Eudora Welty
Impedimenta, 2009
Traducción de José C. Vales
Introducción de Félix Romeo
ISBN: 978-84-937110-5-4
232 páginas
19 €
Carolina León
¿Qué sacó Eudora Welty de fotografiar intensivamente la realidad de un momento y un lugar extremadamente duros, como fue el Sur de los Estados Unidos durante los años 30? Quizá aquel trabajo, empleo en una agencia publicitaria, que ella supo sacar de su contexto y aprovechar para su propio interés, le sirvieron para hacerse una experta observadora de circunstancias, ambientaciones y paisanajes, colección que, debidamente tamizada, pasó posteriormente a sus libros.
Por primera vez en español (en una traducción estupenda, por lo sutil y bien ponderado de lo que imaginamos que es el original), La hija del optimista valío a Welty un Premio Pulitzer. Publicada originalmente en 1972, la consagró (pero no era el único testigo) dentro de la tradición, quizá algo tardía, de la novela "sureña".
Ahí encajaría con habilidad este libro, a pesar de que cronológicamente salta varias decenas de años de la producción más conocida de ese “género”. La pluma hábil y el pulso narrativo trabajado durante años por esta culta e inquieta mujer dieron un bello relato, integrado en el molde de la ambientación topográfica y social del Sur de Estados Unidos (aquí, Nueva Orleans, pero sobre todo Mississippi, de donde era originaria la autora), y a la vez entrega aspectos hasta entonces poco frecuentados de esa creación de ambientes y personajes “típicos”.
Para situarnos, contaremos que "la hija del optimista" es una mujer de mundo, que ha salido hace años de su pueblo natal, Mount Salus, y vive en Chicago, emancipada y sola, y en el punto de partida se ve obligada a regresar para acompañar a su padre a la muerte, compartiendo vigilia con la segunda mujer del hombre, más joven que ella. Con la muerte del padre comienza el auténtico regreso a "casa" y el acompañamiento de fantasmas, vivos y muertos, con los que se verá obligada a saldar cuentas.
¿Cuáles son sus hallazgos? Capote, siempre cerca del histrionismo, McCullers tan sombría, Faulkner barroco... Welty recoge sus testigos y produce el libro más contenido y moderado, y al mismo tiempo emotivo, que se podía escribir a la sombra de estos titanes. En La hija del optimista, el bien y el mal, los tipos protagónicos y sus antagonistas, la gente buena y la gente regular no tienen contornos definidos. El lector se verá en problemas para ponerse de uno u otro lado porque, en definitiva, parece querer decirnos la autora, no existen los lados. El hermoso “rosal de Becky” podría ser el culpable del derrame ocular del juez. El carnaval allá afuera mientras el viejo está convaleciente suena horrendo y desagradable. Las “damas de honor” que cuidan de Laurel durante el funeral no son jovencitas ni están cargadas de buenas intenciones.
Pero es mucho más interesante el juego de espejos que se produce entre los personajes principales (Laurel y Fay, nueva esposa de un juez setentón y viudo, que sucumbe tras una operación quirúrgica "rutinaria"). No será posible quedarse con ninguna de las dos, a pesar de que es por supuesto Laurel la capitana del relato y su voz es la que se cuela en la tercera persona. El demiurgo tras toda la trama no escatima picante cuando han de aparecer los resquemores, la rabia, las ganas de traición o venganza, la crueldad incluso. Su cualidad resbaladiza y, al mismo tiempo, la inquietante penetración psicológica de los tipos humanos, además de ese tono “sosegado”, “contenido”, “modulado”, hasta resultar a ratos irritante, hacen de este libro una pieza de orfebre, en la que importa tanto lo que se muestra como lo que se ha quitado.
Y la pluma de Welty convierte una historia sin demasiada chicha en un apretado carnaval de emociones, donde se pueden reseñar dos (pero son muchos más) emocionantes momentos: el curioso baile perspectivesco producido durante el funeral entre los asistentes -viejos vecinos, familiares, empleados, alcalde y juristas, gente toda del pueblo-, tratando de expresar desde la "buena voluntad" la esencia del difunto. Y las últimas páginas, también, donde casi la narración parece abandonar su sordo goteo y lanzarse por cierto torrente emotivo (pero no, nunca), cuando la hija, habiendo dado carpetazo a los recuerdos, se dispone a salir de la casa de su infancia para siempre. "Los recuerdos no viven en un objeto concreto, sino en las manos libres, perdonadas y liberadas, y en el corazón que puede vaciarse y llenarse de nuevo".
La maravillosa profundidad dada a cada pequeño actor de la comparsa, el tiempo y el alud de recuerdos, tratados con mesura y representados con maniática flema, al tiempo que se enjuicia una vida entera, hacen de este libro una lectura deliciosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario