14 julio 2011

Solo el arte salva

Nuestra más reciente incorporación celebra el II Aniversario de Estado Crítico recordando, con inusitado lirismo, el rito iniciático que para él supuso la lectura de "En busca del tiempo perdido" (1913-1927) de Marcel Proust, y en especial Por el camino de Swann. Tratando de huir del tópico al acercarse a una obra tan capital, José M. López destaca el impacto vital que supone, recién alcanzada la mayoría de edad, ser testigo directo de una de las más poéticas historias de amor jamás escrita.


José M. López


Me he propuesto firmemente escribir esta reseña sin utilizar el término “magdalena”. Aunque me temo que esta empresa tiende, irremediablemente, al fracaso. También me he impuesto como objetivo escribir tan solo sobre Por el camino de Swann, primera de las siete partes que componen la magna obra "En busca del tiempo perdido", de Marcel Proust, aunque creo que entenderéis que las referencias a los otros seis volúmenes serán inevitables.

Una vez relatados los objetivos que no cumpliré, puedo disponerme a rendir cuentas a cerca de por qué esta obra ha sido, posiblemente y hasta la fecha, aquella que más me haya influido o marcado. Palpé por primera vez las pastas blandas de la edición de Alianza de Por el camino de Sawnn un veintidós de enero de 1998. Ese día cumplía justo dieciocho años. Mi hermano, hoy un juez con alma de filólogo, fue el que me regaló el libro. Hoy día tiendo a pensar que esperó a que yo alcanzara la mayoría de edad para obsequiarme con un privilegio solo permitido a los adultos. Como si hubiera guardado durante muchos años, en una vieja caja de cartón, mi carné de conducir, la papeleta para votar y el librito de Proust. Antes, yo había sido un lector disperso, que deambulaba de acera en acera tropezándome con todo lo que salía a mi paso: que si Agatha Christie justo en la frente, que toma algo de Poe en la espinilla, que si Neruda en todo el estómago… Pero la lectura de esta novela me obligó a posicionarme. Me aclaró que, si esto de las letras es una liga de dos, cosa que dudo, yo estaba definitivamente con aquellos que gustaban del placer por la forma y la experimentación estilística. Y es que de la escritura de este francés enfermizo y de ascendencia judía aprendí a disfrutar de la frase sinuosa y delicada, colmada de recovecos y subordinadas, pero siempre precisa y musical.

A partir de esas líneas deduje que todos los tiempos son el mismo, que nuestro pasado y nuestro presente se funden en una sola emoción, en un solo instante en el que evocamos, gracias al olor que desprende una vieja cafetera, o a la textura y sabor de la archiconocida magdalena, aquellos sufrimientos, aquellos gozos que vuelven a renacer hoy idénticos, ya que nada ha cambiado.

En esas vacías y asfixiantes tardes de verano, descubrí que el arte es más real que la vida, ya que nuestro devenir cotidiano, la espiral de monotonía en la que nos perdemos a diario, suele hacernos olvidar aquello que realmente nos hace felices. Me di cuenta, en definitiva, de que la vida, en ocasiones, oculta la propia vida.

Pero, por encima de todo, logré atisbar los ocultos resortes que dominan sentimientos como el amor, la indiferencia o los celos. La historia del amor de Swann, protagonista de esta primera entrega, hacia Odette, una muchacha, en principio, inferior a él en todos los sentidos, se erige en un tratado científico sobre el alma humana de una belleza y humanidad que consiguió sobrecoger el corazón de un estúpido adolescente que solo ofrecía granos y testosterona.

Pedro Salinas, traductor de las tres primeras novelas, esquiva con maestría las barreras del idioma, y traslada con enorme dominio rítmico y gramatical la frase alambicada del original francés, pero eso sí, sin perder por el camino ni un ápice del impacto lírico y la sensibilidad proustianos. Como en este fragmento, donde el narrador delata el dolor de Swann, al que el comentario inocente de un amigo le provoca de nuevo la punzada candente de los celos: “Y cuando estaba charlando con unos amigos, sin acordarse ya de su dolor, de pronto, una palabra le demudaba el rostro, como le pasa a un herido cuando una persona torpe le toca sin precaución el miembro dolorido”.

Y durante los seis años restantes, cada veintidós de enero, seguí recibiendo la siguiente novela de "En busca del tiempo perdido", la continuación de este manual de los sentimientos a través del cual fui interpretando, traduciendo mi propia vida. De modo que cada persona a la que conocía no era más que una burda copia de algún personaje de Proust, que cada vez que echaba de menos a alguien, que sufría por alguna chica o que, por el contrario, era yo el que la despreciaba, asistía simplemente a una reproducción sencilla y burda de aquello, más real, que yo ya había leído antes. Me di cuenta en definitiva, de que la vida es una novela mal escrita, y de que, como decía Hjalmar Flaxsi algo salva, solo el arte salva”.

2 comentarios:

Fran G. Matute dijo...

Leí en mi adolescencia "Por el camino de Swann", por aquéllo de curtirme en la Gran Literatura europea del siglo XX, y me fascinó.

Siempre recuerdo una frase, muy pomposa, que pronunciaba uno de los personajes de la novela al llegar a una casa todo empapado por la lluvia y ser preguntando por los anfitriones acerca del origen de su estado. A lo que el pollo respondía "me encuentro tan voluntariamente fuera de mis contingencias físicas que no me he tomado la molestia de notificarme que estaba lloviendo"... ¡Genial!

José Martínez Ros dijo...

He de confesar que me enfrenté a la obra del Sr Proust a lo largo, más o menos, de un año, y me quedé en La prisionera, con lo que me siguen faltando por leer otros dos volúmenes... pero algún día reuniré suficientes energías mentales y volveré a empezarla. De los cinco volúmenes que leí, mi escena preferida es cuando el jovencito Marcelo se roza con la hija de Swam en A la sombra de las muchachas en flor y "derrama su goce". Sublime.