La herida de abril
Vincenzo Consolo
Traspiés, 2013. Colección "Siete Suelos"
ISBN: 978-84-939505-5-2
124 páginas
16 €
Traducción de Miguel Á. Cuevas
Alejandro Luque
Vincenzo Consolo, el gran escritor de
cuya muerte se cumple ahora un año, vivió convencido de que “no se pueden
escribir novelas, porque engañan a los lectores”. El conocido argumento de
Vargas Llosa según el cual la materia prima de la novela es la verdad de
las mentiras, le habría hecho seguramente sonreír. Tal vez por eso Consolo
escribió siempre novelas fuera de la norma, que a veces parecen crónicas, otras
largos poemas en prosa. La herida de abril, la última de las suyas
que quedaba por traducir a nuestro idioma, y paradójicamente la primera que
escribió, es un ejemplo de que el arte de la novela también puede ser un arte
de la verdad, de verdad de la buena.
La herida... es una historia de
iniciación ambientada en una Sicilia todavía sacudida por el recuerdo de la
Segunda Guerra Mundial, abocada a la masacre de Portella della Ginestra,
aquel sangriento primero de mayo de 1947 en el que murieron una
veintena de vecinos a manos del bandido Giuliano y sus secuaces mientras
festejaban la victoria electoral del Bloque del Pueblo. Se trata, pues, de un
momento de luz entre dos sombras, la de la dictadura de Mussolini y el conflicto bélico, y la larga sombra
posterior a las elecciones del 48 que dieron el gobierno al centrista De
Gasperi, apoyado por la Iglesia y por la CIA. El protagonista lo rememora
trayendo al presente los aromas del campo, de la leche en polvo americana y los
tóxicos inciensos de la doctrina, como del sabor de los cigarrillos clandestinos
compartidos y de los primeros besos.
Como explica muy bien el traductor Miguel
Ángel Cuevas en su prólogo –al que sólo cabe reprochar que nos ponga tan alto
el listón de la erudición–, el título de la obra evoca el famoso verso con que
Eliot abría La tierra baldía, “Abril es el mes más cruel”, pero en
realidad se lo debemos a un compañero de estudios de Consolo, el poeta Basilio
Reale: “Por un árbol que propone el verde/ tras el alto muro del patio/ siento
la herida de abril/ de regreso a los montes del Peloro”. Que Consolo tuviera
siempre poetas a mano no es nada casual, pues su prosa –y esto eleva la faena
de Cuevas al rango de gesta– posee una riqueza léxica, una cadencia y, en fin,
una capacidad para crear el mundo nombrándolo que sólo podemos identificar con
el arte de los versos, y donde se trenzan maravillosamente la lengua oficial y
el dialecto, las palabras de los libros y el habla de la calle, la metáfora
barroca y el
exabrupto.
Las novelas clásicas, y sobre todo el
cine, nos convencieron de que nuestras propias vidas eran historias con
planteamiento –la cuna–, desenlace –el cementerio– y nudo –todo lo que hay, como
decía Borges, entre las dos fechas fatales. Consolo es de los escritores que
saben que trasladar la vida al papel, esa vieja ambición de la literatura, no
puede reducirse a tales esquemas. A lo más que podemos aspirar es a atrapar
momentos, fogonazos de vida, y componer con ellos un mosaico más o menos
revelador. Así, la realidad se aviene más al 'sketch', el sainete
improvisado, de ahí que el neorrealismo italiano –con el cual La herida de
abril tiene notables deudas– echara mano a menudo de esa fórmula fragmentaria,
saltarina y caprichosa, la misma que parece regir nuestros recuerdos.
Por otro lado pienso que, si con tanta
frecuencia los libros y las películas tienden a mostrarnos Sicilia desde una
óptica infantil –Cinema paradiso, Malena, No tengo miedo– es porque en cierto
modo relacionamos la Magna Grecia con una infancia ideal de Occidente, con un
estado prepúber de nuestra cultura, en el que la ingenuidad aún era posible y
la iniquidad era todavía insospechada. También por eso nos conmueve y nos
estremece La herida..., con la limpieza de su mirada y su desenlace de
Arcadia en llamas.
Gran amigo de Leonardo Sciascia, Consolo
toma aquí mucho de la ópera prima de aquél, Las parroquias de Regalpetra,
una narración neorrealista, una vez más “carente de argumento” por rehuir la
referida estructura dramática. Sciascia, como Consolo –véanse La sonrisa
del ignoto marinero, El pasmo de Palermo, Retablo o De noche, casa
por casa, mi preferida de toda la maravillosa obra consoliana– parten de un
retrato de costumbres aparentemente inocente para llegar, a veces sin que el
lector lo advierta, a un discurso de profundo aliento cívico y ético. Un
discurso invariablemente orientado a señalar a los enemigos de la libertad, es
decir, de la vida.
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