
te podría contar
como es el olvido.

Otros textos nos sumergen de lleno en los sonidos del maya k’iché. Es ejemplo más popular es "Cantos de pájaros", un poema construido sobre onomatopeyas que habría hecho las delicias de los vanguardistas europeos de principios de siglo XX. “En mi país", suele explicar Ak’abal, "los pájaros se designan con la transcripción de sus cantos, de modo que nombrar a un pájaro es cantar con él”.

Creo que las nuevas vanguardias y los experimentos poéticos que la nueva centuria nos tenga reservados no sólo pueden convivir con esta poesía humilde, austera y tan estrechamente vinculada a la Naturaleza, sino que se antoja absolutamente necesario. Ahora que creemos haber alcanzado cimas de tecnificación y progreso, urge desandar de vez en cuando el camino para comprobar qué cosas hemos dejado atrás. Y pobre del poeta, del ser humano que se olvide de conversar con las piedras, de saludar por su nombre a los árboles y de hablar de usted al mar: será el modo seguro de que todo eso desaparezca a su alrededor y acabe teniendo como únicos interlocutores a los inexpresivos y célibes monigotes de los semáforos.

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