Vida. Memorias
Keith Richards
Global Rhythm, 2010
ISBN: 978-84-9942-080-6
518 paginas
25 €
Traducción de Helena Álvarez
Daniel Ruiz García
Siempre me sorprendió el dibujo que Marianne Faithful hacía de Keith Richards en sus suculentas memorias. Era el retrato de un buen chico, de enorme corazón, bastante reservado y calladete. Todo un caballero. Es un boceto, pienso, que difiere bastante de la imagen pública más extendida de este personaje, quien representa como nadie la esencia no sólo de los Rolling Stones como icono cultural y social, sino también de la actitud roquera propiamente dicha. Su influencia tanto estética como musical ha sido notoria en la historia de la música popular durante el último cuarto del siglo XX. Antes de ser encumbrada a la categoría de icono de la punkmodernidad, Patti Smith jugaba a disfrazarse de chico malo, más concretamente del guitarrista de los Stones, al que anhelaba parecerse mientras se exhibía a las puertas del CBGB, intentando captar la atención y que alguien la colara en aquel antro. Por lo general, todos aquellos punks querían parecerse a Keith. Y todos acabaron mal: se quedaron en el camino, demasiado jóvenes e inocentes para aprender la lección a tiempo de no acabar en la morgue. El autorretrato que Keith Richards pinta en sus memorias es el de un superviviente. Un perro viejo que ha logrado sobreponerse a mil maremotos, tanto físicos como emocionales. Y que está de vuelta para contarlo.
Confieso que abordé el libro con cierto miedo: las autobiografías de artistas suelen ser, por lo general, bastante decepcionantes. Pero lo cierto es que me lo he pasado en grande. Las memorias de Keith adolecen de lo que suelen adolecer este tipo de libros: vanidad desorbitada, egocentrismo, alcahuetería, adulaciones desmesuradas y veneno. Aun así, el periodista James Fox, que es quien ha convertido en literatura todo el testimonio del guitarrista, ha sabido dar al libro el tono adecuado. Y es por ello que la lectura resulta muy agradable. En ocasiones uno puede hacerse la idea de que, en lugar de leer, está escuchando a un viejo acodado en la barra de un bar que diserta sobre su vida sin dejar de trasegar cervezas. Las quinientas páginas de estas memorias son un enorme contenedor de vivencias y anécdotas en el que uno chapotea con avidez, incluso con alegría, divertido por el flujo de la cháchara y la capacidad de mantener siempre los ojos bien abiertos, atentos a la próxima barbaridad.
Son unas memorias a la altura del personaje. Hay autoindulgencia, hay mucho farol, pero también, en algunos casos, el libro exuda sinceridad. Como puede imaginarse, su compañero Jagger es el epicentro de la mayoría de los dardos, pero siempre son dardos esculpidos con gracia, con ironía, con mala leche. A Jagger le da bastante estopa, pero siempre de forma afilada y al tiempo escorada, como quien quiere decir sin decir. Las puyas al cantante de los Stones son previsibles y por tanto no tan sorprendentes, pero no así su opinión sobre otros contemporáneos. Richards es sobre todo un hombre de acción. Más allá de las disquisiciones sobre música y guitarra, hay poca enjundia intelectual en el relato. Todo son hechos, anécdotas, vivencias, a partir de las cuales Richards establece, a la manera de pequeñas parábolas, su reflexión y su moraleja sobre los personajes de los que habla. Los de Lennon, Spector, Capote o Margaret Trudeau (esposa del primer ministro de Canadá) son algunos de los retratos más curiosos del libro, pero hay otros muchos que resultaría demasiado farragoso enumerar y que añaden bastante pimienta al conjunto.
Encontramos a un Keith Richards que está haciendo el camino de regreso, y que es consciente de toda la pólvora que ha quemado, y del ruido que ha hecho. Un ruido que le ha venido bien aunque a veces ha distorsionado su imagen y su propia leyenda. Por eso él entra al trapo y matiza. Gracias a eso conocemos, por ejemplo, que lo del cambio de sangre, su gran contribución al universo de las leyendas urbanas universales, nunca fue más que eso, una enorme leyenda urbana, sin fundamento lógico ni por supuesto real, que él nunca tuvo interés en desmentir. O, por ejemplo, que la ridícula caída del supuesto cocotero que lo tuvo fuera de juego durante la última gira de Forty Licks nunca fue así: fue un accidente en toda regla que estuvo a punto de costarle la muerte (tuvieron que abrirle el cráneo y extirparle un coágulo cerebral).
Es un libro rico en anécdotas, pero en el que, por encima de la apabullante palabrería, se intuyen ausencias, fugas. La relación de Richards con las drogas y su condición de yonqui ocupa un lugar importante en la biografía. Habla del enganche, y también del mono, o más bien de su amenaza, que le perseguía obsesivamente. Esta obsesión con la heroína lastra un poco la crónica de unos años decisivos en la historia de los Rollings Stones, en los que Richards vive por y para la heroína, descuidando los progresos del grupo. Se echa en falta, por ejemplo, una descripción más pormenorizada del proceso de grabación de Exile on Main Street, una de las grabaciones más legendarias de la historia del rock. Durante ese tiempo, Richards vive obsesionado por el caballo, lo que le lleva a vivir de espaldas a la realidad, perdiéndose lo mejor de la fiesta. Invariablemente, vivió todos aquellos años tumbado en los aseos, con la aguja en el brazo como una mascota. Sin la heroína, el cantante de los Stones nunca hubiera sido el mismo, pero uno no puede dejar de imaginar las buenas historias que Richards hubiera retenido de aquellos años de no haber estado siempre tan puesto.
Después de leer el libro, y de dejarlo reposar un poco, lo cierto es que uno acaba creándose una imagen general de Keith Richards que no está muy lejos del dibujo de la antigua novia de Jagger. Por encima de los anillos de calaveras, más allá de los excesos y de la imagen de chico malo que tanto marcó a toda la generación punk, Richards resulta más bien un caballero, con la vigorosa nobleza de un purasangre, al que en todo caso el tiempo no ha hecho sino recubrirlo de cinismo y sinvergonzonería. Un crápula honorable, acodado en una barra americana, que no deja de contar batallitas a quien quiera escucharle y pide nuevas rondas. Eso son las memorias de Richards, un libro que es toda una celebración de rock, malditismo y saludable vida insana.
2 comentarios:
Tarde o temprano le meteré mano a este libro, amigo Dani.
También me han recomendado la biografía que hizo Victor Bockris, de quien leí hace años "Transformaciones" sobre Lou Reed y me gustó mucho.
Por cierto, que casualmente ayer pasaron por televisión (pública además) un documental sobre la grabación de "Exile on Main Street"...
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