17 marzo 2010

Nada

Nada que temer

Julian Barnes

Editorial Anagrama, 2010.

ISBN: 978-84-339-7526-3

300 páginas

19 Euros

Traductor: Jaime Zulaika



Javier Mije

Más allá de los casos paradigmáticos de Yolanda Castaño, Zadie Smith o Lorrie Moore –mujeres de cabello oscuro y ojos sumamente expresivos muy agradables de contemplar- no recuerdo haber pasado tanto tiempo mirando la impresión fotográfica de un autor en un libro como hasta encontrarme con Julian Barnes en la solapa de Nada que temer. ¿Está cambiando mi inclinación sexual? Si no hubiera fallecido hace un par de años dejando peligrosamente abierto mi expediente sobre su escritorio podría plantear esta pregunta a mi psicoanalista. Desamparado, solo, y a riesgo de equivocarme con las únicas armas interesadas de mi yo consciente, me atrevo a aventurar otras causas para explicar la atracción irresistible que el retrato en blanco y negro de Barnes ha estado ejerciendo sobre mí durante la última semana. En primer lugar, buena parte del encanto de estas páginas –el tono aparentemente informal y la continua interpelación a los lectores incluidos- está en que Nada que temer es como una larga y muy interesante conversación. ¿Y quién se resiste a mirar a los ojos de un interlocutor que le habla con tanta amenidad? Barnes dice que un novelista debería escribir como si sus padres hubieran muerto. No puedo estar más de acuerdo con este alegato a favor del impudor, de la verdad literaria, de la libertad de expresión que el autor británico cumple aquí a rajatabla. Y si alguien se dirige a usted con tanta sinceridad y desnudez para tratar un asunto como la muerte –de ese tema escabroso versa Nada que temer-, ¿rehusaría la mirada de quien se le ofrece tan humano y tan próximo? En fin, hay al menos otra razón extraordinaria para que haya prestado tanta atención estos días a la fotografía de Julian Barnes. ¿No querrían ustedes familiarizarse con el rostro de un autor cuyo libro acaban de añadir a la lista de los que se llevarían sin dudarlo a una isla desierta?

Quizá recuerden el chiste que cuenta Woody Allen en la escena inicial de Annie Hall: dos señoras de edad están en un hotel de alta montaña. “Vaya, aquí la comida es realmente terrible”, dice una. La otra contesta: “Sí, y además las raciones son tan pequeñas…” “Pues así es como me parece la vida” –continua Allen- “llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza, y sin embargo, se acaba demasiado deprisa”. Barnes suscribiría estas palabras. Que la vida esté sobrevalorada –frase de la que ingenuamente, a fuerza de repetírsela a mi querido Antonio Acedo, me creía autor- no nos libera del miedo a abandonarla. No importa que la lucha de la vida contra la muerte sea, con mayor rigor y precisión, la lucha de la vejez contra la muerte: “unos días y horas más de senilidad jadeante, con la mente ida, los músculos consumidos y la vejiga incontinente”. Nadie parece querer fugarse del escenario por muy sombrío que sea, sobre todo en sociedades que han determinado que después de la caída del telón no habrá ni juicio ni aplausos ni, para nuestro desconsuelo, otra función. Una reencarnación, dice socarronamente Barnes, al menos “nos brindaría nuevas formas de desilusión”, entre ellas la posibilidad de “dormir con toda la gente equivocada (o al menos con gente equivocada diferente)”. Pero, ¿qué cosa útil podemos hacer hasta que, en el lecho de muerte, llegue el momento de pronunciar nuestras últimas palabras? “Pronto moriré o pronto voy a morir; las dos formas son correctas”, cuenta Barnes que dijo en ese tránsito el gramático Père Bouhours. Aunque quizá tengamos “más suerte” y podamos repetir con Hegel: “Sólo un hombre me comprendió”, para añadir luego, “y no me comprendió”. En cualquier caso, si de morir se trata, la fortuna suprema consistiría en expirar con la plena conciencia de quienes hemos sido, sobre todo si, mientras tanto, logramos hacer de la vida el contexto adecuado “para los placeres y aficiones” que hallemos en ella. ¿Qué cabe hacer entonces para defendernos del horror a la muerte? Algo tan simple como leer un libro como éste, o en general, “adquirir una serie de preocupaciones de corta duración que valgan la pena”.

