11 diciembre 2012

La palabra es un arma cargada...


De retórica. La comunicación persuasiva

Xavier Laborda Gil

Editorial UOC, 2012

ISBN: 978-84-9788-555-3

117 páginas

12,50 €



José M. López

La palabra ha sido utilizada desde siempre como un poderosísimo instrumento, no sólo para describir el mundo que nos rodea, sino también para transformarlo, manipularlo, crearlo, en definitiva.  Del mismo modo, la comunicación siempre ha estado al servicio del fenómeno persuasivo, y si este es llevado a cabo por alguien que regenta cierto poder social, pues entonces aparecen sus empleos más violentos o inmorales. Xavier Laborda Gil es plenamente consciente de la descomunal fuerza que alberga la palabra persuasiva, y sitúa su origen en la retórica.  Nos propone un viaje, un viaje en el tiempo donde el protagonista es el arte de convencer. Viaje cargado, además del esperado rigor científico, de una sencillez y claridad que permiten que cualquier lector pueda acercarse al texto. El autor es un apasionado de disciplinas como la Historia, el Derecho o la Lingüística, y este sentimiento permite que cada concepto sea explicado con un entusiasmo que aligera el peso teórico, y le aporta un cariz divulgativo que se agradece. Cada explicación teórica viene acompañada de entretenidas anécdotas relacionadas con la vida cotidiana en la antigua Grecia, con ejemplos literarios, cinematográficos o pertenecientes al mundo de la publicidad. Esto hace que el libro entretenga y enseñe a la vez.

Otra de las constantes del libro es la intención del autor de desmontar los argumentos de todos aquellos que se empeñan en definir la retórica como una estrategia poco  ética.  Así, el autor nos recuerda que esta técnica ha ido siempre de la mano de la democracia. El inicio de la retórica se encuentra en la Sicilia griega del siglo V. a.C. Una vez que los tiranos fueron derrocados, y tras establecerse la libertad, los ciudadanos emprendieron una serie de litigios para recuperar los terrenos expoliados. El dominio de la palabra fue fundamental en este momento. La retórica, por tanto, ha estado siempre al servicio del ciudadano, como instrumento para garantizar sus libertades y sus derechos.

En relación a este tema, otro de los tópicos que el autor intenta desmontar es aquel que concluye que la comunicación persuasiva tiene como finalidad tan solo el propio beneficio del emisor. Sería al contrario, afirma, ya que la argumentación se da, sobre todo, en el diálogo, y aquí ambos interlocutores se enriquecen de la superposición de puntos de vista distintos, sin permitir que ninguno de los dos prevalezca de manera unitaria e impositiva. Hay que dejar claro, es obvio, que la retórica no va buscando la verdad, sino la eficacia y pertinencia comunicativas, pero esto no quiere decir tenga que estar ligada irremediablemente a la idea del engaño. Sólo cuando estas estrategias se llevan a cabo de manera artera y malintencionada, se pasa del argumento a la falacia, y de la persuasión a la manipulación, técnica esta última muy habitual en el lenguaje político o publicitario. Nos situamos en estos casos, y tal como esbozamos arriba, en comunicaciones que se originan desde determinados estamentos de poder. Estos -las empresas, los políticos- se apoyan en la ignorancia o inconsciencia del receptor, y mediante recursos de manipulación intentan engañarle. ¿La finalidad? Normalmente crematística, pero también ideológica. Esta última intención es realmente peligrosa, ya que de esta forma la retórica se transforma en un fino bisturí que sirve para dar forma y cohesionar ideologías en diferentes campos: jurídico, político, periodístico o educativo.  Esta es la fuerza y la amenaza de la palabra persuasiva: su capacidad para transformar la visión que el ciudadano tiene del mundo, llegando incluso a imponer un modelo “ideal” para el buen devenir de la sociedad -o para el buen devenir de una parte de ella, de la parte, en definitiva, que impone el discurso-. Entonces, ¿dónde queda la verdad de la que hablábamos antes? No le queda más remedio al autor que mostrarse totalmente escéptico ante la evidencia de que la única verdad evidente es aquella que se impone como resultado de la representación simbólica que nos llega desde las estructuras de poder. Cuando la comunicación retórica, por tanto, se realiza desde arriba, con una finalidad eminentemente ideológica, como medio de engaño y manipulación, y, además, aprovechándose de la inconsciencia de los receptores acerca del mismo acto retórico, en estos momentos, afirma Laborda Gil, es cuando se ejerce lo que él denomina “la violencia del poder” (112).

Otro de los aciertos que encuentro en el libro es su capacidad para demostrar, de una manera más o menos velada, la validez de una serie de conceptos acuñados en los últimos años por disciplinas afines al Análisis del Discurso o a la Pragmática Lingüística. Nos referimos, por ejemplo, a esta relación que se establece entre persuasión y violencia. De manera muy sucinta, el autor nos pone de relieve que, al insertarnos en el proceso argumentativo, corremos constantemente el riesgo de dañar la imagen del otro. En consecuencia, la argumentación y las diferentes teorías acerca de la (des)cortesía verbal van íntimamente ligadas. La validez, por tanto, de conceptos como (des)cortesía verbal, actividades de imagen, autoimagen, afiliación o autonomía puede contrastarse desde los orígenes mismos de la retórica allá por el s. V. a.C.

Termino diciendo que, más allá de su innegable valor científico, esta obra desprende amor hacia la palabra, y un renovado asombro hacia su innegable poder. Poder para transformar, ya sea de manera artera, ya sea partiendo de presupuesto éticos, la sociedad que nos rodea. Hablamos, en definitiva, de la palabra como arma, y, según afirma el autor, de la retórica como piedra donde esta arma debe ser afilada (96).

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