Miguel Hernández
Alianza Literaria, 2010
ISBN: 978-84-206-5169-9
368 páginas
18 euros
Edición de Jorge Urrutia a partir
de la realizada con Leopoldo de Luis
para la Obra poética completa
Jesús Cotta
Las Obras Completas son para los devotos, como yo, que quieren conocer del poeta incluso esos poemas adolescentes o publicados con apresuramiento juvenil que luego uno lamenta. Las Obras Completas son para los que estamos tan interesados en un autor, que incluso queremos saber lo que él no quería que se supiera, lo que él entregó al fuego o dejó guardado en un cajón. Y así Lorca, Cavafis y otros muchos están condenados a ver desde el más allá cómo circulan en sus Obras Completas poemas suyos que ellos no sacaron a la luz o que sacaron cuando eran jóvenes e impacientes.
Por eso es un acierto reunir en este volumen la obra esencial de Miguel Hernández, en vez de las Obras Completas, porque así nos quedamos con el verdadero Miguel, el que sacó músculo poético definitivo, se labró una voz propia y entregó a la rica literatura española un verso viril y refinado, de imágenes rotundas y contundentes.
Miguel Hernández ha sido el único poeta español, al menos que yo recuerde, capaz de hacer poesía social sin caer en el panfleto ni en la lacrimogenia en que cae tanto poeta social mediocre, y el único capaz de decir, sin pelos en la lengua pero con una desnudez que es la elegancia misma, lo abrumador, lo arrollador, lo persistente y lo caliente que es el deseo sexual masculino y lo que a un hombre lo altera la sola presencia femenina: en esa alteración está lo mejor, quizá, de ser varón, al menos si uno lee a Miguel Hernández.
Ahora que se acerca su aniversario, mucho se habla y se publica sobre Miguel y se alzan voces para decir que no era tan autodidacta como se ha dicho, que explotaba eso del poeta cabrero, que era más listo de lo que parece…
La verdad siempre es más compleja que los tópicos: ni era un simple cabrero, ni era un tipo listo que explotaba ser cabrero y venir del campo. Era, a veces sí, a veces no, las dos cosas. Habría sido una tontería no ser las dos cosas. Y lo fue.
Entre la biografía de José Luis Ferris y la última de Eutimio Martín, ambas tan distintas en talante y en la valoración que hacen del poeta, está bien que recordemos con un libro como este que lo importante en Miguel es la calidad de su obra poética, que, desde mi punto de vista, es después de Lorca y los Machado, la mejor del siglo XX español.
Lo sorprendente en Miguel es su meteórica carrera poética y personal, lo breve e intensa que fue, lo mucho que le pasó en tan poco tiempo: publicar autos sacramentales, algún revolcón con Maruja Mallo (que se tiró a media Generación del 27), perder la fe, publicar libros, tener hijos, participar con Cossío en su enciclopedia torera, emborronar versos en las trincheras y, en la pizarra del palacio donde se daban la vidorra Alberti, Neruda y María Teresa León con fiestas de disfraces y comiendo los alimentos que en el Madrid cercado escaseaban, escribir: “Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta.”
Olé tus cojones, Miguel.
Y todos sus versos los escribió como pudo, a la sombra de un árbol, cuidando cabras, en pensiones de mala muerte, en la trinchera, en la cárcel… No fue un señorito de dedos delicados y sin callos, sino un hombre curtido y con agallas. Si algún valor poético añaden a unos versos de guerra el haber sido escritos en la trinchera, si algún valor poético añaden a unos versos de amor el estar escritos en cárcel, los de Miguel Hernández tienen un valor añadido.
Teniendo en cuenta que su breve, pero fulgurante vida poética, amorosa, literaria y guerrera no le dio apenas tiempo ni perspectiva para hacer una valoración de toda su obra, parece, pues, un acierto esta poesía esencial, que reúne los libros más señeros y representativos de su obra: El rayo que no cesa, Viento del pueblo, El hombre acecha, Cancionero y romancero de ausencias, amén de algunos poemas sueltos.