Nada que temer, quizá no ha quedado claro, es una suerte de memorias noveladas, un artefacto literario y metaliterario en el que los recuerdos familiares de Julian Barnes –el relato sobre todo del acabamiento de sus progenitores- se intercala con las cogitaciones en torno a la muerte del propio autor y las anécdotas –en una estructura de sucesivos espejos dialogantes- recogidas de las meditaciones de varios escritores y artistas respecto al mismo tema. Filosofía de bricolaje, de andar por casa, afirma Barnes. Pero no hay que creerle. Un libro sobre el miedo a la muerte termina convirtiéndose necesariamente en su reverso, un libro sobre el amor a la vida y una especulación honesta, desolada y humorística acerca de qué cosa complicada somos. El análisis del autor de Metrolandia sobre nuestra cultura me parece de una lucidez demoledora. Relegada la religión al folklore, nuestra salvación se arracima en torno a nuevos preceptos –desarrollo de la personalidad, propiedad, prestigio, acumulación de hazañas sexuales, consumo cultural, culto al cuerpo- que, como la Ley de Dios, pueden resumirse en un sólo mandamiento: rendirás culto a un materialismo frenético. No es un gran mito, de ahí que Barnes añore la religión como una ficción de mayor calidad: “una mentira hermosa y seductora que contiene verdades duras y correctas”. “Es normal”, justifica Barnes su seglar nostalgia de Dios, “sentir una pérdida al cerrar una gran novela”.

Este libro es muchos libros: novela, ensayo, comentario de textos, memorias, metaficción, ¿qué importa? ¿Habrá servido, en cualquier caso, para que su autor conjure su miedo a la muerte? ¿Es el arte, en general, una defensa adecuada contra el temor a morir? “En un mundo laico tendemos a creer que el arte nos dice la verdad; y que esa verdad puede salvarnos, iluminarnos, conmovernos, elevarnos, curarnos”. Tal vez creamos arte con el fin de derrotar a la muerte. Una ilusión bastante idiota, asegura Barnes: “los gustos cambian; las verdades se vuelven tópicos; formas enteras de arte desaparecen”. Ahora que Google me trae la noticia de que la mujer de Barnes, Pat Kavanagh –P. en este libro- murió escasos meses después de la publicación de Nada que temer en el Reino Unido, resuenan en mi cabeza dos de sus afirmaciones más penetrantes. La primera de ellas dice: “como artistas, lo más que podemos aspirar es a rascar en la pared de la celda del condenado; lo hacemos para decir: yo también estuve aquí”. Con el recuerdo de la segunda he vuelto a la fotografía del viudo Barnes en la solapa de este libro maravilloso: la palabra más llena de sentido es la palabra nada.

3 comentarios:

Alejandro Luque dijo...

No he leído a Barnes, confieso con vergüenza, pero si la novela está a la altura de la reseña, habrá que aflojar los veinte eurazos para alegría de Herralde. Y si la convalecencia le inspira de este modo, amigo Mije, vamos a tener que achucharle vehículos motorizados cada dos por tres para que no decaiga la fiesta. No se ría: sabe que somos muy capaces. Y que lo haremos por su bien.

Javier Mije dijo...

Querido Alejandro: me doy por muy bien pagado si sumo un autor al banquete de un lector pantagruélico como usted. Creo que el libro y usted se merecen el uno al otro.
Un abrazo.

Antonio Acedo dijo...

La vida como la muerte están sobrevaloradas, también el arte, el hedonismo, el pasado y el futuro, el Betis de Chaparro, la religión y el sexo, la literatura... Quizá sólo sea eso, la necesidad de dejar un mensaje en la celda del condenado. Gracias por andar/cojear por aquí, mal que le pese a veces.