Pierre Drieu la Rochelle
Alianza Literaria, 2011
ISBN: 978-84-206-5064-7
200 páginas
16,50 €
Traducción de Emma Calatayud
Manolo Haro
“Si imaginamos a un adorador nato del fuego, un parsi nato, podemos crear un cuento” escribió Baudelaire es sus Cohetes. Drieu la Rochelle (París, 1893-1945) no tuvo que imaginar nada para componer tres escritos en torno a la figura del poeta ful Jacques Rigaut, sólo contar lo que había vivido con su compañero de dandismo. Guillermo de Torre, en la fundamental Historia de las literaturas de Vanguardia (Visor, 2001), recoge algunos datos reveladores de la personalidad de Rigaut, un perezoso a la sombra de mecenazgos que acabaría dejando pistas en publicaciones de la época acerca de su mayor obsesión después de la heroína, la autodestrucción: “El suicidio debe ser una vocación”. Él mismo afirmaba que su existencia estuvo jalonada por tres intentos fallidos a la hora de darle fin a su vida. Pero siempre hay que añadirle a esta procesión de tentativas una definitiva (el suicida es un animal incansable). La primera fue para fastidiar a una amante; la segunda, por pereza; la tercera, falló la puntería. Este pequeño desliz lo subsanó en el cuarto y decisivo conato.
Drieu la Rochelle, que había recortado los perfiles de Rigaut en las noches de insomnios y paraísos artificiales, tenía en su bolsillo todos los fragmentos necesarios para montar La Valise, El fuego fatuo y una especie de carta-epílogo llamada Adiós a Gonzague. El fuego fatuo cuenta las últimas 48 horas de Alain, un sablista heroinómano que camina por una galería de espejos y de espectros materializados físicamente en clínicas de desintoxicación, bares, lavabos, casas de citas y salones. Todos estos lugares están poblados de vidas al límite de la sociedad parisina, extenuada por el spleen vaporizado que supo absorber el bueno de Baudelaire, Leviatán que emerge a la superficie del relato como un guía homenajeado y conocedor de todo lo que se narra, ya sea en forma de retrato colgado en la clínica, ya sea en las palabras de una prostituta gorda y grotesca que le dice a Alain “si ves al señor Baudelaire, salúdalo de nuestra parte”. Las putas de París mandando saludos al infierno, un báratro entrevisto a cada paso y a cada diálogo.
Mujeres con pelucas, hombres de dientes verdes y labios hinchados, matrimonios cornudos, hijos viciosos, ninfómanas, artistas de la monstruosidad, criados sifilíticos, 'coquettes', actores asesinos acompañan al protagonista en estas escenas de la desesperación. El talento de Drieu la Rochelle reside en que su análisis de estas psicopatías no incurre en el esperpento. Hay carne en los diálogos; casi todos manifiestan una viveza sorprendente con la que a veces nos hacen desear ser alguno de estos personajes. Se dispara la prosa a la vuelta de un punto y seguido, y nos deja sin aliento al borde del precipicio. Parar la lectura, tomar aire y luego seguir. Es la única forma. De su prosa se podrían extraer perlados aforismos que el propio autor de Las flores del mal o el mismo Cioran habrían firmado.
El problema de Alain es la soledad que crece al calor de las compañías superficiales. Conoce el amor, pero éste es una mera y esquinada forma del sablismo. Ese es el gran drama: “contra el mundo de los hombres y de las mujeres no hay nada que hacer; es un mundo de bestias. Y si yo me mato es porque no he conseguido ser una bestia perfecta”. El suicidio, como única salida a la alienada vida del heroinómano, es lo que remata esta novela angustiosa, lírica y extrema a la vez. “El suicidio es el recurso de los hombres cuyos resortes ha corroído la herrumbre, la herrumbre de lo cotidiano. Nacieron para la acción, pero han postergado la acción; entonces la acción se vuelve contra ellos […]". A diferencia de otras crónicas de la destrucción (Yonqui de Burroughs no deja de ser una celebración de lo fantástico que es meterse un pico), El fuego fatuo es la pintura de un deterioro moral sin fuegos de artificio, un guante de seda que en el envés muestra sus púas.
