Una vida subterránea (Diario 1991-1994)
Laura Freixas
Errata Naturae, 2013
ISBN: 978-84-15217-46-6
320 páginas
19 €
Alejandro Luque
De unos diarios que ven la luz, por expreso deseo de su autora, veinte
años después de ser escritos, se espera de entrada una justificación a tanta
demora. La propia Laura Freixas, en las páginas iniciales, confiesa su
“esperanza de que el tiempo suavizara los filos demasiado cortantes”. Parece un
buen gancho para adentrarse en el libro: ¿Cuáles serán esos filos? ¿Habrá
ajustes de cuentas, revelaciones sorprendentes, perfiles insospechados? El
segmento temporal que abarca el volumen, de 1991 a 1994, es aquel que va desde
el momento en que Freixas se dispone a abandonar París, hasta su traslado a
Madrid, es decir, el momento en que se fragua definitivamente como escritora,
después de haber trabajado varios años en el ámbito literario como traductora,
agente y editora.
Quienes se acerquen a estos diarios buscando –digámoslo claramente–
cotilleos, pierden el tiempo. Hay pullas y rencillas personales, críticas
venenosas y bocetos inmisericordes, pero las identidades están tan escondidas
que resulta imposible (a menos que uno conozca el paño de primerísima mano)
reconocer a casi nadie. Tan es así, que uno se pregunta hasta qué punto contar
los pecados, pero no los pecadores, no desnaturaliza completamente el relato.
En ocasiones preferiríamos que optara por el silencio antes que por el
enmascaramiento tras iniciales o nombres falsos, opción respetable pero
empobrecedora. Se dirá que los diarios de Byron o los de Benjamin Constant
están llenos de alusiones a personajes que desconocemos… Pero no todos los
diarios son los citados, ni todos los diaristas Byron.
Otros sí son reconocibles, como Javier García Sánchez, Mempo
Giardinelli o Cristina Peri Rossi, si bien en papeles muy secundarios, como
referentes más o menos lejanos. Y esto porque el tema central de estos escritos
es la persecución de un sueño, el de ser escritora, y la búsqueda de una
estabilidad personal que pasará, andando el tiempo, por la experiencia de la
maternidad. La Freixas que arranca el diario lucha con su condición sexual
–“para mí femenino significa cobarde, egoísta, pasivo, insignificante y
melancólico”– y con su vocación, aunque más que por desarrollarla naturalmente,
necesita demostrar que es escritora.
Es a partir de aquí donde Una vida subterránea empieza a
antojarse un perfecto manual sobre qué no deben hacer los aspirantes a
literato. “Hace tiempo que le estaba dando vueltas a la necesidad de
especializarme en algún tema”. ¡Horror! La especialización ha hecho, en los
últimos treinta años, que quienes pretenden saber mucho de algo acaben por no
saber nada, encerrados en el arnés de su asignatura concreta. “Más que crear,
debería decir tener éxito; que equivale a ser alguien; que equivale a ser otro,
a no ser yo”. ¡Espanto! La literatura puede ser una manera de conocernos a
nosotros mismos o de ponernos una máscara, o de ambas cosas a la vez, pero
difícilmente pasará todo esto por una noción convencional del éxito –es decir,
el reconocimiento por parte de crítica y público, de los otros–, sino por otra
clase de desafíos y de búsquedas que suceden de puertas para adentro, fuera del
foco.
“Cómo estoy deseando que acabe este purgatorio”, escribe Freixas tras
un acto organizado por una gran editorial, donde se siente insignificante.
“Recobrar una dignidad; publicar una novela, cambiar de trabajo, estar
vistosamente embarazada…”. Anhelos legítimos que revelan, no obstante, una
elección de modelos bastante cuestionable. “Me alegra estar al día, conocer la
obra de mis contemporáneos; supongo que estoy preparándome para ser uno de
ellos”. ¡Ay! Personalmente, creo que leer a los contemporáneos más allá de las
dosis homeopáticas imprescindibles, conduce a actitudes propias de carreras de
galgos, a indeseables clonicidades, a endogamias estériles. Una cosa es tener
una idea aproximada del panorama actual (ya felizmente globalizado) y otra
estudiar a los compañeros como una llave para ingresar en el club. Y así van
pasando estas páginas, que se leen (o al menos yo las he leído) con
desasosiego, con incomodidad, a veces con un escalofrío. Si la publicación de
un diario íntimo es un 'strip-tease', el de Laura Freixas no quiere seducir, sino
mostrar impúdicamente, como ella misma asume, “nuestras dudas, contradicciones,
vergüenzas, miserias, vanidades…”
En un momento dado, Freixas expresa su duda “de si soy capaz –durante
cuánto tiempo, hasta qué punto- de seguir trabajando sin reconocimiento, sin feedback,
sin saber si tanto esfuerzo me servirá para algo”. No cabe duda de que un
escritor se nutre, entre otras cosas, de la confrontación de su trabajo con el
lector. Pero tampoco la hay de que aquel que no sigue en el camino por falta de
aplausos, no merece ser llamado escritor. Será otra cosa, un vendedor de sus
libros, un productor de literatura, qué sé yo, pero no ese modelo de
conquistador (no de puestos en las listas de ventas, sino de ideas, sueños y
emociones) que reconocemos en los grandes.
Mi consejo sería, como señalé arriba, que los aprendices de escritor
no tomaran estas pautas como ejemplo, o en todo caso como ejemplo a no seguir.
Por otro lado, he de reconocer que la evidencia refuta mi argumentación: siguiendo
su fórmula, Laura Freixas logró ser una escritora reconocida, publicó en
editoriales señeras, fue bien recibida por la crítica, ganó premios, fue
invitada en cursos de verano y en universidades americanas, hizo reseñas para
El País y se ganó su propia columna en La Vanguardia. La autora tiene todo mi
respeto. Sólo me queda una tímida pregunta: ¿Se trataba de eso?
[Publicado en M'SUR]
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