10 noviembre 2010

Plancton entre los dientes

Vercoquin y el plancton

Boris Vian

Impedimenta, 2010

ISBN: 9788493760199

216 páginas

18.95 €

Traducción Lluís Maria Todó




Manolo Haro

Boris Vian (París, 1920-1959) se propuso ahuyentar el paso del tiempo conjurándolo de la única forma que estaba en su mano: acelerarlo hasta hacer que se encapsulara en una existencia de 39 años. No tenemos constancia de que el escritor supiera que se iba quedar en el sitio en el cine Marboeuf mientras visionaba la edulcorada versión de Escupiré sobre vuestra tumba, pero viendo su frenética contribución al mundo de la cultura durante los 40 y 50 cualquiera podría pensar que alguien una noche de tantas hubiera deslizado cierta nota en la barra de una boîte parisina marcando el día y la fecha de su hora suprema.

Vian procede del tronco común de Alfred Jarry, cuyos ilustres hijos (Duchamp, Max Ernst, el talentoso y poco conocido escritor Michel Leiris, Man Ray y Eugène Ionesco), matriculados todos en el Collège de Pataphysique, se embarcaron en la empresa de divulgar la lógica absurda de ese padre espiritual. Las vanguardias dispararon contra el tiempo externo e interno de la historia del arte. La sustancia de la vida de nuestro autor está traspasada por el ritmo delirante y apresurado del swing, la 2ª Guerra Mundial, la Ocupación y una dolencia cardiaca que le impondría la tajante condición de dejar de tocar la trompeta, una de sus mayores aficiones. El tiempo, siempre el tiempo jugando una y otra vez con el bueno de Vian. En 1944, en el mismo momento en que escribía Vercoquin y el plancton, fundaba el New Orleans Club en Saint-Germain des Prés. Sólo funcionó durante unos días. En la disparatada y genial novela que reseñamos una llamada telefónica dura exactamente 4 meses, suficiente para que uno de sus personajes despache sus asuntos con el interlocutor.

El ritmo de París, el tempo (esta vez musical) había ido aumentando con el paso de las décadas del siglo XX: humeaban las trincheras de la Gran Guerra y el foxtrot reinaba en las salas de baile; en los 20 llegaría Gardel y colocaría un pequeño brazo del Río de la Plata como afluente del Sena, pero de fondo sonaría el charlestón de Josephine Baker; en los 30 el jazz convivió con las orquestas cubanas que hicieron sonar bongoes en la noche lutecina. A partir de ese instante, la divina música americana, con todas sus variantes, atravesaría alcantarillas, clubes, pisos de estudiantes, prostíbulos y salas de baile, y allí estaría Vian para contribuir con sus artículos en Le Combat, su música, su fundación de garitos siempre dispuestos a una jam session y su literatura. De hecho, Vercoquin y el plancton es una roman à clef en la que se esconde la vida de unos jóvenes que no eran otros que sus propios colegas de juerga. La peripecia que aquí se narra tiene como personajes a Fromental de Vercoquin y al potentado Mayor, que organiza, con la ayuda del lúbrico y dipsómano Antioche Tambretambre, una surprise-party a las afueras de París para conmemorar sus veintiún años. Ambos protagonista andan enamorados de la hermosa Zizanie de la Houspignole, cuyo tío en el ridículo Sub-Inspector principal Miqueut, tutor legal de la joven.

La novela se vertebra a partir de esa primera fiesta donde se conocen el Mayor y Zizanie; continúa en una posterior inmersión en el mundo de la CNU (Consorcio Nacional de la Unificación), transposición literaria de la AFNOR (Asociación Francesa de Normalización Lingüística), en la que Vian trabajó; y, por último, en una no menos alocada surprise-party en el piso de Odilonne Duveu. La desternillante trama logra unos de sus puntos culminantes en la inclusión de una guía para ligar, cuya autoría pertenece al Mayor. Entre unos y otros escenarios, procesionan un alocado mundo de jóvenes swing que beben, comen y fornican hasta la extenuación. No hay que llevarse a engaño: la novela se disfruta en todos los pasajes, aunque tal vez la Escuela del Resentimiento (Harold Bloom dixit) no aceptaría estampas de follódromo (sic), mondongos marcados en la entrepierna, palizas a “las mamarrachas”, guardias “sarasonas vocacionales” y otras lindezas que contribuyen a que la explosiva prosa de Boris Vian refulja página tras página. A todo ello habría que añadirle una cáustica mirada hacia el mundo de los jefes ridículos (tal es el caso del Sub-Inspector principal Miqueut, cabeza visible de una institución que vela por el buen francés y no hace otra cosa que dinamitarlo cada vez que abre la boca) y unos diálogos luminosos, versátiles, propio de esos pesos pesados de la locuacidad como son Groucho Marx y Woody Allen.

No resulta difícil imaginar al autor escribiendo Vercoquin y el plancton a carcajada limpia. Esos muchachos que se cuelan en la historia, con calcetines blancos y pantalones amplios ajustados al tobillo, fueron Vian y sus compañeros de farra, recorriendo el París ocupado en busca de algún vestigio que les demostrara que la vida seguía en otra parte. El surrealismo antiburgués del que hace gala el libro, el cual dinamita las bases de la corrección filistea de la clase acomodada (como ya hicieran Buñuel y Dalí, entre otros muchos), resulta una postura muy apropiada para la edad y el momento que vivía el autor. Siendo su primera novela, no desmerece de lo que vendrá luego. “Cuando te has alimentado de plancton, te has ganado el nombre de escritor realista”, dice Vian en el prefacio que él mismo denomina “inútil”, agazapado tras el pseudónimo de Bison Ravi. Un poco más adelante aclara que no se trata de una novela realista, pues lo que se cuenta no se produjo realmente. Juego y más juego desde que se inicia este dislate genial. En ese punto comenzaba, auspiciado por los consejos de Sartre, Raymond Queneau y Jacques Prevert la vida literaria de un ex-trompetista de jazz. Leed, leed, malditos.

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