Mujeres con pelucas, hombres de dientes verdes y labios hinchados, matrimonios cornudos, hijos viciosos, ninfómanas, artistas de la monstruosidad, criados sifilíticos, 'coquettes', actores asesinos acompañan al protagonista en estas escenas de la desesperación. El talento de Drieu la Rochelle reside en que su análisis de estas psicopatías no incurre en el esperpento. Hay carne en los diálogos; casi todos manifiestan una viveza sorprendente con la que a veces nos hacen desear ser alguno de estos personajes. Se dispara la prosa a la vuelta de un punto y seguido, y nos deja sin aliento al borde del precipicio. Parar la lectura, tomar aire y luego seguir. Es la única forma. De su prosa se podrían extraer perlados aforismos que el propio autor de Las flores del mal o el mismo Cioran habrían firmado.
El problema de Alain es la soledad que crece al calor de las compañías superficiales. Conoce el amor, pero éste es una mera y esquinada forma del sablismo. Ese es el gran drama: “contra el mundo de los hombres y de las mujeres no hay nada que hacer; es un mundo de bestias. Y si yo me mato es porque no he conseguido ser una bestia perfecta”. El suicidio, como única salida a la alienada vida del heroinómano, es lo que remata esta novela angustiosa, lírica y extrema a la vez. “El suicidio es el recurso de los hombres cuyos resortes ha corroído la herrumbre, la herrumbre de lo cotidiano. Nacieron para la acción, pero han postergado la acción; entonces la acción se vuelve contra ellos […]". A diferencia de otras crónicas de la destrucción (Yonqui de Burroughs no deja de ser una celebración de lo fantástico que es meterse un pico), El fuego fatuo es la pintura de un deterioro moral sin fuegos de artificio, un guante de seda que en el envés muestra sus púas.
En Adiós a Gonzague, esa especie de colofón que acompaña a la novela, la Rochelle habla de “elegir entre el fango y la muerte”. Eso mismo fue lo que hizo el autor cuando los aliados entraron en el París ocupado. Él, que había trufado sus novelas de sagaces aforismos sobre la aniquilación de la voluntad en una civilización desgastada, tal vez vio en el nazismo una salida. El resultado fue degustar el lodo para luego acompañar a su héroe y amigo al séptimo círculo dantesco, donde el suicida florentino Rocco dei Mozzi les susurra, aún hoy, “yo levanté en mi casa mi cadalso”.
4 comentarios:
"El suicidio, como única salida a la alienada vida del heroinómano..."... y de la alienada vida del asalariado, y del melancólico y de la ama de casa y casi de cualquiera un poco sensato ;)
Me ha encantado tu reseña, no he leído nunca a este tipejo pero... creo recordar que era, también, del grupejo de tipos malos con los que se emborrachaba Satie en los años 20. Me ha dado ganas de leerlo, sí.
Hola blog estado crítico:
este comentario debería ir en la entrada de Fernández Mallo, pero lo escribo aquí por si no ves aquella: acabo de leerla y me parece bastante acertada. Gracias por citarme junto a Javier Marías o Vila-Matas como compañeros de citas, ja, ja... No daba crédito.
Creo que coincimos también en el blog de Piquero con tu reseña y la mía sobre la poesía de Eva Vaz.
Te enlazo y te sigo.
saludos
David
También muy recomendable la versión cinematográfica que hizo Louis Malle de esta novela...
Tenía ganas de leer a un tipo tan apasionante como debió de ser La Rochelle, ideologías al margen, que eso es lo que menos cuenta en este asunto, y seguramente me lance a por este libro que tan bien han reseñado. Enhorabuena, es un texto magnífico
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