Esther Tusquets
Bruguera, 2009
ISBN: 9788402421067
368 páginas
19,50 €
Manolo Haro
Cuando Federico Fellini decidió traer a la memoria su infancia, esa admirable etapa de la felicidad vital sin costurones, ofreció a aquéllos que vieron en las salas de cine Amarcord (“Mi recuerdo” en dialecto de la región de Emilia-Romaña) la posibilidad de que atravesaran el velo del tiempo para recuperar una estampa lírica del sur de Italia. Siempre he admirado los elementos que el director va sumando a la historia principal, delicada manera de mostrarnos el frágil tallo en el que se sustentan los recuerdos: los vilanos que atraviesan la pantalla al comienzo, la niebla nocturna donde quedan atrapados los personajes alguna vez, la nieve inusual que copa las calles, el fuego que arde en la pira donde queman la representación del invierno en la plaza del pueblo o el polvo que recorre los campos cuando Gladiuska se ha casado. En ese último parpadeo de la cámara, vemos a Tito, alter ego del director, salir de la pantalla. La fiesta se ha acabado, pero esos detalles permanecen en la retina durante el resto de la nuestras vidas.
Para mí, Amarcord es un bocado delicioso a unas memorias vitales, la elección de unas flores que, con la pérdida de la inocencia y el aprendizaje de la decepción posterior, pasarían a convertirse en otra cosa. He pensado que tal vez confidencias y memorias se diferencien en cuestiones que a simple vista podrían resultar de poca importancia; sin embargo, son las que aportan a cada una de ellas sus hallazgos y sus sombras. Sin ir más lejos, pienso que las memorias brotan de una reflexión asentada y solitaria, pescando en las profundidades del subconsciente para acabar regalándonos la vida escrita en un grano de arroz. Las confesiones serían algo bien diferente: pesca de superficie, una voz que susurra al oído de alguien tras la rejilla de un confesionario, un anecdotario ensartado, lúcido y a la vez vistoso, sí, pero sin demorarse en pasar el dedo sobre el marco de la ventana y mirar la yema blanquecina. En definitiva, el rumor incesante frente al grito sobresaltado y caprichoso.
Nada hay de malo en tomar uno de los dos caminos. De hecho, ambos brindan un continente puntual para la forma de contar que se desee. Esther Tusquets toma por el sendero de la confesión para imbricar su vida íntima con la vida editorial de la segunda mitad del siglo XX en España. He ahí el interés de este libro: su valor reside en pintar un fresco que ayuda a repasar un momento preciso al que le seguimos debiendo muchísimo tanto lectores como escritores. Observar las conexiones y carambolas personales (amistades, parejas, amores, familia) que han configurado la edición en Cataluña y por extensión en España sin duda ayudará a enmarcar parte de la historia cultural de la Península en su contexto.
Hasta ahí bien. Lo digo porque el resto del libro mezcla las opiniones de una señora que juzga, opina y reflexiona a veces como editora (en la parte más sobresaliente de la obra), otra veces como una dama catalana burguesa que se bañó en el Jordán del P.C. (un flamenco dixit) para jugar a la vida bohemia de la gauche divine. El anecdotario para los amigos del amarillismo literario es nutrido. Se pasean por estas páginas un Cela pesetero, una Matute con el alma enjaulada por el marido, las bondad y talento de Umberto Eco, la aproximación y posterior huida de la isla Balcells, los trajines sombríos de la Regás, etc. Las semblanzas tratadas con más profundidad y riqueza de matices recaen sobre la figura de Carlos Barral y Terenci Moix. A todo ello habría que sumarle la crónica de las incursiones de Esther Tusquets en el mundo del amor, con sus ritos iniciáticos de todo sesgo, amantes que salen y entran de escena con mayor o menor fortuna y gracia, y comentarios del tipo “el amor te atrapa como si fuera un virus” (p.358).
A modo de novela bizantina vamos saltando de Cadaqués, centro emblemático de la gauche divine, a las copas en el Bocaccio, de la consulta gauchista del psiquiatra Vidal Teixidor a Nueva York con Ralph Ellison, William Styron, Malamud y Susan Sontag, de Frankfurt a París. Navegamos por lugares y personalidades a las que se les va dando color con la reproducción de cartas o de conversaciones recordadas al cabo de los años. El libro no deja de ser una colección de sellos franqueados por la visión personal de la Tusquets, a la que hay que saber perdonarle las notas un poco ñoñas sobre el amor señaladas arriba, su abrigo de visón, el chófer prestado por mamá, los supuestos atiborramientos de coca y los lugares comunes acerca de ciertos asuntos de dominio público que se irán descubriendo con el paso de las páginas.
Todas las memorias o las confesiones son un ajuste de cuentas con uno mismo, con los otros, con las ciudades o con el tiempo. Éstas no iban a ser menos. A pesar de lo dicho, desde luego que merece la pena sumergirse en un libro que se lee con amenidad y del que podemos extraer algunas dosis de ironía que también harán disfrutar al lector. Hay que observar esta evidencia: Esther Tusquets es una marca en el agua de una manera de entender el mundo de la edición, enfrentada por su olfato y cariño al, como ella misma llama, gran jefe de Bertelsmann, estrictísimo paradigma de vender libros hasta en los supermercados de barrio. Aunque sólo sea por esto último, merece la pena dedicarle una tarde a estas Confesiones de una vieja dama indigna.
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