Charo Prados
Paréntesis, 2009
ISBN 978-84-9919-043-3
127 páginas
12 €
Luis Manuel Ruiz
El taoísmo postula, como si el universo estuviera construido en forma de chiste o de precipicio, que lo importante de toda obra se encuentra en su conclusión: que es más esencial el silencio que la palabra y que los espacios en blanco entre las sombras definen mejor el retrato de un rostro que las marcas del carboncillo. Esta estética de la sugerencia, de la voz baja, del camino oblicuo y la línea quebrada fue también la que cultivaron los devotos del hermetismo y los simbolistas de Mallarmé: lo profundo siempre yace en el abismo y la luz que se revela simplemente aboceta los perfiles de algo que no se debe, o que no se puede publicar. Lo cual me hace desviarme hacia otro pensamiento, este también de raíz mística, en el que abundaron Wittgenstein y Hoffmannsthal y que Chesterton expresó (trató de expresar) del siguiente modo: el alma humana posee coloraciones, crepúsculos y recovecos cuyos matices no pueden capturar los toscos gruñidos que brotan de nuestros pulmones. Para decir lo que verdaderamente importa el lenguaje se muestra a menudo cobarde, o ingrato: mejor recurrir a su trastienda.
Es, me parece a mí, el ideario que comparte Charo Prados, la autora de esta sugerente antología de relatos plagada de acontecimientos nimios, triviales, de andar por casa, que sin embargo ocultan casi ominosamente una verdad que no se puede nombrar. Sus narraciones eluden de manera deliberada, casi provocativa, lo fantástico y sus alrededores: nos topamos con niños de veraneo en pueblos inciertos del sur, parejas cansadas que se regalan por el aniversario baratijas no menos cansadas, funcionarios de color ceniza, padres que no soportan el yugo del biberón y la cuna, bicicletas en la tarde. Y sin embargo sentimos, y aquí radica la indudable maestría de la autora, que es otra cosa de lo que se nos está hablando y que la denuncia, el reproche o la maravilla se concentran en otra parte, en el envés de la trama: la incapacidad de la vida, este reloj defectuoso, para marcar con puntualidad el destino de nadie, el hastío que acompaña a la madurez y la conversión inevitable de las esperanzas en sus caricaturas, la posibilidad de una existencia paralela en los predios de la fantasía o el anhelo, nunca realizados, el polvoriento prodigio de lo banal. Prados es consciente de que nuestra realidad se encuentra surcada por corrientes oceánicas o súbitas descargas eléctricas (esa energía secreta que el taoísmo llama chi) que iluminan momentáneamente el presente y dan sentido a lo que nos sucede y deseamos, pero también de que dichas epifanías ceden ante el eclipse de la rutina y el manoseo de todos los días. La carpa de oro consiste en el modesto intento de salvar esas perlas del fango de los calendarios.
No es el lenguaje una de las virtudes menores de la recopilación. Callado, pluvial, sin estridencias, sabe dejar de lado cuando la ocasión lo precisa su tono de confidencia para arrojarse a la euforia o el espanto: El estómago le ardía, le daba pellizcos, como si lo tuviera lleno de sanguijuelas, leemos de la ansiedad o de la certeza en la página 18.
Es, me parece a mí, el ideario que comparte Charo Prados, la autora de esta sugerente antología de relatos plagada de acontecimientos nimios, triviales, de andar por casa, que sin embargo ocultan casi ominosamente una verdad que no se puede nombrar. Sus narraciones eluden de manera deliberada, casi provocativa, lo fantástico y sus alrededores: nos topamos con niños de veraneo en pueblos inciertos del sur, parejas cansadas que se regalan por el aniversario baratijas no menos cansadas, funcionarios de color ceniza, padres que no soportan el yugo del biberón y la cuna, bicicletas en la tarde. Y sin embargo sentimos, y aquí radica la indudable maestría de la autora, que es otra cosa de lo que se nos está hablando y que la denuncia, el reproche o la maravilla se concentran en otra parte, en el envés de la trama: la incapacidad de la vida, este reloj defectuoso, para marcar con puntualidad el destino de nadie, el hastío que acompaña a la madurez y la conversión inevitable de las esperanzas en sus caricaturas, la posibilidad de una existencia paralela en los predios de la fantasía o el anhelo, nunca realizados, el polvoriento prodigio de lo banal. Prados es consciente de que nuestra realidad se encuentra surcada por corrientes oceánicas o súbitas descargas eléctricas (esa energía secreta que el taoísmo llama chi) que iluminan momentáneamente el presente y dan sentido a lo que nos sucede y deseamos, pero también de que dichas epifanías ceden ante el eclipse de la rutina y el manoseo de todos los días. La carpa de oro consiste en el modesto intento de salvar esas perlas del fango de los calendarios.
No es el lenguaje una de las virtudes menores de la recopilación. Callado, pluvial, sin estridencias, sabe dejar de lado cuando la ocasión lo precisa su tono de confidencia para arrojarse a la euforia o el espanto: El estómago le ardía, le daba pellizcos, como si lo tuviera lleno de sanguijuelas, leemos de la ansiedad o de la certeza en la página 18.
2 comentarios:
Hasta donde puedo leer, me parece una crítica inteligente y acertada, pero... ¿dónde puedo leer el resto del texto? Estoy realmente interesada, pues soy la autora del libro en cuestión.
Querida Charo, no hay más texto que el que ves. Por supuesto que una obra tan meritoria como la tuya habría merecido más espacio, pero los que escribimos las reseñas debemos atender también a las limitaciones de tiempo y energías. Enhorabuena por tu título y mucha suerte para él en su andadura.
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