Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel
Leonardo Sciascia
Gallo Nero, 2010
ISBN: 978-84-937932-4-1
112 páginas
8 €
Traducción de Julio Reija
Alejandro Luque
Si ustedes tienen previsto pasar por Madrid antes del próximo 27 de febrero, no dejen de visitar la exposición que el Museo Reina Sofía dedica estos días a Raymond Roussel. Muchos descubrirán allí a uno de los escritores más extravagantes de todos los tiempos, capaz de escribir una novela como Locus Solus, sostenida sobre juegos de palabras, afinidades fonéticas y asociaciones arbitrarias, o unas Impresiones de África perfectamente inventadas, para lo cual hubo de olvidar minuciosamente lo que había visto y vivido en sus viajes reales al continente negro.
Roussel fue uno de aquellos ricos herederos de entre siglos, ociosos a tiempo completo, que supieron dilapidar sus fortunas sin renunciar a su curiosidad y al ejercicio de su talento. Su personalidad y su prosa fascinaron, entre otros, a Michel Leiris, a Michel Foucault, a John Ashbery y a nuestro Enrique Vila-Matas, que no desaprovecha ocasión para reivindicarlo. A él se acercó también Leonardo Sciascia, no tanto por afinidades literarias como por un hecho muy significativo: la muerte del parisino en un hotel de Palermo, el 14 de julio de 1933, en oscuras circunstancias.
Sciascia llega a este misterio de un modo casual: un estudioso francés le pidió que le consiguiera el certificado de defunción de Roussel, pero al obtenerlo le llamó la atención que la casilla “causa de la muerte” hubiera quedado en blanco. Esto animó al escritor siciliano a iniciar una serie de pesquisas que, siguiendo la fórmula de novela-investigación, o relato-encuesta (el original 'racconto-inchiesta di ambiente giudiziario' de Manzoni), da lugar a un nuevo concentrado de literatura, historia, política y crimen. ¿Alguien da más en medio centenar de páginas?
Publicada en España por Bruguera en los primeros ochenta, conjuntamente con En tierra de infieles, estas Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel ven la luz de nuevo, ahora como título exento, en una coqueta y muy portátil edición de Gallo Nero, sólo empañada por algunas lamentables faltas de ortografía. Una verdadera lástima, porque tanto las notas como el posfacio de Julio Reija responden a un mimo y una diligencia de los que el corrector de pruebas ha carecido.
Al margen de estos accidentes, el relato reconstruye con precisión la agonía de Roussel en el palermitano Grand Hotel des Palmes, un establecimiento de estilo Liberty en pleno centro de la ciudad donde al parecer Wagner remató su Parsifal. En la habitación 224, ajeno al tráfago de la capital, encontramos al padre de Locus Solus física y mentalmente degradado, acosado por tentaciones suicidas. En ese escenario aparece la figura de una dama con la que Roussel podría tener algo más que una sana vecindad, un camarero al que no se le escapa un detalle, un chófer más bien torvo, un médico de hotel que conocía la inclinación del huésped por los barbitúricos... Y todos estos ingredientes de novela de Agatha Christie acabarán reunidos alrededor del ilustre cadáver de Roussel.
¿Qué atrajo a Sciascia de este caso sin resolver? ¿Sólo el hecho de que un escritor famoso muriera tan cerca, en el corazón de su querida Palermo? ¿La simple curiosidad de una incógnita por despejar? ¿O la antigua simpatía que el siciliano profesó siempre hacia Francia y su cultura? Tal vez influyera todo eso, pero sobre todo una sospecha que se le convierte en reclamo irresistible: que el deceso de Roussel pudiera ser un crimen impune. Y la impunidad para él, como bien supo ver Federico Campbell en La memoria de Sciascia (1989), está siempre estrechamente vinculada con el poder, y en la sumisión de la justicia al poder. En este caso, la justicia chapucera e interesada del fascismo en aquel tórrido verano de 1933; pero podría haber sucedido en tantos lugares y épocas que no es exagerado hablar de lacra universal.
