Pampanitos verdes
Óscar Esquivias
Ediciones del Viento, 2010. Colección "Viento abierto".
ISBN: 978-84-96964-64-8
158 páginas
16,00 €
Premio "Tormenta en un Vaso" al mejor libro publicado en castellano en 2010
Coradino Vega
Me cuentan que de toda la vida, en ciertos ambientes culturales, han vestido mucho las negaciones, mirar al mundo con una inconfundible mueca de cinismo, desdeñar o exagerar hasta el paroxismo lo diferente o lo nuevo, lucir inquebrantables credenciales de radicalidad, reconocer el mérito de lo cercano sólo si a continuación se le pone un “pero” sustanciado de mala leche bien recubierta de la audacia —cuanto más borde, mejor— de quien se cree el más listo de la clase. Por si fuera poco, hoy día, en España, donde el noventa por ciento de escritores ejerce la crítica literaria por trabajo o afición, no sólo se repiten esas ancestrales pautas sino que resulta difícil alabar un libro o a un autor generosamente, es decir, sin esperar nada a cambio o de forma ajena al tan mal camuflado cálculo de apoyaturas e intereses. De igual manera, son denigradas por lo general las obras que apuestan por la vida, que contagian alegría y buen humor, no sé por qué, como si esos componentes, así, en abstracto, y con los violines que parece que se les pone de fondo, constituyeran una irrefutable prueba de su consabida falta de calidad, bien por no atentar contra las convenciones (¿), trascender lo superado (¿) o por no cimbrear los pilares del capitalismo desde sus propiedades textuales (¿). Tan incrustada tenemos la oscura sospecha de la intelectualidad importada de Buenos Aires (revitalizada últimamente, qué peñazo) o de París (me refiero a la de los sesenta y setenta, que lamentablemente sigue molando), hasta el punto que muchos caen arrobados —ignorando la desazón que albergan ciertas formas de optimismo y que no todo puede tratar de todo a la vez— ante el espejismo que denunciara Nietzsche con no poca retranca: “Enturbian el agua para que parezca profunda”. En fin: 'c’est l’Espagne'…, cateta por notársele tanto querer ser cosmopolita, sublime sin interrupción, cueste lo que cueste.
Evidentemente, hay admirables excepciones a esa tónica que se dice marginal pero que, en su perseguida voltereta, se ha convertido al fin —sobre todo en los espacios virtuales en los que tiene asegurada la complaciente algarada del público adicto a la infoxicación, pues cuando le dan la oportunidad de pasarse al papel, y se amplía el abanico receptor, se vuelve más moderadilla— en totalitaria a fuer de decidir quién está o no en la onda, y una de las más brillantes la personifica Óscar Esquivias (Burgos, 1972). Autor prolífero tanto en la novela como en el cuento, cada entrevista, cada declaración que le leo a este escritor me provocan ganas de salir a la calle dando saltos y subirme a los coches agradeciendo a gritos, y respirando muy hondo, a bocanadas amplias, como un barbo, el simple hecho de estar vivo. Culto, amable, irónico, generoso en el asombro y colaborativo conocedor de la literatura de sus contemporáneos, Esquivias fue escribiendo tranquilamente este conjunto de relatos que, hace unos días, obtuvo el Premio "Tormenta en un Vaso" al mejor libro en castellano publicado en 2010. En ellos hay jóvenes que entran por primera vez en la universidad, adolescentes que celebran el final de los exámenes o que trabajan repartiendo flores, un atleta gay que compite subiendo las escaleras de un rascacielos de Chicago, un vendedor de piscinas que asiste a la glamurosa fiesta de disfraces de una clienta, dos hermanos que intercambian el oficio de centurión en los aledaños del Coliseo romano: diez narradores en primera persona que puede que sean el mismo, puede que no.
