05 marzo 2012

La enfermedad fantástica



El asesino hipocondríaco

Juan Jacinto Muñoz Rengel

Plaza y Janés, 2012

ISBN: 978-84-01-35225-6

218 páginas

16 €




Luis Manuel Ruiz

Un malentendido de rancio abolengo afirma que la literatura ha de nutrirse de la existencia y que el escritor debe atiborrarse de aventuras, borracheras, traumas personales y públicos y visitas a burdeles con el fin de retratar en sus libros el gran retablo del mundo. Esa variante del arte como glosa o fotocopia de lo que sucede fuera de él olvida un elemento esencial: el relato que se alimenta de la propia fantasía del autor, sea éste un árabe anónimo del siglo X después de Cristo o un argentino ciego del XX; más: olvida a esa larga legión de visionarios, ascetas, seres estrambóticos del espíritu y la sensibilidad que eligieron crear universos alternativos como antídotos a ese otro, el de toda la vida, que les negaba sus puertas. Las nebulosas realidades de Kafka, de Kubin, de Poe, de Ballard son y no son a la vez la nuestra; son tal vez la nuestra filtrada por una lente única, exclusiva, que ha distorsionado las formas, los pesos y los colores ofreciendo nuevos panoramas que no figuran en los atlas. El mundo común está tan visto, me temo, como los cronistas que dicen retratarlo: la única alternativa para la creatividad radicaría en buscar sus salidas traseras, que las hay, y en cantidad.

A dicha labor, entre otras, se ha dedicado desde hace un par de lustros Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, 1974), apóstol de lo fantástico en un país reconocido por su aversión a los altos vuelos: los de las brujas, quiero decir. Autor de dos recopilaciones de relatos (88 Mill Lane, Alhulia, 2005 y De mecánica y alquimia, Salto de Página, 2009) donde lo prodigioso se alimentaba por igual de la erudición filosófica, el anecdotario y el viejo cuento de hadas, Rengel comenzó ofreciendo a sus lectores un ramillete de personajes, situaciones y encrucijadas que no resultaría extraño a los lectores de Borges, Calvino, Perucho y Olgoso. A esa memorable tradición, él quiso añadir dos rigores: el del humor y el del estilo. El segundo de ellos significaba una prosa cadenciosa, bien medida, de soportes académicos pero que sabía estallar en sus justos momentos en revelaciones inesperadas; el primero era y sigue siendo una de las señas de identidad de la obra de Rengel que también se repite en el libro que comentamos hoy: una mirada ácida, irónica, procaz incluso tanto hacia el mundo que nos rodea como a las gentes que lo habitan, que lo mismo puede dar pábulo a la compasión por nuestros semejantes que al deseo de que todo estalle de una buena y maldita vez para dejarnos en paz.

El asesino hipocondríaco es una novela sobre la literatura. Ya he mencionado que no pertenece el autor a esa secta según la cual sólo lo real está tolerado en la librería y no valen diálogos si no incluyen algún coño o colega que le dé color coloquial. Más bien al contrario, Rengel dedica su primera incursión en el género a esos egregios enfermos de ficción del pasado (Don Quijote, Emma Bovary, el barón de Münchhausen) para los que las crudezas de la materia nunca podrán competir con los exquisitos vuelos de la fantasía, sea ésta blanca o negra o de cualquier otro color. Digo lo del color porque la del Señor Y, protagonista del libro, es más bien oscura como la pez: aquejado de esa inveterada enfermedad de la imaginación que es la hipocondría, no cesa de ver amenazas para su vida, emboscadas, microbios, accidentes, trastornos, males, derrames y fracturas donde no los hay. Pero la principal afección del Señor Y es su pasión por los libros. En multitud de ellos ha leído que Descartes murió después de una pulmonía sueca (o quizá un envenenamiento por arsénico), que el padre de Tólstoi sucumbió a un ataque de apoplejía cuando el literato apenas había cumplido los diez años, que Nietzsche se volvió loco al conversar con un caballo y que Jonathan Swift acabó recluido en la jaula de grillos de su propio cráneo, sin hablar con nadie más que consigo mismo, tras encontrar seres imposibles rondando las patas de su escritorio. El Señor Y tiene una misión, que es matar a Eduardo Blastein, pero un obstáculo formidable se lo impide: el que forman, al acumularse, todos los males catalogados por la ciencia de la medicina y aun otros, muchos, que ni siquiera se atreve a atisbar. Siempre existe algo mayor que lo que hay: lo que no.

Como creador, Juan Jacinto Muñoz Rengel está entero y total en este libro: está el humor del cacao, está el estilo impecable, la suave erudición, están el amor por la humanidad y el hartazgo del mundo que lo cobija. Una ocasión que no deberían desaprovechar quienes aún no se han asomado a su obra.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

esta novela es un rollo. la devolví a la librería.

Javi Pastrana dijo...

Sorprendente, absorbente, inquietante, instructiva, divertidísima, negrísima, y en definitiva pasmosa. Todo lo que los medios y los críticos no dejan de decir en todas partes ¡es verdad! Esta novela no se puede dejar de leer... Yo soy desde luego uno de los miles de lectores conquistados, y no dejaré de recomendarla, como todo el mundo. ¡Pronto la tercera edición!

Luis Manuel Ruiz dijo...

Me alegro, Javi, de que seas de mi misma opinión. Tampoco yo dejaré de recomendarla.