El grito
Antonio Montes
Siruela, 2011. Colección "Nuevos Tiempos"
ISBN: 978-84-9841-524-7
297 páginas
17,95 €
Premio de Novela Café Gijón 2010
José M. López
Esta novela comienza y acaba con un grito, recurso narrativo que considero efectivo y respetable. Sin embargo, soy de los que piensan que, aunque el pan sea de muy buena calidad, hay que rellenar el emparedado. Y es que el sándwich que conforma esta novela posee, en mi opinión, escasos e insípidos condimentos. Mejor dicho, y peor aún, solo contiene vida.
A pesar de lo que acabo de afirmar tengo que decir que El grito transcurre durante los dos días de un velatorio en un pequeño pueblo de provincias. Pero en este caso la muerte solo es una excusa, el 'McGuffin' utilizado por el autor, Antonio Montes (1980), para retratarnos -porque esta novela es un cuadro- la conciencia colectiva de las gentes que habitan en este pequeño municipio, sus rencillas, sus miserias… En definitiva, un devenir cotidiano que no se ve interrumpido por el fallecimiento de esta anciana, ya que la muerte también forma parte del día a día de un pueblo que perece por segundos debido a la inminente espantada de los pocos jóvenes que aún permanecen encerrados allí. Así, este velatorio no es más que un acontecimiento cotidiano más, un acostumbrado ritual de la muerte cientos de veces repetido por cada ciudadano, que reproduce maquinalmente y sin sentimiento cada pésame, cada abrazo, cada beso lanzado a algún miembro de la familia de la muerta.
De este modo, los dos días en los que se vela a esta pobre mujer valen al autor para enumerarnos una sucesión de temas que en tantos libros, en tantas películas hemos visto como propios de este tipo de poblaciones pequeñas y aisladas: las críticas ocultas entre vecinos, los viejos rencores, las sombras familiares, la hipocresía, y, sobre todo, el carácter ritual de la muerte, manifestado en un cúmulo de gestos que deben realizarse más que como expresiones sinceras de sentimientos, como obligaciones de origen incierto, pero que responden a un protocolo del qué dirán de inevitable cumplimiento. Como afirma uno de los asistentes, “las cosas son como son, y hoy me toca estar aquí, que cuando me ha pasado a mí algo han venido a cumplirme y ahora no puedo yo hacerme la tonta”. Por ello, hasta los objetos propios de este tipo de eventos fúnebres, lejos de aparecer como símbolos de comprensión y solidaridad hacia los familiares, se convierten en meras piezas de un engranaje que se pone en marcha de manera automática e inhumana. Es el caso de la coronas que se envían a la familia, que se describen como “impersonales, tristes, parecen el resultado de una cadena de montaje, más que un detalle de cariño”.
¿Pues no parece mala idea como punto de partida/idea central de una historia? Realmente no. El problema es que Antonio Montes, ganador del premio Café Gijón (2010) con esta su primera novela publicada, tan solo nos ofrece un fresco lleno de tópicos y lugares comunes. Quiero decir que no se atreve a coger por los cuernos cada personaje, cada miserable sentimiento de una comunidad moribunda, y utilizarlos como símbolos, superando la mera caricatura, el arquetipo gastado, y que de este modo cobren vida perfiles que vayan más allá de la anécdota y den a conocer personas o situaciones de validez universal. Los mejores cuadros de costumbres, desde la Vetusta de Clarín hasta el lúcido retrato de la América tras el crack del 29 que realiza Steinbeck –al que Montes cita al principio de su novela-, han sabido, según mis entenderes, excavar en las galerías interiores de una sociedad, de modo que, finalmente, lo allí descrito posea trascendencia universal, y se consiga conectar todas las tierras y todos los tiempos. Pero el autor se queda en el caparazón en su intento de describir las sombras, las miserias corrientes y molientes del alma humana. Ni siquiera a través de la aparición de una segunda historia en la que se expone el secreto que guardan los dos nietos de la fallecida consigue este joven novelista introducir el bisturí en las entrañas de los personajes. Este misterio, que, en principio, pretende mostrarse como eje vertebrador de esta trama oculta de la novela, se torna en mero aderezo contado de manera artificiosa y que, por tanto, no se entiende, no es comprensible.
Y este mismo problema observamos también en la forma. En la novela aparece un narrador escueto, frío, que suele introducir, como en una acotación, la escena, para rápidamente ceder la palabra a los personajes que asisten a esa casa disfrazada de tanatorio. Se reproducen, por tanto, las conversaciones de los diferentes vecinos y familiares de la anciana fallecida, y se intenta mostrar un cuadro del pueblo a través de los diferentes puntos de vista con los que los personajes se enfrentan a la muerte de la vieja. Se suceden, por tanto, pasajes en los que se atisba un deseo de reproducir las conversaciones típicas de los pueblos, con otros en los que se intenta traducir, a través del monólogo interior, la conciencia de los personajes. En los primeros no se consigue imitar con solvencia y rigor el registro coloquial, como antes hicieron Manuel Puig o el maestro Ferlosio, entre otros; y en los segundos se está a años luz de plasmar el denominado “fluir de conciencia” de los personajes, donde la imagen surrealista y caótica se acerca al insondable pensamiento humano. Es más, cada párrafo se limita a mostrar hasta el sopor un pormenorizado repertorio de refranes y frases hechas que son los que escuchamos a diario en este tipo de poblaciones.
Ya he dicho por aquí en alguna que otra ocasión que la vida esconde la vida, y, sin ánimo de mostrarme repetitivo, vuelvo aludir a ello porque este es justamente el principal defecto de esta historia. Lo que Antonio Montes retrata en El grito es solo la coraza anodina de nuestro día a día más ritual, un mordisco de realidad cotidiana y moribunda, intentando dejar entrever, en mi opinión, de manera insuficiente, lo que se esconde detrás de estos gestos o palabras gastados por el uso. En definitiva, vida nada más, pero no la auténtica, la que los libros nos ayudan a descubrir y a comprender, sino la corriente, la tópica, la falsa.
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