En la mencionada exposición del Reina Sofía, el visitante encontrará, junto a cuadros de Dalí o Max Ernst, manuscritos y objetos diversos, cosas tan curiosas como un vídeo de unos indígenas cocinando a un perro o una galleta a medio corromper que el inventor Camille Flammarion le regaló a Roussel. Ni una palabra, prácticamente, de los intentos de Sciascia por esclarecer qué hubo detrás de la sobredosis que acabó con él. Temo que, para cuando quieran reparar este error, los culpables se encuentren ya demasiado lejos.
Leonardo Sciascia
Gallo Nero, 2010
ISBN: 978-84-937932-4-1
112 páginas
8 €
Traducción de Julio Reija
Alejandro Luque
Si ustedes tienen previsto pasar por Madrid antes del próximo 27 de febrero, no dejen de visitar la exposición que el Museo Reina Sofía dedica estos días a Raymond Roussel. Muchos descubrirán allí a uno de los escritores más extravagantes de todos los tiempos, capaz de escribir una novela como Locus Solus, sostenida sobre juegos de palabras, afinidades fonéticas y asociaciones arbitrarias, o unas Impresiones de África perfectamente inventadas, para lo cual hubo de olvidar minuciosamente lo que había visto y vivido en sus viajes reales al continente negro.
Roussel fue uno de aquellos ricos herederos de entre siglos, ociosos a tiempo completo, que supieron dilapidar sus fortunas sin renunciar a su curiosidad y al ejercicio de su talento. Su personalidad y su prosa fascinaron, entre otros, a Michel Leiris, a Michel Foucault, a John Ashbery y a nuestro Enrique Vila-Matas, que no desaprovecha ocasión para reivindicarlo. A él se acercó también Leonardo Sciascia, no tanto por afinidades literarias como por un hecho muy significativo: la muerte del parisino en un hotel de Palermo, el 14 de julio de 1933, en oscuras circunstancias.
Sciascia llega a este misterio de un modo casual: un estudioso francés le pidió que le consiguiera el certificado de defunción de Roussel, pero al obtenerlo le llamó la atención que la casilla “causa de la muerte” hubiera quedado en blanco. Esto animó al escritor siciliano a iniciar una serie de pesquisas que, siguiendo la fórmula de novela-investigación, o relato-encuesta (el original 'racconto-inchiesta di ambiente giudiziario' de Manzoni), da lugar a un nuevo concentrado de literatura, historia, política y crimen. ¿Alguien da más en medio centenar de páginas?
Publicada en España por Bruguera en los primeros ochenta, conjuntamente con En tierra de infieles, estas Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel ven la luz de nuevo, ahora como título exento, en una coqueta y muy portátil edición de Gallo Nero, sólo empañada por algunas lamentables faltas de ortografía. Una verdadera lástima, porque tanto las notas como el posfacio de Julio Reija responden a un mimo y una diligencia de los que el corrector de pruebas ha carecido.
Al margen de estos accidentes, el relato reconstruye con precisión la agonía de Roussel en el palermitano Grand Hotel des Palmes, un establecimiento de estilo Liberty en pleno centro de la ciudad donde al parecer Wagner remató su Parsifal. En la habitación 224, ajeno al tráfago de la capital, encontramos al padre de Locus Solus física y mentalmente degradado, acosado por tentaciones suicidas. En ese escenario aparece la figura de una dama con la que Roussel podría tener algo más que una sana vecindad, un camarero al que no se le escapa un detalle, un chófer más bien torvo, un médico de hotel que conocía la inclinación del huésped por los barbitúricos... Y todos estos ingredientes de novela de Agatha Christie acabarán reunidos alrededor del ilustre cadáver de Roussel.
¿Qué atrajo a Sciascia de este caso sin resolver? ¿Sólo el hecho de que un escritor famoso muriera tan cerca, en el corazón de su querida Palermo? ¿La simple curiosidad de una incógnita por despejar? ¿O la antigua simpatía que el siciliano profesó siempre hacia Francia y su cultura? Tal vez influyera todo eso, pero sobre todo una sospecha que se le convierte en reclamo irresistible: que el deceso de Roussel pudiera ser un crimen impune. Y la impunidad para él, como bien supo ver Federico Campbell en La memoria de Sciascia (1989), está siempre estrechamente vinculada con el poder, y en la sumisión de la justicia al poder. En este caso, la justicia chapucera e interesada del fascismo en aquel tórrido verano de 1933; pero podría haber sucedido en tantos lugares y épocas que no es exagerado hablar de lacra universal.