Son muchas las virtudes narrativas de Óscar Esquivias: el talento para bordear el tópico o transformarlo en insólito, la valentía en la elección de los topónimos españoles, la naturalidad de su prosa y la agilidad de sus diálogos, la frescura de su verosimilitud, su adjetivación inaudita, el humor por momentos desternillante, la ternura con la que mira a sus personajes, la elegante postración del yo-autor, la curativa forma de narrar lo que hace daño: la luminosa forma, en definitiva, de contar una serie de historias que nos tocan por su cercanía, por su disparatada cotidianidad o por el ingenio de hacer de lo ordinario acontecimientos solapados y, por ende, susceptibles de ser universalizados. Porque qué bien suenan las palabras en los relatos de Óscar Esquivias, las palabras manoseadas, tergiversadas en sus sentidos, adulteradas por el poder o por la paranoia de la semántica; la dignidad de las palabras; el “léxico familiar”, que diría Natalia Ginzburg. Qué agallas para decir: “No fue ni compasión, ni pena: fue miedo, como si esa mujer pudiera contagiarme algo terrible: una enfermedad, su tristeza, su desvalimiento, su infelicidad”. O qué alegría encontrar a un personaje que sostenga: “De repente el mundo me parecía un lugar maravilloso donde sólo había espacio para la felicidad” y que, para colmo, lo vivencies, te lo creas. Porque de la melancolía que destila Pampanitos verdes emana una esclarecedora alegría de vivir, una calidez humana y una regeneración literaria ante la que a un servidor sólo le queda aplaudir con gratitud y entusiasmo. Es cierto que la buena literatura debe buscar el desciframiento más que consolar, pero eso no quita que se recuerde de vez en cuando lo que el otro día le escuché decir a la sinóloga Taciana Fisac parafraseando a su padre, el arquitecto Miguel Fisac: que la función del arte también consiste en hacer feliz a la gente. Así que dejemos de lado aunque sólo sea por esta vez lo abstracto y disfrutemos de las maravillosas concreciones que ha escrito Óscar Esquivias. Háganme ustedes ese favor.
Óscar Esquivias
Ediciones del Viento, 2010. Colección "Viento abierto".
ISBN: 978-84-96964-64-8
158 páginas
16,00 €
Premio "Tormenta en un Vaso" al mejor libro publicado en castellano en 2010
Coradino Vega
Me cuentan que de toda la vida, en ciertos ambientes culturales, han vestido mucho las negaciones, mirar al mundo con una inconfundible mueca de cinismo, desdeñar o exagerar hasta el paroxismo lo diferente o lo nuevo, lucir inquebrantables credenciales de radicalidad, reconocer el mérito de lo cercano sólo si a continuación se le pone un “pero” sustanciado de mala leche bien recubierta de la audacia —cuanto más borde, mejor— de quien se cree el más listo de la clase. Por si fuera poco, hoy día, en España, donde el noventa por ciento de escritores ejerce la crítica literaria por trabajo o afición, no sólo se repiten esas ancestrales pautas sino que resulta difícil alabar un libro o a un autor generosamente, es decir, sin esperar nada a cambio o de forma ajena al tan mal camuflado cálculo de apoyaturas e intereses. De igual manera, son denigradas por lo general las obras que apuestan por la vida, que contagian alegría y buen humor, no sé por qué, como si esos componentes, así, en abstracto, y con los violines que parece que se les pone de fondo, constituyeran una irrefutable prueba de su consabida falta de calidad, bien por no atentar contra las convenciones (¿), trascender lo superado (¿) o por no cimbrear los pilares del capitalismo desde sus propiedades textuales (¿). Tan incrustada tenemos la oscura sospecha de la intelectualidad importada de Buenos Aires (revitalizada últimamente, qué peñazo) o de París (me refiero a la de los sesenta y setenta, que lamentablemente sigue molando), hasta el punto que muchos caen arrobados —ignorando la desazón que albergan ciertas formas de optimismo y que no todo puede tratar de todo a la vez— ante el espejismo que denunciara Nietzsche con no poca retranca: “Enturbian el agua para que parezca profunda”. En fin: 'c’est l’Espagne'…, cateta por notársele tanto querer ser cosmopolita, sublime sin interrupción, cueste lo que cueste.
