12 julio 2011

Pynchon al sol

Epítome del postmodernismo. Incomprensible para algunos. Clarividente para unos pocos. Leer a Thomas Pynchon no puede dejar indiferente a nadie. José Martínez Ros tuvo las agallas suficientes para enfrentarse en soledad a su obra más polémica y aclamada: El arco iris de gravedad (1973), un gazpacho literario tan indigerible como adictivo. Comprobemos si su lectura le costó a nuestro crítico tanto como al Brigadier Pudding tragarse una...


José Martínez Ros

Leí las mil doscientas (más o menos) páginas de El arco iris de gravedad, la novela más famosa de Thomas Pynchon, a los veinticuatro años, cuando realizaba uno de los oficios que suelen despertar más curiosidad a mis amigos cuando rememoro esa época de trabajos cutres/precarios/mal pagados, una etapa casi inevitable en una biografía de un joven de mi generación y mi clase social. Acababa de volver a mi desangelado pueblo de Cartagena, tras nueve meses de estancia en Córdoba, becado por la Fundación Antonio Gala, con el manuscrito de un libro de poemas y mucha incertidumbre acerca de mi futuro inmediato. Algunos de los chicos y chicas que conocí en Andalucía pensaban recalar en Madrid en otoño, al comienzo del curso universitario, debido a un par de azarosas circunstancias –a) que se encuentra más o menos en el centro y b) que ninguno éramos de allí-, y la idea, dar un corte de mangas a mi vida anterior y empezar en otro sitio, me gustaba, así que necesitaba encontrar trabajo y ganar algo de dinero en el verano intermedio. Un vecino de mi abuela me propuso uno, después de un absolutamente desafortunado intento de ser mozo de cocina: trabajar para el dueño de una cantera, controlando el número de camiones que extraían de ella materiales para una construcción no demasiado distinguida, un vertedero de basuras, según creo recordar. Por favor, imaginadlo: un monte pesado y desértico, rodeado de más montes desérticos, feos y pelados, junto a una carretera que no llevaba en particular a ningún sitio, por lo menos a ningún sitio interesante. A un lado, había un camino de tierra que descendían hasta la cantera y, en la cima, un pino solitario bajo el que me apostaba cada día, desde las ocho de la mañana a las seis de la tarde. Mi padre me dejaba en ese monte con una nevera con el almuerzo y una botella de agua, una silla plegable, una pequeña libreta donde anotaba la matrícula de los diversos camiones y su número de viajes, haciendo básicamente palotes, y por último, un libro muy grueso, negro, de Tusquets cuyo título no dudo que adivináis. Y yo, un veinteañero barbudo en bañador, pasando un solitario estío con la obra maestra de Thomas Pynchon.

No se trataba del primer libro de Pynchon que leía. Hacía casi dos años me había topado con una edición barata de una novela posterior, Vineland, una anfetamínica historia acerca del legado de los dorados sesenta en los sombríos ochenta que me confundió y no pude, por aquel entonces, acabar, pues había extraños conceptos de la narrativa del extraño siglo XX que aún eran un misterio para mí como “Super Ficción”, “hipertexto”, “postmodernismo”, “entropía” y tantos otros, pero sí me sonaba el nombre de Thomas Pynchon, y conocía el halo de leyenda que lo rodeaba: el escritor más invisible de la literatura norteamericana, en la que tanto abundan ilustres auto-reclusos, siempre con un recuadro en blanco en lugar de una foto bajo una biografía de cuatro líneas que incluía asistencia a las clases de literatura de Vladimir Nabokov, redacción de folletos técnicos para Boeing y una larga estancia en México. En Córdoba, me había animado a leer su primera obra, V, porque, en el curso de una visita a la Fundación, Arturo Pérez-Reverte nos lo recomendó enfáticamente, y yo, que siempre lo había considerado un personaje de ideas antediluvianas, además de muchas otras cosas negativas que no escribiré aquí, pensé algo así como “si le gusta hasta a este capullo, es que debe ser de verdad muy buena” , y por tan peregrino ejercicio de lógica, busqué un ejemplar –Córdoba es una ciudad tan fantástica que hasta hay librerías con novelas de Thomas Pynchon- y me puse con ello. La nueva experiencia en el mundo pynchonita fue mucho mejor: la novela alternaba la historia de una serie de personajes ruinosos en una ruinosa New York contemporánea con una serie de exquisitas escenas escritas con una prosa de increíble belleza (y joder, ese libro lo escribió con menos de treinta años) ambientadas en diversos lugares del mundo a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, relatándonos entre crisis internacionales, matanzas históricas y conspiraciones disparatadas, la vida de una extraña mujer, V, que en un capítulo podía ser una jovencita remilgada que perdía la virginidad en El Cairo o una cortesana en Florencia a una 'cyborg' disfrazada de sacerdote, y que podía considerarse un símbolo de la rebelión de las fuerzas de maquinismo inanimado (y el fascismo/capitalismo) contra el espíritu humano. Así que me consideraba preparado para enfrentarme a un reto mayor.

