
El lector no avisado podría asomarse a Un matrimonio de provincias con los prejuicios que suelen reservarse para los cuentos de hadas o las novelas ñoñas de jovencitas que suspiran por encontrar esposo. Y, en efecto, esta obra contiene algunos elementos que recuerdan a tales géneros: un padre tirando a bondadoso que quiere que sus hijas lean a Homero y a Virgilio, una madrastra –¡ah, la madrastra!– tirando a pérfida que las pone a aprender las labores domésticas, una muchacha en espera de su príncipe azul. Suficiente para pasar de largo... A menos que cometamos el error de leer la primera frase: “Es difícil imaginar una juventud más monótona, más sordida y más carente de toda alegría que la mía...”.
Ese fue el gancho que atrapó a una niña llamada Natalia Ginzburg cuarenta años después. En sus páginas encontró la italiana algo diferente a todo lo que había leído antes, un ingenio parecido a una bomba de tiempo que el lector toma ingenuamente y que explota cuando menos lo espera. No es una obra que destaque por el estilo, no muy refinado; ni por el dibujo psicológico de ambientes y personajes, que aparecen dibujados con trazo grueso, a menudo apenas sugeridos, extrañamente ambiguos; y mucho menos por una trama especialmente elaborada.
Por el contrario, lo que Un matrimonio de provincias propone es una peripecia aparentemente simple, incluso ligeramente anodina, bajo la cual discurre el drama soterrado: la convicción de la protagonista, Denza, de que no podrá escapar de la grisura que la rodea si no es contrayendo matrimonio. Y ese deseo será el que articule la narración en dos tiempos, correspondientes a otros tantos candidatos: el rico y orondo Onorato Mazzucchetti, y el notario Scalchi, el hombre de la verruga en la sien.
Lo más impresionante del relato es, sin duda, el modo en que todos los personajes reprimen sus emociones, ya sea ante la muerte, los lazos familiares, la chispa amorosa o sus decepciones. Todo queda ceñido dentro de un código general que tiene algo de sereno pragmatismo, y también algo de inhumano. La propia Ginzburg se asombra en el posfacio de esta edición de que no quedara claro si el final de la historia es feliz o infeliz: “El caso es que estoy engordando”, zanja Denza sin más. El pasmo, el escalofrío y la risa nerviosa quedan para el público.
Cabe destacar que el nombre de la autora, Marquesa Colombi, fue el pseudónimo de Maria Antonietta Torriani (Novara, 1840-Turín, 1920), autora de una variada obra en prosa y verso y primera mujer que firmó para el Corriere della Sera, el periódico fundado por su marido, Eugenio Torelli, del que terminó separándose. Junto con la Ginzburg, su principal valedor fue Italo Calvino, que rescató esta novela desde la editorial Einaudi.