Escritores delincuentes
José Ovejero
Alfaguara, 2011
ISBN: 978-84-20475-08-0
344 páginas
18,50 €
Manolo Haro
La Biblia no deja de ser un relato de ciencia-ficción hasta que en un momento determinado aparece el mal en forma de serpiente. Hasta ese pasaje no hay conflicto alguno. El veneno se inocula por la palabra y así comienza la expulsión, el 'prêt-à-porter' y la fundación de ciudades, espacio natural –tal como lo entendieron los autores de novela negra– para el mal en todas sus manifestaciones. En la tradición judeocristiana el ángel caído es la pieza clave por la cual los lugareños de latitudes tan distantes como Seattle, Albuquerque o Pontevedra sienten que la vida, esa extraña y adiposa pasta que a veces se congracia con nosotros, se abisma en algunos individuos hasta dar obras de dudosa humanidad. La pregunta a la que intenta responder Escritores delincuentes es una cuestión que podría ser tratada en seminarios sobre psicología, criminología y creación: ¿puede un monstruo sublimarse y crear una obra de arte que lo absuelva de su delito? Hasta cierto punto, claro. Adolph Hitler, al ser rechazado por la Academia de Artes de Viena en su examen de ingreso, se convirtió en algo más que un paisajista mediocre y despechado. De alguna manera, cabe interrogarse acerca de si la obra de arte que se convierte en canónica o que, por su interés, figura en las cronologías como un hito dentro de la historia de la cultura universal, finalmente sirve para absolver al delincuente.
José Ovejero ha acometido un trabajo de gran interés para aquellos amigos 'literatis' que saben degustar este tipo de obras. Las historias más o menos truculentas de sus escritores delincuentes vienen presentadas por una introducción que, sin ser sesudísima (tampoco lo ha perseguido), invitan al lector a una reflexión antes de meterle el colmillo a estas vidas excesivas: ¿por qué nos atrae el mal? La pregunta acerca de la gran fascinación que ejerce el mal en nosotros (porque el malditismo es un puerto más al que llegar en nuestras existencias fotosintéticas) lleva a Ovejero a esgrimir ciertos argumentos que el libro intentará fundamentar: muchos (no todos) de los componentes de esta buena cuerda de presos escritores tienen en común la representación-"ambiguación"-tergiversación del acto violento que pasa a convertirse en materia bio-literaria directa o indirectamente, una forma de fuga que parece que deja planteado un lema seguido por casi todos: “escribir para escapar”. Escapar del pasado, de la sospecha, del delito, de la culpa, del recuerdo. El libro se disfruta más cuando se pasa a los casos puntuales y el autor nos despliega datos que o desconocíamos o teníamos remotamente brumosos en algún lugar de nuestra memoria. Vemos a François Villon desenvolverse en el mundo brutal de la Edad Media, asesino, exiliado y desaparecido sin dejar rastro; a la adolescente de 15 abriles Anne Perry (Juliet Hulme por aquel entonces) que junto a su amiguísima Pauline Parker (16 años) matan a la madre de ésta y pasan un lustro en la cárcel; a William Burroughs gritando “va siendo hora para nuestro número de Guillermo Tell” y luego descerrajarle un tiro a su mujer en plena cara cuando sostenía sobre la cabeza una copa; o a Chester Himes, robando, asaltando, encarcelado por asumir un delito que no le pertenecía por efecto del jarabe de palo policial y aficionándose a la literatura en el talego.