No figuran, pues, en este libro Perito en lunas, un libro aún inmaduro. Tampoco sus autos sacramentales. Tan sólo la poesía de madurez.
Ahora que nos acercamos al aniversario de su muerte, es un buen momento para conocer al mejor Miguel Hernández, que, además de ser muy buen poeta, era, como dice su esposa, muy hombre y sabía, como nadie, unir en una misma gavilla el amor, la justicia, el futuro, la fecundidad, la patria, la esperanza, la pasión, el hijo… Y tuvo el detalle con su esposa, que era una mujer tradicional, de casarse por la Iglesia, para que en la España de Franco tuviera ella un futuro.
Poeta de rosa y espada, como Garcilaso o Aldana: amó como hombre, luchó como soldado y murió como un valiente.
Vivimos ahora en una época tan descafeinada, que viene bien recibir con estos poemas la inyección de virilidad, la tormenta de piedras y hachas, el deseo más lúbrico convertido en endecasílabo de roble y piedra, la rotundidad fina a latigazos verbales que es Miguel Hernández.
Miguel Hernández es la demostración clara de que la poesía es un don más que un trabajo y un mérito o una carrera, cosa que en este país de poetas universitarios y profesores se olvida fácilmente. En Grecia tienen a Cavadías, el poeta marinero, y aquí tenemos a Miguel, el poeta cabrero.
Lástima que Miguel muriera en la cárcel. Yo lo quiero sacar de ella para siempre guapo y joven y sano para su esposa para siempre.
2 comentarios:
Querido Jesús, ya sabes que nuestras discrepancias ideológicas son notables (y que ninguna es óbice para nuestra amistad), pero en esta ocasión debo hacerte dos observaciones que me parecen importantes. Una se refiere a tu valoración de la poesía social: ¿Miguel Hernández ha sido "el único poeta español (que recuerdes) que ha hecho poesía social sin caer en el panfleto ni en la lacrimogenia"? Como buen lector y buen poeta que eres, yo te pediría que no olvidaras a Blas de Otero y al mejor Celaya (no todo, de acuerdo), y siguieras por José Hierro, por Jaime Gil de Biedma, por los mejores Ángel González y José Agustín Goytisolo (no todo), a Fernando Quiñones... La poesía social española ha producido mucho panfleto, sí: pero no se entiende la segunda mitad de nuestro siglo XX sin ella. Por otro lado, no puedo aprobar que, en una semblanza necesariamente abreviada de Miguel Hernández, quede destacada una anécdota nimia pero llamativa, como la de los Alberti, y pasen desapercibidos, por ejemplo, el cruel periplo por siete cárceles, siete, donde el poeta sí que pudo demostrar esos redaños, pero no evitar su muerte a los 31 años. Si queremos rescatar lozano y palpitante a Miguel Hernández, debemos identificarnos con su tragedia de un modo más riguroso. Sobre la poesía te propongo discutir con una cerveza en la mano. Un abrazo,
A.
Querido Alejandro: pues tienes razón en lo de la poesía social. He escrito esta reseña con el corazón y no con la cabeza, y me he olvidado de grandes poetas. Los he despachado de un plumazo y de malas formas. En cuanto a la anécdota de Alberti y Neruda, quise resaltarla porque valoro mucho a la gente que vive como predica y creo que no era ese el caso de Alberti y Neruda, pero sí el de Miguel. Pero tienes razón: mucho más importante es hablar de las cárceles en que anduvo sus últimos años. Créeme, querido Alejandro, si te digo que si no hablé de las cárceles explícitamente (aunque aludo a ello) fue porque lo consideré asunto sabido, mientras que me interesaba rescatar del olvido esa anécdota nimia. En fin, gracias por la finura de tu comentario: si no fuera porque si cambio la entrada dejaría sin sentido este comentario tuyo, ya estaba yo arreglando el desaguisado. Recibe mi abrazo y mi gratitud por tus acertadas observaciones, que nacen del amor a la verdad y no, como me ha ocurrido a mí, del apasionamiento. Ex corde, Jesús Cotta
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