En la mencionada exposición del Reina Sofía, el visitante encontrará, junto a cuadros de Dalí o Max Ernst, manuscritos y objetos diversos, cosas tan curiosas como un vídeo de unos indígenas cocinando a un perro o una galleta a medio corromper que el inventor Camille Flammarion le regaló a Roussel. Ni una palabra, prácticamente, de los intentos de Sciascia por esclarecer qué hubo detrás de la sobredosis que acabó con él. Temo que, para cuando quieran reparar este error, los culpables se encuentren ya demasiado lejos.
5 comentarios:
Estimado señor Luque, me alegro de que haya disfrutado del libro y le agradezco que haya sabido apreciar el mimo y el cuidado con los que está hecho. Respecto a las faltas de ortografía que menciona, me veo obligado a puntualizar, como ya hice en el epílogo del libro, que todas las que aparecen en la transcripción de las actas policiales (como, por ejemplo, «barbiatúrdicos» en lugar de «barbitúricos») son intencionadas y reflejan los problemas que los oficiales de la ley y el orden, cuya lengua materna era el siciliano, tenían a la hora de intentar escribir en el engolado y enreversadísimo italiano burocrático.
En caso de que se refiera a errores encontrados en los textos de puño y letra de Sciascia o en mi epílogo, la responsabilidad es totalmente mía, ya que Gallo Nero, que siempre cuida con gran esmero la corrección de sus libros, me permitió (tanto por respeto a mi autoría como debido a las particularidades de la gramática sciasciana) tener la última palabra sobre la forma final del texto.
Julio Reija
Estimado señor Reija, perdone que haya tardado tanto tiempo en contestar. Las faltas a las que me refieron son del tipo del "devido" en la página 24 (en vez de "debido"), o unos "seyos" (por "sellos") en la 49, que supongo no forman parte del estilo de Sciascia, ni están señaladas por el (sic) que sí acompaña expresiones como "barbiatúrdicos". Sé que las erratas son la pesadilla de cualquier editor que se precie, pero creo que es nuestro deber denunciar faltas ortográficas como las señaladas, que ni Gallo Nero, ni su trabajo de traducción ni los lectores se merecen. De ahí que, aun a riesgo de parecer tiquismiquis, las haya puesto de manifiesto. Si ud. me indica que son errores intencionados en el contexto de la obra, estaré encantado de rectificar al instante. Y vuelvo a felicitarle, a pesar de todo, por su trabajo, y a la editorial por el rescate de esta obra.
Muchas gracias por los ánimos y el apoyo a nuestro trabajo, Alejandro.
Justo los dos ejemplos que da, «devido» y «seyos», forman parte de transcripciones (la primera, de una deposición del profesor Michele Lombardo; la segunda, del informe conclusivo de la policía, que empieza en la pág. 45) y reflejan erratas de los policías.
Tiene razón en que unos cuantos «sic» habrían venido bien en estos casos, pero es que eran tantos que si los hubiésemos puesto todos habría sido un engorro para los lectores. Los (o «el»; no lo recuerdo con todo detalle) «[sic]» que se mantienen en el cuerpo del texto son del propio Sciascia, mientras que los demás casos que señalé (los más imperdonables, básicamente) tienen una llamada a nota, para interferir menos en la lectura...
En fin, que son menudencias y pequeñas decisiones más o menos arbitrarias, inevitables en casi todas las ediciones cuidadas, y en absoluto me he sentido molesto en ningún momento por encontrar en usted a un hermano de «tiquismiquitud»: antes bien, me alegro siempre que encuentro lectores y críticos tan atentos y amantes de las cosas bien hechas.
Estimado Julio, mis dudas venían inducidas además porque la versión de Atlio Pentimalli para Bruguera no subrayaba estos gazapos. Aclarado queda, ¡pero algo tendrán que hacer para la segunda edición! Saludos cordiales, y disculpe las molestias.
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