25 octubre 2010

Viejo centro del mundo

Guía literaria de Roma

Varios autores

Ático de los Libros, 2010

ISBN. 978-84-937809-3-7

192 páginas

16 euros

Edición y prólogo de Iria Rebolo




Alejandro Luque

¿Siguen conduciendo todos los caminos a Roma? Me temo que, en esta era en que circulamos a toda velocidad por las autopistas de la información, ya no. La llamada Ciudad Eterna parece haber quedado varada, en cierto modo, en la cuneta de la Historia, reducida a postal de vacaciones. Ni siquiera el poderío del Vaticano es lo que era (y me refiero al Estado Pontificio, físico, caminable) desde que el dinero se mueve por internet.

Y es precisamente en esta tesitura cuando más oportuno se antoja volver a Roma, como lo es también volver a Atenas. No a profesar el culto a la ruina, pretexto de los más grotescos desmanes turísticos, sino a practicar el antiguo deporte de preguntarnos de dónde venimos para columbrar hacia dónde queremos ir.

Eso hicieron, de un modo u otro, los quince autores reunidos en esta suerte de antología, un múltiple paseo, también a través del tiempo, por la emblemática capital del Lacio. Tras el texto de Estrabón que sirve como pórtico, el encargado de abrir fuego es Montaigne, que acudió a Italia en busca de remedio para su mal de piedras y encontró, entre cúpulas y joyas de la ahora reabierta Biblioteca Vaticana, el paradigma del cosmopolitismo: “Yo decía de las ventajas de Roma, entre otras cosas, que es la ciudad más abierta del mundo, en la que a la extranjería y a la diferencia de nacionalidades se le da poca importancia, pues por su misma naturaleza es una ciudad hecha de remiendos de extranjeros; todos están en ella como en su casa”.

A un fragmento de Historia del declive y caída del Imperio romano de Gibbon le suceden unas notas del diario de Tobias Smollett, ejemplo pionero del visitante decepcionado y criticón –que Sterne parodiaría más tarde en su Viaje sentimental–, y al que el Panteón le parece “un corral de gallos de pelea abierto por el techo”. Mucho más felices fueron en sus calles y plazas los viajeros Goethe y Chateaubriand, y Stendhal encontró allí la metáfora del amor perfecto. Todos ellos contribuyeron a asentar el prestigio de Roma entre la intelectualidad europea, hasta hacer de ella un destino imprescindible.

Pero en estas páginas también es posible descubrir no sólo cómo va cambiando Roma, sino cómo se transforma la mirada del mundo sobre la ciudad. Melville observa agudamente que “el propio Vaticano es el índice del mundo antiguo, igual que la Oficina de Patentes de Washington lo es del mundo moderno”. Y Mark Twain, con su genuino sentido del humor, lamenta ya en 1867 que Roma fuera una ciudad trillada, en la que resultaba imposible descubrir nada nuevo. A él le debemos los pasajes más divertidos de esta colección, especialmente aquél en que, harto de toparse por doquier con la firma del “eterno pesado” de Miguel Ángel, y dice no haberse sentido nunca tan bien como “ayer, cuando me enteré que Miguel Ángel había muerto...”

De los acertados apuntes arquitectónicos de Henry James a los ataques de melancolía de Rilke, pasando por las descripciones de ambiente de Dickens o Pedro Antonio de Alarcón, el recorrido por esta Roma de papel se acompaña con las ilustraciones de Vasi, Piranesi y Rossini, que ayudan al lector a acomodarse un poco mejor al contexto histórico que corresponda. Los muy entusiastas bien pueden ampliar el disfrute acudiendo a otras fuentes, como la Roma de Gogol, o el muy ambicioso y suculento El viaje a Italia, de Attilio Brilli, ambos de reciente traducción al español.

Amena y útil, esta guía de all stars de la peregrinación a Roma debería también ser completada con al menos dos entregas adicionales: una, dedicada a las visiones de los escritores italianos, mucho menos divulgadas que las de estos ilustres trotamundos. Y otra, que recogiera la mejor poesía que ha inspirado la capital del Tíber, desde los clásicos latinos a Rafael Alberti o Federico García Lorca. En todo caso, se trataría de las únicas guías que vale la pena leer: aquellas que, lejos de querer llevar al viajero de la mano, le invitan a perderse gozosamente.

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