Érase una vez una mujer que quería matar al bebé de su vecina
Liudmila Petrushévskaia
Atalanta, 2011
ISBN: 978-84-938466-0-2
256 páginas
20 €
Traducción de Fernando Otero
José Martínez Ros
Esta reseña, lo aviso, empieza con cierto dudoso aire de publirreportaje. Pero, qué demonios, voy a confesarlo: me encanta la editorial Atalanta. Es estupendo que aún exista una editorial así y tenemos que felicitarnos por ello como lectores -y tal vez también como ciudadanos-, ya que a muchos nos gusta conservar una supersticiosa fe en el valor positivo de la buena literatura en prácticamente cualquier individuo, por mucho que los hechos nos hayan demostrado muchas veces lo contrario...
Lo mejor de una editorial como Atalanta no es sólo que publica con mimo libros excelentes, sino que, además, muchos de sus libros, nos tememos, encontrarían serias dificultades para aparecer en otra parte. Así, su de momento breve pero exigente catálogo abarca auténticos monumentos culturales, básicos para entender otras culturas ahora no tan lejanas en nuestro mundo globalizado, como La historia de Genji o el Ramayama, a algunos clásicos que llevaban demasiado tiempo sin ser publicados en condiciones –de Thomas de Quincey y Von Kleist a Alejo Carpentier y Salvador Elizondo, por ejemplo-, a hipermodernos como el japonés Yasutaka Tsutsui, el autor de la desopilante colección de relatos Hombres salmonela en el planeta porno y de Paprika, una novela vilmente saqueada en la hollywodiense Origen. Y por último, una más que necesaria serie de ensayos centrados en mostrar las limitaciones y contradicciones del racionalismo occidental y en revelarnos la posibilidad de ampliar los horizontes de nuestra psique, en busca de una mayor integración del hombre en la naturaleza que le rodea, entre las que habría que citar Cosmos y Psique de Richard Tarnas o Realidad daimónica de Patrick Harpur. Mi daimón y yo estamos muy contentos por la existencia de Atalanta.
La autora, Liudmila Petrushévskaia, de Érase una vez una mujer que quería matar al bebé de su vecina no es precisamente una recién llegada al mundo de las letras, pues nos hallamos ante sólo una de las quince recopilaciones de narraciones cortas que ha publicado a día de hoy. Por si no fuera suficiente, es autora de novelas, obras para teatro, televisión y cine de animación, ha sido reconocida como una pintora y llegó a actuar en salas de conciertos y cabarets cantando canciones propias, por los que ha recibido los premios más prestigiosos que puede obtener un escritor ruso, y unos cuantos fuera de su país, entre ellos, el 2010, el Premio Mundial a la Fantasía, y todo ello sin que nadie, al parecer, en el ámbito de nuestra lengua, se hubiera percatado o demostrara algún interés. Seguro que los responsables de las principales editoriales españoles estaban muy ocupados acelerando la traducción de la última cagarruta de Palahniuk o de la penúltima flautulencia de Beigbeder.
Como su macabro título indica, los cuentos de este libro son, a menudo siniestros o fantásticos y, a menudo, ambas cosas a un tiempo, pero, en modo alguno, eso los convierte en banales ejercicios de escapismo literario, como sucede con tantos de sus colegas. En el prólogo, Jorge F. Hernández señala certeramente su parentesco con Chejov –en especial, se nota la influencia de sus escasos relatos fantásticos, como "El monje negro"-, mezclado con el mundo alucinante de Gogol y Bulgakov y el peso en su memoria del sombrío periodo soviético, lo que resulta visible en los desvalidos protagonistas de sus relatos: un padre cuya hija muere en la repentina explosión de un autobús, una mujer que enloquece y trata de asesinar al bebé de su compañera de piso, un militar que vuelve del otro mundo para pedir a su esposa que busque su cadáver y lo entierre… De todos ellos, resulta especialmente destacable "Los nuevos Robinson", la narración de una familia condenada a una inexplicada huida que puede considerarse, creo que con justicia, una magnífica parábola sobre la cruel historia de su país.
7 comentarios:
Vaya coñazo. Como siempre.
Me refiero al reseñista.
Se dice "reseñador", no "reseñista", buen Anónimo.
Es un espectáculo conmovedor cómo ha salido usted en defensa de su amigo el reseñista.
Porque se dice reseñista.
Siempre me han parecido particularmente lamentables los individuos que se aferran a un minúsculo detalle para tratar de desviar, siempre en vano, la atención de lo verdaderamente importante (el fondo de la cuestión, se dice también, ¿verdad?) con este tipo de correcciones pueriles y que en este caso, además, añade el presuntuoso pecado de la incorrección.
Porque se dice reseñista.
Cosas de listillos de las que llevo riéndome toda la vida.
Aclarado esto, coñazo de reseña. E igualmente coñazos sus reseñas, amigo reseñista José María Moragas.
Muchas gracias, anónimo, me ha dado usted una lección humildad, madurez y de amplitura de miras.
Porque se dice "amplitura" no "amplitud", en esa lengua secreta y privada que nos hemos inventado Tolkien, Humpty Dumpty y yo.
Póngase como quiera ponerse, José María Moraga.
Es reseñista. Eso no cambia.
Si usted se empeña en ir por la vida dando lecciones, con esa arrogancia tan mal disimulada (y no mejor fundamentada), de vez en cuando, así es la vida, tendrán que recibir usted alguna.
Vale.
Me encantan los anónimos. Pero, claro, siempre les pido un poco de argumentación. Si no, la anonimia se convierte en memez y la memez quita bastante credibilidad. ¿Podría citarme usted, señor anónimo, algunas reseñas más del tal Ros que le supongan un coñazo? ¿Por qué motivo lo son? ¿Por qué, si son tal cosa, sigue usted atormentándose de esa manera? ¿Por qué mister Moraga también habría de recibir?
Espero que estas preguntas entretengan su magín en esta tarde calurosa en la City.
Un saludo.
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