Evidentemente, hay admirables excepciones a esa tónica que se dice marginal pero que, en su perseguida voltereta, se ha convertido al fin —sobre todo en los espacios virtuales en los que tiene asegurada la complaciente algarada del público adicto a la infoxicación, pues cuando le dan la oportunidad de pasarse al papel, y se amplía el abanico receptor, se vuelve más moderadilla— en totalitaria a fuer de decidir quién está o no en la onda, y una de las más brillantes la personifica Óscar Esquivias (Burgos, 1972). Autor prolífero tanto en la novela como en el cuento, cada entrevista, cada declaración que le leo a este escritor me provocan ganas de salir a la calle dando saltos y subirme a los coches agradeciendo a gritos, y respirando muy hondo, a bocanadas amplias, como un barbo, el simple hecho de estar vivo. Culto, amable, irónico, generoso en el asombro y colaborativo conocedor de la literatura de sus contemporáneos, Esquivias fue escribiendo tranquilamente este conjunto de relatos que, hace unos días, obtuvo el Premio "Tormenta en un Vaso" al mejor libro en castellano publicado en 2010. En ellos hay jóvenes que entran por primera vez en la universidad, adolescentes que celebran el final de los exámenes o que trabajan repartiendo flores, un atleta gay que compite subiendo las escaleras de un rascacielos de Chicago, un vendedor de piscinas que asiste a la glamurosa fiesta de disfraces de una clienta, dos hermanos que intercambian el oficio de centurión en los aledaños del Coliseo romano: diez narradores en primera persona que puede que sean el mismo, puede que no.
Son muchas las virtudes narrativas de Óscar Esquivias: el talento para bordear el tópico o transformarlo en insólito, la valentía en la elección de los topónimos españoles, la naturalidad de su prosa y la agilidad de sus diálogos, la frescura de su verosimilitud, su adjetivación inaudita, el humor por momentos desternillante, la ternura con la que mira a sus personajes, la elegante postración del yo-autor, la curativa forma de narrar lo que hace daño: la luminosa forma, en definitiva, de contar una serie de historias que nos tocan por su cercanía, por su disparatada cotidianidad o por el ingenio de hacer de lo ordinario acontecimientos solapados y, por ende, susceptibles de ser universalizados. Porque qué bien suenan las palabras en los relatos de Óscar Esquivias, las palabras manoseadas, tergiversadas en sus sentidos, adulteradas por el poder o por la paranoia de la semántica; la dignidad de las palabras; el “léxico familiar”, que diría Natalia Ginzburg. Qué agallas para decir: “No fue ni compasión, ni pena: fue miedo, como si esa mujer pudiera contagiarme algo terrible: una enfermedad, su tristeza, su desvalimiento, su infelicidad”. O qué alegría encontrar a un personaje que sostenga: “De repente el mundo me parecía un lugar maravilloso donde sólo había espacio para la felicidad” y que, para colmo, lo vivencies, te lo creas. Porque de la melancolía que destila Pampanitos verdes emana una esclarecedora alegría de vivir, una calidez humana y una regeneración literaria ante la que a un servidor sólo le queda aplaudir con gratitud y entusiasmo. Es cierto que la buena literatura debe buscar el desciframiento más que consolar, pero eso no quita que se recuerde de vez en cuando lo que el otro día le escuché decir a la sinóloga Taciana Fisac parafraseando a su padre, el arquitecto Miguel Fisac: que la función del arte también consiste en hacer feliz a la gente. Así que dejemos de lado aunque sólo sea por esta vez lo abstracto y disfrutemos de las maravillosas concreciones que ha escrito Óscar Esquivias. Háganme ustedes ese favor.
3 comentarios:
ENORME reseña, Coradino. Qué bien te está sentando la paternidad!
Gran reseña y gran libro. Y, ya que estamos, me permito recomendar el anterior de relatos de Esquivias, "La marca celta", y la novela del reseñista, "El hijo del futbolista".
Saludos
Olé, de cabo a rabo.
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