A lo largo de aquel verano, leí El arco iris de gravedad dos veces. Hay un chiste genial en Los Simpson. Lisa se hace pasar por universitaria y una de sus nuevas amigas “intelectuales” lleva el tochazo de Pynchon. “¿Estás leyendo El arco iris de gravedad?”, le pregunta Lisa, sorprendida. Su nueva amiga sonríe. “No, lo estoy releyendo”. Yo lo releí –cada lectura me ocupó, más o menos, un mes- no por alardear, ni nada parecido, sino porque, tras el primer combate, 'round' a 'round', Pynchon me había machacado: no había entendido casi nada. Pero tenía un montón de pasajes clavados en mi mente, girando ahí sin cesar así que me interné de nuevo en el oscuro, lóbrego y resplandeciente bosque verbal del gran T. P. en busca de un hilo conductor, un sendero oculto entre miríadas de personajes y escenarios de una versión definitivamente alucinógena y megafriki de lo que fue la Segunda Guerra Mundial (la que orquestó Tarantino en Malditos bastardos palidece en comparación) que me permitiera ir de una a otra. Creo que lo conseguí, y salí de la selva con muchos rasguños, pero sin ninguna herida mortal, como suele suceder con los grandes libros y como sucede, según el célebre poema de Kavafis, con los grandes viajes, lo que más recuerdo de El arco iris de gravedad son esos pasajes que tanto me impresionaron la primera vez, más que el famoso inicio (“llega un grito a través del cielo”) y el apocalíptico final del libro o el difuso argumento general. Me acuerdo del primer encuentro de los amantes adúlteros, Roger y Jessica, con el sonido de fondo de las explosiones de los cohetes nazis, las V-2, en Londres, y que él declara tranquilamente “mi madre es la guerra”. Me acuerdo del descenso del joven Slothrop por un retrete lleno de un sinfín de cosas repugnantes tras una armónica, escena plagiada en Trainspotting. Me acuerdo del honorable y coprófago Brigadier Pudding, protagonista de la escena sexual más bizarra de un libro lleno de sexo bizarro. Me acuerdo de que a lo largo de todo el libro suena "La gazza ladra", de Rossini, y que esa pieza suena igualmente en La crónica del pájaro que da cuerda al mundo de Haruki Murakami. Me acuerdo de la comuna de judíos masoquistas que se niega a abandonar el campo de concentración. Me acuerdo del pulpo amaestrado del doctor Pointsman y de la bellísima y atormentada Katje… Thomas Pynchon soñó de nuevo la Segunda Guerra Mundial y nos invitó a recorrer la más sangrienta pesadilla que ha conocido la humanidad de un modo único. Es decisión de todos ustedes enfrentarse o no a ella, a esta novela que ganó el National Book Award (por supuesto, Pynchon no fue a recogerlo y mandó a un cómico en su lugar) en 1974, fue considerada obscena por el jurado del premio Pulitzer y un libro “ilegible” que “humillará, confundirá y espantará al lector”, por el distinguido George Steiner.

4 comentarios:

Daniel Ruiz García dijo...

Es una reseña sentimental, y escrita con gran sensibilidad, así que no hay nada que objetar. Personalmente, creo que el principal logro literario de Pynchon ha sido su capacidad de hacer florecer una nueva categoría de lector: el lector masoquista. Lo cual es un logro indudable; sólo por eso, además de por su célebre (y extraliteraria) estrategia del despiste, merece tener presencia en la Historia de la Literatura.

Fran G. Matute dijo...

Interesante charla la que mantuvimos la otra noche sobre el amigo Pynchon, amigo Dani.

Eché en falta al Sr. Martínez Ros para que hiciera piña conmigo... ;)

Manolo Haro dijo...

Yo también lo eché en falta. Así la cosa hubiera dado para pegarnos una buena paliza de manera igualada.

blumm dijo...

No he leído nada del Pinchón. ¿su ISBN, please? La apunto de verdad.
Muy sugerente las letras que le dedicas.
Enhorabuena.