Nadar en agua helada
Recaredo Veredas
Bartleby Editores, 2012
ISBN: 978-84-92799-49-7
55 páginas
10 €
Coradino
Vega
Puede que, en arte, no haya nada tan
perezoso y empobrecedor como limitar el entendimiento al realismo. Disfrutar de
un cuadro de De Kooning, o de una
pieza de Messiaen, requiere un grado
de comprensión que quizás tenga más que ver con una atención flexible que con
un complicado esfuerzo de la inteligencia. Hay obras que nos piden que
apartemos por un momento la interpretación racional, que nos salgamos de
nuestros cómodos prejuicios estéticos, que nos adentremos en ellas con fervor y
espíritu aventurero. “¿Significar? ¿Nosotros significamos?”, se preguntaba un
personaje de Samuel Beckett. Si sólo
se escribiera sobre lo que ya se ha comprendido, el campo de la comprensión
jamás se extendería. Que muchas manifestaciones posvanguardistas hayan
levantado los dos pies de la tierra y convertido la experimentación en puro
fraude, no sirve de coartada para aquellos que se atrincheran en el sentido
cerrado que ofrece las significaciones convencionales con pretensiones de
univocidad. Y la poesía, como la pintura o la música, nos ayuda especialmente a
adentrarnos en esas regiones desconocidas ofreciéndonos otra forma de
conocimiento, un cuestionamiento de la inconsistencia de lo real, un viaje al
corazón de lo incógnito que no todo el mundo está dispuesto a emprender, por
más que esté ahí, al alcance de todos.
Nadar en agua helada, primer poemario del escritor y crítico Recaredo Veredas (Madrid, 1970), se mueve en ese extrañamiento, en ese terreno limítrofe. Pero lejos de ensimismarse en un hermetismo imponderable o en cualquier otro modo de exhibición, se abre haciendo comparecer los elementos del mundo en medio de una conciencia fracturada, a la intemperie (“EN una casa sin techo, sometida por la lluvia, divido la luz, el pan y el silencio”), que no tiene más remedio que expresarse de una manera fragmentaria, desfocalizada, porque resulta imposible separar la forma de este formidable conjunto de poemas en prosa de lo que quiere decir. Aun obteniendo un librito de una elegante, sutil, honda, enigmática y lírica modernidad, da la sensación de que Recaredo Veredas no ha tratado de seguir ninguna tendencia o moda, ni de llamar la atención sobre sí. Su estilo combina la pulcritud y la precisión con una audacia metafórica que aunque recuerde en algo al surrealismo plagado de simbología del Lorca de Poeta en Nueva York, y más parcialmente a Claudio Rodríguez cuando contrapone el campo a la fría ciudad, parece beber en su dominio de la elipsis, el punto de vista y el lenguaje de una tradición muy poco española: el T.S. Eliot de La tierra baldía, Wallace Stevens, Tranströmer o incluso Paul Celan. No hay hilo narrativo conductor, sino una recurrencia de fogonazos que percuten sobre unos mismos símbolos (la ciudad, los muros, el sueño, el frío) y unos mismos temas (la pérdida, la memoria, la incomunicable soledad o el descenso a los abismos de la conciencia). Y la sensación que tiene uno al leer estos breves poemas es la de un talento enorme pertinentemente controlado por la maestría técnica: obsérvense si no las discretas a la vez que arriesgadas mudas de narrador (ese "yo" que aparece y desaparece sigilosamente, los padres, el subconsciente que impregna todo de una atmósfera onírica) y narratario (la amada, el padre, el propio "yo"), que se suceden incluso dentro de una misma pieza. Así, desde la primera, ya podemos vislumbrar el hipnótico despliegue que nos espera:
"MIENTRAS los ojos descansan, escondidos bajo curvas de hueso, los sueños abren las compuertas y pasean libres por los corredores vacíos. Los primeros chillan, golpean las paredes con zapatos sucios, escribiendo en el despertar los indicios del miedo. Los últimos dejan marcas débiles, risas y amenazas que apenas vencen la condición de los muros. Si no regresaran, si permanecieran inmóviles mientras la mañana abre tus párpados, sabrías cuándo comenzó la fuga, bajo qué muro se esconde tu hijo, por qué, una mañana de noviembre, escapó entre la maleza."