Famosos escritores y otros menos afamados van desfilando con sus causas y azares ante nuestros ojos curiosos. Claro está que hay mucho de lugar común en todo este intento de resolver el enigma, tal como anuncia uno de los epígrafes que coloca Ovejero en su libro. ¿Qué parte ocupa la realidad y la ficción en las obras literarias de estos autores? ¿Hasta qué punto se ha destilado la verdad para ofrecerla como un vino dulce cuando realmente deberíamos de ver la zupia bailando en el fondo de la copa? Eso habrán de concluirlo los estudiosos del asunto. A nosotros, como lectores, si la obra luce, nos habría de importar un bledo. O no, pues estas mismas vidas son ya pura literatura por sus detalles escabrosamente humanos y porque forman parte de su historia. Carlos Montenegro, gallego en Cuba, mató a un marinero y pasó una temporadita entre rejas. Allí, además de leer, tuvo la fortuna de conocer y ser aceptado en su tertulia de presidio por José Z. Tallet, que pertenecería, junto a Alejo Carpentier, al Grupo Minorista. Parece difícil juzgar en puridad a estos hombres y mujeres. Evidentemente, sospecho que muchos abanderados de la Escuela del Resentimiento (tal como llamó Harold Bloom en su Canon occidental a los componentes de aquellos departamentos universitarios que prestigiaban una obra a partir de la raza, la religión o el sexo de su autor-autora) habrán expulsado de sus programas a algunos de estos plumíferos. En cualquier caso, todos ellos muestran dos vertientes extremadas de la condición humana: el bien (grandes artistas) y el mal (grandes delincuentes). Jekylls y Hydes regalando al mundo lo mejor de ellos que no habrían logrado hacerlo (tal vez) sin haber pasado por ciertos momentos vitales. Quede claro que no defendemos aquí el asesinato, el robo y otros delitos como fuente principal para escribir gran literatura, pero algo le debemos a estos malhadados encontronazos con la vida de estos humanos
Cierta vez le propusieron en Francia al escritor de novela negra Chester Himes que confeccionara historias de detectives. Ante la imposibilidad confesa de éste para hacerlo, Marcel Duhamel, director de la serie Noire de Gallimard, se lo dejó bien clarito, construyendo, sin sospecharlo, la poética novelística de nuestro siglo, sin cabida para Gracqs, Manganellis ni otros estilistas narrativos: “Coja una idea. Empiece con acción, con alguien que haga algo; con un hombre que saca una mano y abra una puerta, la luz brilla en sus ojos, un cuerpo yace en el suelo. Se vuelve, mira hacia uno y otro lado del corredor… Siempre el detalle de la acción. Retrate. Haga como en el cine. Las escenas siempre son visuales. Nada de flujo de conciencia. Nos importa un bledo lo que piensen quienesquiera que sean. Sólo nos importa lo que hagan. Que siempre estén haciendo cosas. De una escena a otra. No se preocupe si carece de sentido. Eso es para el final. Escríbame doscientas veinte páginas a máquina”. Es más que probable que el bueno de Chester habría escrito novelas de cartón piedra si no hubiera pasado Une saison en enfer. Bien por Ovejero.
José Ovejero
Anagrama, 2012
ISBN: 978-84-339-6341-3
197 páginas
16,90 €
Premio Anagrama de Ensayo 2012
Sara Mesa
¿Un libro sobre la crueldad en la literatura? ¿Sobre una crueldad ética, es decir, revulsiva? ¿Un ensayo que habla de algunos de los libros que me apasionan, de grandes como Canetti, Elfried Jelinek o Cormac McCarhy? Estaba claro que tenía que leerlo. Se trata de La ética de la crueldad, el último premio Anagrama de Ensayo, un ensayo de José Ovejero tan estimulante como inquietante (o quizá, precisamente, estimulante por inquietante).
El libro se divide en dos partes: en la primera se realiza un panorama general sobre la crueldad y su aparición en las artes -no solamente en la literatura-, así como sobre las diferentes posibilidades de su recreación estética; en la segunda se analizan siete libros “crueles”, a saber, El astillero de Onetti, Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, Auto de fe de Canetti, Historia del ojo de Georges Bataille, Deseo y La pianista de Jelinek, y, como representación española, Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos. Las dos partes están equilibradas y forman un todo coherente; las ideas se anudan entre ellas y se ejemplifican con claridad.
El mayor valor del libro, además de la sencillez y elegancia de la exposición, radica a mi modo de ver en la diferencia que Ovejero establece entre la representación de una crueldad complaciente con el poder frente a una crueldad crítica, que derriba las certidumbres del lector. En el primer caso se trata de una crueldad moralizante, legitimadora, en la que pueden inscribirse desde productos de consumo ('thrillers' con alto contenido de violencia o sexo, por ejemplo), a relatos épicos, pasando también por los supuestos libros comprometidos, que tranquilizan la conciencia del lector ubicando el mal siempre como patrimonio de “los otros”. Por el contrario, la crueldad ética es aquella que funciona como un instrumento para ahondar en las sombras, la que toma forma de espejo y apela directamente al lector, o, en definición del propio Ovejero “aquella que en lugar de adaptarse a las expectativas del lector las desengaña”. Esta distinción se explica con numerosos ejemplos tomados del cine y la literatura, también de su propia novela Un mal año para Miki. Quizá uno de los mejores momentos del libro es la comparación entre los cuentos populares La niña que pisoteó el pan de Andersen y Hansel y Gretel de los Grimm, ejemplos respectivos de una crueldad puramente pedagógica, que busca la consolidación de la ideología dominante, y de una crueldad mucho más desasosegante, en la que las certezas se tambalean. Por tanto, la diferencia entre ambos tipos de representaciones puede rastrearse en el origen de las construcciones narrativas de todos los tiempos.
El libro se convierte de este modo en una especie de guía de lectura para nuevos libros “crueles”. Basándonos en sus claves podremos comprender por qué nos inquietan tanto los libros de Coetzee (pienso ahora en Esperando a los bárbaros o en La edad de hierro) o de Rafael Pinedo (la trilogía formada por Plop, Frío y Subte), y es porque en ellos la recreación de la crueldad tiene un efecto directo sobre nuestra propia percepción del mundo, nos implica, no nos deja un resquicio para el consuelo. Hay, en efecto, representaciones de la crueldad mucho más sangrientas, más implacables, pero que sin embargo inquietan menos: sucede así cuando intervienen ingredientes tan universales como el morbo o la tranquilidad (“eso siempre le pasa a otros”, “lo hacen otros”): el producto puede degustarse desde el otro lado de la barrera -contemplación sin salpicaduras-, sin que ni siquiera llegue a rozar nuestras conciencias.
La crueldad ética es molesta, no nos resulta fácil de asumir. Muchos lectores se quejan de que los personajes de este tipo de libros no generan simpatía, o de que muchas cuestiones planteadas quedan sin explicar (en especial las referidas a la responsabilidad o la culpa). Ahí radica justamente la cuestión; Ovejero lo señala: “la indiferencia es también una forma de emoción”. Por eso el silencio juega, más que nunca, un papel determinante en la construcción de este tipo de obras. La violación de Temple Drake se hace a puerta cerrada, el lector no la ve, pero se hace más dolorosa que cualquier relato realista de una violación en un 'best-seller' de aeropuerto. “Las representaciones crueles no hacen por sí mismas que un libro sea cruel”, afirma el autor. En efecto, la diferencia está entre provocar una reacción incómoda en el lector o simplemente en satisfacer sus deseos de espectáculo.
La crueldad, no confundamos, no exige necesariamente la aparición de la violencia física. Lo cruel es una categoría relacionada en cierto grado con la violencia, pero sobre todo con el exceso: lo excesivo, lo exagerado, se convierte en una metodología para la desmitificación. Esto aparece muy bien explicado en los análisis de los libros “crueles”, sobre todo en el caso de El astillero, donde la crueldad se manifiesta no en escenas de torturas o sufrimientos físicos, sino en la absoluta desidia de unos personajes abocados al fracaso, desesperanzados y sórdidos. En general, los comentarios a la selección de libros son de una gran amenidad y rigor; yo destacaría especialmente el de Meridiano de sangre, obra anti épica que pone ante nuestros ojos, sin compasión alguna, el reverso de la iconografía heroica americana a través de un nutrido catálogo de aberraciones.
También es de agradecer la inclusión de una mujer en el análisis de las obras, en este caso Elfried Jelinek, pero no por cuestión de cuotas, sino porque las escritoras “crueles” son quizá peores entendidas que los hombres debido a la extensión popular de no sé qué ideas referidas a las características de una supuesta literatura femenina. Jelinek ha sido catalogada como una escritora enferma, repulsiva, rara (uno de los miembros del comité del Nobel dimitió tras la concesión de su premio); en su análisis Ovejero nos muestra que su obra es de una coherencia innegable y que si sus personajes nos revuelven el estómago es precisamente porque nos resultan demasiado cercanos. Me permito añadir otras escritoras que han sido criticadas o no entendidas del todo por sus “excesivas” representaciones de la crueldad: me refiero a Agota Kristof y, sobre todo, a Herta Müller. No aparecen en este libro, pero leerlas después de este ensayo será, seguro, más enriquecedor. Esta es, sin duda, la mayor virtud de La ética de la crueldad: que ofrece pautas, ideas y conceptos para desarrollar futuras claves de lectura. Eso sí, solo serán válidas para los lectores que no temen mirar al otro lado del espejo: puro desasosiego ante libros incómodos pero imprescindibles.
1 comentario:
¿Leer el libro de ovejero antes que los títulos analizados en él o lo contrario?
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