Nadar en agua helada, primer poemario del escritor y crítico Recaredo Veredas (Madrid, 1970), se mueve en ese extrañamiento, en ese terreno limítrofe. Pero lejos de ensimismarse en un hermetismo imponderable o en cualquier otro modo de exhibición, se abre haciendo comparecer los elementos del mundo en medio de una conciencia fracturada, a la intemperie (“EN una casa sin techo, sometida por la lluvia, divido la luz, el pan y el silencio”), que no tiene más remedio que expresarse de una manera fragmentaria, desfocalizada, porque resulta imposible separar la forma de este formidable conjunto de poemas en prosa de lo que quiere decir. Aun obteniendo un librito de una elegante, sutil, honda, enigmática y lírica modernidad, da la sensación de que Recaredo Veredas no ha tratado de seguir ninguna tendencia o moda, ni de llamar la atención sobre sí. Su estilo combina la pulcritud y la precisión con una audacia metafórica que aunque recuerde en algo al surrealismo plagado de simbología del Lorca de Poeta en Nueva York, y más parcialmente a Claudio Rodríguez cuando contrapone el campo a la fría ciudad, parece beber en su dominio de la elipsis, el punto de vista y el lenguaje de una tradición muy poco española: el T.S. Eliot de La tierra baldía, Wallace Stevens, Tranströmer o incluso Paul Celan. No hay hilo narrativo conductor, sino una recurrencia de fogonazos que percuten sobre unos mismos símbolos (la ciudad, los muros, el sueño, el frío) y unos mismos temas (la pérdida, la memoria, la incomunicable soledad o el descenso a los abismos de la conciencia). Y la sensación que tiene uno al leer estos breves poemas es la de un talento enorme pertinentemente controlado por la maestría técnica: obsérvense si no las discretas a la vez que arriesgadas mudas de narrador (ese "yo" que aparece y desaparece sigilosamente, los padres, el subconsciente que impregna todo de una atmósfera onírica) y narratario (la amada, el padre, el propio "yo"), que se suceden incluso dentro de una misma pieza. Así, desde la primera, ya podemos vislumbrar el hipnótico despliegue que nos espera:
"MIENTRAS los ojos descansan, escondidos bajo curvas de hueso, los sueños abren las compuertas y pasean libres por los corredores vacíos. Los primeros chillan, golpean las paredes con zapatos sucios, escribiendo en el despertar los indicios del miedo. Los últimos dejan marcas débiles, risas y amenazas que apenas vencen la condición de los muros. Si no regresaran, si permanecieran inmóviles mientras la mañana abre tus párpados, sabrías cuándo comenzó la fuga, bajo qué muro se esconde tu hijo, por qué, una mañana de noviembre, escapó entre la maleza."
Con
ella entramos en una “realidad” en la que los sueños impugnan la filosofía
cartesiana del sujeto, contradicen la Realidad, hacen que la existencia, como
en el verso de Keats, “pese en los
párpados”; en un mundo indigente, de espacios confinados (muros), yermos
(cruces de carreteras) o deshumanizados (fábricas), en el que ya no hay ley ni
significado ni Dios, en el que nadamos semialucinados, entre cascotes de hielo,
en busca de lo que fue o podría ser: de un anhelo que redima la culpabilidad de
haber nacido y sido arrojados a un presente sometido a inevitable deterioro y
justifique de algún modo la resistencia. Porque no estamos ante una poesía que
se refocile en la enajenante oscuridad o la pesadumbre (en el simple “pertenecemos
al sufrimiento” del Bardamu de Céline,
por ejemplo). Si la poesía de Recaredo Veredas da testimonio de la náusea
convirtiéndola en frío, no es para quedarse ahí, sino para desde la fragilidad,
la maltrecha conciencia o incluso la exaltada desesperación, tratar de
trascenderla: “Pronto las mujeres
arroparán mi cuerpo, recitaré poemas al atardecer y creeré en la palabra de los
hombres”. Estamos por tanto ante un poemario sombrío, de una cortante
melancolía, pero no nihilista, de ambiente que se torna fantasmagórico,
distópico e incluso apocalíptico en el que, “aunque
el vacío domine el horizonte”, quedan no obstante mapas, incluso una débil
llama de reconciliación o esperanza:
"VISITA a los muertos más antiguos y
queridos. Háblales con sosiego, sin desvelar los hechos. Tramita una despedida
breve, aunque cordial, que permita la esperanza del regreso."
Hay
algo hermoso en esa perseverancia abnegada, en ese resistir a pesar de todo, en
ese canto a la supervivencia tras visitar los confines de la desolación. Tan
hermoso como el lenguaje con el que se dice, ese lirismo libre y a la vez
contenido que fractura la realidad, sondea el misterio y reflexiona desde los
territorios más incómodos del "ser". El resultado es una obra de una calidad
poética admirable, una propuesta tan sólida y original como iconoclasta al
tiempo que clásica, un conjunto de imágenes abstractas que, si se leen con la
misma atención con la que se contempla un cuadro de Lucio Muñoz o se escucha una pieza de Webern, dejan una similar emoción estética, la huella de su
recóndita belleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario